3. EL EXTRAVÍO DEL BOTÍN BUTRÓN
La cárcel es universidad para quien ansía atajar por la calle de enmedio. Los ejemplos allí son tan próximos, tan reales e influyentes, que resulta muy difícil, por no decir imposible, substraerse a su fascinante atención. Aunque se fuercen los modos, las distancias resultan tan obligadamente cortas que acaban por imponerse en lo sustancial, por más que cada cual, en los casos primerizos, pretenda mantener a su modo y durante un tiempo la apariencia de una singularidad propia, excepcional y como al margen de tan indeseable marabunta.
La estancia de Matías en prisión, aunque formalmente lo fuera, no resultó para él “primeriza” en su experiencia, comportamiento y recursos. Diríase que hasta le rejuveneció, en la memoria rediviva de los años rusos. El régimen carcelario de aquí resultaba casi palaciego al lado de las acritudes límite que él había tenido que soportar durante tantos años en los Urales. Matías contaba así, ciertamente, con infinitas ventajas en orden a una pronta y fácil adaptación. Sin embargo, la mezcla del terror insuperable que en su ánimo había dejado aquella experiencia, y la angustia de revivirla ahora, aunque fuera así, en un blando remedo, junto con la impronta de altivez heredada, tan consustancial a su carácter, entramparon de inusitada dureza los nueve meses de su encierro.
De un modo premeditado, desde el primer día dio Matías en repartir miradas y gestos de criminal furibundia, llegando, en ocasiones escogidas de gran concurrencia, a materializar en ajustados prontos violentos una suerte de mensaje de loco intratable e indomable que muy pronto surtió el efecto deseado de aislarle de cualquier trato con los demás reclusos.
Tenía Matías en esta época 48 años y mantenía una forma física envidiable. En ningún caso consintió en dejarse vencer por la rutinaria indolencia presidiaria, antes bien, gustaba de exhibirse en la celda y en los patios en plenitud de arrogancia, siempre impolutamente aseado, vestido al límite del dandismo que permite el reglamento, permanentemente engominado de refulgentes brillos y con la línea de su singular perilla tan milimétricamente perfilada como el trazo fino de un pintor de Corte.
En sus largas horas de reflexión, paseando arriba y abajo los patios, Matías alcanzó al fin a ver con clara lucidez el negro panorama que debería afrontar a la salida. La ruina era, por segura, ineludible. Y esa idea de un futuro de pobreza, que él asimilaba como indignidad, junto con el pronóstico que para él se hacía de no ser capaz de verse en ningún oficio o empleo imaginable, dieron en torturarle hasta la ofuscación. Fue en ese caldo de cultivo, de angustiosa fertilidad, donde comenzó a germinar en su cabeza la idea de apostar y llevar a la práctica una salida que, a fuer de sinceros, ya tenía ensayada teóricamente desde algún tiempo atrás: un golpe, un golpe perfecto para él, en el vecino almacén de joyería, ‘Joyre, S.A.”, que el destino, acaso con ese fin de aliviarle en una urgencia imperiosa, había situado pared con pared con su ruinosa fábrica de corbatas.
Requisito obligado para garantizar el éxito era una buena planificación, reposada y cuidada en todos sus detalles y plazos, hecha con tiempo. Pero para eso estaba él allí, rodeado de eméritos de contrastada formación, en el lugar ideal, para reflexionar en el tiempo y con todo el tiempo del mundo. La empresa, además, exigía un cómplice fiel y profesional, un cualificado experto en reventar no sólo paredes sino cajas fuertes; y no sólo una, sino varias. Sólo había que buscar, elegir y atinar. Por último, había que fabricar un culpable. Sabía Matías que, por natural perspicacia, la policía y más con este antecedente carcelario de ahora no dudaría en fijarse en él como principal sospechoso ... salvo que un reparto de pruebas, bien amañadas y dispuestas de manera eficaz, señalaran con evidencia, incluso al investigador más pedestre, directamente hacia otra persona. En menos de un segundo, en el breve rictus de un flash de sonrisa iluminada, halló Matías el nombre del victimario mochuelo adjudicatario del marrón: “Richard”, querido Cajete, ¡te ha tocado!..., pensó para sí, resolviendo la cuestión.
