miércoles, 30 de marzo de 2011

Alberoni y los macarrones


      Se cumplen hoy, 30 de marzo, 347 años del nacimiento de un personaje ciertamente curioso y controvertido, al que su probada capacidad de maniobra, intriga e influencia llevó a situar nada menos que al frente de los destinos de España por un periodo de cinco años, los que duró su valimiento como hombre de confianza del rey Felipe V, o más bien, por mejor decirlo, de la reina, su paisana y confidente, Isabel de Farnesio.
Julio Alberoni
      Julio Alberoni, hijo de un modesto jardinero parmesano, inició su fulgurante carrera casi inmediatamente después de haber sido ordenado sacerdote y logrado, ya en Roma, introducirse en los medios de la clase diplomática vaticana. Allí conoció y logró la confianza del mariscal francés Vendôme, quien decidió llevárselo con él a sus campañas por media Europa, y recalando finalmente en España, como jefe del ejército francés que defendía la causa del de Anjou en la Guerra de Sucesión. A su lado, Alberoni aprendió con aplicación los modos y las formas del lenguaje de la alta política, de tal modo que al fallecimiento de su protector, en 1711, no tardó en ser requerido para prestar servicio a las órdenes de su noble natural, el duque de Parma, quien le nombró su agente en Madrid.
Felipe V y familia
      Al instalarse Alberoni, ya purpurado de cardenal, en la corte madrileña, dispone de inmediato el despliegue de su atractivo arsenal de habilidades sociales, entre las que destaca la organización de fiestas, recepciones suntuosas, y almuerzos y convites semiprivados que muy pronto logran situarse como una de las convocatorias más deseadas por los cortesanos del momento, en buena medida merced a la cuidada gastronomía italiana de la que hace gala. Con este ingrediente esencial, que resulta al fin engarce de seducción insoslayable para otro paisano suyo, también de fino paladar, el cardenal Giudice, no tarda en verse introducido en el círculo más directo de la propia reina María Luisa Gabriela de Saboya, y de su íntima colaboradora, la todopoderosa princesa de los Ursinos.
La reina María Luisa
      Según se cuenta y es leyenda, la clave culinaria de la que Alberoni hizo gran baza de seducción era su famosísimo y codiciado “timbal de macarrones”, por el que la reina saboyana perdía el sentido; un plato complejo y suculentísimo, si se logra el “punto” exacto de cocción y de integración de sus numerosos ingredientes. Alberoni, claro está, ponía todo su interés en lograr el milagro de la perfección de este plato, con el que también logró seducir el paladar de aquel rey, maniático y bastante desquiciado, que fue el primer Borbón de la dinastía española.
Isabel de Farnesio
      Ya aupado a esta influencia real, en 1714 la muerte se lleva a la joven reina María Luisa, y ahí es donde el abate parmesano despliega su mejor y más eficaz capacidad de intriga, llegando a convencer a la de Ursinos de la bondad de la candidatura de la hija del duque de Parma, Isabel de Farnesio, a la que Alberoni pinta como joven indolente y sin carácter, beata y fácil de manipular, la cual, sin duda, vendrá a mantenerla en el influyente cargo que la Ursinos ha venido ejerciendo, de Camarera Mayor de la reina. El rey Felipe, guiado por estos consejos y buenas dosis de macarrones, acepta la boda con la parmesana. Pero al llegar ésta a España se produce la gran sorpresa -para todos menos para Alberoni-: la tal Isabel no sólo tiene una gran fortaleza de carácter sino también una acusada ambición. Para recibir a la nueva reina, la Corte se había desplazado a Guadalajara, donde estaba previsto celebrar el ceremonial de la boda. Pero la Ursinos decidió, por su cuenta, adelantarse al encuentro de la comitiva, en la que formaba Alberoni, procedente de Italia, y esperar a la nueva reina en la villa de Jadraque, 50 kilómetros más allá.

Princesa de los Ursinos

      Era la noche del 23 de diciembre, destemplada y fría como pocas. En el encuentro a solas, en el castillo de Jadraque, la de Ursinos habría osado reprochar a la que aún no era reina legítima su tardanza en el viaje, y la inconveniencia de viajar de noche con aquellos tan intensos fríos. La joven Isabel de Farnesio, que sin duda venía advertida en contra, reaccionó con una firmeza inusitada: llamó a la guardia, y ordenó que desde allí mismo se dispusiera un coche con escolta para conducir de inmediato a la de Ursino a la frontera francesa. Cuando al día siguiente la comitiva llegó a Guadalajar, y se celebró la boda real, y el rey supo del episodio del destemplado despacho de la Camarera Mayor, Felipe V no hizo al caso la menor objeción ni comentario. Isabel de Farnesio iniciaba así su reinado sin tapujo ni duda sobre su carácter. Y a su lado, de su mano, Julio Alberoni alcanzaba el cénit de su propia ambición, aupándose al fin como único consejero áulico y todopoderoso rector de la política española por un periodo que se prolongó durante cinco años, desde 1714 hasta 1719, en que al fin, a pesar de la excelencia de sus macarrones legendarios, cayó también en desgracia y hubo de abandonar el país.

