martes, 31 de mayo de 2011

De curas y cuchipandas

      Sin duda saben que estamos en el año de Cunqueiro, ya que en este 2011 concurren dos efemérides importantes para recordarlo: el 30 aniversario de su fallecimiento, acaecido el 28 de febrero de 1981; y el centenario de su nacimiento, el 22 de diciembre de 1911.
Álvaro Cunqueiro
    Por tal motivo, nos proponemos traer a este blog, con la frecuencia que nos sea posible, distintas facetas de su memorable vida y de su extraordinaria producción literaria y periodística. Hoy iniciamos la serie, recogiendo un clarificador juicio suyo a propósito de la figura, tan literaria y tan mítica, de los viejos clérigos gallegos, que, en orden a lo gastronómico, fueron (en tiempos pretéritos pero aún de buena memoria para los más viejos) soberbios y exultantes gourmands, y en muchos casos también destacados gourmets. Aclaremos, ya aprovechando la referencia, que gourmet se dice de la persona de gusto y paladar exquisito y refinado, en tanto que gourmand es lo que pudiéramos asimilar por un tragaldabas, el siempre ansioso por llenar el buche, al margen de la cualidad de lo que ingiere.
      El texto en cuestión que nos sirve hoy es un fragmento de un artículo que don Álvaro publicó en el diario "Faro de Vigo", que él dirigía, en junio de 1964. Se trata de un trabajo titulado "Por San Juan de Ortega a Burgos", perteneciente a la serie que en aquel año él firmó a propósito del "Camino de Santiago". En el fragmento elegido, cuenta el egregio mindoniense la impresión de su visita a la casa rectoral de un cura castellano, y la evidente frugalidad que era de ver, en comparación con los curas gallegos...
      Hay un diferencia esencial entre el clérigo gallego y el castellano, hay que decirlo. Entras en casa de un cura nuestro, y a poco está el vino en la mesa, el pan y unos tacos de jamón y chorizo, o los cafés y el coñac o el aguardiente se imponen. En Castilla, nanay. El cura de San Juan de Ortega no saca ni medio chiquito del clarete del país, que es tan limpio.

Julio Camba

      Añadamos, por completar, que antes que Cunqueiro, ya Julio Camba (otro gallego señero en lides culinarias y literarias) en su libro inmortal "La casa de Lúculo", advertía sobre la generosidad y dispendio de la mesa de los curas gallegos de aquel tiempo, y la complicidad de entendimiento que los parroquianos tenían con ellos, en razón de evitar males mayores...
      Saben [los parroquianos] que el hombre más santo peca, por lo menos, diez veces al día, y les complace ver al párroco incurriendo en el pecado de la gula como una garantía de que no incurrirá en otros pecados.
     

lunes, 30 de mayo de 2011

La amenaza del pepino

    Y ahora resulta (noticia de hoy, martes 31) que los pepinos españoles son inocentes; que un laboratorio alemán ha concluido, ¡tan tarde, y tan a destiempo!, que la trágica contaminación no procede de la manipulación en origen... Pues, vaya, qué gravísima irresponsabilidad; cuando las pérdidas de nuestros agricultores se cuentan por millones, y el descrédito de nuestras hortalizas se antoja irreparable, cuando menos esta temporada... Una auténtica desvergüenza, que pone de manifiesto la grave lentitud de nuestras autoridades a la hora de atajar el problema desde su primer estadío, y de otra parte y por lo mismo, el irrelevante papel al que España ha caído en el "peso" de su diplomacia... ¡Ay, Señor, cuántas desgracias juntas para un país tan hermoso, y tan sabroso, como esta España nuestra!
Valga, no obstante, con la rectificación que conviene (son ya ahora 15 las víctimas mortales de esa inmunda bacteria, que, a saber de dónde proviene) el articulillo que ayer publicamos:    
  Quién lo iba a decir, que el inocente pepino iba a desatar una inquietud tan grande, trufada de tragedia que suma ya, a la hora de escribir estas líneas, 10 fallecidos, todos ellos en Alemania. Según hemos leído, la causante es la Escherichia Coli, que viene siendo una cepa mutante, desmadrada y asesina, de la bacteria conocida como E-Coli, que, quien más y quien menos, casi todos tenemos alojada en nuestro sistema digestivo, sin que de ello derive, normalmente, el menor peligro. El caso que suma gravedad a este preocupante cuadro es que la partida de los pepinos contaminados procedía de España, aun cuando no ha llegado a determinarse todavía, con exacta precisión, si el agente contaminante entró en contacto con los frutos en origen, es decir, en nuestro país, en los invernaderos donde se cultivaron, en Málaga y en Almería, o en algún otro momento de su manipulación fuera de nuestras fronteras, en los mercados de destino, en particular en el Central de Hamburgo, que es, al fin, desde donde se ha irradiado el nefasto proceso.
Bacteria E-coli
      Por mejor atajar la cuestión, y por hacer frente del modo más rápido al problema planteado, convendrá que las pesquisas en marcha se agilicen y aclaren las dudas cuanto antes. En todo caso, el daño que el episodio ya ha hecho a las exportaciones españolas de este fruto alcanza ya, por catastróficas, dimensiones históricas: a esta hora, las noticias nos cuentan que la generalidad de los pedidos europeos de nuestra hortaliza se han suspendido, lo cual se traduce en pérdidas de muchos miles de toneladas de frutos, y en millones de euros que no se han de negociar. Toda una desgracia, en fin, por cualquier lado que se mire; siendo el peor, claro está, el de las víctimas que se ha cobrado la tan nefasta Escherichia Coli, dios la confunda.
      Hasta aquí la noticia, de inevitable alcance, que ojalá deje muy pronto de serlo. Vamos ahora ya, aprovechando y como suele ser recurrente argumento de nuestras “entradas” culinarias, con lo que podemos contarles -más bien poco- de esta cucurbitácea que, a mí en particular, lo confieso, no me gusta demasiado, ni siquiera en su concurso, que tantos juzgan esencial, como ingrediente del gazpacho.
      El cucumis sativus, que tal es su nombre científico, es una hortaliza emparentada muy directamente con otras variedades de cucurbitáceas, como el melón, la sandía, la calabaza, el calabacín y la exótica papaya, entre otras. En el caso del pepino, la antigüedad de su aprecio culinario es ciertamente notable, ya que consta que formaba parte de la dieta habitual de los hogares egipcios, adonde habría llegado desde su primigenio lugar de origen, que los científicos sitúan en las estribaciones del Himalaya, hace más o menos la friolera de 4.000 años.
      Y si de frioleras hablamos, anotemos también que el pepino, como sus parientes anotados, no casa nada bien con la cocina caliente. De hecho, salvo algunas recetas puntuales escandinavas y balcánicas, la inmensa mayoría de su utilización de hace en sopas frías, como nuestro gazpacho, o directamente en ensaladas, eso sí, de todo tipo. De ahí que la concurrencia de esta fatal contaminación no pueda llegar en peor momento, ya que es en el verano cuando la hortaliza tiene su gran tirón de mercado.
      Un mercado que, siendo tan larga su historia, se reparte en más de un centenar de variedades conocidas. Anotemos, al hilo, que el porte actual de los pepinos poco tiene que ver con aquellos primigenios antiguos, que eran bastante más pequeños, con muchas más semillas, más rugosos de piel, y también bastante más amargos de sabor. Igualmente, desde siempre fue un fruto con marcada estacionalidad. Aquí en España, los pepinos llegaban puntuales en estas fechas del arranque de junio, y para septiembre habían desaparecido, hasta el año siguiente. Hoy en día, con las técnicas de cultivo intensivo aplicadas a los invernaderos, dicha estacionalidad tradicional ha desaparecido completamente.
      A la hora de adquirirlos será conveniente que advirtamos que su color sea uniforme y no tengan formas extrañas; al tacto, su piel debe ofrecérsenos dura y firme. Si presentaran una consistencia esponjosa y un color atenuado, tendente al blanquecino, será signo de estar pasado, o demasiado maduro; ya lo dice el refranero: “comer reseco el pepino, es gran desatino”.
      Y un consejo final, para quienes, como yo mismo, recelen del pepino, entre otras notas, por su acusado amargor. Puede éste atenuarse en parte con la sencilla operación de “purgarlo”, que no consiste en otra cosa que en eliminar ambos extremos del fruto, y proceder a sumergirlo en un recipiente con agua y un chorrito de vinagre. Con una hora de inmersión debe ser suficiente para evitar esos efectos indeseables. Otro efecto, tampoco nada deseable pero inherente al propio pepino es que su digestión resulta un tanto pesada, y su sabor puede persistir en nuestra boca y en nuestro aliento más allá de lo que nos gustaría, es decir, que “repite”, para entendernos. Pero ese inconveniente, a la mayoría de sus devotos “les importa…un pepino”. Buen provecho.






