jueves, 27 de octubre de 2011

Azafrán, nuestro condimento más genuino


      Como cada año, el último fin de semana de octubre la capital azafranera por excelencia, la toledana Consuegra, celebra su “Fiesta del Azafrán”.
La manchega Consuegra, capital del azafrán
      Y es que sí, estamos en pleno tiempo de este producto excelso, genuinamente hispano, verdadero icono de nuestros aderezos más tradicionales, que, sin exagerar, resulta perfectamente ajustado a ese apelativo clásico que le tilda como “oro vegetal”. Oro, sí, o diamante si quieren, por el astronómico precio que alcanza su cotización –piensen en kilos- y que muy bien puede justificarse por la extrema laboriosidad que supone su cultivo, cuya recolección tradicional se produce en estos días finales de octubre. Al respecto de esa alta cotización, situemos ya un dato que la explica mejor que ningún otro: más de cien mil flores son necesarias para reunir un sólo kilo de azafrán.
planta de la que se extrae el azafrán
      De origen incierto y polémico, aunque muy probablemente surgido silvestre en tiempos remotos en las tierras secas de Oriente Próximo (hay testimonios del aprecio que por él sentían los egipcios dos milenios antes de Cristo), el azafrán llega a la Península Ibérica con los árabes, de quienes procede la sonora palabra que lo nombra, tanto en castellano como en el resto de los idiomas de la Europa Occidental.
     Siempre considerado como ingrediente precioso, su cotización llegó a situarse por encima, incluso, de la del mismo oro, hasta que, allá por el siglo XV comenzó a desarrollarse su cultivo sistemático, más o menos en las mismas tierras donde hoy perdura: La Mancha, con Consuegra como centro tradicional azafranero; Albacete, con el área más extensa de producción; y zonas de menor rango –de cantidad, que no de calidad- en Murcia, Aragón y Cataluña.
      ¿Y qué es el azafrán? Pues, si hiciéramos una descripción morfológica de la planta, diríamos que es un bulbo –semejante a una cebolla pequeña- cuyas hojas verdes se coronan, en el arranque del otoño, con una peculiar flor púrpura. De toda la planta, es tan sólo esta flor lo único que se aprovecha; y aún de ésta, únicamente los tres finísimos estambres que posee: eso es el azafrán. Tres hilillos fuertemente coloreados, que se recolectan en este tiempo mediante una delicadísima operación, imposible de mecanizar, y que sólo pueden llevar a cabo expertas y habilísimas manos. Esos hilillos, una vez desecados y ligeramente tostados, tornan su color amarillo intenso por un rojo vivo característico.
      Las durísimas condiciones que impone el cultivo del azafrán, junto con la insoslayable exigencia de mano de obra experta que su recolección requiere, han hecho que la superficie dedicada a su cultivo haya ido decreciendo progresivamente en las últimas décadas en nuestro país. Así, de las 13.000 hectáreas que se contabilizaban en los años treinta del pasado siglo, hoy apenas quedan, en total, unas 4.000. A pesar de lo cual, España sigue siendo el primer productor mundial de azafrán, con el 70% del total de la cosecha de todo el mundo, cifrada en unos 70.000 kilos anuales.
Siempre a mano, y por manos expertas, se logra el
precioso azafrán
      La presencia del azafrán en la cocina española es, pues, además de larga, intensa. Desde los arroces levantinos a las pepitorias castellanas, pasando por la gran mayoría de los nobles guisos y estofados de todas las regiones, el toque de azafrán es ingrediente imprescindible, tanto por su excelente perfume como por el brillo dorado que contagia a los platos en los que interviene. Su uso, con todo, ha de ser prudente. Y aunque ya se encarga de forzar que así sea su alto precio, bueno será recordar que el concurso de unas cuantas hebras de azafrán bastan para seducir, y que el abuso, lejos de adornar, puede muy bien deslucir, cuando no arruinar, el plato. Prudencia, pues, y buen provecho.


Y de postre, una receta...:

Sopa de mejillones al azafrán (Rte. O FERRADOR - Noia-A Coruña)
Ingredientes (Para 6 personas): 1 kg. de mejillones - 1 cebolla - 1 puerro - 1 zanahoria - 1 tallo de apio - varias hebras de azafrán - 1 copita de vino blanco - 3 cucharadas de aceite de oliva - pimienta - sal
 
Preparación: Se lavan los mejillones y se les eliminan las barbas y las adherencias de las conchas. Se colocan en una olla al fuego junto con el vino. En cuanto se abran se retiran y se cuela el caldo que haya quedado. Se reserva ese caldo de la cocción en un recipiente, y también los mejillones, ya sin concha, aparte.
      Pelamos la cebolla y el puerro, y hacemos un picado en trozos pequeños, que también reservamos. En una cazuela, calentamos el aceite, y sofreímos el picado de cebolla y puerro. Dejamos que se haga, a fuego suave, durante unos diez minutos, moviendo periódicamente. Añadimos entonces el azafrán machacado, el caldo de los mejillones, y un litro de agua (mejor, si disponemos de él, caldo limpio de pescado. Sazonamos con sal y pimienta, y dejamos cocer todo, a fuego moderado, durante otros 15 minutos. Un instante antes de completar esta cocción, añadiremos los mejillones.
 