      De la receta original del seductor “Timbal” de Alberoni no hemos logrado copia fidedigna. No obstante, podemos ofrecerles la de otro “Timbal” no menos memorable: el que Giussepe Tomasi de Lampedusa, en su imponente novela “El Gatopardo”, hace comparecer como gran estrella en el almuerzo de bienvenida que el príncipe Fabrizio Salina (Burt Lancaster, en la no menos imponente versión cinematográfica que firmara, en 1963, Luchino Visconti) ofrece a sus invitados en su palacio siciliano de Donnafugata.
      Antes de ir a la receta en cuestión, detengámonos un momento, que valdrá la pena, en la sugerente descripción que de este plato hace Lampedusa en su novela:

El aspecto de aquellos pasteles bastaba para suscitar estremecimientos de admiración. El oro bruñido de la costra, la fragancia de azúcar y canela que de ella emanaba sólo eran el preludio de la sensación de delicia que surgía del interior cuando el cuchillo hendía la superficie: primero brotaba un vapor cargado de aromas, luego se divisaban los higadillos de pollo, los huevecillos duros, los trocitos de jamón, de pollo y de trufa mezclados en una masa untuosa, muy caliente, de diminutos macarrones, a los que el extracto de carne añadía un precioso color gamuza.

"TIMBAL DE MACARRONES" de "El Gatopardo"

Ingredientes:

400 ml. de caldo de carne.
1/2 pollo hervido.
100 gr de champiñones.
100 gr de higaditos de pollo.
200 gr de jamón cocido cortado.
100 gr de salchichas.
120 gr de guisantes escaldados cinco minutos.
Mantequilla.
50 gr de macarrones.
Queso parmesano rallado.
3 huevos cocidos, en láminas.
Sal, pimienta y una trufa negra.
Pasta quebrada para el molde (a temperatura ambiente y espolvoreando en ella un poco de canela).

Para la crema pastelera: 3 cucharadas de azúcar. 3 yemas de huevo. 2 cucharadas de harina. Una pizca de sal y canela. Medio litro de leche.


Una versión gráfica del "Timbal" (no es el de la receta que publicamos)

Elaboración:

      Prepara la crema pastelera y la cubres con papel plástico hasta que la uses. Prepara albóndigas, del tamaño de una nuez, con 200 gramos de carne picada del pollo hervido, 100 gramos del jamón cocido, 2 cucharadas de parmesano, un huevo, perejil picado y sal. Fríelas en aceite y apártalas.
      Mezcla el pollo y el jamón restantes con una cucharada de mantequilla, todo cortado en tiras, únele los hígados, las salchichas, los champiñones, las albóndigas, los guisantes y sofríelo, añadiendo más mantequilla si la necesitas. Pon luego en una cacerola con varias cucharadas de caldo de carne y cuécelo 10 minutos hasta que los sabores se mezclen bien. Hierve los macarrones al dente, escúrrelos y condiméntalos con un poco de caldo, mantequilla y parmesano abundante. Déjalos enfriar.
Otra versión del "Timbal"
      Unta con mantequilla un molde de anillo de 30 centímetros de diámetro y cubre el fondo y los bordes con un tercio de la pasta quebrada, en tiras de medio centímetro de espesor más o menos. Que la pasta sobresalga un poco por los bordes para poder cerrar luego con facilidad. Mete dentro la mitad de los macarrones, distribuye encima todos los ingredientes de la olla, espolvorea con parmesano, con la trufa negra laminada finamente y salpimenta. Cubre con el resto de los macarrones dándoles una ligera forma de cúpula. Vierte encima la crema pastelera y hazla penetrar suavemente. Cubre el timbal con un disco hecho con el resto de la pasta quebrada apretando bien los bordes para sellarla. Pinta la superficie con huevo batido y mételo al horno a 180 grados durante 45 minutos aproximadamente. Antes de desmoldarlo, déjalo reposar cinco minutos y sírvelo.

lunes, 28 de marzo de 2011

Vargas Llosa, 75 cumpleaños


      Este lunes celebra Mario Vargas Llosa su 75 cumpleaños. El genial escritor peruano (nacido en Arequipa el 28 de marzo de 1936) alcanza el hito de esa edad (en nuestros días aún joven edad, tanto para la creación como para la lucidez de pensamiento, e incluso para la asunción de un amplísimo catálogo de retos físicos) en la cumbre de su capacidad creadora. El bagaje de esos años vividos, tan intensos en su biografía, han situado a don Mario en los primerísimos puestos del escalafón de su oficio de escritor en lengua española. Ahí no hay controversia, y ahí está, como rúbrica, el reconocimiento universal del merecidísimo Premio Nobel que se le concedió, al fin, el año pasado. A la par de mérito, en lo personal, los años han conducido al magistral fabulador a un puerto de firme amarre y compromiso con el pensamiento liberal, que es, para quien suscribe también, el modelo ideal; la etiqueta más sana y más juiciosa del compromiso político y social que el ciudadano moderno debe adoptar. Precisamente, abundando en esa línea de ejemplar liberalidad, entresacamos ahora, como mejor “cita citable” para el día de hoy, este amplio fragmento, de lucidez extraordinaria, de su magnífico Discurso de recepción del Premio Nobel, en la confianza de que, entre los lectores de este humilde blog, no han de ser pocos quienes, como yo, lo suscriban con pleno entusiasmo.

…Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser escritor conocido…//… En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura…//… La Transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla muy de cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
      Detesto toda forma de nacionalismo, ideología --o, más bien, religión-- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales, y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
      No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver…







domingo, 27 de marzo de 2011

Marañón, dietista y gourmet


      Hace 51 años, un día como hoy, el 27 de marzo de 1960, fallecía, en Madrid, Gregorio Marañón, médico insigne y científico multidisciplinar, investigador histórico, sagaz escritor, y pensador polifacético de alcance y reconocimiento internacional.
      Su formación de endocrino (especialidad en la que fue pionero) le llevó a interesarse desde muy temprano por los modos de alimentación de la sociedad de su tiempo, siendo él mismo, además, en lo personal, un aficionado gourmet de más que notable calidad. Con su prosa directa, supo glosar magistralmente la cocina española, encomiando con particular énfasis la que hoy llamaríamos “cocina casera”, tanto como la divulgación de los fundamentales de lo que luego vendría a conocerse como “dieta mediterránea”.
      No se cansaba nunca de los sabores amigos, que repetía con mucha frecuencia, como el gusto por disfrutar, a media mañana, de una copita de jerez, con su correspondiente tapa de queso, o de jamón. Uno de sus menús típicos domingueros, en su finca toledana de “El Cigarral de los Dolores”, acabó por hacerse legendario: tortilla de patata, perdiz estofada, y arroz con leche. Y fruta, mucha fruta.
      Gastrónomo impenitente, empeñó sus días y sus afanes en conseguir el entonces difícil arte de maridar la dietética con el placer de la mesa; destacando los valores de la cocina de mercado, la importancia de las estaciones, los alimentos sanos y los sencillos guisos de cocinera.
      Se declaraba devoto del gazpacho, al que consideraba «sapientísima combinación empírica de todos los simples fundamentales para una buena nutrición que muchos siglos después nos revelaría la ciencia de las vitaminas».
      Del jamón opinaba: «bastarían los jamones de España para hacer insigne su cocina. No he conocido a nadie a quien no entusiasmen, ni a nadie a quien no hagan bien, ni hay una sola enfermedad en la que el médico, si no está aficionado de pedantería, puede prohibir el jamón con fundamento».
      El aceite de oliva era, para el eminente doctor “alimento ideal, uno de los dones más excelsos derramados por Dios sobre la Tierra”.
      Consideraba el limón como “bálsamo de los nervios irritados y atenuante de los humores espesados por la enfermedad”.
      De la naranja, a la que no dudaba en tildar como “fruto semidivino”, afirmaba que es “auténtico oro para la salud”… “una naranja que se come -decía- va dejando limpios, renovados, frescos, los órganos por donde pasa”.
      Enemigo, como es natural, de las bebidas de alta graduación alcohólica, consideraba que «el vino es bueno mientras lo bebemos bajo el dominio de nuestra voluntad, mientras el bebedor deja de beber cuando quiere». Incluso llega a precisar que «el vino de Rueda es de eficacia singular en las convalecencias». «¡Cuántas horas de optimismo —decía— debemos todos a una copa de vino bebida a su tiempo! ¡Cuántas resoluciones que no nos atreveríamos a tomar, cuántas horas de amorosa confidencia, cuántas inmortales creaciones de arte! A mí me duele que sean los médicos los que regateen estos privilegios del vino, porque nosotros los médicos sabemos mejor que nadie que no es justo regatearlos.»
      Sería inacabable seguir citando párrafos de lo mucho que escribió Marañón sobre alimentación, dietética y gastronomía. Gran defensor de la cocina española y sus distintas expresiones, ese gran hombre y gran español que fue don Gregorio Marañón definía así, magistralmente, nuestra cocina: «La cocina española necesita buscar las cosas y prepararlas lentamente. Un buen plato español no sale bien como dos y dos son cuatro, sino que en su excelencia pone siempre su último condimento al azar: lo que en lenguaje cocineril se llama el punto. En esto, en el punto, está, a la vez, su peligro y su gloria, y es achaque común a toda la vida nacional.»