sábado, 28 de mayo de 2011

Dulce libro, libro dulce


      En mi percepción madrileña, ninguna primavera lo es, completa, hasta que no se anuncia, en el Paseo de Coches del Parque del Retiro, la cita anual de la Feria del Libro, que este año alcanza su 70º edición, con Alemania como país invitado.
      Mezclarse entre ese bullicio resulta ya en sí mismo contagioso, y el efecto de la megafonía, que a cada instante interrumpe su fondo musical para anunciar los nombres de los autores que en ese momento firman su obra en alguna de las más de 300 casetas que se alinean, enfrentadas, en la larga avenida arbolada, constituye todo un ceremonial de lúdica exultancia.
     Este año, en lo que hace al capítulo de novedosos ensayos gastronómicos, en mi apreciación personal no cabe hablar de grandes reclamos. Sí abundan, como siempre, los recetarios de firmas más o menos reconocidas, e igualmente los esfuerzos de edición de gran alarde gráfico y estético; pero textos de investigación, o de divulgación, de mayor enjundia no me ha sido dado hallarlos, de momento.
      Lo que sí he encontrado, aunque no en el propio recinto ferial sino en un lugar aledaño bien próximo, en el número 63 de la vecina calle de Narváez, es todo un goloso escaparate soberbiamente compuesto con creaciones magistrales de pastelería y bombonería, algunas de las cuales aquí les traigo como mejor muestra, diseñadas todas ellas bajo la dulce inspiración del mundo del libro. José Fernández, el artesano pastelero propietario del obrador “Nunos”, que ya cuenta en su haber con numerosos premios y reconocimientos por la calidad y originalidad de sus creaciones, ha tenido esta feliz idea, que desde aquí aplaudimos, de ofertar su personal homenaje al mundo del libro, en su quincena grande madrileña. Está claro que, de una u otra forma, nuestro paseo primaveral no concluirá sin que de él nos llevemos un libro, bien  sea a la bolsa...o a la boca.





viernes, 27 de mayo de 2011

A la caza del "Bismarck"


