domingo, 27 de mayo de 2012

Albaricoque, delicada precocidad

      Si hay un tiempo especialmente jocundo y pródigo en novedades para nuestra despensa, es éste en el que estamos de la primavera. En el capítulo de frutería, el catálogo primaveral se produce, como es fácilmente constatable en estos días, en un continuo y sucesivo encadenamiento de tentaciones. Una de ellas, que a estas alturas apunta ya hacia a su plena sazón, es el dulce albaricoque.
      El aprecio por el albaricoque tiene una larguísima trayectoria histórica. Algunos estudiosos sitúan su origen primigenio en China. Desde aquellas lejanías asiáticas habría ido progresando lentamente la extensión de su cultivo hacia occidente. Las legiones romanas lo descubrieron, en el primer siglo de nuestra Era, en Armenia, y ello llevó al tratadista Columela a fijar, por su cuenta y riesgo, en esa región de Asia Menor el presunto solar originario de este árbol frutal, al que, fiado en esa razón concurrente, el naturalista Linneo, en el siglo XVIII, bautizó y clasificó botánicamente como “Prunos Armenicum”. Sin embargo, los viejos romanos no lo conocieron así, sino que lo llamaron “malum persicum praecox”, es decir, “melocotón temprano”. También los árabes fijaron su atención en esa circunstancia de preceder la cosecha del albaricoque a la del melocotón, al bautizarlo como “al-barque”, que significa, precisamente, “precoz”, y de donde procede, como ya han adivinado, nuestro nombre español “albaricoque”.
"Albaricoques, bollos y recipientes". Bodegón de Luis
Meléndez (S. XVIII). Museo del Prado
      Una muestra más, también significativa, de lo que las raíces etimológicas nos dan y ofrecen sobre características esenciales de los productos, es el nombre que el albaricoque tiene en griego. Los clásicos helenos le llamaron abras, que significa “delicado”, cualidad ésta que es, ciertamente, muy distintiva del albaricoque, y que nos aconseja limitar su compra en el mercado a la cantidad que realmente vayamos a consumir en un tiempo muy breve, ya que los albaricoques, como muchos habrán comprobado con lamento, se estropean en muy poco tiempo.
Variedad Currot, de menor tamaño
      A día de hoy, a nuestros mercados llegan al menos una docena de variedades. Obviamente, unas son mejores que otras, aunque todas, en cualquier caso, cumplen los mínimos requisitos de dulzor y fragancia aromática que definen al fruto. La variedad más temprana es la Currot, caracterizada por su pequeño tamaño y piel delicada de color blanco-rosáceo. Su pulpa también es blanquecina y bastante menos sápida que la variedad ideal, que llega un poco más tarde, apuntando a la medianía de junio, la Moniquí, de mayor tamaño, piel amarillenta, color más marcado, pulpa turgente y carnosa, y un sabor intenso y extremadamente dulce.
Variedad Moniqui
      En España, las plantaciones de albaricoque más importantes siguen ubicándose hoy en día en los mismos lugares donde los árabes iniciaran su cultivo: Andalucía, Murcia y Valencia.
      Además de su consumo en fresco en temporada, el albaricoque tiene una utilidad particularmente apreciada en mermeladas y confituras para consumo todo el año.
      También se adorna el albaricoque con una singular fama legendaria nada desdeñable: su efecto como potenciador de la memoria. Esta cualidad maravillosa, ciertamente no está demostrada científicamente, pero le puede dar cierto crédito y aval el hecho cierto de ser el albaricoque un fruto especialmente rico en fósforo y magnesio. No lo olviden…y buen provecho.