viernes, 25 de marzo de 2011

Alubias, habas, fabes y fabas


      Vamos a participarles hoy algunas consideraciones de interés en torno a una de las legumbres más populares: la alubia.
      Alubia decimos, enunciando el nombre que le es más común, pero al nombrarla aludimos también a las fabas gallegas, a las fabes asturianas, las pochas vasconavarras, y, en fin, las blancas, negras, rojas, moradas, pintas, que de todos los tamaños y de todos los colores son las mantecosas y nutritivas alubias.
      No les digo más que que suman, tan sólo en España, 22 variedades distintas, y todas ellas, obviamente, se integran en nuestra dieta desde, como mucho, cinco siglos atrás, ya que la alubia, como el maíz, los pimientos, los tomates, las patatas, y un montón de productos vegetales más no se conocían en Europa antes del Descubrimiento de América. Significa ello también que antes de ese aporte esencial, los pucheros hispanos, en lo que hace a las socorridas legumbres, disponían tan sólo y principalmente de tres posibilidades, de muy antiguo conocimiento y aprecio las tres: lentejas, garbanzos y habas. Éstas, las habas, tan ricas ellas cuanto más tiernas y frescas, que, por cierto ahora, en este tiempo de arranque primaveral, están en su mejor sazón, solían consumirse entonces “secas”, haciendo que así su provisión durara todo el año; pero cuando llegó la alubia americana se vio que también “secaba” estupendamente, y además, al tiempo comprobaron otra cosa: que así, “seca” por “seca”, daba mejor rendimiento la alubia que el haba. El cambio no tardó en producirse, y las habas “secas” cedieron rápidamente su puesto a las novedosas alubias.
      En la mayor parte de las regiones, el nuevo nombre de “alubia” prosperó y se hizo un hueco propio, menos en Asturias y en Galicia, donde, por mor del práctico abandono del cultivo del haba, que vino a propiciar aquella novedosa llegada de la alubia, optaron por seguir nombrando al exótico producto con la vieja denominación de raíz latina: “fabe”, en Asturias, y “faba”, en Galicia. Allí en Galicia, además, sí se dio una ligera diferenciación: la alubia pasó a ser “faba”, y la vieja haba-faba pasó a ser “fabola”.
      Pero, en fin, denominaciones al margen, y aclarada la cuestión semántica, lo que también queremos hoy contarles es la razón y el por qué del pequeño secreto que encierra la cocción de las legumbres. Como saben, y siempre se ha dicho, éstas, las legumbres en general, y las alubias muy en particular, deben cocerse siempre, dicen las abuelas, “a fuego lento”. Los asturianos, maestros en ese arte, llegan a más y recomiendan que a las fabes conviene “asustarlas”, dicen ellos, varias veces durante el tiempo de su cocción. El tal “susto”, para aclararnos, no consiste en otra cosa que en añadirles agua fría varias veces durante esa cocción, a fin de que ésta se corte, y se interrumpa la ebullición, y engorde así el caldo. Este modo, sabio y empírico de cocinar las legumbres, para lograr con ellas un caldo como debe ser, denso, jugoso e integrado, y que no se quede la cosa en un desvaído líquido aguachirri con alubias flotando, pues tiene su razón técnica que lo justifica. Grosso modo, se lo explicaré así: las alubias son ricas en un tipo de proteínas que, por la acción del agua y el calor, generan un fermento. Un fermento llamado “pectasa”, que tiene la cualidad de espesar los caldos. Pero ocurre que esa “pectasa” se genera en torno a los 60º, y se destruye a partir de los 90º. Así pues, si queremos que nuestras legumbres generen mucha “pectasa”, es decir, que den lugar a un caldo substancioso, nada mejor que calentarlas lentamente; e, incluso, para prolongar ese efecto, antes de alcanzar la ebullición recuerden ese truco de sabiduría asturiana: denles un buen “susto”, y castíguenlas con un poco de agua fría, para prolongar así la acción del fermento, y favorecer la formación del gustoso caldo. Buen provecho.

Y de postre, una receta:


Guiso de habas (Rte. Príncipe de Viana - Madrid)
Ingredientes (para 4 personas): 2 kg. de habas frescas pequeñas; 40 gr. de jamón serrano en picadillo; 1 dl. de aceite de oliva; 2 dl. de consomé; una cucharada de harina; medio decilitro de vino blanco; sal.

Preparación: Desgranar las habas y pelarlas. Cocerlas en olla exprés con agua y sal durante 8 minutos. En una cacerola, se hace una salsa blanca con aceite caliente; añadir las habas y rehogar durante un minuto. Verter la salsa blanca, dejando durante un minuto más. Rectificar de sal, y servir bien caliente.

...Y un vino:


Muga Crianza - Bod. MUGA (D.O.C. Rioja)
No es clave menor de una bodega con tradición larga como ésta, fundada en Haro en 1936 (menudo año para ponerse a emprender algo en España), responder a su clientela fiel, de varias generaciones, con un catálogo de seria solvencia. Este Muga Crianza se ha hecho ya un clásico, siempre honesto, o, lo que es lo mismo, siempre en la línea de lo que de él se espera: un gran vino, de trago fácil y agradecido, y una armónica relación calidad-precio que en él ya es santo y seña.
      Las notas de su identidad empiezan por el coupage singular que le fundamenta: 70% de tempranillo, 20% de garnacha, y un 10%  repartido de mazuelo y graciano. Como resultado, un atractivo color rojo cereza, con ligeros tonos teja que le dan los 6 meses pasados en barrica de roble americano, luego de haber estado dos años antes en depósitos también de roble, americano y francés, que es ésta nota distintiva de la bodega.

jueves, 24 de marzo de 2011

Un Somontano, entre los mejores chardonnay del mundo


      Por segundo año consecutivo el soberbio ENATE CHARDONNAY 234 se ha alzado con la Medalla de Oro en el Concurso anual Chardonnay du Monde, que viene de celebrarse, días pasados, en el Château des Ravatys, en la Borgoña francesa. El concurso, que este año cumplió su décimo octava edición, está reconocido internacionalmente como el más importante dedicado en exclusiva a juzgar los caldos elaborados con este noble varietal blanco. El mérito cosechado por nuestro Somontano es mayor, si cabe, al considerar los datos del concurso, al que han concurrido cerca de mil muestras procedentes de 38 países. En total, se han concedido 35 medallas de oro, y el ENATE CHARDONNAY 234 ha resultado ser el único vino español en obtener ese codiciado galardón.
      La uva blanca chardonnay es, además de una de las más prestigiosas, sin duda la más extendida en el planeta. No hay área vinícola del mundo a la que no haya sido trasplantada. Así, además de su solar raíz borgoñón, la chardonnay está en la base de los mejores blancos californianos y australianos; mejicanos, chilenos y argentinos compiten con ella en el mercado mundial; y aquí en Europa, además de Francia, su solar matriz, cuenta con una larga y tradicional implantación en toda Italia, desde el Piamonte a Sicilia. Se trata, pues, de una uva versátil y muy agradecida, capaz de dar importantes vinos allá donde arraiga. Entre nosotros, aquí en España, su presencia se hace cada vez mayor y más cualificada. Somontano, Alella y Penedés fueron pioneros en su masiva implantación, pero ya cabe encontrarla en gran parte de las demás zonas, excepción hecha de Galicia, que cuenta con sus tradicionales variedades nobles de inigualable potencialidad, cual la albariño y la treixadura.
      En lo que hace a la potencialidad de la chardonnay da buena cuenta este blanco premiado que hoy comentamos: un vino seco y equilibrado, suave y armonioso, pleno de aromas, que van desde la piel de melocotón hasta la almendra tostada, desde el albaricoque hasta la uva recién cortada, que llena el paladar y perfuma la boca. Y, a más a más, un vino con una notable capacidad de envejecer, incluso hasta diez año.