      La encarnizada persecución, auténtica “caza”, del acorazado alemán, la nave de guerra más poderosa de su tiempo, simbólica joya de la Armada nazi, constituye una de las páginas más impresionantes y dramáticas de la Segunda Guerra Mundial. Acosado por su perseguidores, el día 24 el “Bismarck” había hundido al “Hood”, la joya de la Armada británica. Con el honor de la Royal Navy herido y sumado al interés estratégico, Churchill dio prioridad absoluta a su caza y hundimiento, lo que finalmente se produjo tres días después, el 27 de mayo de 1941, en un punto del Atlántico equidistante entre Irlanda y Galicia, a 700 millas del puerto francés de Brest, que buscaba como salvación.
El "Bismarck"
      En la primavera de 1941 Inglaterra combatía en solitario frente a Alemania, tras la caída de Francia y la consiguiente ocupación el año anterior. El escenario terrestre de la guerra se había trasladado al oriente mediterráneo y al norte de África. En el aire, se desarrollaba en plena tensión y crudeza la “batalla de Inglaterra”. El mejor flanco británico seguía siendo el mar, su gran baza de supervivencia, donde el Reino Unido imponía su dominio indiscutible, vital para el abastecimiento a través del Atlántico, y para neutralizar los planes de invasión de Hitler. Desde el principio de la guerra, el férreo bloqueo de la Royal Navy venía manteniendo inoperantes en sus puertos a las unidades navales alemanas. Sólo los submarinos, como hicieran en la Primera Guerra Mundial, actuaban con notable eficacia en el Atlántico frente a los vitales convoyes británicos.
      Pero a comienzos de 1941, el criterio del alto mando de la Marina alemana cambió, tras el exitoso “raid” llevado a cabo en el Atlántico por dos acorazados de bolsillo que lograron hundir en apenas un mes 22 mercantes enemigos, logrando completar su periplo y regresar a su base en la Bretaña francesa sin sufrir graves daños.
Almirante Lütjens
      Aquel éxito animó, y también dividió, al alto mando naval alemán. La flotilla de los dos cruceros de bolsillo había operado al mando del almirante Günther Lütjens, quien finalmente fue convocado a Berlín para, luego de felicitarle, comunicarle el novedoso plan que, a la luz de su éxito, había diseñado el alto mando bajo el nombre de “Operación Rin”, y que no era otro que trasladar al escenario atlántico las grandes unidades que Alemania tenía inmovilizadas en el Báltico. Entre ellas, y como principal y emblemática, el todopoderoso “Bismarck”, de muy reciente entrada en servicio (en agosto de 1940), que en razón del pertinaz bloqueo al que había sido sometido desde el comienzo de la guerra, apenas se había estrenado en combate, pese a sus espectaculares registros bélicos, con sus 51.000 toneladas de desplazamiento y un armamento impresionante, con ocho piezas de 380 milímetros, capaces de un alcance de más de veinte kilómetros, y una velocidad de navegación próxima a los 30 nudos. La fortaleza naval más poderosa del mundo en aquel momento.
      En Hamburgo, en fase de completar su armamento, estaba a punto de ultimarse su gemelo, el “Tirpitz”. El almirante Lütjens no disimuló su desacuerdo con el plan que le anunciaban, argumentando la circunstancia de no disponer de ningún portaaviones, lo que aconsejaba, según su criterio, que las unidades alemanas, y más las principales, como se estaba tratando, operaran en el radio de protección que pudiera ofrecerles desde tierra la Lutwaffe.
      Pero Alemania no disponía de ningún portaaviones, y ante el imperativo de que había que soslayar esa circunstancia, imposible de resolver, Lütjens pidió que, al menos, la operación se aplazase hasta la puesta en servicio del “Tirpitz”. Pero el alto mando naval tenía prisa, y no cabía esperar. Disciplinadamente, Lütjens se avino a aceptar el mando de la operación.
Ernst Lindemann, comandante
del "Bismarck", relegado y
enfrentado en toda la operación
por el almirante Lütjens
      En la previsión, la flotilla estaría integrada por cuatro unidades: el “Bismarck”, el crucero “Príncipe Eugenio”, y los dos cruceros que él había mandado en el raid de enero, y que estaban en proceso de reparación en puertos franceses. Finalmente, estos dos cruceros, sometidos a continuos ataques aéreos británicos en sus diques, no pudieron completar su reparación a tiempo. Y así se decidió que se hicieran a la mar solos el “Bismarck” y el “Príncipe Eugenio”.
      El plan de Lütjens fiaba buena parte de sus posibilidades en lograr no ser detectado hasta haber logrado alcanzar el Atlántico. Pero esa también era prioridad de la vigilancia especial de la Armada británica, que sabía –y temía- la peligrosidad que el “Bismarck” representaba. El espionaje británico mantenía una atención diaria de los movimientos en el puerto báltico de Godynia, donde las dos unidades estaban amarradas, y así supieron, casi en tiempo real, que en el amanecer del 19 de mayo las dos unidades alemanas se habían hecho a la mar. Con todo, el seguimiento y control con el instrumental de aquellos días era bastante precario. El radar estaba en “pañales”, casi en fase de ensayo, y muy pocas unidades disponía de esa instalación, de muy corto alcance, y muy poco fiable, además, en la mayoría de los casos. Así pues, la capacidad de seguimiento seguía dependiendo prioritariamente de la detección visual, y del control y escucha de las comunicaciones por radio.