miércoles, 23 de mayo de 2012

Chocolate, dulce historia

      Hoy vamos de “dulce”; de toma churros...y moja. ¿En qué?... Pues en qué va a ser: en chocolate.
Fruto y semillas del cacao
      Empecemos por la historia: ¿Qué es el chocolate...y de dónde viene? Pues, viene de América, sí señor... y su origen es el cacao. El primer conocimiento que los europeos tuvimos del cacao, base esencial del chocolate, se produjo por el propio Cristóbal Colón, quien, en 1502, al arribar a la isla de Pinos, en la costa hondureña, recibió del jefe nativo local el especialísimo presente de una bebida que los mayas reservaban para los más altos dignatarios, cuyo nombre le dijeron era “chocoatl”, elaborada a base de unas semillas (de cacao, “cacahoatl”) tostadas y machacadas y mezcladas con agua y otros ingredientes, como harina de maíz, vainilla y otras especias.
Planta del cacao
      Lo cierto es que a Colón y a sus gentes no les pareció el invento realmente delicioso, y la cosa se quedó ahí, en la anécdota. Años más tarde, Hernán Cortés, en su expedición de conquista del imperio azteca mejicano, volvió a encontrarse con la bebida, que le fue ofrecida con el mismo revestimiento de ceremonial cuasi divino. Cortés advirtió en el brebaje una cualidad más, singularmente notable: que quienes lo consumían no pasaban tanta fatiga en las largas y penosas marchas, y fue esta razón la que le animó a promover su consumo entre sus gentes. Pero había un inconveniente, aquel chocolate, tal y como lo formulaban los indios, realmente resultaba muy amargo y, consecuentemente, muy poco sabroso para el gusto de los europeos. La solución vino de la que fue definitiva aportación española a la bebida tal y como la conocemos hoy: el añadido de azúcar.
Chocolatera española, del siglo XVIII
      Los españoles habíamos asimilado desde siglos atrás, de los árabes, el cultivo de la caña de azúcar, que fue una de las especies vegetales que primero llevamos a la América recién descubierta. En los tiempos de Cortés, el cultivo de la caña de azúcar ya estaba bastante extendido en las Antillas, y su combinación con la bebida chocolateada resultó definitiva. Según cuenta la tradición, fueron un grupo de monjes que formaban parte de la expedición de Cortés los primeros en traer a España la novedosa fórmula, semillas de cacao incluidas, que serían replantadas por primera vez en territorio peninsular en el huerto del zaragozano Monasterio de Piedra.
Bodegón, de Luis Menéndez
      Devino luego una curiosa disquisición que, aunque hoy nos parezca absurda, en su tiempo provocó ardua polémica y hondo debate teológico. La cuestión se planteaba, allá por el XVII, en razón de establecer si la ingestión de chocolate rompía o no el ayuno cuaresmal; si, en definitiva, en tanto que líquido -bebida al fin-, quedaba exento de las proscripciones o si, por el contrario, en su nutricio espesor había que entender de dominio la calidad de alimento del brebaje y debía por tanto prohibirse.
      La tesis que acabó por imponerse fue la de que no, que no rompía el ayuno, y ello contribuyó de manera definitiva a la extensión del uso y el aprecio por esta nueva bebida que los españoles habían traído del Nuevo Mundo, y cuya fórmula venían, desde casi cien años atrás, guardando con celosísimo secreto.
      Coincidía todo esto con los años clave de difusión en Europa del chocolate como bebida de consumo social, algo en cuyo definitivo refrendo tuvo mucho que ver la Corte francesa y, en ella, el protagonismo motor de la infanta española María Teresa, hija de Felipe IV, quien tras su matrimonio con Luis XIV (el Rey Sol) llevó a Versalles la costumbre muy española del chocolate. Eso sí, con algunas variantes, como la moda francesa de tomarlo muy diluido en leche, a diferencia del modo español, muy espeso y diluido en agua.
      Hasta finales del XVIII el chocolate, cuyo consumo ya se había extendido y generalizado en los más refinados salones de toda Europa, sólo se conocía como bebida, es decir, líquido. Con la máquina de vapor y la revolución industrial, nacería también el desarrollo de la industria y manufactura del cacao. A principios del XIX, en los salones franceses más distinguidos y a la última, empiezan a prodigarse una suerte de trocitos de chocolate sólido, que alcanzan un éxito notabilísimo, y son conocidos como “bon bon”. En 1828, el holandés Van Honten ideó un método práctico para obtener el cacao en polvo, separando de la semilla parte de la manteca de cacao, lo que hizo posible que algunos años más tarde salieran al mercado las formas sólidas en tabletas y pastillas. El último y definitivo gran avance se produjo en 1876, cuando el suizo Daniel Peter de Vevey logró fabricar y comercializar, en tableta, el chocolate con leche. Buen provecho…y que ustedes lo “mojen” bien.










viernes, 18 de mayo de 2012

Mejillón, deliciosa baratura


      Les contaremos hoy de un marisco de cualidad sápida extraordinaria, casi tanta como su potencialidad culinaria, a pesar de que la alta cocina lo tiene aún un tanto arrumbado; más que nada –con toda probabilidad y a buen seguro- porque es barato. El más barato de todos los mariscos: el mejillón.
      ¡Cuántas veces habremos oído decir -y asentido, seguro, con convicción-, que la única pega de los mejillones, en lo que hace a su prestigio y aprecio, es que…son baratos. Que si cotizaran, qué sé yo, a 30 euros el kilo ¡Dios no lo quiera! rivalizarían en fama y finura con la almeja y la ostra. Pues, seguramente es verdad, porque al mejillón, lo que es sabor y regalo para la boca, no le faltan en absoluto.
      Hoy por hoy, la práctica totalidad de los que consumimos son cultivados, de batea. Obligatorio, además, por aquello de la “depuración” necesaria en este tipo de moluscos. En cuanto a su origen, por el momento prácticamente todos los que llegan a nuestros mercados son nacionales; en su inmensa mayoría gallegos, o, cuando menos, comunitarios, con presencia de algunas partidas francesas e italianas. Pero eso es, por el momento, porque habrá que andar advertidos de los chinos, que ya superan a Europa en producción, y sólo esperan el permiso de exportación para inundar nuestros mercados. También en esto, como en la inmensa mayoría de los productos de alimentación, el consumidor tendrá que estar advertido, y aprender a distinguir y a elegir, consecuentemente, orígenes y calidades.
Batea en una ría gallega. La licencia para la primera batea
que se instaló en Galicia, se otorgó en 1932, y se instaló en
aguas de Moaña (Pontevedra)
      El mejillón se consume desde los tiempos más antiguos, como así lo atestiguan las excavaciones arqueológicas de la época neolítica, en las que no es nada infrecuente hallar abundante testimonio de ello. Y griegos y romanos ya los trabajaban como nosotros, cultivados. No en bateas flotantes ancladas en medio del mar como ahora, sino dispuestos en series de estacas clavadas en la línea de costa.
El mejillón se cría y crece en cuerdas especiales
que cuelgan de las bateas
      Al adquirirlos, es importante observar que todos estén perfectamente cerrados, signo de que están vivos; y procurar también consumirlos, como máximo, en los tres días posteriores a su compra. La cocción debe ser breve, pero suficientemente completa, para disipar todo riesgo y para disfrutarlos en plenitud de textura y de color, que es uno de sus grandes atractivos. Por cierto que, hablando del color, habrán observado más de una vez que entre la inmensa mayoría de los que salen rojos azafranados tras esa cocción, alguno que otro sale blancuzco: son los machos. El común, pues, de los que consumimos son, digámoslo así, “mejillonas”, aunque la cosa no tiene más interés que esa curiosidad, ya que culinariamente no hay diferencia entre ellos. Otra curiosidad, a cuyo crédito me resistí durante un tiempo, pero que, luego de consultadas directamente por mí muchas “fuentes” de veteranos mariscadores, parece que apunta a verdad cierta e irrefutable, es esa que habla de la sintonía existente entre el mejillón y la luna. Afirma tal teoría, que los mejillones recolectados en el tiempo de la luna llena ofrecen, tras la cocción, el “bicho” orondo y grande, y que, por contra, si el marisqueo se hace en el tiempo de la luna nueva, los “bichos” resultan esmirriados, apocados y de penosísimo aspecto.
      El mejillón es rico en calcio, hierro y yodo. Aporta vitamina C y posee un 80% de calorías. Además, se digiere con bastante facilidad.
Preparación clásica: en vinagreta
      Como decíamos al principio, la alta cocina creativa no ha asumido aún el fácil reto de incorporarlo como protagonista principal de nuevos platos y nuevas formulaciones. De momento, sigue siendo un “secundario” agradecido y de garantía. También lo es, en cierto modo, en la cocina común, partícipe brillante e imprescindible de pastas y de arroces marineros. Su estelaridad se mantiene en la parcela-prólogo del aperitivo, en escabeche, casi siempre en lata, en vinagretas de brillantísimo resultado, o simplemente abiertos al vapor.
Al natural, cocidos al vapor
      Cuando tal hagan. Cuando los cuezan al vapor, es decir, en una olla cerrada sin más, forzando que el caldo lo aporte el propio mejillón al abrirse, anoten un consejo que los mejora: dispongan en el fondo un chorrito breve de vino blanco, junto con dos o tres granos de pimienta negra. ¡Verán cómo se crecen y ganan! Buen provecho.