La localización del cómplice ejecutor ideal fue más fácil para Matías que convencerle luego de llevar a cabo el trabajo. Se llamaba Abel Zabaleta Rekarte, más conocido en el oficio como “Bermeo”, un profesional de mucho respeto y acreditada cualificación, casi tan hosco y ceñudo en su vida carcelaria como el propio Matías, e igual que él especializado en ahuyentar de raíz la más mínima confianza. Matías empleó más de un mes en observarle en la distancia y en conocer de él todos los detalles posibles, guardándose mucho de levantar sospechas al respecto de su curiosidad. Así supo que era viudo, sin familia conocida, que había aprendido los rudimentos de su mágica ciencia como aprendiz, primero, y destacado oficial después, en una de las fábricas más importantes de cajas de caudales de Vizcaya. Que por cuenta de aquella empresa, y por una sensibilidad digital nata fuera de lo común, dio en recibir encargos de abrir sin violencia ésta o aquella caja, de aquí o de allá, de la propia u otra marca, igual le era, que un mal uso o un descuido habían estropeado o bloqueado en cualquier lugar del país. Que al tiempo de crecer su fama en el sector, la virtud hecha pecado, dio en medrar también el recelo en sus patronos, y en sentirse éstos humillados y acomplejados por la prodigiosa facilidad con que Abel manipulaba sus cofres, cual si fueran cajones de mesilla de noche. Y que se vio así en la calle por ello, y que desde entonces sólo ansiaba vengarse; habiéndolo logrado con éxito en múltiples ocasiones. Eso decía su fama. Tal era su leyenda.
Matías iba procesando los datos y advirtiendo al paso que, aún aplicándoles la reducción de fantasía que siempre, inevitablemente, acompaña al mito, con que la mitad del historial de ‘’Bermeo” fuera cierto, aquel era su hombre sin el menor género de dudas. Y acabó al fin de decidirse cuando resolvió la última, nada baladí, por cierto: si realmente era tan bueno, tan extraordinariamente eficaz cómo se contaba, ¿qué hacía allí? ¿cómo es que había ido a dar con sus huesos en la cárcel?. Por traición, le dijeron. “Bermeo”, según le explicaron, había “trabajado” los últimos tiempos con un socio; un ayudante más que socio, que le dejó vendido y tirado en Barcelona y ahuecó con el botín rapiñado por ambos en los tres últimos golpes. De eso hacía dos años largos, los que “Bermeo” venía penando con aquella rabia contenida que le hacía intratable.
La estrategia de aproximación de Matías, cauta y prudente en grado sumo, fue poco a poco dando sus frutos, hasta acabar trabándose entre él y “Bermeo” una relación de mutua simpatía cada vez más sincera. Las historias de Matías, que tan bien sabía contar, enganchaban sobremanera al vasco, quien, en justa reciprocidad, fue también liberando relatos cada vez más íntimos de sus propias vivencias. Hasta que, de uno de ellos, surgió la mejor carambola imaginable.
Matías no cabía en sí de alegría, y no pudo dejar de pensar que aquella extraordinaria coincidencia era la mejor prueba del destino favorable que los hados habían previsto para a su empresa: ¡”Gardel”!¡Era “Gardel” el bicho que había engañado a “Bermeo”!...Sin duda alguna: ¡el cabrón de “Gardel”!
De estar en la calle y en otro ambiente, querido por alguien e imbricado familiarmente, es bien seguro que “Bermeo” llevaría ya muchos meses recibiendo algún tipo de tratamiento psicológico intensivo. Con prístina evidencia se hacía ver en él una suerte de patología aguda, reiterada y omnipresente, motivada por el odio cerval y obsesivo que sentía hacia aquel personaje que le había traicionado. A tal punto llegaba la rabia del aborrecimiento, que evitaba hasta el dolor de nombrarle, sustituyendo siempre su referencia por un rebosante catálogo de las más salvajes imprecaciones.
Matías no había reparado en los detalles que “Bermeo” venía soltando al vuelo y con tanta frecuencia acerca de la fisonomía de aquel sujeto, entendiéndolo, por pasado, totalmente ajeno al interés de la estrategia de complicidad que pretendía. Sin embargo, un domingo, en el paseo de la tarde, la quejosa letanía del vasco provocó en él un luminoso destello de clarividencia; una sacudida de violenta emoción que a duras penas Matías fue capaz de controlar, al escuchar de la boca de su colega la pieza decisiva que en un instante venía a ordenar el rompecabezas, y a resolver la principal pega de todo el plan.
-- ...Aquel hijo de su puta madre... ¡Mierda de suerte, Matías, ¡cómo me engañó!. Si es que tenía que haberlo visto; haberme dado cuenta antes, ¡mariconazo! ¡Si era un fullero!. Sí, un tramposo profesional, créame...,¡siempre canturreando tangos, y con todas las cartas marcadas!...
-- ¿Qué?...¿Qué?... Per...perdóname, “Bermeo”, estaba en otra cosa...¿Qué dices que cantaba aquel socio tuyo?...