      Los barcos alemanes salieron, obviamente, en absoluto silencio. Atravesaron el Gran Belt, el Kattegat y el Skagerrak, y alcanzaron, a primera hora del día 21, la costa occidental de Noruega. En el Almirantazgo, los nervios estaban a flor de piel, limitados por el alcance de sus posibilidades de cobertura aérea. En Scapa Flow, la principal base naval británica del Mar del Norte, en la punta de Escocia, una poderosa escuadra, integrada en la “Home Flete” mantenía su dotación a punto y las máquinas encendidas para salir al encuentro de la derrota que tomaran los buques alemanes; pero había que localizarlos primero, y ello ocurrió en la tarde del mismo día 21, cuando aviones de reconocimiento dieron cuenta de su presencia en el fiordo de Kors.
      Se dio la alarma, y a toda máquina zarparon de Scapa Flow dos cruceros de batalla, el “Hood” y el “Repulse”, dos acorazados, el “Rey Jorge V” y el “Príncipe de Gales”, y un portaaviones, el “Victorius”, uniéndoseles más tarde otros dos cruceros, el “Suffolk” y el “Norfolk”. Al poco de hacerse a la mar, el comandante de esta flota, el almirante John Tovey, recibió la inquietante noticia de que el “Bismarck” y el “Príncipe Eugenio” volvían a estar ilocalizables. En la noche del 21 habían dejado el fiordo, y se ignoraba su rumbo. Claramente se dirigían al norte, de eso no había duda, pero había que apostar, para atajarlos, si doblarían al sur en el amplio trecho entre Escocia e Islandia, o elegirían la ruta habitual en otras incursiones anteriores, rodeando Islandia por el norte y descendiendo por el canal de Dinamarca, entre Islandia y Groenlandia.
El "Hood", orgullo de la Royal Navy
      Tovey repartió su patrulla, pero apostando claramente por esta última ruta. El mal tiempo no favorecía el reconocimiento aéreo y los británicos permanecieron, hechos un mar de nervios, sin noticia de los buques alemanes, hasta la tarde del día 23, en que fueron localizados al fin donde se había apostado, a punto de salvar el canal de Dinamarca.
      La localización la habían llevado a cabo el “Suffolk” y el “Norfolk”. No obstante, dada su clara inferioridad, rehusaron el enfrentamiento directo, y se dispusieron a pegarse tenazmente a la estela de los alemanes, advirtiendo de su presencia y aguardando la llegada del grueso de la escuadra inglesa. Lütjens, por su parte, trató por todos los medios de librarse de aquellos dos, aumentando la velocidad, usando cortinas de humo, y tratando de aprovechar la noche y las intensas nevadas que cayeron.
      Pero, a pesar de todo ese empeño y maniobra, no le fue posible al alemán romper el contacto, entre otras razones por la circunstancia de que el “Suffolk” disponía de uno de los equipo de radar más modernos del momento. Con la información de este crucero, el grueso de la flota británica maniobró para atajar la derrota del “Bismarck”. El crucial encuentro tuvo lugar en la mañana del día 24 en la ancha desembocadura meridional del Canal de Dinamarca. Los grupos adversarios abrieron fuego casi simultáneamente a 22.000 metros de distancia, una cobertura que sólo era factible para las más grandes unidades. El “Bismarck” y el “Príncipe Eugenio” concentraron su fuego sobre el “Hood”, la unidad más poderosa de toda la Armada británica. Y el “Príncipe de Gales” y el “Hood” hicieron lo propio sobre el “Bismarck”. Al poco de este combate entre colosos, una andanada del “Bismarck” alcanzó de lleno al “Hood” que, tras un gran estallido, desapareció en pocos minutos de la superficie del mar. Una tragedia tan rápida, que de sus 1.400 tripulantes sólo 3 lograron salvarse.
El "Bismarck" dispara sus potentes baterías
      El “Príncipe de Gales” también resultó alcanzado por varios impactos, sobre todo cuando, después de aniquilado el “Hood”, los dos buques alemanes concentraron su fuego sobre él, que, in extremis, optó por retirarse ocultándose tras columnas de humo. En lo que hace a las unidades alemanas, el “Príncipe Eugenio” había resultado prácticamente indemne; pero no así el “Bismarck”, sobre el que se había concentrado el fuego, que resultó alcanzado por varios impactos, aunque ninguno de gravedad. No obstante, su velocidad máxima se vio reducida en 2 nudos y, lo más preocupante, perdía combustible por algunos depósitos que habían resultado dañados. Ante esta circunstancia, Lütjens tomó una decisión que habría de resultar polémica: dirigirse hacia Francia. A tal propósito, se dispuso que el “Príncipe Eugenio” buscase la ocasión más favorable para separarse y continuar solo internándose en el Atlántico, lo que conseguiría pocas horas después, aprovechando la noche.
      La noticia del hundimiento del “Hood” supuso un auténtico mazazo para el orgullo británico. Sumado a ello el hecho de que el “Bismarck” (del que no se sabían datos de sus daños) continuaba navegando a buen ritmo, y la pérdida de contacto con el “Príncipe Eugenio”, dispuso al Almirantazgo a un despliegue sin precedentes para neutralizarlos a toda costa. Así, a la flota que ya estaba en persecución vinieron a sumarse nuevas fuerzas poderosas: desde Gibraltar zarparon, para atajar por el sur, un crucero de batalla, el “Renown”, un portaaviones, el “Ark Royal”, y otro crucero más, el “Sheffield”. Desde Canadá, hicieron otro tanto el acorazado “Revenge” y el crucero “Dorstshire”. Y desde el medio del Atlántico, abandonaron los convoyes que escoltaban dos acorazados más, el “Rodney” y el “Ramillies”. Así pues, a 25 de mayo, en pos de la “caza” del “Bismarck” navegaban a toda máquina, dos cruceros de batalla, cinco acorazados, cuatro cruceros, y dos portaaviones.
Avión torpedero británico
      Pero, hete ahí que ese mismo día ocurrió una circunstancia que bien pudo haber salvado al “Bismarck”, aunque de ella nunca llegó a tener conocimiento el almirante Lütjens, por lo cual no pudo aprovecharla. Lo que ocurrió es que los ingleses volvieron a perder contacto con el barco alemán. Éste, para evitar el peligro de un posible ataque de submarinos, maniobraba frecuentemente en zigzag; y en una de esas maniobras, tal vez excesivamente amplia, el acorazado se salió de la pantalla de los radares británicos, y ya no fue posible detectarlo de nuevo. Pero de esta feliz circunstancia nada se llegó a saber a bordo del “Bismarck”, que siguió creyendo hallarse bajo observación del enemigo. Sin embargo, pasaron varias horas de auténtica desesperación en la flota británica y en su mando naval en tierra. Ignorante de esta circunstancia tan favorable, Lütjens, que, por otra parte, no podía refrenar su infinito orgullo por el hundimiento del “Hood”, transmitió por radio un texto larguísimo (de casi 150 palabras), dando cuenta de todos los detalles del combate. Las estaciones radiogoniométricas británicas detectaron el mensaje procedente del “Bismarck”, y tuvieron tiempo de fijar su posición en el mapa. Pero, otro fallo más: no lo hicieron bien, y la posición que dieron de él le situaba, con error, mucho más al norte de donde realmente se encontraba. El caso fue que, hasta que se advirtió este error, pasaron más horas aún.
Pecio del "Bismarck"
      En el “Bismarck”, la primera intención de Lütjens era maniobrar hacia el sur y llevar a los buques británicos en su persecución a una trampa, hasta un punto secreto convenido donde los submarinos alemanes les aguardarían. Pero esta maniobra tuvo al fin que desecharse por la cada vez más grave pérdida de combustible. Finalmente, el “Bismarck” tomó decidido rumbo hacia Brest. Se sabía acosado, y confiaba sus escasas posibilidades a alcanzar sin ser atacado la cobertura del espacio en el que pudieran darle protección los aviones de la Lutwafe. Pero a las 10 y media de la mañana del día 26 un hidroavión británico surgió entre las nubes que cubrían el cielo, y avistó al acorazado alemán, dando cuenta exacta de su posición.
      Localizado así al fin con precisión, la estrategia británica se enfocó prioritariamente a poner en juego los aviones torpederos embarcados en el “Victorius” para tratar de disminuir al menos la marcha del “Bismarck” y dar tiempo a que pudieran atajar su rumbo las unidades mejor posicionadas, que ahora eran las de la “Fuerza H” proveniente de Gibraltar, que estaba a poco más de cien millas de distancia. Las condiciones meteorológicas eran infernales, pero aún así lograron despegar varias oleadas de torpederos del “Victorius”. Uno de ellos logró la diana decisiva, alcanzando con un torpedo el timón del “Bismarck”, que se quedó sin gobierno y, consecuentemente, definitivamente condenado.
Crucero "Canarias"
      El acorazado alemán, por lo que hace a lo demás, mantenía íntegro su porte y su armamento, pero aquellas circunstancias se antojaban fatales. Lütjens dio cuenta a Berlín de la fatalidad en la que se encontraba. Su única esperanza era lograr, con el amparo de la noche, alcanzar la posición, ya muy próxima, del “paraguas” aéreo de la Lutwafe, pero, por si no lo lograba, anunció su disposición a batirse hasta el último momento. La noche pasó con la esperanza en vilo, hasta que, al amanecer del día 27, constataron con decepción que el avance logrado había sido más bien discreto. Aclaraba el día, y todavía no cabía esperar, por su posición, la determinante ayuda de la Lutwafe. Así las cosas, la formación naval inglesa en persecución asomaba ya en el horizonte. El gigantesco acorazado estaba irremediablemente perdido. Poco después de las nueve de la mañana, procedentes de todas partes, los proyectiles empezaron a llover sobre el “Bismarck”. Una hora más tarde su imponente estructura estaba prácticamente arrasada. Entonces, Lütjens, como siempre dijeron los alemanes (aunque nunca se les dio crédito, hasta que, en el verano de 1989, Robert Ballard, el descubridor de los restos del “Titanic”, localizó e inspeccionó con un batíscafo el pecio donde se halla el “Bismarck”, a 4.700 metros de profundidad) ordenó explosionar las cargas que había distribuido por el barco para hundirlo antes de ser apresado y cobrado como pieza por los británicos.
A bordo del "Canarias", ceremonia de inhumación de
uno de los dos únicos cadáveres que el barco español
pudo localizar en el mar
      El “Bismarck” se fue al fondo, y con él la mayoría de su tripulación, de 2.092 hombres, de los que sólo se salvaron 115. Como epílogo, señalaremos que desde el puerto de Ferrol se hizo a la mar el crucero español  “Canarias” para socorrer a los náufragos, pero cuando llegó a la zona de la batalla no halló ningún superviviente, y sólo pudo recoger de la mar dos cadáveres.