... y un vino:
 
Pata Negra Reserva - Bod. Los Llanos - D.O. Valdepeñas
 
      A doce metros bajo el suelo, en una de las mayores cuevas subterráneas de nuestro país, realiza su reposada crianza este vino que quiere ser -y lo logra con plenitud- emblema de la gama de elaboración de calidad alta de esta bodega, vinculada al grupo que en España ocupa el primerísimo lugar, en cuanto a cantidad, en la elaboración de vinos. Estamos en La Mancha, donde cuanto tiene que ver con el vino se expresa en términos de producciones gigantescas. No digamos más, al respecto, que la superfice de viñedo de nuestra Mancha suma el conjunto de viñedo más extenso de toda Europa. Y qué ha ocurrido. Pues, lo natural: que estos bodegueros de amplísima experiencia, tradición y agigantadas producciones, tienen también su "corazoncito" de orgullo; y quieren demostrarlo y ponerlo en evidencia con producciones más minoritarias y cuidadas. Este Pata Negra es la muestra de ese empeño, y el mejor ejemplo de la enorme potencialidad que La Mancha tiene, también, en el mercado de gama alta. El primer gran resultado para el consumidor es la excelente relación calidad-precio. Y la gran sorpresa complementaria, la perfecta calidad de este tinto, elaborado a partir de una cuidada selección de la noble uva tempranillo, sometida a un tratamiento de vinificación igualmente escrupuloso, para completarse con la correspondiente crianza en doble madera, roble francés y americano. Como resultado en la cata, un vino de atractiva capa alta, de tonos burdeos con matices teja, que en nariz se muestra equilibrado, con ligeras notas de vainilla y tabaco, y un paladar suave, persistente y con vivos recuerdos de uva madura.
 
Precio medio: 4 €


miércoles, 26 de octubre de 2011

Calabaza y Halloween


      Un año más, en la despedida de octubre y con creciente implantación, en infinidad de pubs, discotecas y demás cenáculos de juventud, vuelven a prodigarse las escenografías góticas, de incruento terror hecho disfraz, propias de la celebración Halloween. La moda, como su nombre indica y en tantas películas hemos visto ya, nos llega importada de Estados Unidos. Allí la fiesta nació infantil y adolescente, con los niños disfrazados de fantasmas y esqueletos y portando en la mano, o sobre la cabeza, una calabaza, vaciada en su interior, con los huecos de una inquietante cara recortados y proyectados a la oscuridad de la noche por la luz de una vela alojada dentro. 
      Tal es hoy, universal y extendida, Hallowen, moda genuinamente importada made in USA. La inmensa mayoría de la gente así lo cree. Sólo los gallegos sabemos que, sin negarle el copyrighte a la importación actual, que de allá viene sin duda; la costumbre y el juego, y todas sus macabras características, incluido el susto de la calabaza encendida, ya era práctica común y ancestral entre nosotros desde los tiempos en que hay memoria. Quien esto suscribe, como muestra, al igual que el común de su generación infantil, da fe de que vivió y jugó a eso mismo, tal cual; exactamente igual, con la misma connotación y la misma calabaza hueca, herida e iluminada. Y a más a más, como la fiesta no era, por supuesto, un invento de mi tiempo y respondía, como queda dicho, a raíces inmemoriales de insondables ancestros, desde luego muy pre-televisión y aún mucho antes que el propio cine, cabe deducir que, muy probablemente, la costumbre de la tal calabaza iluminada por los niños en las noches de los Santos y los Difuntos, la llevaron allá, a la otra orilla norteamericana, los emigrados irlandeses, que tanto tienen, como bien se sabe, de común etnográfico con Galicia. Y el caso es que ahora, véase qué curioso –y hasta qué entrañable- regresa aquí, a nosotros de vuelta, como moda foránea, novedosa y hasta revestida de acentuado glamour…¡Cosas veredes, amigo Sancho! Pero, en fin, hecha esta salvedad de curiosa precisión histórica, a lo que vamos, que es, como siempre aquí, lo gastronómico, y que hoy no puede tener otro protagonista, bien se ve, que la calabaza.

      El otoño, en el hemisferio norte, es la estación de las calabazas, y noviembre su mes por excelencia, cuando, al quedar los campos desnudos, una vez recogida la cosecha, aparecen sobre la tierra, repartidas aquí y allá, esas rotundidades que son, por lo general, las grandes calabazas, en sus infinitas variedades, de consumo humano, forrajeras, y hasta esa –tan ortegana, por cierto- que nos llegó de América, la que allí llaman cidracayote o calabaza pastelera, cuya carne cocida tiene la propiedad de separarse en fibras que, una vez confitadas, producen el famoso “cabello de ángel”, relleno esencial de tartas, como la nuestra más representativa, ensaimadas y otros muchos bollos y pasteles. Con lo cual queda también consecuentemente claro, anótese, que el tal “cabello de ángel” no existía antes del viaje colombino.
Cabello de ángel
      Nuestra calabaza histórica, la otra, la común comestible –o el forrajero “calabazote”, como nosotros lo llamamos- habían llegado a Europa muchísimo antes, en tiempos remotísimos y por la otra vía, del este, procedente de la India y de China. Los griegos ya la empleaban con profusión en su cocina. Y también de ella se muestra devoto el célebre sibarita romano Apicio. En los fogones medievales, la sopa de calabaza era recurso común, como lo era también su frecuente empleo como acompañante del cordero, así como espesante ideal de todo tipo de guisos. Sin embargo, a partir del siglo XIX, sin que se sepa bien la razón y el porqué, el consumo de calabaza en las cocinas europeas, cayó precipitadamente ...hasta que ahora, por fin, la cocina modernista de más vanguardia, laus Deo, vuelve a tirar de ella como recurso cada vez más frecuente en la composición de los platos más imaginativos.
Tarta de Ortigueira (también de Mondoñedo, que allí
probablemente está, en justicia, su primigenia raíz), en
la que el cabello de ángel es ingrediente esencial.
      Y, bueno, hasta aquí nuestra breve historia de hoy sobre esta rotunda cucurbitácea. Confiemos en que les haya entretenido e interesado su lectura, y que, siendo así, no nos den “calabazas”. Por cierto que, eso de “recibir calabazas”, en el sentido de fracaso como estudiante o como aspirante a seductor, viene, según hemos leído, de una tradición medieval muy en uso en centroeuropa, cuando los obispos, al parecer, tenían la costumbre de regalar una hermosa calabaza, como consuelo, a los clérigos que habían visto frustrada su demanda de optar a una parroquia propia. Buen provecho.