-- ...Tangos. El cabrón se pasaba el día cantando tangos, ya lo creo que sí. Barajaba, cantaba un tango por lo bajinis, a lo zorro... Repartía las cartas, y seguía cantando... Y te apuñalaba la cabeza, y seguía y seguía con la mierda del tango ...Sólo vivo, se lo juro, Matías, para buscarlo y echármelo a la cara algún día, que ha de llegar, ¡por éstas!, y poderle meter la “cumparsita” entre las tripas... Es mi sueño, vea usted, no tengo otro. Lo que me mantiene vivo ¡Y le juro que lo voy a cumplir!.
-- Ya. Lo comprendo... Pero, claro, ¡quién sabe dónde estará ahora!...¿No tienes ni idea, no?
-- No. No señor ... Y eso es lo que me vuelve loco...
Con un esfuerzo admirable de contención, en calculadas dosis de infinita sutileza, Matías fue completando en los días siguientes los datos que confirmaban la identidad intuida de aquel personaje tan odiado por “Bermeo”. Parecía increíble: pequeño, regordete, de unos cincuenta años, catalán de acento inconfundible, Carlos de nombre, ...jugador profesional de “tresillo”, fullero y aficionado a los tangos... ¡Increíble! ¡Sencillamente increíble!... ¡Si se habría dejado Matías “manos”, y pelas y noches enteras frente a él! ¡Cómo iba a olvidar el acogotamiento de tantas horas aciagas bajo aquella cínica sonrisa que recogía parsimoniosamente el dinero del tapete mientras te restregaba a media voz con “madreselvas en flor”! ... Por supuesto que le conocía y le ubicaba bien: en Madrid, en la calle Peñafiel íntimo de “Richard”, que se lo había presentado. Conocido y reconocido, claro está, ya lo creo, por su afición canora, como “Gardel”.
La jugada, maestra por demás, ofrecía una nueva carambola al plan de Matías: si “Richard” había de ser el culpable, el adjudicatario del marrón, más y mejor habría de parecerlo si, con las pruebas y rastros que conviniera “sembrar”, se hacía ver que había actuado en complicidad con un sujeto experto en ese tipo de golpes y sin duda ya fichado por la policía por las denuncias sumariales de “Bermeo”. Sin embargo, por otra parte, pensó Matías de inmediato, aquella luz favorable dibujaba también una sombra inquietante: ¿Y si esta maquinación resultara premonitoria? ¿No estarían “Richard” y “Gardel” pensando o preparando ya ese mismo golpe?... No quedaba más remedio que cruzar los dedos, suponer que no, y darse toda la prisa del mundo en prepararlo todo para poder acometerlo cuanto antes, inmediatamente después de su puesta en libertad. Matías cumplía en Navidad, y “Bermeo”, según sus cuentas, entre febrero y marzo, como muy tarde. En todo caso, la principal pega que hasta aquel momento había impedido a Matías participar su plan a “Bermeo” parecía haberse despejado al fin.
En todo el tiempo de su calculada aproximación al vasco, a cada paso de avance en la auscultación, siempre sobrevenía en el ánimo de Matías, inevitable e irresoluble, un impedimento crucial: “Bermeo” era el cómplice ideal, cierto; el único capaz de llevar a cabo la empresa con éxito, seguro; y parecía serio y razonablemente fiable, sí; sin embargo, de llevar a cabo el plan como había proyectado, y no podía ser de otro modo, ¿qué garantía podía tener de que “Bermeo” cumpliría con su parte?. Esa cuestión le había quemado muchas horas de insomnio en la celda y de ausencia en el patio, sin lograr despejar una solución adecuada.
Según lo previsto por Matías, el golpe debería dejarle a él al margen, si no de sospecha, que la daba por inevitable, sí de cualquier posibilidad de implicación directa. No podía, además, por muy suculento que fuera el botín, poner en cuestión su propia virtualidad futura ni condenarse a ser un huido de la ley, entre otras razones porque tenía un patrimonio que negociar y una posición que ambicionaba para él, respetable, en los años venideros. Tenía planificada una coartada perfecta: cuando ocurrieran los hechos, él estaría fuera, muy lejos desde varios días atrás, rodeado de testigos que pudieran dar fe de ello. El marrón sería para “Richard” y “Gardel”, eso resultaría fácil... Pero si, consecuentemente, “Bermeo” tendría que realizar el trabajo solo, y huir después también solo con el botín, ¿cómo podía apalancarlo para que cumpliera luego con su parte en el reparto?. “Bermeo”, un ser solitario como él, sin familia ni ataduras, se ofrecía inmune a cualquier chantaje... hasta que el azar quiso disponer a su mano el único flanco de dominio que podía sujetarle: “Gardel” era la clave. Si el odio visceral que profesaba a aquel hombre era tan profundo, vital y patológico como parecía, sin duda daría un brazo, o, mejor aún, medio botín, por el dato esencial de su localización.