miércoles, 25 de mayo de 2011

La raya, y su erótica leyenda

  
      Les contamos hoy de la desconocida y deliciosa raya, un pez a cuya presencia y consumo convendrá que nos vayamos acostumbrando, ya que se trata de una de las pocas pesquerías en alza en los últimos tiempos, debido a las crecientes capturas que nuestra flota desplazada está haciendo de ella en el lejano Índico.
      La desconocida raya, tan rica, si se sabe preparar al modo en que tradicionalmente lo hacen los propios pescadores, que ellos sí, saben desde siempre de su calidad y bonísimo sabor, como bien lo muestra el reparto geográfico de las más acertadas recetas que perviven, como la soberbia “caldeirada” de raya gallega, que ha derivado en plato emblemático de la villa pontevedresa de Portonovo; o la raya “en pimentón” de Huelva; la raya a la brasa de las costas levantinas; la raya “con tomate y picada” de los puertos marineros de Cataluña; o la raya “en tollos” de las Islas Canarias, que se sirve acompañada de un buen mojo colorado.
       La carne de la raya se nos ofrece en una textura peculiar, fina y estratificada, una carne blanca de excelente sabor e incomparables cualidades nutricionales, ya que se trata del pescado menos graso de todo el mercado, y uno de los de mayor porcentaje de proteínas, superado tan sólo por el atún. De fácil digestión, dietética…y ¡no tiene espinas!, que es cualidad sobresaliente de la raya, además de su relativa baratura.
      De la raya se conocen más de 100 subespecies o variedades distintas. Pero la de más aprecio y presencia aquí en Europa es la llamada “raya de clavos” (“raja clavata” en su denominación científica), nombre que deviene, con buena lógica, del aspecto que ofrece su dorso superior, erizado con una suerte de pequeños aguijones o dentículos muy peculiares. Esta especie es de mediano tamaño, en torno al metro, y con un peso máximo no superior, casi nunca, a los 20 kilos.
Mme. Pompadour
      La cocina de la raya, como antes apuntábamos, está en la actualidad bastante restringida aquí en España. Muy lejos, por ejemplo, de la importante presencia que mantiene en los recetarios franceses, en los que la raya nunca ha dejado de ocupar espacio de alto interés. Ya el rey Luis XV, a finales del XVIII, se la hacía servir, “au beurre noir”, es decir, a la mantequilla negra, en sus sensuales cenas con su favorita, Madame Pompadour.
      Y puestos así, en esta referencia erótico-culinaria, finalicemos contándoles de una curiosísima, realmente increíble, “leyenda negra” –o más bien “verde”, en este caso, como han de ver- que la inocente raya ha protagonizado durante siglos. Realmente, sí, parece increíble, y casi avergüenza, pero ahí están los datos escritos y los testimonios que dan fe de los escabrosos detalles de esa leyenda.
      Empecemos por decir que la raya ha sido tenida, durante siglos, por el pez más erótico y afrodisiaco entre todos los que pueblan los mares. Tal insólita leyenda, ciertamente histórica, se ha traducido en un más que morboso misterio en torno a ella. En Cornualles, por ejemplo, hubo una época en la que llegó a prohibirse por decreto, expresamente, que las mujeres la transportaran por la calle, si no iba el pez debidamente envuelto y tapado, pues era creencia común que la inocente raya, su sola visión, desataba los más lujuriosos instintos.
      Todo ello, probablemente, derivaba de un mito que circulaba entre la marinería, y que hablaba de que marineros en largas singladuras de obligada abstinencia sexual, tenían por costumbre “in extremis” –se contaba- fornicar con ella, con la raya, sí señor, aprovechando la carnosa boca del pez, y su presunta forma, que, en desaforada locura, podría llegar a recordar vagamente a una vagina. ¡Qué asco, verdad! Pues así está escrito, y aún más y peor que nos les cuento, que por hoy ya va bien.
      Olviden leyendas y absurdos, y fijen atención en las excelencias culinarias de este pez, de carnes blancas, sabrosísimo donde los haya, que apunta presencia segura y cada vez más abundante en nuestros mercados. Buen provecho.