Y de postre, una receta...:


Macarrones y fideos con mejillones
 (Rte. Casa Simón - Cangas/Pontevedra)
 INGREDIENTES (Para 4 personas): 100 gr. de fideos; 100 gr. de macarrones; 4 kg. de mejillones; 1 cebolla mediana; 2 dientes de ajo; 1 tomate mediano; pan rallado; perejil; aceite; sal; una hoja de laurel; pimentón y azafrán.
 
PREPARACIÓN: En una cazuela, empezamos por dorar, en un fondo breve de aceite, la cebolla, finamente picada, junto con el ajo, el perejil y el tomate, también muy picado. Una vez dorado, se añade un poco de pan rallado, y una vuelta después, incorporamos un poco del agua de la cocción (aparte) de los mejillones, junto con media hoja de laurel. Al momento de empezar a hervir, se añade la pasta, una pizca de pimentón y otra de azafrán. Cuando la pasta ya esté casi a punto, incorporamos los mejillones, ya cocidos, junto con otra media hoja de laurel... y en la misma cazuela, a la mesa.

...y un vino:

Viña Reboreda - Bod. Campante - D.O. Ribeiro


 
        Para un plato sencillo, de doméstica y suculenta cocina como el que hoy les presentamos, al arrimo un vino de igual honestidad en su concepto, aunque también todo un clásico de muy contrastado recorrido y fiabilidad. Con su característica mezcla ponderada de varietales: treixadura, torrontés y godello, con un toque del viejo palomino, que en tiempos pretéritos, pero aún memorables, dominó las plantaciones de esta zona ourensana, Bodegas Campante, también todo un clásico, sitúa en el mercado este vino de genérica presencia entre los de mayor tirada de la zona. El resultado es un caldo de muy fácil comercialización, un blanco de sugerente color pajizo, con buena presencia de aromas frutales y florales en nariz, y muy fresco y rico en boca. Un vino sin sorpresas, tampoco en el precio.