 





lunes, 24 de octubre de 2011

Los años gallegos de Picasso


Homenaje de reivindicación y memoria, en el 130 aniversario de su nacimiento, acaecido en Málaga, el 25 de octubre de 1881     
      Muy al contrario de lo que algunos desinformados biógrafos refieren, y otros, maliciosos y mezquinos, pretenden ocultar -a sabiendas de lo que el propio pintor pensaba- los cinco años coruñeses de Pablo Ruiz Picasso fueron rotundamente decisivos en su formación personal y artística. En La Coruña, como él mismo confesaba, vivió la experiencia de la primera exposición, vendió sus primeros cuadros, se enamoró por primera vez, recibió el aliento de la primera “crítica”, y la tutela y enseñanza, ya formal y académica, de su padre como artista -don José Ruiz Blasco era profesor en la Escuela de Bellas Artes-.

Don José Ruíz, en sus años coruñeses
       Para el joven Picasso, sus años coruñeses coincidieron con la etapa crucial del tránsito de la niñez a una precoz adolescencia. Casi cinco años de imborrables experiencias, en el plano personal, testigos de los primeros pasos y tanteos hacia un rumbo artístico propio, tímidamente discrepante ya con la ortodoxia paterna y primer cauce de expresión de la fecunda e innovadora genialidad con que la naturaleza le había dotado.

      "La producción de Picasso en La Coruña no sólo es impresionante por la abundancia y la diversidad de la inspiración, sino también porque ya entonces utiliza las técnicas más variadas: lápiz, pluma, acuarela, tintas, óleo ..."
                            (Pierre Cabanne, en su obra El Siglo de Picasso)

El Picasso niño, recién llegado
      Con triste y preocupante sorpresa constatamos con frecuencia la escasísima atención y aprecio que la mayoría de las biografías publicadas hasta la fecha conceden a estos años cruciales de inicio y formación, observando, por contra, cómo se fanatizan otras, sin duda relevantes, aunque no mucho más, y correspondientes igualmente a etapas cortas en la azarosa vida del pintor. Pareciera (lamentable y endémico signo nacionalista) que al afán de subrayar unas conviniera la minusvaloración de otras. En todo caso, nuestra es también la culpa, y justo el reconocer la despreocupada desidia en la que nosotros mismos, los gallegos, hemos incurrido durante demasiados años, todos los que la propia ciudad de La Coruña dejó pasar sin promover la más mínima reivindicación; en sintonía con el manifiestamente escaso interés de los cronistas locales y de las editoriales e instituciones de nuestro ámbito cultural por la difusión y estudio de aquel lustro coruñés que el propio Picasso, como se verá más adelante, recordaba con especial “morriña”.
El Picasso adolescente,  a punto de dejar
La Coruña
      En pos de tal reivindicación, legítima, necesaria y urgente, este humilde blog se honra hoy en acoger en sus páginas el testimonio directo y lúcido de un periodista de larga y brillante trayectoria, Antonio D. Olano, gran amigo personal que fue del pintor y, por ende, durante muchos años, uno de los pocos españoles con acceso directo y frecuente al “santuario” picassiano de Notre Dame de la Vie.
      Previamente, como fundamental ingrediente divulgativo, que nos sitúe en datos, fechas y aconteceres de la etapa gallega de Pablo Ruiz Picasso, ofrecemos a nuestros lectores una síntesis histórico-biográfica, extraída de las jugosísimas páginas del libro Los cinco años coruñeses de Pablo Ruiz Picasso, de Ángel Padín, publicado en 1991 con el patrocinio de la Diputación coruñesa. Un libro de fácil y clarificadora lectura, lamentablemente agotado en la actualidad -aunque no sea ésta mala señal, según se mire- y por cuya reedición urgente demandamos también desde estas páginas.