martes, 22 de marzo de 2011

La Gran Evasión


      Uno de los argumentos más recurrentes y preferidos del cine es la recreación de sucesos históricos. Como bien sabemos, las versiones cinematográficas adolecen las más de las veces de rigor histórico, y suelen acentuar el sesgo que conviene más a los intereses, digamos que patrióticos, de la nacionalidad productora del film en cuestión. Así ocurre también en “La Gran Evasión”, producción estadounidense estrenada en 1963, dirigida por John Sturges y protagonizada, entre otros, por Steve McQueen, James Garner y Richard Attenborough. No obstante, en este caso, y en lo que hace a la mitificación interesada de la realidad histórica, los hechos que se cuentan no se alejan demasiado de la realidad cierta. Y es que esa “gran evasión” existió, y más o menos se planificó y desarrolló como en la película se cuenta. Fue, desde luego, la fuga colectiva de un campo de concentración militar más importante de toda la Segunda Guerra Mundial, y ocurrió hace ahora exactamente 67 años: el 23 de marzo de 1944
Grupo de prisioneros reales
 de "Stalag Luft III"

      Salvedad previa e importante es dejar establecidas las abismales diferencias, tanto en trato como en condiciones de vida, que se daban entre los campos de concentración de militares, como éste de Silesia que hoy ha de ocuparnos, el llamado “Stalag Luft III”, y los terribles y espeluznantes orientados al exterminio directo de sus internos civiles –judíos en buena medida- previa explotación in extremis de su capacidad y fuerza de trabajo en condiciones de esclavitud. Los campos del oeste, y más los militares, como el que nos ocupa, eran otra cosa: el escaparate que los nazis ofrecían a las inspecciones periódicas de la Cruz Roja; y el trato en ellos procuraba ajustarse más o menos a las condiciones de dignidad suscritas en la Convención de Ginebra. Así ocurría en los campos de concentración militares, entre otras razones de fácil comprensión, porque los alemanes esperaban y exigían un trato recíproco a sus prisioneros internados en los campos aliados.
      Esa Convención de Ginebra contemplaba, entre otras cosas, el derecho –y el deber- de los militares prisioneros a fugarse para volver a prestar sus servicios en sus países respectivos. Y así, las técnicas de fuga, que ya habían sido ampliamente desarrolladas durante la Primera Guerra Mundial, llegaron, en la Segunda a producir verdaderas obras de arte. Lo cual se explica por el trabajo en equipo de hombres disciplinados, que seguían ajustándose a la jerarquía militar del grado y del mando correspondiente a cada cual aún en su condición de prisioneros. En todos los campos, de uno y otro bando, existía un “comité de fugas”, que debía valorar y sancionar todos los planes que se suscitaran; estableciendo a continuación, si la sanción resultaba favorable, toda la colaboración y la intendencia necesaria para su buen fin.
      Otro hecho cierto en esta perfección en el difícil arte de la fuga es que tuvo mayor desarrollo y fue obra principalmente de los prisioneros aliados internados en los campos alemanes. Y fue, en cambio, muy poco destacada entre los alemanes cautivos de los aliados. Y ello también tiene una explicación lógica y razonable, ya que los campos para alemanes estaban situados en Inglaterra, una isla; y más tarde en Canadá, en otro continente. Y es que no basta con lograr salir de una prisión; hay que tener una esperanza, por remota que sea, de llegar a la patria o a un país neutral amigo. Este era el factor que les faltaba a los alemanes que caían prisioneros. Por el contrario, para los prisioneros aliados, la situación, aunque siempre peliaguda, no era tan difícil. Salir de Alemania y alcanzar la codiciada meta de Suiza, la ideal, se concebía como posible; o, en su defecto, llegar a Bélgica, Holanda, o Francia, donde cabía la esperanza de contactar con la Resistencia. Además, moverse por el interior de Alemania como extranjero no resultaba excesivamente problemático, dadas las decenas de miles de extranjeros que, voluntaria o forzadamente, trabajaban allí en la industria militar.
rodaje de la película
      En lo que hace a los campos alemanes, las medidas preventivas de seguridad y anti-fugas estaban también notablemente desarrolladas. Además de las consabidas alambradas que rodeaban el perímetro, siempre al menos dos, y una de ellas electrificada, las torres de vigilancia y los reflectores, el perímetro se hallaba despejado de toda vegetación en un amplio trecho, para permitir un campo visual sin estorbos, y patrullas de perros alsacianos efectuaban metódicas y sistemáticas rondas por la noche. Con el fin de atajar la construcción de túneles, todo el perímetro exterior estaba rodeado de una profunda trinchera, y periódicamente ese perímetro era recorrido por camiones a plena carga con objeto de provocar derrumbamientos. También se enterraron micrófonos que debían detectar los rumores de los trabajos de excavación. Los prisioneros no tardaron en orillar estas dificultades construyendo túneles mucho más profundos, llegando a trabajar a más de diez metros bajo tierra.
      Problema principal era el qué hacer con la tierra y la arena extraída, que, con el tiempo, llegaba a sumar toneladas. Para desembarazarse de ella se emplearon varios sistemas. Uno de ellos, esconderlo y distribuirlo en el techo de los barracones, entre el maderamen y la cubierta. Resultaba práctico, pero existía el peligro de que un día se viniera abajo toda la obra. Mucha más segura era la dispersión de la tierra en el mismo recinto del campo, lo que dio lugar a la aparición de unos especialistas llamados “pingüinos”, o sea, prisioneros que disimulaban dentro de sus pantalones unas bolsas de tela que llenaban con la arena extraída. Debidamente cronometrados, los “pingüinos” salían al exterior, y bastaban unos breves momentos de charla con un grupo de amigos para que las bolsas fuesen vaciadas y su contenido pisoteado hasta mezclarse con la tierra de la superficie.