Y de postre...una receta:
Cazuela de raya (Rte. SOLERA GALLEGA - Barcelona)
Ingredientes (para 4 personas): 1 kg. de raya; 4 cigalas; 4 gambas; 12 almejas; 1 l. de fumet de pescado; ajo; perejil; sal; harina; 1 vaso de puré de pimientos.

Preparación: Con el ajo y el perejil muy picados se hace un fondo de salsa verde, agregando luego el puré de pimientos. Se pasa a una cazuela de barro y se coloca en ella la raya, previamente harinada y frita, junto con las cigalas, las gambas y las almejas. Una vez cubierto con el fumet de pescado, se completa la cocción al horno hasta alcanzar el punto adecuado de servicio.

...y un vino:

Martín Códax. Bod. Martín Códax (D.O. Rías Baixas)
      25 años de historia contemplan ya a esta marca y a esta bodega, auténtico emblema y guía de los albariños de la subzona norte de la D.O. Rías Baixas, que tienen en Cambados y el fértil valle del Salnés como referente de legendaria tradición vitivinícola. Martín Códax, sí señor, es todo un clásico; de los de verdad, de los que nunca defraudan. Con un brillante y vivo color amarillo pajizo claro con destellos nacarinos. De intenso aroma, limpio, característico de varietal, con notas de manzana madura y fondo floral. En boca, resalta su frescura y sabrosidad, con un final persistente y de muy buena amplitud.

Precio: entre 9/10€




martes, 24 de mayo de 2011

El mostacero del Papa


      Tras el proceso electoral tan recientemente pasado en nuestro país, se abre ahora el plazo de constitución de los nuevos gobiernos municipales y autonómicos, y con él el consecuente reparto de cargos. Con absoluta seguridad, la inmensa mayoría de esos nuevos puestos de responsabilidad vendrán a ser ocupados por gentes preparadas y personajes idóneos. Desde luego, en que así sea y se produzca confiamos; aunque también, lamentablemente y porque forma parte de la picaresca asociada a estos procesos desde tiempo inmemorial, estamos igualmente seguros de que algunas de esas codiciadas prebendas vendrán a ser ocupadas y otorgadas a individuos de muy escasa preparación, a los que la suerte habrá señalado por la única y esencial razón de aval de ser hijos, hermanos, primos o allegados del electo triunfante. Son las clásicas sinecuras y canonjías, de las que en la Historia se cuentan por cientos, o incluso, mejor, por miles.
      La que aquí les traemos y evocamos ahora es, sin duda, una de las más célebres y escandalosas. Ocurrió a mediados del siglo XIV, cuando, en los tiempos del Cisma de Avignon (*), el francés Jacques Duèze fue elegido Papa con el nombre de Juan XXII.
Juan XXII
      El tal Jacques tenía un sobrino inútil total (lo cual, como bien sabe cada quien por su propio entorno, ni es nada extraño ni, en absoluto, privativo de los Papas). El caso es que a este sobrino en concreto había que buscarle un cargo adecuado, que le proporcionara una buena rentilla con la que ir tirando sin dar golpe durante la etapa papal. Realmente, el caso de este sobrino debió de resultar especialmente difícil en orden a la extrema nulidad de sus capacidades, porque en todo el amplísimo organigrama vaticano no se pudo hallar para él ningún puesto adecuado, y el egregio tío tuvo que inventarse uno: le nombró “primer mostacero del Papa”. Y así funcionó, perfectamente acomodado el sobrinísimo, durante un montón de años.
      El caso, aún entonces, escandalizó sobremanera. A tal punto de que en el lenguaje coloquial, para los franceses quedó desde entonces acuñada una frase tópica para definir a los jetas extremos que medran, sin dar golpe, al amparo de un protector poderoso: se croire le premier moutardier du Pape (se cree el primer mostacero del Papa), se dice. Ojalá no nos caiga a los españoles ninguno tras el reciente proceso electoral.

