martes, 30 de octubre de 2012

El gallego y la muerte: Hestadea y Santa Compaña


       El tránsito -qué oportuna palabra- entre octubre y noviembre nos sitúa cada año en el tiempo de evocación y memoria rediviva de los seres queridos que ya no están con nosotros. Por reencontrarnos con esa entrañable memoria de homenaje visitamos los cementerios, adonde acudimos con flores y húmedas bayetas para asear las lápidas y relucir los nombres de nuestros deudos.
      En todo el orbe cristiano ocurre así, igual y del mismo modo en el fundamento, y con ligeras variantes en orden a la materialización escenográfica de este ancestral ritual. La fecha de esta cita con los muertos, que en su ortodoxia de calendario es, y sigue siendo, la del día 2 de noviembre (Día de los Difuntos), se ha visto adelantada, por mera practicidad laboral, a la festividad del día 1(Todos los Santos), pero poco más ha variado en orden a este cumplimiento anual. Donde sí se han operado enormes y muy substantivas mudanzas, y en un plazo temporal, además, ciertamente sorprendente, es en lo que podríamos convenir llamar como el propio “peso específico” de la muerte y de los muertos en la sociedad de nuestros días. Ese sentido social del luto, y con él y a su par de la fantasmagoría de los muertos y de la muerte, de tan secular arraigo en los ámbitos rurales, apenas pervive ya en la memoria; e incluso se ha disipado ya totalmente de la de los más jóvenes. La general proliferación de los tanatorios -benditos ellos- dejó atrás la macabra y agotadora costumbre de los larguísimos velatorios en el domicilio del difunto. Y todo vino a cambiar, radicalmente, con esa trascendental mudanza: aquellos corros de charla, animados siempre por generosas dosis de café y licores, dejaron de pronto de prolongarse hasta el alba; los recorridos para ir o para volver del compromiso dejaron de hacerse, a esas horas, a pie, por tenebrosos caminos; y el conocimiento y la cultura, en fin, dejaron también de rendir rédito de credulidad a tantas y tan recurrentes historias como las que tan bien se acomodaban a aquellas añejas escenografías y viejos rituales.
Cementerio de Ortigueira (A Coruña)
      Todo, en fin, al respecto cambió tanto, y tan rápidamente, que cuesta mucho mantener hoy en día que, por ejemplo en el caso de Galicia, pueda esgrimirse la pervivencia de aquella legendaria peculiaridad de ritos y costumbres que la hicieron tan propia y diferencial en el imaginario de las gentes en otro tiempo. Nada de toda aquella mitología queda, ciertamente, y yo me alegro infinito por ello. Perdura, probablemente sí, y hasta tal vez de modo inextinguible, un sentimiento íntimo peculiar y sutilmente diferente, acaso de honda raíz genética ancestral en nosotros los gallegos, pero que ya no asoma ni un ápice en orden a su manifestación externa. En eso, cabe decirlo así, el éxito de nuestra homogeneización y globalización ha sido total y completo, y en un plazo record, además.
      Lo que sí nos queda, y es éste un hermosísimo patrimonio común, son las páginas literarias que el fenómeno inspiró. La peculiaridad de trato de los gallegos con el tenebroso mundo de la muerte tiene infinidad de reflejos magistrales, tanto en relatos literarios como en apuntes periodísticos. Precisamente es uno de éstos el que ahora traemos a colación, por que se vea, de una parte, la visión, infinitamente más cualificada que la mía, de un maestro reconocido en la auscultación de las claves sociales de Galicia, cual don Álvaro Cunqueiro, a quien, ya saben, este año homenajeamos doblemente, en el veinticinco aniversario de su muerte, y en el centenario de su nacimiento, y, por otra, por la posibilidad que el propio texto en cuestión nos depara de anotar ese fenómeno de la rápida aceleración vivida en orden la liquidación y superación de ritos y creencias que hemos apuntado. El texto en cuestión fue escrito, en 1979, para ser hablado, en las charlas radiofónicas que por entonces emitía RNE-La Coruña, dentro de la serie que don Álvaro protagonizaba en aquellos años bajo el título de “Andar y ver por Galicia”.