      Al propio tiempo, supervisadas por el “comité de fugas”, funcionaban una amplia serie de “industrias auxiliares”, una serie de “departamentos” especializados que se dedicaban a la fabricación de utensilios de trabajo, herramientas, lámparas para iluminar el túnel, construidas con mecha de cordón de pijama y margarina refinada, tubos de ventilación, elaborados a partir de los botes de leche condensada soldados unos a otros, brújulas, imprenta para falsificación de documentos, sastrería, donde se confeccionaban trajes de paisano a partir de uniformes, incluidos todos los accesorios, corbatas, tirantes, botones, etc.
Otro grupo de prisioneros reales
      Y vamos ya a la fuga concreta que nos ocupa, en la que todos estos elementos de organización e “intendencia” que venimos de mencionar, y aún otros más de espléndida imaginación e ingenio, jugaron papel decisivo. El campo en cuestión estaba ubicado en la Silesia, en la Europa Central, en una zona boscosa correspondiente a la actual República Checa. Los prisioneros, militares aliados todos ellos, pertenecían a todas las armas y a varias nacionalidades, aunque dominaban y ejercía liderazgo el numeroso grupo integrado por aviadores británicos. Estos sometieron su plan de practicar un túnel desde uno de sus barracones al “comité de fugas”, y el proyecto les fue aprobado, a pesar de la espectacular dificultad que conllevaba, pues debía salvar una distancia de más de cien metros, y discurrir a una gran profundidad; pero sus planos y cálculos parecían impecables, y su determinación acabó por atajar todas las pegas e inconvenientes. Como era obligado y reglamentario, se seleccionaron escrupulosamente, en razón de la conveniencia estratégica, el número de prisioneros que habrían de acompañar a los promotores, resultando al final un total de doscientos.
      Y así se pusieron al trabajo paciente y metódico. La entrada del túnel, que fue bautizado como “Harry”, se situó en uno de los barracones hábilmente disimulado bajo una pesada estufa, que se manipuló para poder ser desplazada conjuntamente con un amplio cuadrado del suelo. Seiscientos prisioneros se turnaron durante meses en los múltiples trabajos que requería una obra tan monumental. Poco a poco, en su avance a más de diez metros de profundidad, “Harry” fue siendo equipado de iluminación eléctrica, y hasta se instaló en él un ingenioso sistema de vagonetas provistas de ruedas sobre raíles. La estrechez del túnel sólo permitía la circulación de un hombre acostado sobre la vagoneta, sin embargo, en varios puntos del trayecto se habían excavado oquedades más amplias, dos finalmente, que servían como paradas y recibieron nombres sugerentes, “Piccadilly”, una, y “Leicester Square”, la otra. El grave problema de ventilación se solventó, muy en precario, instalando a la entrada varios fuelles que inyectaban el aire a través de tuberías construidas con botes de leche condensada cuidadosamente soldados entre sí.
      Y llegó al fin el gran día, el día “D”, el 23 de marzo de 1944. La hora “H” se había fijado para las 21.30. El programa de salidas había sido cuidadosamente trazado. Los doscientos elegidos se vistieron con las ropas de paisano que la “sastrería” había dispuesto. A los diferentes grupos se les entregó también la “documentación” que había dado tiempo a falsificar, y también a todos se les repartió una pasta especial de alto valor nutritivo, compuesta de leche en polvo, azúcar y cacao, que debía serviles como ración de supervivencia en los primeros días de su huída campo a través. A la hora señalada, el cabeza del extremo procedió a horadar los pocos centímetros que separaban el túnel del exterior, a la entrada de un bosquecillo cercano. Y empezaron a salir, pero las limitaciones del uso de la vagoneta en su ida y vuelta, y la obligada discreción de todo el operativo, hicieron que el ritmo no alcanzara la rapidez prevista. Además, sobrevino un apagón, debido a un bombardeo aéreo de los aliados, lo que añadió dificultad a la operación.
Monumento actual sobre el trazado del túnel
      Pasaron las horas, y todos los diferentes equipos seguían trabajando febrilmente, unos en el acceso al túnel, y otros vigilantes del exterior, controlando a los vigilantes y a las rondas de los alemanes. Alrededor de las cuatro de la madrugada, cuando ya habían logrado evadirse 76, ocurrió el desastre: un centinela alemán, que se había alejado casualmente de su camino habitual para llevar a cabo una necesidad fisiológica, descubrió espantado la negra boca de salida del túnel, y de ella asomando la cabeza de un prisionero. Inmediatamente dio la alarma, y en pocos minutos todo el campo hervía en excitación. El comandante alemán responsable palideció y sudó frío por su propio futuro cuando, tras el recuento, comprobó que faltaban nada menos que 76 prisioneros. Era, con diferencia, la mayor fuga que registraba la memoria de los campos nazis. Viéndose ya con la soga al cuello, dio parte de lo ocurrido a sus superiores, y la Gestapo entró en acción, que no fue otra cosa que una caza sistemática, y particularmente eficaz, de los evadidos.
      Al fin, tan sólo seis lograron su objetivo: tres británicos, un sargento y dos cadetes, llegaron a Inglaterra; dos noruegos lograron alcanzar la costa y embarcar en un mercante sueco; y un capitán holandés llegó a su país y contactó con la Resistencia, que le facilitó el traslado a través de Bélgica y Francia, hasta la frontera española. Los demás fueron capturados por los alemanes, y asesinados en grupos de dos o tres por la espalda, para pretextar que habían sido alcanzados en su huída. Para ejemplarizar el castigo entre los compañeros presos, sus cenizas fueron trasladas en urnas individuales al campo de procedencia, Stalag Luft III, y esparcidas allí delante de todos los prisioneros formados al efecto. Una vez terminada la guerra, los aliados nombraron una comisión para identificar a los ejecutores, en total una veintena, que finalmente fueron ahorcados.









