Este lunes celebra Mario Vargas Llosa su 75 cumpleaños. El genial escritor peruano (nacido en Arequipa el 28 de marzo de 1936) alcanza el hito de esa edad (en nuestros días aún joven edad, tanto para la creación como para la lucidez de pensamiento, e incluso para la asunción de un amplísimo catálogo de retos físicos) en la cumbre de su capacidad creadora. El bagaje de esos años vividos, tan intensos en su biografía, han situado a don Mario en los primerísimos puestos del escalafón de su oficio de escritor en lengua española. Ahí no hay controversia, y ahí está, como rúbrica, el reconocimiento universal del merecidísimo Premio Nobel que se le concedió, al fin, el año pasado. A la par de mérito, en lo personal, los años han conducido al magistral fabulador a un puerto de firme amarre y compromiso con el pensamiento liberal, que es, para quien suscribe también, el modelo ideal; la etiqueta más sana y más juiciosa del compromiso político y social que el ciudadano moderno debe adoptar. Precisamente, abundando en esa línea de ejemplar liberalidad, entresacamos ahora, como mejor “cita citable” para el día de hoy, este amplio fragmento, de lucidez extraordinaria, de su magnífico Discurso de recepción del Premio Nobel, en la confianza de que, entre los lectores de este humilde blog, no han de ser pocos quienes, como yo, lo suscriban con pleno entusiasmo.
…Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser escritor conocido…//… En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura…//… La Transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla muy de cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología --o, más bien, religión-- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales, y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver…
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