No sé a dónde vamos a llegar. La pertinaz selección de razas ponedoras, junto con la crueldad de esa técnica de enclaustramiento en jaulas iluminadas noche y día, ha logrado en muy pocas décadas rendimientos en las gallinas de hoy de más de trescientos huevos por animal y año. ¡Pobres gallinas! Ciertamente, por tan buena disposición a la puesta, se merecen un homenaje. Y yo se lo rindo hoy, sin reserva alguna, en este día en el que, como cada segundo viernes de octubre de cada año, se celebra el Día Mundial del Huevo, un evento con mucha yema, de los de “toma pan, y moja”, instituido en el lejano 1964 por la Comisión Internacional del Huevo, con ocasión de celebrarse entonces, en Italia, la Segunda Conferencia Mundial sobre este vital alimento e industria. Véase también con ello que lo de que cada día tenga su cosa, y su correspondiente inversión, y su presupuesto, no es, ni mucho menos, algo exclusivo del más rabioso presente.
Pero, bueno, si hay que hablar del huevo a fecha fija, hablamos, para aprovechar y contarles algunos datos y cosas curiosas al respecto. Por ejemplo, anticipándoles por dónde van las inquietudes más recientes, reseñando lo que no hace mucho leíamos que se está experimentando en Australia: huevos “saborizados”. Sí, a fresa, a regaliz… a lo que usted elija, ¡quién sabe si hasta a coca-cola! O en Estados Unidos, donde lo que están a punto de sacar –si no lo han hecho ya- son huevos con cáscaras de todos los colores del arco iris, a gusto y capricho del consumidor.
No hace tampoco demasiado tiempo recibíamos la noticia, ya sin sorpresa, de que en las británicas islas, el mismo laboratorio que en su día creó la polémica oveja Dolly, trabaja ahora en el logro, también por manipulación genética –en este caso, de la gallina- de una suerte, nos dicen, de “huevos medicinales”, que traerán en su yema, intrínsecamente añadidos, toda suerte de principios terapéuticos. Una maravilla: huevos para aliviar la gripe; contra el estreñimiento; para bajar la fiebre; o para atajar el dolor de oídos… Sí señor, tal es el futuro que se nos anuncia: huevos con receta, y en la farmacia… ¡Manda huevos!
Y es que los huevos, ya lo sospechan, es uno de los productos culinarios de más extendida universalidad: en todo el mundo se fríen, y se cuecen, huevos. Para ahorrarles el cálculo, se lo cuento yo: tan sólo de los de gallina, unos 250 billones de unidades al año. Japoneses, alemanes y españoles pasamos por ser los que más gustamos de los huevos, con una media de consumo que, aunque ha bajado ligeramente, se sitúa en unas veinticuatro docenas por persona y año.
Dicen quienes han estudiado el caso, que la gallina como especie tiene su solar primigenio en las tierras del norte de la India. Pero aquella primitiva gallina, aclaremos, era totalmente salvaje, y hasta peligrosa. No fue hasta los tiempos de la Grecia clásica –anteayer, como quien dice, en el devenir de la historia humana- cuando la gallina logró ser domesticada y pasó a la condición de ave de corral. Fue entonces, y a partir de entonces, cuando sus huevos empezaron a ser apreciados como alimento, aunque con bastantes restricciones, porque cabe recordar que durante buena parte de la Edad Media los huevos siguieron siendo considerados como producto animal equiparable a la carne y, por tanto, como ella, excluidos de la dieta y los menús sujetos a las proscripciones cuaresmales, y demás ayunos y abstinencias.
Para nosotros los españoles, el hablar de huevos en la cocina conlleva un engarce automático de asociación con la patata, bien sea la tortilla de patata, o los huevos fritos con patatas. Sin embargo, esa conjunción, que hoy nos parece tan íntima e idiosincrásica, también tiene una perspectiva temporal acotada, pues no cabe olvidar que el maravilloso tubérculo que es la patata fue una de las novedades que nos llegó de América, y su consumo, además, no se generalizó entre nosotros hasta pasado casi siglo y medio desde el viaje colombino.
Pero, en todo caso, es muy cierto que la tortilla, así sea “deconstruida”, como ahora experimentan los cocineros galácticos; o esos clásicos e insuperables huevos fritos en buen aceite, con sus doradas patatas anejas y hasta, si cabe, un chorizo sangrante al lado, salido de la misma fritanga, es plato de excelencia sublime. Siempre y cuando, claro, los huevos –que son lo básico del conjunto- sean de aquellos de entonces, de los de siempre, esos que llamamos “de corral”, que la gallina, alimentada como debe ser, a grano, pone a su capricho natural, sin que se vea, la pobre, impelida y urgida en esa puesta, ni manipulada en la intimidad de sus genes. ¡Valla si son sanos esos huevos! Ciento por ciento saludables, aunque no sean medicinales ni corten la fiebre! Buen provecho.
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