domingo, 20 de marzo de 2011

Añoranza de la trucha


      Un año más, desde este tercer domingo de marzo tornan los devotos de la caña y el sedal a lanzar su ansiosa ilusión en las riberas de los ríos que aún nos quedan, limpios y cantarines; incluso hacen más, en muchos casos, de apasionado mérito: introducirse literalmente hasta la cintura en la propia corriente, por ver de aproximar lo más posible el cebo a la tentación del pez.
      Dando por descontada la emocionante pulsión deportiva del lance de la captura, que este cronista, de pertinaz indolencia ante todo cuanto al “sport” se refiere, puede llegar a comprender, aunque sin tentación de emulación alguna, lo que sí me admira y envidia sobremanera es la calidad excepcional del premio a lograr. Sí, porque desde hace no sé cuántos años ya, la posibilidad de encararnos, los del común, digo, con un plato bien surtido de perfumadas truchas salvajes es casi empeño imposible, dado que las truchas pescadas en los ríos –la restricción empezó por Francia, pero ya es, desde hace años, de alcance global europeo-- no se pueden vender ni comercializar de ninguna manera. Lo cual quiere decir, véase tamaña injusticia, que, o tiene uno un amigo pescador, que se apiade y le provea a uno de tapadillo, o de aquel sabor añorado de la trucha natural sólo nos queda apencar con lo que la memoria conserve de los años de infancia y juventud. Y más y peor, porque aún de aquel, del sabor de la infancia, ni siquiera al propio pescador le cabe, ya que la trucha común de hoy, de dominio absoluto y exclusivo en todos los ríos españoles, es la prepotente “arco iris”, que un día llegara importada de Norteamérica, y que aquí se quedó, poderosa y avasalladora, arrasando por desplazamiento de dominio a todas nuestras ancestrales especies autóctonas. En lo que hace a mi caso, las que mi memoria guarda con más arrobo de añoranza son aquellas en extremo delicadas y terciaditas “pintonas”, de a real la pieza, que un viejo pescador de entonces, que tenía en la caña su oficio principal, vendía a mi madre para que ésta proveyera así, con ellas, humeantes luego de hervidas en un caldo corto, la nutritiva dieta de un niño sempiternamente engripado.
truite au blue
      Y con esto dicho, apunto ya un axioma que, siendo de universal rango en cualquier tipo de cocina, más lo es y con más fundamento en el caso de la trucha: cual el de que el mejor modo de guisarlas es siempre el más sencillo. Simplemente hervidas, como queda dicho, están excelentes, siempre en un caldo lo más corto posible. En esta base de formulación se inscribe, por cierto, la receta que durante años, por no decir siglos, fue tenida por la de más ringorrango en la alta cocina: la famosa “trucha azul” (truite au blue, en su original francés), que llegaba a la mesa precisamente reteñida de ese color, por efecto de la adición de una buena dosis de vinagre a ese caldo corto de la cocción, y que se servía con un ligero napado de mantequilla fundida. También son de larga tradición, aunque ésta de mucha más raigambre popular, las truchas escabechadas, una fórmula que, como bien se sabe, nació en principio como recurso eficaz de conservación del producto, pero que, bien elaborado el escabeche, resulta muy gratificante sápidamente.
      En todo caso, éxitos decimonónicos aparte, o recursos de practicidad popular de eficaz resultado a un lado, habrá que reconocer que la mejor formulación culinaria de la trucha es freírla, y no precisamente sólo y directamente en un buen aceite de oliva, que aun cuando es grasa buena, buenísima e ideal para casi todo, no lo es en este caso tanto, véase qué curioso, para la trucha. Cuando menos no en su concurso al ciento por ciento de proporción. Los gallegos lo combinamos con unto; otros, castellanos y navarros, por ejemplo, sofríen previamente un buen tajo de tocino. Y, en fin, franceses y demás transpirenaicos, como ya quedó dicho, recurren en exclusiva a la mantequilla. Pero siempre, eso sí y en todo caso, con la sartén como esencial instrumento de cocción. En ésto, como en tantas cosas, uno no puede por menos que estar plenamente de acuerdo, al respecto, con el aforismo que sentara mi ilustre paisana doña Emilia Pardo Bazán, quien sentenciaba preferirlas “con las tres efes”, a saber: frescas, fritas y frías. A lo que mi también paisano, el no menos ilustre Picadillo, añadía, con su proverbial sorna, una cuarta “efe”: ...y fiadas, decía. Pues, también suscribo. Buen provecho.