(*) La provenzal ciudad de Avignon ilustra, en una hermosa panorámica, la fotografía de encabezamiento.




lunes, 23 de mayo de 2011

España, país del rosado


      No son pocas las injusticias y los equívocos que, en esto del comer y del beber, merecen urgente reparación. Una de ellas apunta al soterrado descrédito en el que muchos –incluso presumiendo de “entendidos”- tienen al vino rosado. Y es una pena, porque al no apreciarlo en su justo valor –que es mucho- pierden, o desdeñan, infinitas ocasiones de disfrutar de un gran vino, que sólo lo es, diferente de los grandes, en la peculiaridad de su color.
      Probablemente, ese descrédito añejo viene de los tiempos, casi inmemoriales ya, en los que era práctica común en el “chateo” de media España trasegar con unos vinos infames, presuntos o parecidos a los que hoy comentamos y que entonces se conocían más por “claretes” que por “rosados”, cuya clave de elaboración procedía de la mezcla, simple, directa y desvergonzada, de un vino blanco con otro tinto, sin más, en la proporción que al tabernero, o al almacenista, le convenía. Nada que ver –y cuando digo nada, ratifico, nada- con lo que hoy es un vino rosado.
      Empecemos por señalar lo más obvio y fundamental: ya no hay mezclas de ningún tipo. El vino rosado de hoy –y desde hace muchísimo tiempo ya- se produce elaborando un vino normal y corriente, como cualquier otro, con uvas tintas (las más de las veces tintas, aunque también puede hacerse con una combinación de uvas blancas y tintas). La clave está en que el mosto que resulta después del prensado (que en unos y otros siempre es blanquecino, porque el color –recordemos- lo da y aporta sólo el hollejo, es decir, la piel de la uva). Pues bien, ese mosto, cuando se destina a la elaboración de un tinto se deja fermentar con los hollejos, para que adquiera color (he ahí una de las claves esenciales de los vinos tintos); en cambio, cuando se elabora un vino blanco, el mosto generalmente fermenta solo, sin esa materia sólida en suspensión.
      ¿Y qué ocurre con los rosados?¿Cómo se hacen? Pues, muy sencillo: Resumiendo, diríamos que el proceso es el resultado de aplicar a las uvas negras la técnica propia de la vinificación “en blanco”; es decir, tratar un vino “de uvas tintas” con la técnica y el método que utilizaríamos para hacer un “blanco”.
      Para lograr el color típico del rosado, lo que se hace no es otra cosa que mantener en el mosto esas pieles-hollejos de la uva no varias semanas, como en los tintos, sino apenas unas horas, pongamos que un día, o algo más incluso, dependiendo del grado de pigmentación que se quiera extraer, antes de que pase, definitivamente separado, a los depósitos de fermentación.
      Así pues, se trata de un vino perfectamente legítimo, tan ortodoxo y noble como lo pueda ser un blanco, o un tinto, en razón de criterios equiparables de calidad de vendimia y de elaboración. Eso sí, estamos ante un vino joven (es decir, sin crianza en madera), para el que caben los mismos criterios de consumo y análisis que pudieran servirnos para enjuiciar un blanco: o sea, debe tomarse fresco, del año, y apreciar en él con preferencia los valores que nos gustan en los blancos: que sea “largo” de nariz, muy aromático, sin calenturas alcohólicas, y que manifieste, sobre todo esto, con clara evidencia, el varietal (el tipo de cepa) del que procede. O, lo que es lo mismo, que se den en él, sin disimulo y con buena armonía, eso que los expertos catadores llaman “aromas primarios”, que no son otros que los propios que aporta la variedad de uva con que ha sido elaborado un vino.
      Digamos, por último, que a la pena de esa ignorante imagen de recelo y descrédito en la que tantos insisten a la hora de afrontar un rosado, se suma la circunstancia cierta de ser nuestro país, entre todos los de Europa –Francia e Italia incluidas- el que más amplio catálogo y variedad de rosados ofrece. Excepción hecha de Galicia –y acaso también de Andalucía- en todas las demás regiones vinícolas españolas se producen, y de un tiempo acá, en la mayoría de los casos, de manera espléndida, magníficos rosados.
      Si quieren rectificar, que aún es tiempo, empiecen por echarse al coleto, ahora por ejemplo, en alguno de estos días de sol, como el que en este instante reverbera en mi pantalla, sol primaveral, radiante, que a tantos se nos antoja esperanzado preludio del verano que ha de venir, algún buen rosado en el que reconocer la albillo de Cigales, o la garnacha navarra, la monastrell alicantina, la bobal de Requena, o la listán de Canarias. Y son muchas, muchísimas más, las variedades autóctonas que integran ese catálogo-raíz de soberbios rosados. Háganme caso. Libérense de complejos, y jueguen a buscarlas, y a disfrutarlas. ¡Que España es el país del rosado! Buen provecho.





...Y de postre: un vino:

Gran Feudo Rosado 2010 - Bod. Chivite - D.O. Navarra

    Henos aquí ante un vino histórico, ya que en su día el Gran Feudo marcó un hito ente los rosados afrutados de nuestro país. Partiendo de una proporción muy mayoritaria de garnacha tinta, su elaboración se fundamenta en el método tradicional de “sangrado”, en el que el mosto se separa por gravedad después de un breve contacto con los hollejos. El resultado es un vino que se nos ofrece a la vista impecablemente vestido de color rojo fresa intenso con ligeros ribetes violáceos. 
      En nariz tampoco defrauda nada: es fragante y muy aromático, con predominio de frutillas silvestres y toques cítricos. Y en boca, rasalta su trago fresco, que llena el paladar, recreándose sobre la lengua y dejándonos un agradable eco fructoso. Buen equilibrio entre acidez y alcohol.
Imprescindible consumirlo moderadamente frío, 10/11º

