sábado, 14 de mayo de 2011

La mostaza


      Hablaremos hoy de un aderezo que, en justa catalogación, resulta ser una salsa, así sea ésta, tal vez, la más densa y espesa de todo el catálogo salsero. Les contaremos, sí, de la mostaza, que aunque en nuestro país no goza de una popularidad generalizada -excepción hecha de su imprescindible arrimo a salchichas y hamburguesas made in burger-, sí cuenta, como ingrediente común a concurso, en buena parte de la culinaria centroeuropea, a más de la francesa y británica, donde su empleo es igualmente común y frecuente en multitud de platos.
      Su paternidad es polémica, en particular cuando sobre ello disputan franceses y germanos, sin embargo, de justicia es decir que ni los unos ni los otros la inventaron, porque de la mostaza se sabe y se cuenta desde la Antigüedad más temprana. Recordemos lo que, de la planta de la mostaza, dice ya el Nuevo Testamento, en la famosa parábola en la que Jesucristo plantea la semejanza entre el reino de los cielos y un grano de mostaza: “que toma uno y siembra en el campo; y con ser la más pequeña de todas las semillas, cuando ha crecido es la más grande de todas las hortalizas y llega a hacerse un árbol…”
      Tal es la mostaza, una planta crucífera anual, presente silvestre en todo el arco mediterráneo, de la que, desde la más remota antigüedad se aprovechan sus semillas, las cuales, una vez secas y sometidas a una fina molienda, reparten su utilidad entre la culinaria y la farmacopea, ya que durante siglos los emplastos, sinopias y cataplasmas de mostaza fueron principal recurso terapéutico contra un amplio catálogo de dolencias.
planta de la mostaza
      En lo que hace a la culinaria, fueron tal vez los romanos quienes primero dieron con la fórmula de combinar y mezclar los granos de mostaza con vinagres y vinos especiados. Y así ha llegado a nuestros días. La salsa de mostaza, esencialmente, es eso: esa mezcla de tal combinación; claro que, en un casi infinito universo de gradaciones y variedades.
       El sabor de la semilla, ligeramente amargo, picante y aromático, mezclado con el vinagre, o el vino agraz, luego de fermentado el conjunto, da lugar a una pasta de sabor peculiar y característico.
      Su consumo se generalizó en la Edad Media, cuando los platos de caza reinaban en todos los recetarios; unas carnes que llegaban a la mesa, por lo general y según el gusto de la época, muy apuradas de conservación, cuando no ya francamente corrompidas. En esas condiciones, el fuerte sabor de las especias, o el recurso a la mostaza, se hacía imprescindible para disimular aquel gusto dudoso. Fue por entonces cuando en Alemania, en Francia y en Inglaterra, la mostaza pasó a ser un condimento esencial en la alimentación cotidiana.
Múltiples presentaciones, combinaciones y texturas
      Los ingleses, tradicionalmente gustan de la mostaza seca, en polvo, dejando que cada comensal deslíe luego y haga su propio ungüento. Los franceses, sin embargo, prefieren la pasta ya elaborada, y su referente geográfico, hoy de universal reconocimiento, es la borgoñona ciudad de Dijon, de donde hoy en día sale el cincuenta por ciento de la producción mundial de mostaza. Allí, en Dijon, con el paso de los años y de los siglos (desde el XIII, al menos, hay constancia documental del reconocimiento y concesión de licencia para fabricar mostaza al gremio de vinagreros locales) las variedades diferentes de elaboración superan en la actualidad más del centenar. Y tanto que más, ya que sólo en tipologías de vinagres, los homologados por el Consejo Regulador borgoñón suman más de noventa; a los que hay que añadir, en el juego de combinación de posibilidades, más de una veintena de variedades diferentes de mostaza, si bien las más comunes y básicas sean tres: la mostaza parda, originaria de la India, la mostaza negra, procedente del sur de Europa, y la mostaza blanca, también europea, y americana. Buen provecho.






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