En Galicia se hizo pintor

      En los primeros días de septiembre de 1891, a un mes vista de su décimo cumpleaños, acompañando a su madre y a sus dos hermanas, llega el joven Picasso a La Coruña. Había sido un largo y penosísimo viaje, primero en barco, Málaga-Vigo; luego en tren, hasta Santiago, y al fin en la diligencia “La Carrilana”, en la última etapa.
      El padre les había adelantado unos meses; los necesarios para hacerse cargo de la cátedra de Dibujo de Adorno y Figura en la Escuela Provincial de Bellas Artes, que aquel mismo curso, precisamente, había venido a ocupar, por traslado, la planta baja - el resto se destinaba al Instituto- del soberbio edificio que el filántropo local Eusebio Da Guarda había erigido, en la Plaza de Pontevedra, como donación a su ciudad.
Edificio Eusebio Da Guarda
      Los apenas cinco meses que precedieron a la llegada de la familia sirvieron además al profesor Ruiz Blasco para buscar el alojamiento adecuado y para tantear su inserción social en una colectividad nueva, en tantos aspectos inevitable y radicalmente distinta a la malagueña familiar que dejaba atrás. En ambos asuntos contó el recién llegado con la fundamental ayuda de un valedor muy especial, el influyente doctor Pérez Costales, un ilustre republicano y significado prócer coruñes, ex-ministro de la Primera República, al que el profesor Ruiz accedió en primera instancia, haciendo uso de la carta de recomendación que su hermano Salvador, también médico, le había entregado en Málaga antes de la partida.
En el número 14 de la calle Payo Gómez vivieron los Picasso.
En la actualidad se ha adecuado como casa-museo
      Por encima del compromiso social que aquella carta pudiera representar, es lo cierto que entre el malagueño y Pérez Costales surgió, de inmediato, una entrañable y muy íntima amistad. Fue el médico quien buscó y eligió la casa que habría de ser domicilio de los Picasso en La Coruña: el segundo piso, del número 14 de la calle de Payo Gómez, muy cerca de la suya propia, patio con patio, y a dos pasos de la Plaza de Pontevedra. Él, quien le introdujo en la influyente y prestigiosa Reunión Recreativa e Instructiva de Artesanos. Y también, él, el encargado de desbrozar al recién llegado las claves y antecedentes de la complejísima política local, polarizada, en aquellos años, por la pujante figura del Gobernador Civil, don Maximiliano Linares Rivas.
Retrato del doctor Ramón Pérez Costales,
pintado por Picasso
      Merced a tan buena y eficaz relación, en muy poco tiempo el profesor Ruiz se vio plenamente integrado en la sociedad coruñesa, actuando, además de como profesor, como Secretario de la Escuela de Bellas Artes, en la que su hijo Pablito -como él lo llamaba- inició sus estudios desde aquel mismo curso.
      La integración de Pablito -más fácil, sin duda, en razón de la edad- fue igualmente rápida e intensa. Así lo indican las numerosas y documentadas anécdotas que Ángel Padín recoge en su libro. Participa -y es multado por ello en una ocasión- en las .guerras que enfrentan a los estudiantes del Instituto y a los de Bellas Artes, por la inevitable rivalidad que deriva de su ubicación repartida en el nuevo edificio Da Guarda. Juega a “torear” las olas en la vecina playa del Orzán. Dedica románticos -y premonitorios- dibujos de “palomas” a la niña de la que anda prendido ...Y pinta. Pinta, con mimético estilo, en algunos cuadros de su padre, especialmente los detalles minuciosos, a los que éste no alcanza por la creciente fatiga visual que viene padeciendo. Y pinta, fundamentalmente, obra propia; primeros pasos, firmes y decididos, de una carrera que ya desde entonces se intuye orientada al éxito.
La chica de los piés desnudos, obra para
la que el joven Picasso tomó como modelo
a la no menos joven criada del doctor Cos-
tales, Consuelo Eiroa 
      Con encomiable clarividencia, el crítico de arte de “La Voz de Galicia” así lo anota, en el breve suelto que publica el 21 de febrero de 1895, dando cuenta de la primera exposición del joven pintor: De un niño de 13 años, hijo del profesor de la Escuela de Bellas Artes, señor Ruiz Blasco, son los dos estudios de cabezas pintados al óleo, que se hallan expuestos al público en el almacén de muebles que en la calle Real tienen los herederos de don Joaquín Latorre. No están mal dibujadas, el colorido es acertado y la entonación es bastante buena y todo ello resulta superior si se tiene en cuenta la edad del artista: pero lo que es sorprendente es la valentía y soltura con que están ejecutadas, y no dudamos en afirmar que ese modo de empezar a pintar acusa muy buenas disposiciones para el arte pictórico en el infantil artista. Continúe de esa manera y no dude que alcanzara días de gloria y un porvenir brillante.

El hombre de la gorra, retrato de un popular
mendigo coruñés de la época

      Apenas un mes más tarde, el joven Picasso repite comparecencia pública, en esta ocasión con un retrato implorante de un popular mendigo coruñés de aquella época. De nuevo la crítica periodística acierta en la valoración del trabajo, insistiendo en los buenos augurios para el futuro del joven pintor. No ha ocurrido lo mismo, ni mucho menos, con las críticas que, en varias ocasiones anteriores, se le han dedicado a las exposiciones del padre. El tiempo parece haberse vuelto turbio para el profesor Ruiz en La Coruña, y empieza a pensar en un nuevo traslado. El trago más amargo, sin duda, fue la desgraciada muerte, por difteria, de su hija Conchita, por la que nada pudo hacer el desvelo del doctor Pérez Costales. Muy poco tiempo después, la ausencia de éste, que decide trasladarse a vivir a Madrid; y el hecho de que en la Escuela tampoco han faltado los conflictos: el director, Emilio Fernández Deus, con el que se alineaba Ruiz Blasco, acabará por dimitir; y uno de sus colegas, Isidoro Brocos, profesor al que Pablito admira con devoción y del que se sentirá discípulo toda la vida, suscita crecientes recelos del padre. Éste, desde su ortodoxo clasicismo, valora como muy perniciosa la influencia que Brocos viene ejerciendo sobre el joven pintor, ya sea por los modelos que propone, Goya y El Greco, como por los estilos a seguir, en particular la entusiasta valoración que Brocos hace de las novedosas tendencias que ha visto aflorar en sus estancias y viajes por Italia y Francia. Si a todo ello añadimos la ya mencionada acritud y reticencia con que, invariablemente, son acogidas las obras que expone, no resulta demasiado difícil situarse en el ánimo -profundo desánimo, mejor- de don José Ruiz Blasco y su predisposición a cambiar de aires a la primera ocasión que se le ofrezca. Y ésta llegó en aquel mismo verano de 1895, con la posibilidad de permutar la plaza con el pintor coruñés Román Navarro, que acaba de ganar su cátedra en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona.