Álvaro Cunqueiro
      De pronto, me anuncia una periodista su visita, y ya de entrada me dice que viene a que yo le hable de la muerte, como introducción a una mesa redonda que van a emitir por la radio. Qué pensamos de la muerte los gallegos. Esta es la cuestión esencial. Yo me quedo un poco turbado, y voy contando más bien confusamente lo que se me ocurre, y no salgo de los tópicos, la devoción gallega a las ánimas benditas del Purgatorio -alguien me dijo una vez que solamente en Galicia y en alguna otra parte de España se les llamaba «benditas» a las almas de los pecadores que están purificándose en el Purgatorio-; digo que la devoción a las ánimas, las «cofradías do oso» que estudió don Vicente Risco, la Hestadea, la Santa Compaña, el cabodano, tan importante como el funeral de córpore insepulto, y en algunas comarcas más, etc.
La Santa Compaña
      Y respecto al «cabodano», en el gallego que corre por ahí, se suele leer «o vinte cabodano do pasamento de Fulano», cuando lo correcto sería escribir «o vinte aniversario», porque «cabodano» tiene un significado muy concreto: las honras fúnebres al cumplirse el año de la muerte de Fulano o Mengano. Pero, volviendo al tema de la muerte, insisto en la creencia de que andan vagantes por el país las ánimas de los difuntos. Le recomiendo a la periodista la lectura de «El bosque animado» de Fernández Flórez, e intento explicarle la diferencia que parece existir entre la Hestadea y la Santa Compaña. A lo que entiendo, la primera es una procesión de almas que no pueden despegarse de la tierra porque han dejado de cumplir alguna promesa, alguna «obriga», y el encuentro con la Hestadea no es maléfico. Si la encontramos en un camino, no nos quiere llevar con ella, ni nos enferma el aire que la rodea.
      Otra cosa, dicen, es la Santa Compaña, conjunto de almas vagabundas, envuelto en un aire frío, almas penitentes, que no han entrado en el Purgatorio, pero tampoco han ido al Infierno -aunque se diga que están “no Inferno frío”. El que encuentre la Santa Compaña debe prevenirse, no dejarse atraer por ella, encomendarse a Dios, evitar que la envuelva el aire helado ...Y no aceptar de un ánima la vela encendida que le ofrece. Se tienen noticias de gentes que han comenzado a enflaquecer, a marchitarse, a mucharse, y a poco han muerto, del aire misterioso y nefasto de la Santa Compaña. Que por otra parte es bien difícil de explicar por qué se le llama Santa. Quizá por la misma secreta razón que se le llamaba Benditas a las ánimas que sufren en el Purgatorio. Al Dante, en su Divina Comedia, no se le hubiese ocurrido semejante cosa.
      Me explico como puedo acerca del sentimiento gallego de la muerte, cito a San Martín de Dumio y las supersticiones de los paganos antiguos del país, y remato diciendo que es buena cosa el saber que la muerte es la compañera de la vida, que cada uno lleva su muerte pareja, como cada uno lleva su ángel y, finalmente, que el que haya tantas historias en el país de aparecidos, quiere decir que se acepta una sobrevivencia después de la muerte; una sobrevivencia que no es resurrección, que este es otro tema, el gran tema. Los cuentos de gallegos que han vuelto a las proximidades de su casa y a sus leiras en figura de cuervo, y que yo he narrado alguna vez, han sido rehechos por mí sobre temas populares. Como historias de gallegos que quieren llevar en sus bolsillos papel y lápiz tinta, por si pueden mandar algún recado de ultratumba.
     Supongo que una encuesta seria, daría por resultado que en Galicia se cree en la resurrección, con los mismos cuerpos y almas que tuvimos, como enseña la Iglesia. Y la devoción a las Benditas Animas, los petos de Animas que existen en Galicia, es claramente la ayuda a las almas que están purgando para que cuanto antes abandonen las llamas y salgan a las alegres alamedas del Paraíso. Un tío bisabuelo mío, regaló un pequeño retablo de las Animas del Purgatorio a una iglesia de la Pastoriza de Lugo; retablo obra de un escultor aficionado, constructor de cruceros, de esos cruceros de madera, tan pintados, que podemos encontrar por los caminos de la Terrachá. Y quiso que entre las Animas lo pusieran a él, con sus grandes bigotes, y la guerrera militar, con el número 6 del Regimiento de Saboya, al que perteneciera, en el rojo cuello. Quizá algunas de las otras Animas que lo acompañan en el retablo, eran gente amiga suya.
      En fin, me quedo pensando si los gallegos tenemos un sentido de la muerte diferente del que tienen otros pueblos. Es casi seguro, aunque yo no sepa en qué pende la cosa. Una vez me contaron que un cura que había en Baroncelle, le decía a algún agonizante, que lo veía asustado:
-¡Non teñas medo, que hei rezar pra que te poñan no Purgatorio nunha corrente de aire!
      Y parece que el asustado se moría tranquilo, pensando que iba recomendado al otro mundo, al Purgatorio de las vivas llamas. La misma encuesta de que hablábamos antes, daría por resultado que los que se van y los que se quedan, esperan encontrarse allá. Un tal Ventoso, de Villanueva de Lorenzana, solía decir, cuando se tocaban estos temas de últimas:
-¡Acolá enriba ten que haber feiras como aqui embaixo!
      Ferias en una hermosa robleda, saludándose los amigos. No me atrevo a pensar que convidándose al pulpo ritual.