Precio medio: 5€




miércoles, 16 de mayo de 2012

Carne de lidia


      Estamos en pleno ciclo anual de renovación de nuestra más genuina fiesta hispana: los toros. La lidia del bravo, cuyo “juego” se acredita y juzga en la plaza por figuras y estilos de lances, emoción y valor; pero que también, en lo que a nosotros atañe y con similar rigor, cumple luego su peculiar “faena” en los fogones.
     Gastronómicamente, la carne de esas reses bravas tiene características muy propias. Al punto de que se necesita ser un poco experto, y hasta buen aficionado para discernir y disfrutar de ella en plenitud. Y la primera dificultad está ya en la provisión: en la fiabilidad garante de que la pieza de carne de lidia que compremos, o la que nos llegue ya emplatada en el restaurante proceda, efectivamente, de un animal que rindió su vida luchando en la plaza. Y no es sólo –que también- por el gusto parejo de sumar a la degustación la reseña del “juego” que el astado en cuestión dio en la arena, que esa leyenda, si es buena, sin duda añade regusto y memoria al envite culinario, sino porque el trance de ese sacrificio ritual, de esfuerzo y crispación extremos siempre, aun cuando la faena resultara deslucida y abroncada, confiere a la carne de la res sacrificada a espada un paladar único.
      El violento ejercicio al que los toros son sometidos antes de su muerte hace que acumulen en sus carnes gran cantidad de ácido láctico, de una manera semejante a las piezas de caza que son cobradas en plena huida. De ahí que, al igual que la caza, necesite la carne de lidia también unas horas de maceración, previa a su contacto con el fuego, pongamos que una hora o así, inmersa en agua con un chorrito de vinagre. Además de, claro –imprescindible-, haber pasado no menos de veinte días de mortificación en cámara, para que la pieza exprese toda su potencialidad de sabor; lo cual hace, en pura evidencia, imposible de todo punto, y fraudulenta por obvia exigencia, la posibilidad de que se nos pueda ofertar la “prueba” de la res que, acaso con enorme éxito de faena, fue lidiada ayer, o anteayer, en la plaza.
      Convendrá saber también que en el toro de lidia, en contra de lo común en otros bóvidos de carnes rojas, los cortes más apreciados no son los chuletones y el solomillo, que también se cocinan, por supuesto, y tienen su gracia; aunque sea una “gracia” más bien recia y bravía, que no a todos complace. En el despiece de la lidia, lo que manda es el rabo; y con él los jarretes, o morcillos.
     El toro bravo es una variedad de vacuno de razas muy seleccionadas, criado en libertad en grandes dehesas y promovido para que desarrolle una fuerte musculatura. Los novillos alcanzan los cuatro años, y los toros lo son a partir de esa edad. Unos y otros apenas tienen un gramo de grasa, y ello les hace un tanto duros para la sartén o la plancha. De ahí que su mejor formulación culinaria tradicional sea el guiso o el estofado. El de rabo es el rey; un plato denso y gelatinoso, casi meloso, cabría decir. Aunque en esto del rabo, si ya hay dificultad y dudas a la hora de identificar los cortes de magro, en el caso del rabo la cuestión es asaz más complicada; casi un auto de fe. Sí; porque aquí en España, de todos es sabido el curiosísimo fenómeno post-mortem que se produce y del que todos somos cómplices consentidores: ese que hace que toda vaca, una vez sacrificada, pase a ser “buey”... menos, excepción hecha de su apéndice caudal que, indefectiblemente, se transmuta en “rabo de toro”. En fin, milagros éstos que son de carnicería y mesón. Que ustedes lo “lidien” bien.

Y de postre: una receta...


Rabo de toro estofado

INGREDIENTES (para 4 personas): 2kg. de rabo de toro; 1kg. de cebollas; 500 gr. de zanahorias; 500 gr. de tomates maduros; 4 dientes de ajo; 300 dl. de vino oloroso (Montilla o Jerez); 1/2 copita de coñac; 1 dl. de aceite de oliva; azafrán; pimienta negra molida; 2 hojitas de laurel; sal

PREPARACIÓN: Limpiar bien los rabos, quitándoles el sebo que puedan tener. En una sartén, freiremos las cebollas, finamente cortadas, hasta que se doren ligeramente. A continuación, pasamos a la olla esta fritura, junto con los trozos de rabo, la zanahoria y los tomates, igualmente troceados, y las hojas de laurel; sazonamos con la pimienta, la sal y el azafrán; rehogamos bien todo, e incorporamos el vino y el coñac, dejando que todo siga haciéndose así durante unos 15 minutos. Añadimos luego el agua (o el caldo, mejor) que parezca necesario, y dejamos cocer a fuego lento todo durante al menos una hora, hasta que adquiera la carne la melosidad y la ternura que pretendemos. Convendrá dejar reposar el estofado, ya una vez hecho, al menos un par de horas hasta su servicio, que acompañaremos con patatas fritas como guarnición.

...y un vino:

Initio 2005. Bod. Las Moradas de San Martín (D.O. Vinos de Madrid)

   Mucho, y muy bueno, se puede decir de este vino, que es tarjeta de presentación de la nueva bodega, Las Moradas de San Martín, que el grupo Enate auspicia y tutela en la subzona de San Martín de Valdeiglesias. Initio, que del latín viene, como arranque o inicio, resulta a todas luces un caldo sorprendente, del que ya cantan excelencias y loas los críticos más avezados, destacando en él, entre otras notas de interés, la decidida apuesta que hace por la garnacha (85%, más un complemento ajustado de cabernet y syrah al 15%). A mí este Initio, que no conocía, me sorprendió muy agradablemente en un reciente almuerzo en el Restaurante  "Enrich" (también ciento por ciento recomendable), sito en La Moraleja. No reparé entonces suficientemente en el detalle de su etiqueta; en  ese hermoso texto manuscrito que incluye, ni tampoco en su firma. Ahora, al fijarme, descubro que se trata del arranque de un relato escrito, expresamente para este vino, por mi buena amiga, colega y paisana, Marta Rivera de la Cruz. La redondez de la propuesta, pues, qué quieren que les diga, se me antoja perfecta. Del Initio en cuestión, concluiré apuntándoles que se trata de un tinto con 13 meses de crianza en roble francés; limpio y brillante en su intenso color rojo picota. En nariz, también se ofrece nítido el varietal dominante y la plena madurez de su vendimia de cepas viejas; con un fondo balsámico y mineral, que se integra en perfecto ensamblaje con las notas de la madera. Ya en la boca, la sensación es de plenitud de estructura y carnosidad, con prolongada y profunda persistencia. Todo un lujo de vino para Madrid, que, como decía el chotis, ahora doblemente verdad: ¡...tiene seis letras!







