Les contamos hoy de la lubina; lo cual equivale a decir que nos ocupamos de uno de los pescados “finos” más apreciados por los consumidores españoles.
Sin ánimo de establecer jerarquías –que ya se sabe que, para gustos, colores- si la referencia de los restaurantes de fuste nos sirve, la lubina, junto con el rodaballo, disputa el lugar preferente en el quinteto de los más elegidos. Los otros tres son, a saber: la merluza, el lenguado, y el mero. De éste último, el mero, es, en cierto modo, “pariente” la lubina, pues ambos pertenecen a la familia de los “serránidos”. No obstante, entre ambos peces hay notables diferencias sápidas. (además de las muy evidentes morfológicas). Tal vez uno de los parecidos que más les une –espléndida cualidad en ambos- es la firmeza de sus carnes. Sin embargo, en beneficio de la lubina pesa sobremanera la finura y delicadeza de su tenue sabor, el inigualable perfume de su carne.
De inmediato contaremos algo de lo mucho que se puede decir, y escribir, sobre el delicado sabor de las carnes de la lubina; pero antes, completemos la definición del animal empezando por la buena “pista” que nos da su propio nombre, ya que “lubina”, como habrán adivinado, viene de “lobo”, del “lupus” latino. Los franceses la nombran incluso con más precisión: “lup de mer” (lobo de mar).
Unos y otros, antiguos y modernos, bautizaron así por reconocer con ello la acreditada y acusada voracidad de esta especie, que es, entre los peces, sin duda alguna el más “territorial”: elige una amplia parcela submarina para vivir, y la defiende con el mismo encono y ferocidad como lo hace el lobo en tierra; de ahí el atractivo legendario que tiene su pesca deportiva.
Vive la lubina -nosotros, los gallegos, la conocemos mejor por “robaliza”- en aguas poco profundas, próximas a las costas y extremadamente limpias, sin desdeñar adentrarse en rías y estuarios. Su tamaño es muy variable, e igualmente suculento en la cocina: las pequeñas se prestan muy bien a la fritura; pero para las piezas grandes, ésas que en Galicia llamamos “róbalos”, o “robalos”, la única formulación recomendable es la cocción, o el horno, si no se adorna la fuente en exceso.
Y aquí enlazamos ya con la referencia que antes hacíamos a la determinante cualidad, en la lubina (en otros pescados también, pero en la lubina más), de la “delicadeza tenue” de su sabor; lo cual nos lleva a decir, y a reafirmarnos, en que las fórmulas culinarias que mejor le van son, siempre, las más sencillas.
Esto lo saben muy bien los cocineros y cocineras de nuestros fogones populares, de las casas de comidas y las tabernas de nuestros pueblos marineros. Y hoy parecen volver a descubrirlo, de nuevo también, los cocineros de alta prosapia. Menos mal. Porque hubo unos años, en los setenta y ochenta, en los que el papanatismo seguidista de la “nouvelle cuisine” francesa, impuso verdaderos despropósitos en esto de la cocina del pescado.
Y es que, hay que empezar por sentar axiomas: a los franceses nadie podrá negarles su enorme y magistral categoría en formulaciones originales, sofisticadas e imaginativas; ni tampoco su acreditada sapiencia en la provisión de una despensa extraordinarias en casi todos los productos base; pero, en lo que hace a la cocina del pescado, con perdón, a los españoles nada en absoluto nos pueden enseñar; entre otras razones porque España es, entre todos los países occidentales y con notable diferencia, el de mayor consumo de pescado per cápita; y no de ahora, sino desde siempre; desde la Edad Media, si me apuran.
Pues bien, a lo que íbamos, en aquellos años, que yo digo “del papanatismo”, el modelo indiscutible eran los franceses, y entre ellos el “papa” Paul Bocuse. A su estela y ejemplo, y el de otros, nuestros restaurantes no dudaron en cambiar el aceite de oliva por la empalagosa mantequilla; la nata líquida pasó a integrarse como ingrediente imprescindible y sacrosanto de cualquier formulación, por castiza que ésta fuera, hasta en las tortillas. En fin, que fue una etapa realmente “negra” de nuestra restauración, porque, bien se sabe que las imitaciones casi siempre se quedan muy por debajo de los modelos originales. Pero aquí tragábamos con todo, era la moda, y manifestarse en contra era poco menos que confesión y reconocimiento de “palurdez”, simplicismo agreste y rusticidad manifiesta.
Hecha a la sal conserva la lubina en plenitud su perfume |
En aquellos días, y a lo que estamos de la lubina, proliferaron recetas auténticamente deplorables y hasta insultantes a cualquier paladar sencillo y honrado, conocedor de la potencialidad del pescado. Entre todas, la más emblemática y a imitar era, fue, la famosa “lubina al hinojo” que inventara Bocusse. El magistral despropósito se formulaba de la siguiente guisa: tomaba el maestro la lubina, y la horneaba ligeramente, sin piel, en compañía del susodicho hinojo. Como es natural, la hierba en cuestión se imponía, y laminaba cualquier vestigio del original sabor del pescado. Ya metidos en osadías, aquella carne, así horneada y desespinada, pasaba luego a integrarse en un molde con la forma del pescado, que finalmente acababa por cubrirse con una suerte de hojaldre en cuya superficie, eso sí con gran laboriosidad, se habían dibujado una bonita apariencia de “escamas”. Horneado de nuevo el conjunto, las escamas de hojaldre tomaban color, y el pescado, recompuesto así, llegaba a la mesa de los admirados y rendidos comensales.