lunes, 22 de octubre de 2012

Paradores...y ensaladilla rusa



         La red española de Paradores de Turismo, que va camino de integrar muy pronto un centenar de establecimientos, marcó su primer hito de andadura un día de octubre de 1928 (el día 9, concretamente), aquel en el que Alfonso XIII inauguraba el Parador de Turismo de Gredos, en Ávila. En los 84 años que desde entonces han transcurrido, los estatales Paradores han sabido consolidarse como una oferta de alojamiento y de restauración de gran prestigio, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.
      La singularidad y gran valor monumental, en muchos casos, de las ubicaciones elegidas para ellos es, sin duda, un factor determinante de ese atractivo y reconocimiento, como lo es también, no menor, el impagable servicio que prestaron al llevar un nivel de hotelería de calidad a zonas del interior, alejadas de los circuitos urbanos y playeros más punteros.
      Paradores, en fin, es hoy una espléndida realidad, a la que mira como ejemplo más de una Administración estatal de otros países, a una y otra orilla atlántica, y hasta en los confines de Asia. Y es que Paradores también ha sido –y con gran eficacia- una soberbia escuela de formación profesional práctica, en todos los niveles y facetas de la actividad de acogimiento.
Parador de Gredos
      En lo que a nosotros aquí nos atañe, que es la gastronomía, seguro que no recogeremos muchas dudas ni discrepancias si afirmamos con rotundidad lo que es opinión común: en los Paradores, se come muy bien.  En todos se da una atención preferente a los productos y recetarios de raigambre local y regional. Pero, a la par, no falta ese servicio genérico que muchos reconocen como “cocina internacional”. Dentro de ese apartado, un clásico de Paradores ha sido, desde siempre, su monumental “entrada” de entremeses. Hoy en día, cuando ya casi nada impresiona, ese alarde de un goloso despliegue de cazuelitas y pequeños platos con mil bocados, no digo yo que hasta no haya pasado de moda. Pero en los años sesenta y setenta del pasado siglo, que es cuando Paradores apuntala su fama y su estilo como propuesta singular cualificada, al rebufo del gran boom turístico de aquella época, para los burgueses españoles que accedían a un servicio así, tan pulcramente presentado, aquellos entremeses, así fuera aquí una mortadela, allí una ensaladilla, la panoplia se antojaba pantagruélica y en extremo sibarita.
      Ciertamente, -y es a donde queremos ir también hoy, para completar, en esta evocación-, nunca faltaba la ensaladilla rusa, que por entonces, recuérdenlo bien, “vestía” mucho... Y por cierto, que uno se pregunta cómo es posible que siendo la Rusia soviética de aquel tiempo la gran enemiga, pudo acreditarse como apellido de la más prestigiosa ensaladilla burguesa. Habría que decir, al respecto, que en los años cuarenta se intentó, sin éxito, mudar el nombre por el de “ensaladilla imperial”... pero el común siguió llamándola ensaladilla rusa. Y es que la fórmula no es de ese tiempo, sino, incluso, muy anterior a los soviets, llegando a apuntar algunos que ya existía una fórmula asimilable en el siglo XVIII. En todo caso, la ensaladilla rusa toma cuerpo culinario, más o menos tal y como la conocemos hoy, en los comedores franceses.