sábado, 12 de mayo de 2012

Guisantes, delicia primaveral


      Les contaremos hoy de una de las leguminosas “reina” en los mercados primaverales: el delicioso y atractivo guisante.
    Aunque los hay todo el año, especialmente desde que los disponemos congelados, de brillantísimo resultado, y también –y desde bastante antes, por lo menos un siglo- enlatados, que también resultan de muy buena factura, lo suyo es, cuando se puede, consumirlos frescos y en su sazón, lo que justamente se nos ofrece este tiempo.
      El guisante está presente en los pucheros del hombre desde casi los albores de la agricultura. Se cuenta que, probablemente, las primeras semillas son originarias de China, pero que desde aquel lejano oriente llegaron ya a nuestras latitudes hace miles de años. Los egipcios ya los conocía y apreciaban, y también tuvieron conocimiento de ellos griegos y romanos. En la Atenas de Pericles, vendedores ambulantes pregonaban por las calles sopa caliente de guisantes, y en los mercados de Roma, en tiempos de Trajano, ya se ofrecían nada menos que 37 variedades de ellos.
      Pero, como ocurrió con tantos otros productos, los oscuros tiempos medievales arrumbaron bastante el consumo y el aprecio por esta leguminosa. Casi cabe decir que su pervivencia se limitó a la península italiana. Así ocurrió que, a finales del siglo XVII, procedentes de Italia los guisantes llegaron, como grande y celebrado “descubrimiento”, a la corte francesa de Luis XIV. En aquel Versalles del “rey Sol”, la novedad de los guisantes causó tal furor, que una dama, con fecha del 10 de mayo de 1695, escribía así a uno de sus amigos: “El tema de los guisantes es el que está actualmente de moda. La impaciencia por comerlos, el placer de haberlos comido y el ansia por volverlos a comer, son los tres temas que han dominado nuestras conversaciones con la princesa durante estos días. Hay damas –continúa la carta- que después de haber cenado con el Rey, vuelven a comer guisantes en su casa antes de ir a la cama. Verdaderamente es una furia, esta de los guisantes”…
     Sin embargo, es curioso saber que entonces los guisantes no se desgranaban: se comían enteros, con las vainas. La idea de prescindir de esa indigesta vaina y centrarse en el disfrute de los granos sólo se produjo anteayer, como quien dice: a finales del siglo XIX.
     En la actualidad, los franceses siguen teniéndoles, aunque mucho más moderada, buena afición: unos 10 kilos al año por cabeza, es lo que consumen nuestros vecinos. Desde luego, muy lejos y muy por encima del consumo que nosotros los españoles hacemos: poco más de 3 kilos. Aunque ningún europeo llega, ni de lejos, al desaforado consumo que hacen los norteamericanos de los guisantes; asómbrense: casi 40 kilos al año. Bien es verdad que de esa cantidad enorme la inmensa mayoría corresponde a enlatados y congelados.
      Del modo que hoy les sugerimos, así en fresco, desgranados de la mata primaveral que ahora está en su plena sazón, recién cogidos de la huerta, es privilegio de muy pocos, de paladares sibaritas, que no tienen –que no tenemos- reparo en gastar esos pocos minutos que se necesitan para desgranarlos, en pos del disfrute de un sabor pleno de aroma, y de una textura realmente única, que los incuestionables avances en las técnicas de conservación, congelación y de enlatado, no han logrado, todavía, ni muchos menos, igualar. Anímense, y que ustedes los desgranen bien. Buen provecho.

Y de postre ...una receta:


Guisantes a la crema con jamón
INGREDIENTES (para 5 personas): 500 gr. de guisantes desgranados; 50 gr. de jamón; 1/2 cebolla; 1 lechuga; 4 cucharadas de crema de leche; 1 cucharada de mantequilla; 1 dl. de aceite de oliva; pimienta; perejil; nuez moscada; sal.

PREPARACIÓN: Empezamos por pochar en el aceite la cebolla, picada muy finamente. Añadimos luego la lechuga, cortada en tiras muy finas; y casi un instante después, incorporamos los guisantes y el jamón. Dejamos cocer 5 minutos, removiendo todo bien, y acabamos por añadir el perejil picado, la crema de leche, y dos pellizcos de nuez moscada y de pimienta. Rectificamos de sal, si fuera necesario, y completamos la cocción, a fuego suave, hasta que el caldo haya reducido y los guisantes estén tiernos (pero enteros y de textura firme).

...y un vino:

Corolilla crianza 2008. Bod. Murviedro - D.O. Utiel-Requena
    Quienes nos siguen, ya habrán advertido el atractivo que para nosotros tienen los vinos elaborados con uvas autóctonas, minoritarias. Sí, porque de no volver nuestra mirada hacia esos varietales nobles y secularmente acreditados, corremos el riesgo de hallarnos en pocos años con una oferta monocorde, limitada a los tempranillos, cabernet y merlot, que están muy bien, y son magníficos, pero tan cierto es que en la variedad está el gusto, como que el catálogo de posibilidades de esa otras, minoritarias, resulta singularmente atractivo. Por eso nos complace traer hoy a este rincón de sugerencias un vino ciertamente notable, como lo es este Corolilla crianza, elaborado al ciento por ciento con uvas de la variedad Bobal, que es la prototípica y ancestral de esa zona del mediterráneo levantino que hoy ampara el Consejo Regulador de la D.O. Utiel-Requena. De su color y aspecto resaltaremos el rojo cereza, limpio, brillante y de buena adherencia. En nariz se nos ofrece profundo y complejo, con apreciables fragancias de frutillas del bosque. De la madera (francesa) subyacen apuntes mentolados, de incienso y vainilla. Ya en boca, destaca su suavidad en el trago, el correcto equilibrio y una larga persistencia retronasal. Un vino, en fin, muy correcto y recomendable; hasta en su precio, entre 8 y 10 euros.