Memoria de una privilegiada amistad

Por Antonio D. Olano

Antonio D. Olano, en los tiempos de
su íntima amistad con Picasso
      El curioso lector -cada día menos curioso por desamor de los “ladrillos” que se le ofrecen- ha tenido la oportunidad, en diversas ocasiones, de conocer algunos datos sobre la biografía gallega de Pablo Picasso, quien, pese a las manipulaciones pueblerinas de autonomías que debieran estar por encima de esos temas, nunca negó unas evidentes señas de identidad galaicas. Entre otras cosas porque llegó a La Coruña, al “destierro” para su familia malagueña, a una edad que marca. Su casa, en Payo Gómez, encierra una buena parte de la actividad familiar. Desde el “buraco” que aireaba el retrete doña María Picasso vigilaba al niño en sus juegos en la Plaza de Pontevedra, diversiones consistentes, mayormente, en enseñar a sus compañeros a jugar al toro. Él se lucía, embestido por algún rapaz inexperto, con “verónicas de alhelí” que diría, y dijo, el poeta. En más de una ocasión hacían novillos -que es lo cumple a los novilleros- aquellos rapaciños.

Depredador de percebes

      Pero estas líneas van destinadas a LAREIRA(*), en donde se exalta el buen yantar. Por eso quiero referirme a un Picasso gran gastrónomo, que yo conocí, aquel que aprendió a comer mariscos y pescados muy distintos a los de su Mediterráneo, en La Coruña. Aún recuerdo, con infinita nostalgia, una de las mayores alegrías del Picasso anciano en años, joven en espíritu, que me fue dado ofrecerle. Hacia muchos años que no comía percebes. Yo se los llevé en uno de mis numerosos viajes a Notre Dame de Vie, su última residencia en la tierra.
      A tanto llegaba su ansiedad y su apetito por ellos, que no pudo esperar. Esa misma tarde de mi llegada, a la hora en la que él tomaba el té, a la inglesa, por prescripción facultativa, prescindió de las pastas y “mojó” algunos percebes en el humeante líquido. Al día siguiente, en la cocina de su casa, en la que solía comer el matrimonio Pablo-Jacqueline, ya según los cánones habituales, se sirvió la suculenta percebada.
Monumento a Picasso, en la coruñesa Plaza de Pontevedra
      Picasso, puedo dar fe y lo hago aquí y ahora una vez más, guardaba un lúcido y “agarimoso” recuerdo de su breve e intensa etapa en La Coruña. Recordaba perfectamente el detalle de nombres y lugares; recreaba fácilmente, con pícara nostalgia, la memoria de juegos y travesuras; y valoraba, justa y positivamente, todo cuanto -mucho- aprendió y pintó en aquellos años de su juventud adolescente. Una etapa que, como he apuntado líneas arriba, quisieron borrar o tachar de su obra. A Picasso siempre se le quiso presentar con los datos o el pasaporte cambiados. Los franceses, que lo incluían como compatriota en algunas antologías, no se resignaron jamás a que no cambiase de nacionalidad, o al menos a que no optase nunca por la doble nacionalidad. De esa manera, y por desamor de su exilio, nunca tuvo un pasaporte en condiciones legales. Era un patriota con status de apátrida.
Con sobresaliente en su último examen, se despidió
Picasso de La Coruña
      Pues bien, algunos comentaristas -sobre todo los catalanes- se empeñan en correr una cortina de humo sobre los años coruñeses de Pablo Picasso. Los que hacen alguna concesión no niegan esa estancia, pero la rodean de un verdadero e inexistente calvario. La realidad es muy otra, radicalmente distinta, aunque no convenga a la convención general: ante mí, y ante muchos que ahí están y que podrán confirmar la veracidad de lo que digo, Picasso no dudaba en declararse “gallego” y es curioso que recordaba mucho vocabulario de aquella tierra, destierro para su padre, pero motivadora de felicidad para el chico.
Ciencia y caridad, gran cuadro de Picasso inspirado en una
tabla suya de la época coruñesa
      Aquel niño Pablito se adaptó muy pronto a todo lo gallego, muy especialmente a sus paisajes, a sus habitantes y a su cocina, porque he de insistir que el buen yantar fue una de las bellísimas artes que cultivó desde niño. Picasso comía con ganas y además sabía comer, cosa que no saben todos los que comen con gula o como simple subsistencia. “Comer para vivir” -¡maldito tópico!- no es ni comer ni vivir. Picasso tenía en el más alto concepto el arte culinario y por eso recordaba, con la mejor de las nostalgias, la del estómago, sus años gallegos.
Portada de "Anduriña"
      Picasso conservaba en su casa muchas cosas gallegas. Desde canciones, como Anduriña (a la que hizo un dibujo para la carátula de aquel disco de Juan y Junior), hasta libros de Rosalía de Castro. Y él mismo cantaba a la guitarra, acompañado por Juan Pardo, villancicos que había aprendido en La Coruña.
      Los sabores de Galicia, que tanto y tan justamente se pregonan actualmente, estaban en los adentros del espíritu y en la periferia de la “morriñosa” piel de Pablo Picasso. Coruñés, pese a quienes tanto pesa. Él así lo sentía, y yo tuve el privilegiadísimo honor de constatarlo. Lo otro, lo demás, no es más que mezquina historia pequeña. Fachendas domésticas que el universal Picasso hubiera acogido con desternillante risa ...y un voraz apetito, de percebes.
(*) Este artículo de mi buen amigo, vilalbés de pro, Antonio D. Olano, vio la luz en el número 6 de la Revista LAREIRA, publicación que allá por los ochenta del pasado siglo, al alimón con mi también buen amigo Carlos Cabaleiro, creamos como órgano de expresión de la Asociación de Restaurantes Gallegos.