      Respecto de su origen, la cuestión es mucho más imprecisa, y hay muchas dudas. Probablemente fue en el Paris de la “belle epoque”, en los locos años veinte de entreguerras, en el tiempo en el que proliferaron en la capital francesa los restaurantes de lujo regentados por cocineros rusos exiliados a la par que la pléyade de la aristocracia zarista. En la palaciega cocina rusa, desde siempre habían tenido gran predicamento los platos fríos, así fuera en el más crudo invierno. Y no sabemos a quién, pero probablemente a alguno de aquellos chefs-Vladimir afincados en Paris (*), cabe atribuir la creación genial de esta ensalada –que quedó bautizada así, obviamente, como ensalada rusa, mezclando en frío todos los ingredientes pre-cocidos, y compactando el conjunto con la salsa fría por excelencia, que es la mahonesa.
      Aquella “ensalada rusa” pasó, muchas décadas después, a ser “ensaladilla”, así, en diminutivo cariñoso y familiar, cuando empezó a servirse de común, en bares y cafeterías, en pequeñas porciones, como tapa y aperitivo. Buen provecho.



(*) Yo tengo para mí que, efectivamente, la génesis de la que hoy conocemos como ensaladilla rusa tiene su origen, como venimos de exponer, en esa etapa gloriosa del París de entreguerras; no obstante lo cual es de constatar que en esto, como en tantas facetas e hitos de la historia culinaria, el empeño de fijación cronológica es un lío, casi un imposible, por la infinitas teorías que a lo largo de la Historia se han ido produciendo gratuitamente, sin el más mínimo asomo garante en su presunto rigor historiográfico o cronológico. Así, en algún lugar hemos leído que fue su creador, el de la ensaladilla, un cocinero piamontés de nombre ignoto, de la corte de los Saboya, que la habría inventado allá por 1800, con motivo del almuerzo de recepción servido a una embajada de la Corte del Zar. En otras fuentes, más nuestras éstas, leímos que mucho antes, nada menos que a finales del XVIII, en el libro “Arte de repostería”, del leonés Juan de la Mata, que ejerció como repostero mayor en las cocinas de Felipe V y de Fernando VI, figura una suerte de ensalada que bien podría -según tales afirman- resultar muy parecida, o precedente claro -aseguran-, de la que hoy conocemos como “ensaladilla rusa”…. En fin, que, a saber. Que la cosa, si se enreda en ella, resulta siempre al fin asaz complicada, así sea un caso de apariencia tan simple como éste de elucubrar sobre la raíz primigenia de un plato sabroso y agradecido, y al fin también tan sencillo y cotidiano hoy, como lo es la ensaladilla rusa.





