No son pocas las injusticias y los equívocos que, en esto del comer y del beber, merecen urgente reparación. Una de ellas apunta al soterrado descrédito en el que muchos –incluso presumiendo de “entendidos”- tienen al vino rosado. Y es una pena, porque al no apreciarlo en su justo valor –que es mucho- pierden, o desdeñan, infinitas ocasiones de disfrutar de un gran vino, que sólo lo es, diferente de los grandes, en la peculiaridad de su color.
Probablemente, ese descrédito añejo viene de los tiempos, casi inmemoriales ya, en los que era práctica común en el “chateo” de media España trasegar con unos vinos infames, presuntos o parecidos a los que hoy comentamos y que entonces se conocían más por “claretes” que por “rosados”, cuya clave de elaboración procedía de la mezcla, simple, directa y desvergonzada, de un vino blanco con otro tinto, sin más, en la proporción que al tabernero, o al almacenista, le convenía. Nada que ver –y cuando digo nada, ratifico, nada- con lo que hoy es un vino rosado.
Empecemos por señalar lo más obvio y fundamental: ya no hay mezclas de ningún tipo. El vino rosado de hoy –y desde hace muchísimo tiempo ya- se produce elaborando un vino normal y corriente, como cualquier otro, con uvas tintas (las más de las veces tintas, aunque también puede hacerse con una combinación de uvas blancas y tintas). La clave está en que el mosto que resulta después del prensado (que en unos y otros siempre es blanquecino, porque el color –recordemos- lo da y aporta sólo el hollejo, es decir, la piel de la uva). Pues bien, ese mosto, cuando se destina a la elaboración de un tinto se deja fermentar con los hollejos, para que adquiera color (he ahí una de las claves esenciales de los vinos tintos); en cambio, cuando se elabora un vino blanco, el mosto generalmente fermenta solo, sin esa materia sólida en suspensión.
¿Y qué ocurre con los rosados?¿Cómo se hacen? Pues, muy sencillo: Resumiendo, diríamos que el proceso es el resultado de aplicar a las uvas negras la técnica propia de la vinificación “en blanco”; es decir, tratar un vino “de uvas tintas” con la técnica y el método que utilizaríamos para hacer un “blanco”.
Para lograr el color típico del rosado, lo que se hace no es otra cosa que mantener en el mosto esas pieles-hollejos de la uva no varias semanas, como en los tintos, sino apenas unas horas, pongamos que un día, o algo más incluso, dependiendo del grado de pigmentación que se quiera extraer, antes de que pase, definitivamente separado, a los depósitos de fermentación.
Así pues, se trata de un vino perfectamente legítimo, tan ortodoxo y noble como lo pueda ser un blanco, o un tinto, en razón de criterios equiparables de calidad de vendimia y de elaboración. Eso sí, estamos ante un vino joven (es decir, sin crianza en madera), para el que caben los mismos criterios de consumo y análisis que pudieran servirnos para enjuiciar un blanco: o sea, debe tomarse fresco, del año, y apreciar en él con preferencia los valores que nos gustan en los blancos: que sea “largo” de nariz, muy aromático, sin calenturas alcohólicas, y que manifieste, sobre todo esto, con clara evidencia, el varietal (el tipo de cepa) del que procede. O, lo que es lo mismo, que se den en él, sin disimulo y con buena armonía, eso que los expertos catadores llaman “aromas primarios”, que no son otros que los propios que aporta la variedad de uva con que ha sido elaborado un vino.
Digamos, por último, que a la pena de esa ignorante imagen de recelo y descrédito en la que tantos insisten a la hora de afrontar un rosado, se suma la circunstancia cierta de ser nuestro país, entre todos los de Europa –Francia e Italia incluidas- el que más amplio catálogo y variedad de rosados ofrece. Excepción hecha de Galicia –y acaso también de Andalucía- en todas las demás regiones vinícolas españolas se producen, y de un tiempo acá, en la mayoría de los casos, de manera espléndida, magníficos rosados.
Si quieren rectificar, que aún es tiempo, empiecen por echarse al coleto, ahora por ejemplo, en alguno de estos días de sol, como el que en este instante reverbera en mi pantalla, sol primaveral, radiante, que a tantos se nos antoja esperanzado preludio del verano que ha de venir, algún buen rosado en el que reconocer la albillo de Cigales, o la garnacha navarra, la monastrell alicantina, la bobal de Requena, o la listán de Canarias. Y son muchas, muchísimas más, las variedades autóctonas que integran ese catálogo-raíz de soberbios rosados. Háganme caso. Libérense de complejos, y jueguen a buscarlas, y a disfrutarlas. ¡Que España es el país del rosado! Buen provecho.
...Y de postre: un vino:
Gran Feudo Rosado 2010 - Bod. Chivite - D.O. Navarra
Henos aquí ante un vino histórico, ya que en su día el Gran Feudo marcó un hito ente los rosados afrutados de nuestro país. Partiendo de una proporción muy mayoritaria de garnacha tinta, su elaboración se fundamenta en el método tradicional de “sangrado”, en el que el mosto se separa por gravedad después de un breve contacto con los hollejos. El resultado es un vino que se nos ofrece a la vista impecablemente vestido de color rojo fresa intenso con ligeros ribetes violáceos.
En nariz tampoco defrauda nada: es fragante y muy aromático, con predominio de frutillas silvestres y toques cítricos. Y en boca, rasalta su trago fresco, que llena el paladar, recreándose sobre la lengua y dejándonos un agradable eco fructoso. Buen equilibrio entre acidez y alcohol.
En nariz tampoco defrauda nada: es fragante y muy aromático, con predominio de frutillas silvestres y toques cítricos. Y en boca, rasalta su trago fresco, que llena el paladar, recreándose sobre la lengua y dejándonos un agradable eco fructoso. Buen equilibrio entre acidez y alcohol.
Imprescindible consumirlo moderadamente frío, 10/11º
Precio: por debajo de 4 €
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