-- ¿Han aparecido muchos más cuadros míos en La Coruña?...
-- ¿Hubo cambios en el Instituto Da Guarda?...
-- ¿Cómo sigue la Torre de Hércules?
-- ¿Y las olas del Orzán?
(Preguntas y nostalgias expresadas por Pablo Ruiz Picasso a Antonio D. Olano, a principios de 1969)



sábado, 22 de octubre de 2011

De ranas (II): ancas, muslos de ninfa


      La costumbre de comer ranas, y de las ranas, claro está, sólo sus ancas, es decir, sus musculosos (para la proporción de su cuerpo) cuartos traseros, sus patas, no tiene una antigüedad que pudiéramos tildar de extremadamente pretérita. Ni la cocina del Egipto faraónico, de la que es bastante lo que se sabe, ni el Antiguo Testamento, que es otra fuente de referencia importante, ni tampoco los griegos, ni los romanos, nos han dejado constancia expresa de esa afición. Es probable, no obstante y así hay que creerlo, que el hambriento hombre primitivo, en cualquier época del más antiguo pasado no haya desdeñado, de sentirse acuciado, echar a las brasas cualquier rana, o sapo, que fuera capaz de pillar. Pero como preparación culinaria de cierto crédito y aprecio, la primera mención que nos llega se retrasa hasta el siglo XIII, cuando en algunos textos ingleses se describe, en tono muy peyorativo, con horror y asco, a sus vecinos franceses como “comedores de ranas”.
      Todavía no ha llegado la rana, por aquel tiempo medieval, a las mesas nobles y principales. Se trata de un condumio eminentemente rural, de las pobres gentes de aldea, que han de vérselas con el brete de ver qué echar a la lumbre cuando llegan los tiempos de la estricta Cuaresma, en la que todo está prohibido, incluso entonces, recuérdese bien, hasta los huevos. Con el caso de la rana, la Iglesia no acababa de decantarse en la cualificación de estos anfibios, y la cosa se quedaba ahí, en esa indefinición de si tal vez no era carne, ni tampoco pescado; o acaso una mezcla peculiar de las dos cosas. Constataban que ciertamente viven en el agua, pero también que su sabor más se parecía al del pollo que al de cualquier pez.
      En fin, que el nuevo ingrediente culinario, amparado por esa duda metódica, se fue introduciendo así, poco a poco y circunscrito, en esos primeros tiempos de su aprecio, a las comarcas de interior en las que abundaban las zonas pantanosas y los ríos remansados. No fue hasta bien entrado el siglo XVI cuando las ranas comparecen, ya por derecho de cotización y buen crédito, en las mesas señoriales de Francia.
      Pero es verdad que el impulso que logra esa revalorización de la rana cobra muy notable intensidad a partir de entonces; y ya desde el XVIII, y muy en particular en el XIX, las ancas del húmedo batracio son tenidas ya, al menos en Francia, por bocado de excelencia sibarita. Los ingleses, no obstante, siguen con su porfía de asco y desprecio, sin decaer un ápice en el insultante epíteto de “frog eates”, que dedican a sus vecinos galos del otro lado del Canal. A tal punto de pervivencia llegó el agravio, que es notorio y conocido el empeño que el propio Napoleón llegó a poner en aras de que no se incluyeran las ancas de rana entre los platos nacionales de su país. Pero es lo cierto que ahí Napoleón fracasó con estrépito, porque las ancas siguieron, a su pesar, gozando de muy buen aprecio entre los paladares franceses.
Escoffier, en 1930, escoltado por
dos jóvenes colegas
      El gran desfacedor de este pertinaz agravio anglo-galo fue el genial cocinero Augusto Escoffier. Ocurrió ya muy a finales del siglo XIX, cuando el gran Escoffier ejercía como jefe de fogones en el londinense hotel Carlton-Ritz, que a la sazón tenía como uno de sus más habituales clientes al por entonces Príncipe de Gales Alberto Eduardo, quien, a partir de 1901, reinaría como Eduardo VII. Al egregio paladar le fue presentado aquel día un plato novedoso, que en la minuta figuraba como cuisses de nymphe à l'aurore (muslos de ninfa a la aurora). Escoffier había dispuesto aquellos ignotos bocados a modo de entrante frío, presentados en una gelée a la crema y al vino de Mosela, con perfume de paprika. Alberto Eduardo quedó encantadísimo con la prueba, y pidió repetir de inmediato de ella. Y también, claro está, que le fuera explicado el qué y el cómo de aquel novedoso plato. Según se cuenta, le tocó al propio César Ritz confesar al anhelante Príncipe que lo que se había comido eran en realidad unas ancas de rana. Tras la primera sorpresa, el de Gales, que ya tenía acreditada fama de noblote gourmet, no sólo perdonó el atrevimiento de Escoffier sino que hizo suya la defensa y promoción de los “muslos de ninfa” entre la clase alta londinense, que durante un tiempo los puso de moda, aunque siempre y en todo caso, dejándolos así, en su denominación poética de “ninfa”, eso sí, sin llegar a reconocerlos nunca como “de rana”.
Eduardo VII
      En cuanto a la presencia en los recetarios españoles, justo será decir que la cocina de las ancas de rana siempre ha tenido en ellos una recelosa acogida. Y no ciertamente porque su conocimiento nos llegara de manera tardía; ya Diego Granados, en su “Libro de arte de la cocina”, editado en 1599, incluye la receta de unas ancas, deshuesadas y guisadas con cebollas y almendras. Juan de Altamiras, en su “Nuevo Arte de Cocina” (1767) dedica un capítulo a “la lamprea, la saboga, los barbos, las ranas y los caracoles”. En él recoge tres preparaciones diferentes: ranas en pastelillos, almondiguillas de rana y ranas con huevos; sin especificar si usa sólo las ancas o alguna parte más del anfibio. Angel Muro, en su "Diccionario General de Cocina" (1892) se ocupa de ellas en profundidad y aporta recetas tan curiosas como la pepitoria o el potaje de ranas. Y por último, por abundar en la referencia, aunque sin ningún afán de completarla, lo cual sería empeño imposible, reseñar también lo que sobre ellas nos dejó escrito mi ilustrísimo paisano Manuel María Puga y Parga, el célebre “Picadillo”, quien en su “La cocina práctica” (1905), incluye esta sencilla receta para preparar las ancas fritas: “Se desuellan las ranas, no aprovechando de ellas más que los cuartos traseros, después de bien limpios. Poco antes de comer, se rebozan en huevo y pan rallado muy fino, después de haberlas salado convenientemente y se fríen en abundante manteca de cerdo, dejándolas dorar bien”.
      Fritas, guisadas, en pepitoria, en potaje, bien se ve que la cocina de las ancas de rana tiene un amplio predicamento de potencialidades, pero habrá que reconocer que su formulación más usual y admitida las hace pasar casi siempre por la sartén, bien sea directamente, salteadas, o previamente enharinadas y rebozadas, para ser servidas así, solas, o en compañía de alguna salsa ligera. El problema con ellas no está en su sabor, que es fino y delicado, como decíamos con un cierto recuerdo a pollo, sino en superar la aprensión que provoca en muchos de sus potenciales degustadores. Les pasa, en esto, a las ancas de rana lo que a los caracoles: o eres partidario devotísimo de ellas, o enemigo irreconciliable; sin término medio, aunque tal vez sea justo decir que cuentan entre los primeros más de quienes las han probado, y entre los segundos los que nunca se han atrevido a superar su recelo y dar el paso.
Perfectamente envasadas y congeladas nos llegan desde
las más lejanas y exóticas procedencias
      Para esos, sus devotos, la época otoñal es la más esperada, ya que es en esta estación cuando, según vieja tradición, están más sabrosas. Pero lo tienen crudo los pobres (en este caso léase crudo en su acepción de “difícil”), ya que la libre licencia de antaño para capturar a las saltarinas ranas ha mudado, en los tiempos presentes, a estricta y acotada restricción: la rana ha pasado a ser, en nuestro país, especie protegida, lo cual se traduce en que, para poder capturarlas, hay que proveerse de la preceptiva licencia que, no sólo establece un máximo de dos docenas de piezas por persona y día, sino que acota el período hábil a los tres meses que van desde el 1 de julio al 30 de septiembre. Es por ello que, con alta probabilidad, los platos de ancas que puedan ofrecerles fuera de ese periodo no respondan a piezas de nuestras charcas, sino de otras muchísimo más lejanas, como las de Indonesia (primer productor mundial), o Egipto, cuyo gigantesco delta cuenta con una inagotable población de batracios, de donde nos llegan cada vez más a Europa, a pesar de que el sacrificio y el comercio de estos animales esté expresamente proscrito por las normas coránicas. Como último apunte, decirles que entre las zonas de España donde se mantiene muy viva la afición por la cocina de las ancas, destaca sobremanera la comarca leonesa de La Bañeza. Y que si han de acometerlas al fin en este otoño, bien sea semiclandestinas o importadas, el mejor vino que les recomiendo para mejor acompañarlas es un blanco seco de buen perfume.