jueves, 11 de octubre de 2012

América, de ida y vuelta


      Hace 520 años, aquel 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón, en su afán por alcanzar la mítica Cipango navegando hacia occidente por el ignoto mar tenebroso, se topó con unas tierras nuevas que resultaron ser todo un continente. Lo suyo hubiera sido que, años después, cuando se reconoció la verdadera e imponente entidad del Descubrimiento, aquellas tierras nuevas hubieran sido bautizadas como Colombia –desde luego, hubiera sido los suyo, lo justo: de Colón, Colombia- …pero resultó que, como bien sabemos, no fue así.
Cristóbal Colón
      Y puestos así hoy en este punto de arranque, permitámonos, antes de lo gastronómico que se espera, la digresión histórica: Por aquellos años, -y durante muchos, hasta muy entrado el siglo XVIII- aquí en España a las nuevas tierras descubiertas se las conoció como “Indias Occidentales”. Pero al tiempo y a la par, también desde muy pronto, por mor de un tratado de cosmografía, editado nada menos que en 1504 en Francia, que tuvo una difusión enorme en toda Europa durante muchos decenios, en todas las sucesivas reediciones y ampliaciones que se hicieron de él se insistía machaconamente en que el nuevo continente había sido descubierto por el florentino Américo Vespucio; y siendo así, proponía que a las nuevas tierras debiera llamárselas, en su homenaje, “América”. 

Americo Vespucio
       Y, en fin, las cosas que pasan, que ya no deben sorprendernos: al final ganaron y, como habitualmente se dice, se llevaron el gato al agua: el pertinaz engaño hizo fortuna, y al cabo, aburridos de porfiar en contra, también aquí en España, a partir de mediados del ya dicho siglo XVIII, cedimos –como ya habían hecho todas las Cortes europeas- y mudamos al fin, aceptando la denominación de América.
      Y en lo que hace a lo gastronómico. Vamos a ello ya. En general es opinión común y extendida que de América nos llegaron un montón de nuevos productos, que hoy son esenciales y básicos en nuestra despensa y en la de todo el mundo. Y es muy cierto: el catálogo de novedades que de allá vinieron es amplísimo. Sin afán de agotarlo, anotemos las patatas, el maíz, los tomates y los pimientos, las alubias, el cacao, las judías verdes, calabazas… La aportación americana a la despensa europea supuso una auténtica revolución gastronómica; nadie podrá negarlo. Pero, cuidado, el intercambio no fue sólo unidireccional. Incluso pudiera ser que resultara equilibrado. Porque de Europa al Nuevo Mundo viajaron también un montón de productos novedosos –incluso algunos de ellos se arraigaron allí tan bien y tan pronto, que hoy muchos los creen originarios de aquellas tierras, y no lo son. 
      Pongamos por caso, el café, del que ya conocíamos en España, por los árabes, muchos años antes del Descubrimiento. O el azúcar, que también viajó hacia allá, igual que hicieron los plátanos. En capítulo de huerta, la aportación europea no fue ni mucho menos menor, anoten: trigo, zanahorias, lechuga, garbanzos, cebollas, berenjenas, pepinos, aceitunas, uvas… todo eso llegó a América en barcos europeos, españoles los más.
      Y qué decir del capítulo de las carnes. En ese campo, la aportación europea fue abrumadoramente mayoritaria: a cambio de vacas, ovejas, cabras, gallinas, caballos y cerdos… que de nada de eso había en la otra orilla, casi sólo recibimos orondos pavos. Así pues, dejémoslo en un “a pachas”, y buen provecho.