miércoles, 9 de mayo de 2012

Pla, y el apetito de los gallegos

      

El escritor catalán José Pla
ocupa un lugar de privilegio
entre los creadores literarios
en castellano que ha dado el
siglo XX
       ¡Qué apetito más maravilloso tienen los gallegos!¡Qué ilusión les producen los alimentos! Es como si se los inventaran cada día para ellos y les encontraran un sabor eternamente nuevo.

                                              JOSÉ PLA
                                     (Destino,10/01/1959)




martes, 8 de mayo de 2012

Tempura japonesa, y su origen hispanoportugués

      La cocina japonesa se ha hecho presente en Europa como moda arrolladora. Aquí en España es rara ya la ciudad, incluso de mediana población, en la que en el nomenclátor local de restaurantes no figure ya uno, o varios, de filiación nipona. No todos, evidentemente, ofrecen la misma calidad y la misma fidelidad a las genuinas preparaciones del país del sol naciente; pero, en general, a diferencia de la oferta china –que es muy distinta en sus fundamentos y variantes, y desde luego mucho más prolífica en la gama de calidad de su oferta entre nosotros, a más de muchísimo más antigua y arraigada en su presencia en occidente-, las propuestas japonesas que hasta ahora vamos conociendo tienen un razonable grado de aproximación con el modelo original; es verdad que, en la mayoría de los casos, también por su voluntario posicionamiento en la gama alta de precios de los restaurantes.
      En todo caso, aunque la novedad y la moda reclamen esa atención comprensible a la cocina japonesa, no cabe ignorar –y bueno será proclamarlo- que en la comparación con la genuina china –las múltiples cocinas chinas, por más precisar- la japonesa le va muy lejos… no tiene “ni color”.
      Salsas aparte, que es capítulo de importancia no menor también en la cocina japonesa, su nota más sobresaliente –y de más efecto y atractivo para nosotros- es su ritual de servicio, y ese modo tan llamativo de preparación, y composición, del plato “en directo”, a la vista del comensal, las más de las veces jugando con productos -especialmente los pescados- que se nos ofrecen casi crudos, apenas sometidos a ligeras maceraciones previas.
      En cualquier caso, de lo que hoy queremos contarles no es de esos sutiles macerados de pescado, ni de “sushi” ni del “sushimi”, que son los más conocidos y de más proyección, sino de esa delicada fritura típica que se reconoce bajo el nombre de “tempura”... y de su curiosa historia: porque la tal “tempura”, que ahora nos llega como novedad oriental, debe saberse que en el tiempo de su origen resulta que viajó desde aquí, desde ésta nuestra Península Ibérica, y les fue dada a conocer a los japoneses por los misioneros jesuitas portugueses y españoles que trataron de evangelizar aquel país, allá por mediados del siglo XVI.
      Dicen quienes estudiaron el caso, que el origen de la tempura viene de la palabra “témpora” y de su transcripción fonética al japonés. Resumiendo la historia, se cuenta que los feligreses japoneses, tras observar que los religiosos europeos solían rebozaban pescado los viernes, y muy en particular en el tiempo de Cuaresma, “Ad tempora Cuaresamae”, dieron en identificar la nueva preparación con ese nombre: de “tempora”…“tempura”.
      Claro está –y dígase también- que lo que los misioneros hacían entonces probablemente se parecía, sin mucha diferencia, a nuestros rebozados clásicos, a los típicos albardados lusos, o a las no menos típicas frituras andaluzas. Fue sobre esa base, como los cocineros japoneses, con su proverbial meticulosidad, desarrollaron su propia pasta de freír, extremadamente fina, sirviéndose, en aquellos primeros tiempos, del aceite que obtenían, a falta de olivos, de semillas de algodón, un aceite también muy idóneo, dado que puede alcanzar temperaturas próximas a los 200º sin descomponerse. Y tampoco se limitaron a los pescados a la hora de albardar, rebozando también verduras, mariscos y carnes.
      La tempura actual, pues, consiste esencialmente en unos fritos de delicadísima factura, que llegan a la mesa calientes y sin rastro de grasa, con la capa exterior globosa, dorada, crujiente, y tan fina, que resulta hasta translúcida en su efecto visual, dejando entrever el relleno interno, perfectamente tierno y jugoso. La clave para lograrlo está, además de una inmersión breve, casi instantánea, en un aceite muy caliente, en el pacientísimo trabajo de la masa, hecha con una harina finísima, que habrá que mezclar con agua con gas fría, o incluso con una buena cerveza, hasta conseguir una masa adecuada, de textura ligerísima y espumosa, que habrá que dejar reposar al menos un par de horas antes de su utilización. Buen provecho.