 
Y de postre, una receta...:
 

Ensalada de ancas (Rte. ELADIO - Valencia)


Ingredientes (para 4 personas): 2 kg. de habas tiernas - 4 docenas de ancas de rana - 80 gr. de bacon ahumado - 1 cabeza de ajo - 1 escaloña mediana - 1 cucharada de nata - 30 gr. de mantequilla - 1 cebolla - aceite, perejil, vinagre de vino tinto, harina, sal y pimienta.

Preparación: Empezamos por hervir las habas, desenvainadas, durante unos dos minutos en agua salada. Cortamos las lonchas de bacon en juliana y picamos finamente la escaloña y el ajo, y la cebolla en finas láminas. Una vez dorada en la sartén la juliana de bacon, juntamos todo en una fuente de trabajo con las ancas deshuesadas, y sazonamos todo con sal, añadiendo a la mezcla un pellizco de harina y la nata.
      En una cacerola de fondo antiadherente, calentamos aceite, y echamos el contenido de la fuente, moviéndolo con atención y frecuentemente hasta que las ancas tomen color. Es entonces cuando añadimos el ajo, la escaloña, la mantequilla y el perejil, y dejamos que complete la cocción a fuego vivo. El plato se habrá de servir moderadamente templado.

...y un vino:
Circe verdejo - Bod. Avelino Vegas (D.O. Rueda)

      En la mitología griega, Circe es el nombre de aquella diosa hechicera, maquinadora de eficaces y milagrosas pócimas con las que hacía que quienes la ofendían, o rechazaban sus estrategias de seducción, tomaran la forma de los más diversos animales. Tal es el nombre que para este novedoso vino, sorprendente hasta en su vanguardista envolutura, han decidido sus creadores, el dinámico matrimonio que integran Ana Gómez y Fernando Vegas. Un nobilísimo vino que toma sus esencias de viejas viñas segovianas, para pasar a transformarse en exultante pócima tras un proceso de elaboración meticulosamente cuidado.
      Estoy casi seguro de que no he de mudarme en rana, si les digo que este vino alcanza una complejidad aromática ciertamente extraordinaria, lo cual, bien lo sé, no es mucho decir en un verdejo. Con su color amarillo pajizo, tan tenue y pálido como luminoso, al descorcharlo vendrá sin duda a hechizarnos con su explosión de fragancia frutal y floral: maracuyá, melón, flores blancas, junto con la propia impronta varietal. Ya en boca, nos resultará goloso, dulce y elegante, con una persistencia que es todo un regalo de dioses.