domingo, 7 de octubre de 2012

Choucroute


      El primer fin de semana de octubre ha marcado el cénit, y también el cierre, de la Oktoberfest muniquesa 2012, la gran fiesta anual de la cerveza bávara. El abigarrado sarao, como habrán visto en mil imágenes estos días, se produce al amparo de gigantescas carpas en las que, sobre cientos de mesas y sus alineados bancos corridos, siempre bulliciosos de brindis de espuma, los festivos y dislocados participantes, conjurados al compás de las tradicionales polcas, dan buena cuenta de gigantescas jarras de dorada cerveza. El compango sólido necesario para no sucumbir, tan tradicional cuando menos como el líquido espumoso convocante nominal del sarao, lo conforman las orondas salchichas y el poderoso codillo, indefectiblemente emplatados con el complemento obligado del puré de patata…y el no menos imprescindible choucroute. De ella, de "la" choucroute, que es así, en femenino, como ciertamente debe nombrarse, les contamos hoy: de esta formulación genuinamente centroeuropea, que no es otra cosa, ya saben, que col en salazón fermentada…repollo blanco fermentado. 
Una de las carpas del Oktoberfest 2012

      Pero -se preguntarán algunos-, ¿cómo es que etiquetamos por tan típicamente alemán un plato como éste, con un nombre tan clara e inequívocamente francés? Pues, ciertamente sí, la palabra sin duda alguna es francesa, si bien aclaramos ya que deriva de la adaptación de la forma alsaciana “sorcrote”, y ésta a su vez de la alemana “sauerkraut”. Un lío fonético y etimológico que se explica al fin por la zona geográfica que es cuna-raíz de esta preparación culinaria: Alsacia, es decir el territorio en sempiterna disputa entre Francia y Alemania; la última de cuyas mudanzas se produjo en 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando el territorio alsaciano, cuya principal capital es Estrasburgo, pasó de nuevo a soberanía francesa. De ahí, de esa larga historia, deviene una población y una cultura regional que siempre ha mantenido un claro vínculo alemán. Muy evidente, precisamente, en esto que hoy nos ocupa: sus usos culinarios.
      La choucroute es, pues, un plato ciento por ciento germánico. Si bien, remontándonos mucho, pudiera ser que su raíz primigenia hubiéramos de hallarla a bastantes miles de kilómetros al este, nada menos que en la legendaria China; y resultara ser que tan peculiar “col fermentada” fuera uno de los aportes que a Europa trajeron aquellas invasiones de bárbaros orientales que, una vez asentados en centroeuropa, arrasaron los debilitados cimientos del Imperio Romano. En los milenarios textos chinos que cuentan de los avatares de la construcción de la Gran Muralla, se describe con inequívoca precisión cómo aquellos obreros se alimentaban con una dieta esencialmente vegetariana, a base de choucroute y arroz.
      Col fermentada …y en salmuera, tal es la “choucroute”, que se prepara de la manera siguiente: se cogen repollos blancos cortados en fina juliana, y se colocan en toneles, intercalando entre ellos capas de sal gorda y pimienta en grano. Se dispone luego un buen peso encima, y se deja fermentar todo por espacio de tres o cuatro semanas. El resultado así, tras ese tratamiento sencillo, es el que aquí a España nos llega envasado ya, en las latas o frascos que se venden en los supermercados. Así pues, ojo al dato, ya que no son pocos los que, habiendo disfrutado de un codillo o de unas salchichas con choucroute en un restaurante, quisieron luego emular el plato en casa simplemente añadiendo a la carne la guarnición de choucroute tal o como viene en la lata, o, como mucho, trabajada con un ligero calentón. Quienes tal hicieron, habrán comprobado que la choucroute así tratada está intragable, durísima y desbocadamente agria.
      Primero hay que lavarla bien bajo el grifo; y luego hay que cocerla, y cocerla muchísimo, cuando menos una hora, o mejor aún, dos. Decía Toulouse-Lautrec, quien además de pintor genial era un excelente cocinero, que para servir la choucroute a mediodía, convenía ponerla al fuego el día anterior. Y así lo confirma, y por ahí apunta, el refrán alemán que dice que “la choucroute empieza a tener sabor cuando se ha calentado siete veces”.
      Échenle, pues, paciencia, y no olviden añadir a la cocción, también en juliana, zanahoria y cebolla, junto con algunas bayas de enebro, algunos granos más de pimienta negra, y tres o cuatro clavos. Verán qué rica. Buen provecho