domingo, 6 de mayo de 2012

Muerte de Napoleón


      191 años se vienen de cumplir de su muerte, acaecida en la inhóspita isla atlántica de Santa Elena, donde llevaba recluido seis durísimos años. Ninguneado y hasta maltratado de palabra y obra por el gobernador británico, asistido por un reducido séquito, que no hizo más que menguar al correr del tiempo, y minada su salud desde el punto mismo de su llegada. Contaba tan sólo 51 años cuando le sobrevino la muerte, aquel 5 de mayo de 1821, oficialmente, por causa de un cáncer de estómago, pero hay serias dudas, y muy abiertas controversias aún a día de hoy sobre la causa real que provocó el fatal desenlace.
Máscara mortuoria del Emperador
      Estudios patológicos recientes, llevados a cabo a partir de muestras de cabello tomadas entonces al cadáver, confirman un sospechoso nivel elevado de arsénico, lo que ha dado pábulo a una cuestión fascinante: ¿Fue víctima Napoleón de un metódico plan criminal para asesinarle?... Y si así fue, ¿Quién de sus próximos y allegados en aquel encierro lo llevó a cabo? De todo ello contaremos en esta página de hoy, entreverando este grave interrogante con el marco referente sustancial y contrastado de las penosísimas condiciones que el corso hubo de soportar en esos seis últimos y desesperados años. Razón tenía el Emperador cuando, en confesión a su fiel marqués Las Cases, reconocía el grave fallo de no haber muerto en Waterloo.
Napoleón en Waterloo
      Tras la derrota en Waterloo, el 15 de junio de 1815, Napoleón regresó a Paris. Allí valoró la situación. De una parte, el pueblo le imploraba que continuara la lucha, pero de otra, al fin determinante, los políticos le hicieron ver con nitidez la quiebra de su confianza y la retirada de su apoyo. Napoleón optó entonces por abdicar en favor de su hijo, el “Aguilucho”, un niño que desde el año anterior estaba en Austria junto con su madre, la emperatriz María Luisa, que había optado por regresar a la corte de su padre, el emperador Francisco II, cuando Napoleón había sido desterrado a la isla de Elba. Pero el plan de Bonaparte no funcionó.
       Las cortes europea vencedoras no consintieron en la sucesión de un Napoleón II, optando por la reposición en el trono del Borbón Luis XVIII. Napoleón conoció de estos sucesos, junto al grupo de sus más incondicionales, en su retiro de La Malmaison. Pensó entonces en la posibilidad de retirarse a los Estados Unidos, y es muy cierto que, desde Paris, le hicieron creer que ese plan era posible, y que con tal pretensión, a finales de junio se trasladó con aquel grupo de los más allegados al puerto de Rochefort. Fue allí donde embarcó ingenuamente en el barco de pabellón británico que le aguardaba. Al acceder a él, la banda del buque les rindió engañosos honores, y se hizo de inmediato a la mar. Pero el barco tomó rumbo directo a Inglaterra, luego de informar al sorprendido Napoleón de que su condición a bordo no era otra que la de prisionero de guerra.
En el barco inglés que le llevó al definitivo destierro
      Finalmente, los ingleses decidieron que en ningún caso iban a repetirse las circunstancias de Elba. Buscaron entre sus dominios el más inhóspito, el más inabordable y más difícil de atacar, y lo hallaron en un islote perdido en el Atlántico sur, a 3.500 kilómetros de la costa brasileña y a 1.900 de la africana, descubierto el 28 de agosto de 1502 y bautizado con el nombre de la santa del día, Santa Elena. Una isla diminuta, permanentemente ahogada en la neblina, azotada por frecuentes tempestades y de manera constante por rachas de viento huracanado de infernal bramido. Tal fue la prisión elegida para el Emperador, quien nada más desembarcar percibió la abierta e indisimulada hostilidad con que había de tratarle el gobernador del islote, Hudson Lowe, quien empezó por marcar su posición negándole el trato de Emperador, o de “sire”, para referirse a él siempre como “prisionero de Estado”.
En Santa Elena, junto a sus fieles: de izda a dcha, de pie:
Montholon y Gourgaud; sentados, Bertrand, Les Cases, y el
hijo de éste.
       El pequeño grupo de sus acompañantes, todos ellos voluntarios que habían pedido expresamente compartir su exilio, estaba integrado, entre los más destacables, por el citado marqués de Las Cases, y su hijo, conde del mismo título; el general Montholon; el general Bertrand; el doctor O`Meara, como médico personal; y algunos fieles más como personal de servicio, todos ellos junto con sus esposas. Les destinaron como alojamiento una amplia finca, con varias edificaciones, una principal y varias anejas, ubicada en el centro de la isla. Dentro de este recinto, gozaban de cierta independencia, no obstante lo cual, el gobernador, por un sistema de señales, estaba permanentemente informado, en su residencia del puerto de Jamestown, de todos los movimientos del grupo. En semejante ambiente aislado, sometido a permanente vigilancia y cicateramente provisionado, no resultan difíciles de explicar los cada vez más frecuentes accesos de cólera y subsiguiente ataques de depresión que progresivamente fueron haciendo presa en él.
El deterioro de su aspecto físico
se hace evidente en este grabado
      Los escasos días que el infernal tiempo lo permitía, Napoleón recorría la finca a caballo; también empezó a interesarse por la jardinería, y ocupaba buena parte de la mañana en la lectura de la nutrida biblioteca –unos mil volúmenes- que se había llevado con él. También se ocupaba de dictar sus “Memorias”, que recogía por escrito el marqués de Las Cases, y cuya publicación, años más tarde, supuso uno de los éxitos editoriales más resonantes del siglo.