Precio: por debajo de 4 €

sábado, 21 de mayo de 2011

El "ketchup", salsa diabólica


      Pues, sí, hoy vamos a contarles de los entresijos de una salsa, el famoso “ketchup”, tal vez hoy en día la más universalmente conocida y utilizada, que yo me he permitido tildar de “diabólica”, sabiendo bien que al hacerlo me sitúo en clara contracorriente con la legión de fans que la susodicha salsa tiene en todo el mundo, y también, por supuesto, aquí en España.
     Pero, qué le voy a hacer. A pesar de mi clara minoría, no he logrado nunca hallar el más mínimo aprecio culinario en ese grosero chorretón rojo con el que, según mandan los cánones, debe embadurnarse bien la hamburguesa antes de prenderla y asirla entre las dos partes del pan que la sujeta. Bien es verdad que, en el caso de la hamburguesa comercial al uso, ni el pan es pan, ni la carne lo que quisiéramos, así que, a la postre y en justicia, las más de las veces el chorretón de ketchup no viene a enmascarar al fin nada substancialmente apreciable en sí mismo. O sea que, lo uno por lo otro, la “diabólica” mezcla está servida.
      Pero no hagamos más crítica, y vayamos al apartado de la cuestión que hoy queremos contarles, y que no es otro que la “historia”, bien curiosa, por cierto, de éste, hoy universal, aderezo.   
     Para empezar, hemos de descartar y rechazar, por clara deficiencia de fundamento, la teoría, que en algún sitio hemos leído, que pretende situar el origen primigenio del ketchup nada menos que en la culinaria romana, y en el uso, entonces frecuente y documentado, de una suerte de aderezo consistente en una mezcla de vinagre, aceite, pimienta y una pasta de anchoas. Nada que ver. El rastreo de los orígenes del ketchup no nos lleva a Roma sino a China, y a los ingleses como principales culpables de su importación y difusión.
      El infausto hallazgo nos sitúa en los tiempos de las grandes navegaciones, en aquellos de la famosa “carrera del té”, cuando los hijos de la Gran Bretaña enseñoreaban los siete mares con dominio de familiar parcela. Tiempos en los que la utilización de salsas o conservantes alimentarios capaces de mantener digeribles los alimentos durante meses alcanzaba un valor estratégico equiparable a la más codiciada aleación para la fundición de cañones.
      Pues bien, la localización e importación del invento chino, que los orientales utilizaban a modo de puré para el condimento, entre otras cosas, del pollo, bajo el nombre de “ke-tsiap”, acaeció en algún año del arranque del siglo XVIII. Aquella salsa china, tremendamente especiada, hizo fortuna pronto entre la marinería, agradecida, de una parte, de que el rotundo dominio de los fortísimos aromas enmascarara tan bien los muy probablemente nauseabundos de la ingesta base diaria; y de otra, no menor, se agradecía y celebraba que el rasposo picante ayudara de tan buen grado al trasiego de ron.
      Con todo, en su versión occidental, la salsa, que entonces se conocía más por “catsup” que por “kepchup”, no adquirió definitivo carácter hasta la incorporación a ella del tomate como ingrediente substancial. Y esto ocurrió mucho más adelante, a finales del XVIII. Téngase en cuenta que el tomate vino de América, descubierto por los españoles, y que por mucho tiempo la planta fue tenida por curiosidad botánica, propia de jardín, y que no fue hasta bien mediado el XVIII cuando, a raíz de una hambruna napolitana, empezaron a comerse sus colorados y jugosos frutos. Luego, el refrendo gastronómico le vino al tomate por la Corte francesa, adonde habría sido llevado “il pomodoro” por Catalina de Medicis.
      Con la incorporación del tomate, la salsa ketchup dio un paso cualitativo importante. Como otro no menor y determinante fue, hito decisivo de ennoblecimiento, según se cuenta, el hecho de que el tercero de los presidentes estadounidenses, Thomas Jefferson, en su etapa anterior como embajador en Francia, diera en engancharse en un gusto febril por las patatas fritas “a la francesa”, es decir, en aceite y cortadas en finas láminas, aderezadas con salsa de tomate. A su vuelta a los Estados Unidos, y ejerciendo ya la más alta magistratura del país, en su residencia de Monticello (todavía no existía la Casa Blanca) empezaron a menudear las patatas y otros productos, ya no en compañía de la inocente salsa de tomate, sino de la mucho más contundente y exótica salsa ketchup, que vino así a desembarcar y a generalizarse como una de las señas más propias de la gastronomía estadounidense.
Thomas Jefferson
      En 1876 ya hay constancia documental de su comercialización en botellas. Y de ahí a la hamburguesa, y al perrito caliente, y a las patatas fritas en recipiente de cartón para usar y tirar, sólo hay un tránsito, sin duda de brillantísima ejecutoria, de esa nueva ciencia de la persuasión que es el marketing. Y, en fin, "buen provecho" suelo decirles siempre como remate, pero hoy, si les parece, lo dejaremos en un “que ustedes lo digieran bien”.



Hágalo usted mismo

 
      Rendidos, en fin, a la presencia y uso universal del ketchup, dada la ignota composición en la mayoría de los tarros que lo comercializan, y ya no digamos en los que se ofrecen al servicio en la mayoría de las hamburgueserías, tal vez sea consolador beneficio, al menos para su consumo en casa, conocer y practicar su fábrica. Esta que les ofrecemos, por si al ensayo se avienen, es su doméstica receta:


Ingredientes: 4 kilos de tomates maduros; 1 cebolla; 50 gr. de azúcar; 2 cucharaditas de clavos enteros; 2 cucharaditas de canela en rama; 1 cucharadita de semilla de apio; 1 taza de vinagre blanco; 20 gr. de sal

Preparación: En una sartén con una gota de aceite rehogue suavemente los clavos, la canela, la semilla de apio y el vinagre. Deje reducir un par de minutos, y reserve la mezcla. Aparte, en una olla, proceda a cocer durante unos quince minutos y a fuego medio los tomates y la cebolla, bien troceados, junto con la pimienta. Pase luego todo por la turmix y cuele en el chino. A la salsa resultante le añadiremos el azúcar y la sal, para volver a hervir a fuego lento durante unas dos horas. Finalmente, agregamos la salsa de la sartén, y dejamos hervir todo otros 30 minutos. De nuevo pasamos por el chino, y listo.