Precio medio: 9 €
 

viernes, 21 de octubre de 2011

De ranas (I): el enigma salmantino


      Si alguno de nuestros lectores, o lectoras, estudió en Salamanca, cuya Universidad, entre las actualmente abiertas y activas, ostenta el honroso título de ser la decana de las de España (fundada en 1255) y una de las cuatro más antiguas de Europa, se las habrá visto, sin duda, ante el difícil reto de localizar, entre la primorosa filigrana de su plateresca fachada, la famosa rana que asoma, esculpida, sobre una de las tres calaveras pétreas que rematan uno de los tramos superiores de la pilastra derecha de esa imponente fachada.
      Según tradición secular, el acierto de localizarla sin ayuda traerá buena suerte -en estas lides estudiantiles debe traducirse por “buenas notas”- al estudiante que así lo logre. La famosa rana ha devenido así en uno de los más señeros atractivos de esta ciudad castellana; y no hay día en que por ella, por el empeño de su localización visual, no se observe allí, a cualquier hora del día, y hasta de la noche, un siempre numeroso grupo de personas, estudiantes y turistas, animados por ese reto curioso y ciertamente difícil, ya que se requiere una buena agudeza visual para lograr la localización con éxito. En todo caso, para quienes no lo logren, o desesperen del esfuerzo, siempre hay en el lugar también, permanentemente de guardia, algún estudiante veterano y sopista que, por un par de euros, indicará el lugar exacto y hasta, como propina a la ayuda, se avendrá a contar sucintamente la presunta clave legendaria de esta curiosa singularidad. Hasta estos mismos días, la historia a relatar remitía el origen a dos presuntas raíces: una -les dirán, la más simple e improbable-, que sería la tal rana un a modo de firma del escultor-cantero que hizo la fachada; y contarán al respecto, y es muy cierto, que ese modo peculiar y un tanto hermético de firmar las obras no era inhabitual entre los canteros medievales. La otra explicación, que hasta ahora se ha argüido con supuesto más fundamento, empezaba por precisar que el tal batracio no es rana, sino sapo, que en aquellos tiempos del Medievo era tenido por símbolo femenino y, por ende, de lujuria. El mensaje, pues, apuntaría, en clave de conseja moral, a la conveniente contención sexual que debían seguir los estudiantes si no querían arriesgarse a contraer alguna de las muchas enfermedades venéreas de entonces, o al fracaso total en sus estudios, que ambos simbolismos aunaba la calavera sobre la que asoma la rana; la cuestión, pues, vendría a ser un recuerdo a los estudiantes de que debían centrar sus esfuerzos en estudiar y no en entregarse a la lujuria.
      Pero hete ahí que en estos días ha venido a sumarse a la polémica una tercera teoría, avalada además por un sesudo trabajo de investigación llevado a cabo por el catedrático de Filología Latina Benjamín García-Hernández, según el cual la calavera y su rana, que al fin sí es rana y no sapo, serían una representación simbólica del malogrado hijo de los Reyes Católicos, el príncipe Juan, fallecido -precisamente en Salamanca- en 1497 sin haber cumplido los 20 años, y apenas seis meses después de haber contraído matrimonio con la archiduquesa Margarita de Austria (*).
      Hacia tal teoría apunta, por ejemplo, el hecho, del que hay constancia casi inmemorial, de que ya en aquellos primeros tiempos renacentistas, con la famosa fachada recién inaugurada, los salmantinos dieran en nombrar a la pieza en cuestión, la calavera, como “Juanita”; y a la rana que asoma como “Parrita”, sin duda alguna en recuerdo del doctor Parra, médico de la Corte que trató infructuosamente de salvar la vida del heredero de la Corona.
La estatua de Fray Luis de León encara la imponente
fachada salmantina
      Convendrá tener en consideración previa que, efectivamente, todo el conjunto escultórico de la fachada, erigida en el arranque del siglo XVI, gira en tono de homenaje a los Reyes Católicos, resaltando tanto su escudo como sus efigies, circundadas por la leyenda “Los Reyes para la Universidad, y ésta para los Reyes”, con lo cual no se quería otra cosa que poner en evidencia y subrayar el gran paso que venía de darse, del que este retablo pétreo quería ser testimonio: el reciente cambio operado, sin duda de enorme trascendencia, en orden a la secularización de la Universidad, que había dejado de depender del papado para pasar a hacerlo de la Monarquía.
      Según la lectura que hace el autor de este recientísimo estudio, en lo que tiene que ver con las enigmáticas calaveras apostadas en esa pilastra derecha, representarían cada una de ellas a los tres hijos de los monarcas fallecidos antes de la construcción: Isabel, María y Juan. Correspondería, pues, al malogrado príncipe Juan, la representación de la calavera central, sobre la que se alza y asoma, desgastada por el tiempo, esa simbólica rana, devenida en uno de los enigmas más curiosos de los últimos cinco siglos.

(*) De ser, efectivamente, la calavera y la rana, una representación simbólica del malogrado príncipe Juan, también cabría sumar a la interpretación el vínculo de la "lujuria" que hasta ahora, como hemos dicho, se ha tenido por clave de interpretación del enigmático conjunto, ya que de ese príncipe, que falleció tan prematuramente víctima de la tuberculosis, es leyenda conocida su proberbial fogosidad sexual. Según se cuenta, y se comentaba con alarma en su tiempo, los apenas seis meses de su matrimonio los pasó virtualmente en la cama, dominado por una fogosidad -eso sí, matrimonial- realmente extraordinaria y fuera de tasa, que llegó a preocupar muy seriamente a los cortesanos de entonces, y que al fin, por tanto exceso, habría resultado fatal.
(En la próxima entrada les contaremos, ya puestos, y ya en clave gastronómica, de las también muy polémicas ancas de rana)