      Las cosas, como decimos, empezaron a ir mal desde el principio. El gobernador, Hudson Lowe, carecía de todo tacto, y parecía complacerse en su permanente despotismo, creando conflicto a diario. El marqués de Las Cases escribió dando detalle y denuncia de esta situación a Luis Bonaparte, pero la carta fue interferida, y el marqués y su hijo tuvieron que abandonar la isla, desterrados a Suráfrica. En el mismo lote, el gobernador también incluyó el destierro del médico personal de Napoleón, el doctor O’Meara.
      La marcha de estos tres confidentes hizo grave mella en Napoleón, y muy en particular, en lo que hace a las consecuencias prácticas, la marcha del médico, que no fue sustituido. Como Napoleón se negara a aceptar las visitas del médico de la guarnición inglesa, pasaron seis meses sin ninguna asistencia. La salud de Napoleón no hizo más que agravarse preocupantemente durante ese tiempo, y a partir de entonces en una dramática escalada.
      Ya desde mucho antes, padecía el corso de trastornos estomacales, que le producían vómitos frecuentes, fiebres y postraciones dolorosas; y este cuadro no hizo más que agravarse ahora, en la situación devenida en tan precaria. En una de las crisis, el cuadro de urgencia le obligó a aceptar la visita del médico británico de una goleta que había hecho escala allí. El doctor lo auscultó y diagnosticó hepatitis, pero tal no hiciera, porque provocó la cólera del gobernador que no dudó en someterle a un consejo de guerra, alegando que aquella enfermedad no existía en la isla.
      Finalmente, atendiendo la mediación del Vaticano, donde había hallado refugio la madre de Napoleón, las autoridades inglesas aceptaron el envío de un médico italiano, el doctor Antommarchi, un forense florentino que no logró sintonizar para nada con su paciente, y que desde su llegada a Santa Elena iba a mostrar mucho más talento para la intriga que conocimientos médicos.
El dictado de sus Memorias al marqués
de Les Cases, era una de las recurrentes
actividades del día a día en Santa Elena.
      Lo cierto es que, con éstos y otros avatares, la salud de Napoleón cayó en picado en su último año de vida. Para atajar sus padecimientos se le administraba regularmente calomel, un preparado a base de cloruro mercurioso que la medicina de entonces utilizaba como purgante y vermífugo. La conjunción de este calomel con tisanas de agua de cebada condimentada con almendras amargas para combatir el estreñimiento, derivaban en el estómago en una mezcla similar al cianuro de mercurio, no letal por la baja dosis, pero sí de crónica toxicidad. De ahí podría venir la explicación de la presencia detectada, que antes comentábamos, de arsénico. Pero, igualmente, no cabe descartar esa otra especulación de una trama programada de envenenamiento. El propio Napoleón sospechaba de ello, y aunque no se llevara bien con su nuevo médico italiano, un día –como éste recordó años más tarde- le hizo la siguiente petición expresa: “luego de mi muerte, que presiento no muy lejana, quiero que abra mi cuerpo y lo estudie bien... Le recomiendo que lo observe todo cuidadosamente durante su examen”... Bien parece que, fundadas o no, Napoleón sospechaba que estaba siendo envenenado.
En el lecho de muerte
      Desde luego, no faltaban razones justificativas con las que abonar la hipótesis de un asesinato planificado. De hecho, cabe imaginar conspiraciones para todos los gustos: desde los monárquicos franceses, temerosos de su indeleble aureola y de la coyuntura de un posible retorno; hasta los ingleses, por iguales razones y el alto coste de aquella reclusión, presupuestada en unos ocho millones de libras anuales. Eso, sin desdeñar a los cortesanos que habían en su día aceptado el exilio voluntario con él, y que veían pasar el tiempo, y agriarse el carácter de su mito, tan desnudo y desposeído ahora, y hasta tan penosamente patético, y anidara en ellos un deseo soterrado de desembarazarse de aquella estéril obligación y poder retornar a casa.
El lugar del enterramiento en la isla
      Fuera como fuere –la cuestión sigue hoy sin resolverse- Napoleón vio agudizada su dolencia, con apariencia de fatal e irreversible, desde primeros de marzo. Postrado desde entonces y sometido a durísimos padecimientos y dolores, el sábado 5 de mayo de 1821, a las cinco y cuarenta y nueve minutos de la tarde dejaba de existir. Antes de embalsamar su cuerpo, se le practicó la autopsia, dirigida por el médico italiano y los demás facultativos ingleses que se hallaban entonces en la isla. De ella se extrajo la conclusión, y así se detalló por escrito, que la causa del fallecimiento había sido debida a la existencia de un cáncer en el estómago. Una vez hecho esto, vestido con su uniforme y envuelto en la capa galoneada que había llevado en la batalla de Marengo, se le dio tierra en la propia isla.
El mausoleo actual, en Los Inválidos
      Y hasta en ello hubo agria disputa, pues los generales franceses requirieron que se grabara en la tumba una sola palabra: “Napoleón”, pero el intransigente gobernador Hudson Lowe exigió que se pusiera “Napoleón Bonaparte”. No llegaron a un acuerdo, y la lápida quedó finalmente sin grabar. Y así estuvo hasta que, diez años después, el monarca Luis Felipe de Orleans hiciera petición a los ingleses para trasladar los restos a Francia, donde fueron depositados, en 1840, ahora sí, en solemne ceremonia, bajo la cúpula del templo parisino de San Luis de los Inválidos.