Bien, pues este es un ejemplo entre los muchos que cabría poner de los desaguisados que durante tantos años se impusieron en la cocina del pescado. Menos mal que la cosa ha vuelto en la actualidad, como no podía ser de otro modo, a sus cauces razonables; que no son otros que, si se trata de pescados finos y salvajes -que esto también es muy importante, porque hoy en día ya no es nada fácil encontrarnos con una lubina verdaderamente “salvaje”, pescada en su medio, el mar, a anzuelo- lo esencial, prudente y razonable, es tratarlo en la cocina con la mayor sencillez posible. Y eso nos lleva, en el caso de la lubina, y más si es de porte la pieza, a optar, como mejor formulación, por la cocción sin más. Luego, como compañía y sin restricciones, las salsas que uno quiera, incluso las más sofisticadas y atrevidas; pero el pescado: simplemente cocido... y en su punto.
Y, ay el “punto”. Esa es otra. Porque los cambios y las modas han tenido también en esto su larga trayectoria. Y es gran pena; porque ofrecer el punto justo en la cocción del pescado es absolutamente esencial y determinante del resultado, de la brillantez o no del bocado que nos llevaremos a la boca. Toda la jugosidad, la delicadeza del sabor, y la redondez de la textura dependen de ese “punto”. Y, desde luego, llama la atención –y yo lo hago ahora- que en los restaurantes sea costumbre habitual y asumida que nos pregunten, a la hora de pedir una carne, un entrecot, por ejemplo, o un solomillo, cómo lo queremos: si muy hecho, poco hecho, al punto... Luego lo traerán como les dé la gana, pero al menos lo preguntan. Pero con los pescados, ni se les ocurre; ni nosotros tampoco -reconozcámoslo- se lo demandamos. Sin embargo, hacerlo debiera ser esencial: como poco, tanto o más que en el caso de la carne.
Aquí en España, salvo raras excepciones, el pescado se ha pasado siempre de cocción, con la nefasta consecuencia de que el plato nos llegaba a la mesa, tantas veces, claramente insípido, o con una arruinada textura “harinosa”. De aquello, que estaba mal y fue general defecto, se ha pasado -y en eso están ahora muchos- a presentarlo prácticamente crudo, con la espina aún sangrante, en muchos casos. Sí; de aquellos lodos, hemos pasado a estos barros, cabría muy bien decir. Yo soy de la opinión de que en el punto medio está la virtud –y nunca mejor traído lo del “punto”-. El pescado, desde luego, es una ruina si, a fuerza de cocción, se deja seco y estropajoso; pero ello no puede llevarnos a que el bicho no se haya enterado siquiera de que lo han puesto al fuego. Yo tengo para mí, y esto les recomiendo, que el punto exacto está en ése en el que las carnes se separan de la espina con facilidad, aunque no de motu propio. Y ello se adivina muy fácilmente, con el único requisito de mantener la atención y no perder de nuestra vista el proceso de cocción, que ha de finalizar apenas un instante después de que la carne haya adquirido, en plenitud, el blanco radiante que marca el exacto punto.
En todo caso, en esto como en tantas cosas, la mejor fórmula es la práctica y el ensayo. Pónganse a ello, y buen provecho.
y de postre, una receta...:
Lomos de lubina al horno |
INGREDIENTES (para 4 personas): 1 lubina de 2,5 kgr.; 4 patatas; 2 cebollas medianas; 4 tomates pequeños; 1/2 l. de caldo de pescado; 1 diente de ajo; 1 dl. de vino blanco; 20 gr. de jamón; 1 dl. de aceite de oliva; pan rallado, sal y pimienta.
PREPARACIÓN: Una vez limpia la lubina, se filetea para hacer los lomos. Cortamos la cebolla en medias lunas pequeñas, y las patatas en lascas, a la inglesa. En una sartén, sofreímos ligeramente las patatas y la cebolla. Al punto, añadimos el fumet de pescado y sazonamos con sal y pimienta. Dejamos reducir un instante, y lo pasamos todo a una fuente de horno. Encima, colocamos los lomos de lubina y los tomates, troceados. Introducimos en el horno, a temperatura media, y dejamos hacer durante unos 12 minutos. De nuevo en la sartén, en un poco de aceite sofreímos el ajo, el jamón y el pan rallado, añadimos el vino, dejamos reducir, e incorporamos este sofrito sobre la lubina cinco minutos antes de sacarla del horno.
...y un vino:
Guitián Godello fermentado sobre lías. Bod. La Tapada (D.O. Valdeorras)
La blanca godello es varietal noble y antiguo entre los de la Galicia interior; ourensano en este caso. Y Senén Guitián, uno de los pioneros en la modernización enológica de estos vinos de tan primitiva resonancia.
En el caso que nos ocupa, el vino se ha dejado permanecer durante un tiempo más en contacto con las lías (levaduras y bacterias naturales) en las que ha fermentado, al objeto de potenciar su untuosidad y su complejidad aromática. Como resultado, su cata nos depara un vino de seductor color amarillo pajizo, con irisaciones verdosas. En nariz, resulta especialmente elegante la perceptibilidad de esos sutiles aromas de levadura, junto con los propios herbáceos y florales. En boca, se mantiene estructurado, con buena acidez; graso en el trago, con un ligerísimo toque amargo, propio del varietal, y adecuada persistencia retronasal.
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