Sin bajar la guardia en la dosificación de la prudencia, aunque sí acelerando ya los pasos de un modo plenamente decidido, Matías, tras calibrar hasta un punto de razonable satisfacción la intensidad del odio de su futuro cómplice, descubrió sus cartas, por delante y a las bravas. “Bermeo” sudaba indignación al oírle; las venas de las sienes y el entrecejo dieron en dilatársele, a punto de reventar; sus ojos se inyectaron en sangre y los brazos rompieron la crispación con un temblor convulso que estalló al fin, liberándose, en un amago de estrangulamiento en el cuello de Matías, que no llegó a completarse por bien poco, gracias a la pronta intervención de los otros internos que paseaban cerca.
De la pelea, de la que ninguno quiso reconocerse por inductor ni víctima, derivaron doce días de incomunicación para ambos. Matías pasó los suyos inmerso en una angustiosa desazón, comido por la duda de saber si su brusquedad al plantear la cuestión habría tal vez dado al traste con el meticuloso cálculo que había hecho de la respuesta previsible de “Bermeo”. Creía conocerle bien. De hecho, presumía para sí de haberle calado con total amplitud en todos los matices, por otro lado no demasiado complejos, de su carácter y personalidad.
Un hombre, “Bermeo”, de natural apocado, imbuido de una timidez rústica que le hacía genéticamente incapaz para un mínimo desarrollo de conveniencias y protocolos. Realmente, según el diagnóstico de Matías, se trataba de un ser desvalido, propicio a la docilidad y al acatamiento, al que el azar innato de una destreza insólita y extraordinaria había situado en el disparadero incómodo de tener que autoconducirse. Según este esquema, de cuya consistencia Matías se veía ahora tentado a dudar obligado por la incertidumbre de su encierro, “Bermeo” se sentiría más naturalmente conforme en el ejercicio de la fidelidad que en el del liderazgo, aunque, dadas las circunstancias, fuera conveniente, en todo caso, que lo uno se solapase, enmascarado con habilidad, con lo otro.
El reencuentro inevitable tras la sanción reprodujo en el patio carcelario la misma escena de amagos, retos y querencias que hubieran protagonizado en un corral dos gallos de cresta colorada. Matías recelaba, en realidad, más de un nuevo paso en falso que de falta de coraje para volver a intentarlo. Su principal problema era la prisa, la urgencia que le acuciaba, y la certeza que tenía de la idoneidad de aquel loco venado para materializar su plan.
De no ser por eso, descansaba en lo demás, ya que recordaba que la violenta reacción de “Bermeo” al saber de su conocimiento de la localización actual de “Gardel”, no había dado lugar a poco más que un esbozo, sin detalles ni circunstancias, del atraco que se traía entre manos. El dato de que el vasco no hubiera soltado prenda a los funcionarios a la hora de explicar la motivación de la pelea dejaba para él abierta al menos una brizna de esperanza. No cabía más apuesta que aguardar el prudente plazo de unos días, antes de considerar la incierta posibilidad de buscar otra opción.
El cómico duelo cruzado, de recelos y mutuas miradas sorprendidas entre ambos, concluyó al cabo de quinto día, cuando “Bermeo” se decidió al fin a interrumpir el paseo marcial de Matías arriba y abajo del patio.
-- Matías, por favor, quiero hablar con usted un momento. ¿Puedo?
-- Por supuesto que sí. Te escucho, “Bermeo”, dime...
-- Bueno. Se trata de... En fin, que quería decirle que lo que pasó...
-- Lo que pasó es que estás loco, “Bermeo”. Loco y obnubilado ... No entendiste nada. Es decir, no me entendiste nada...
-- Ya. Lo sé... Déjeme, por favor, que le explique ... Por favor, déjeme... Por eso quiero hablarle. Lo he pensado mucho, y he comprendido su razón. Ahora lo comprendo, de verdad... Seguramente yo en su lugar haría lo mismo, pero es que el otro día no pude soportar la idea de que durante tanto tiempo usted supiera de ese tipo cabrón, y no me dijera nada... Me sentí engañado una vez más; eso es lo que pasó, y no lo pude soportar. Pero ahora lo comprendo, créame. Le comprendo a usted y comprendo sus razones...
En poco tiempo, Matías y “Bermeo” hallaron al fin el camino de la franca comprensión que a ambos convenía. Se explicaron, se disculparon, e iniciaron los trámites del acuerdo tácito de complicidad para llevar a cabo el delictivo plan de Matías.
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