Y de postre, una receta:


Truchas con almendras y bacon
Ingredientes (para 4 personas): 4 truchas; 2 dientes de ajo picados; 250 gr. de bacon en lonchas; 150 gr. de almendras; 100 ml. de vino blanco; sal, pimienta y aceite.
Preparación: Empezaremos por saltear en la sartén el bacon, cortado en tiras finas, añadiendo tan sólo un instante después los ajos y, por último, las almendras. Retiramos y reservamos. Sazonamos las truchas, rellenamos su interior con dos tercios del salteado que hemos reservado, y las metemos al horno, a unos 180º durante 8 minutos. Finalmente, regamos con el vino, disponemos sobre las truchas el resto del salteado, y horneamos todo un par de minutos más.

...y un vino:


   Señorío de Nava Verdejo (Bod. Señorío de Nava). D.O. Rueda


      Los blancos de Rueda, hijos de ese varietal de perfume único que es la verdejo, están muy de moda en nuestro país. Ciertamente nunca habían perdido el favor de las gentes, pero la nueva enología, junto con el cuidado que hoy se pone en las selecciones y las vendimias, han proyectado una potencialidad de aplauso unánime. Este Señorío de Nava, que tiene su solar en La Seca (Valladolid), nos ofrece un color pálido, de gran luminosidad. En nariz resulta singularmente frutal; y en boca una más que agradable fructuosidad, buena acidez, y gusto amplio y armónico.

viernes, 18 de marzo de 2011

Sidra, tiempo de espicha


      Sí señor, llega su tiempo, como cada año con el primer apunte de la primavera. Así lo marca la tradición asturiana, que establece, a partir de la fecha San José, el renovado plazo para catar la sidra nueva en cualquiera de los 160 llagares que se reparten por el Principado.
      Es la ceremonia lúdica de la espicha, es decir, la apertura de una de las barricas que contienen en zumo fermentado de las manzanas que se cosecharon entre finales de septiembre y octubre; que se prensaron a mitad del otoño (por los Difuntos), y que, tras fermentar durante los meses fríos del invierno, comienza a catarse a partir de ahora, culín a culín.

llagar

      La espicha se hace fiesta, y cuchipanda de arrimo también, que no han de faltar en ella los huevos cocidos, los fritos de bacalao, algún que otro bollu preñau, y las jugosas tortillas, con cebolla o sin ella.
      Y con el comer y el beber, la esencia del juicio y valoración que los expertos (que lo son todos y cada uno de los presentes) han de hacer, cada cual, de la nueva añada. Mi colega Manolo Avello se tomó la molestia de recopilar en su día más de un centenar de esas adjetivaciones calificativas típicas, que son toda una guía práctica de uso y costumbre: Pué bébese, Tá tierna, Fai buen vasu, Ye cabezona, Tá adelantada, Tien granu, Tá dulzona, Ye barrigona, ¡Da pena mexala!...  Todo este vocabulario “técnico” va surgiendo mientras se bebe, se come, y, finalmente, se canta, que es el cierre coral obligado de toda espicha que se precie.
      La sidra, cuya etimología viene del griego “sikera” es una bebida cuyo origen se pierde en la memoria de los tiempos. En toda la Europa central y norteña, la falta de vides se suplió tradicionalmente con el recurso a la sidra. Ya Estrabón, casi un siglo antes de Cristo refiere que los astures usan de la sidra “pues tienen poco vino”, escribe. Y en la Alta Edad Media, en los siglos VIII y IX, ya son numerosos los testimonios escritos que nos dan cuenta de su aprecio y existencia cotidiana.

sidra "achampanada"

      A mediados del XIX, la sidra asturiana da un paso determinante por la iniciativa del gijonés Tomás Zarracina, quien pone en marcha la idea de “carbonatar” la sidra tradicional, dando lugar a la hoy tan conocida sidra “achampanada”, llamada así por la asociación con la efervescencia típica del famoso vino espumoso. Con lo uno y con lo otro, la natural y la procesada, Asturias se sitúa a día de hoy como cuarta productora europea de sidra, detrás de Inglaterra, Irlanda y Francia. En el plano nacional, la sidra asturiana representa el 80% de nuestra producción, seguida, a buena distancia por el País Vasco y Navarra, regiones éstas de también larga tradición sidrera.