martes, 22 de marzo de 2011

La Gran Evasión


      Uno de los argumentos más recurrentes y preferidos del cine es la recreación de sucesos históricos. Como bien sabemos, las versiones cinematográficas adolecen las más de las veces de rigor histórico, y suelen acentuar el sesgo que conviene más a los intereses, digamos que patrióticos, de la nacionalidad productora del film en cuestión. Así ocurre también en “La Gran Evasión”, producción estadounidense estrenada en 1963, dirigida por John Sturges y protagonizada, entre otros, por Steve McQueen, James Garner y Richard Attenborough. No obstante, en este caso, y en lo que hace a la mitificación interesada de la realidad histórica, los hechos que se cuentan no se alejan demasiado de la realidad cierta. Y es que esa “gran evasión” existió, y más o menos se planificó y desarrolló como en la película se cuenta. Fue, desde luego, la fuga colectiva de un campo de concentración militar más importante de toda la Segunda Guerra Mundial, y ocurrió hace ahora exactamente 67 años: el 23 de marzo de 1944
Grupo de prisioneros reales
 de "Stalag Luft III"

      Salvedad previa e importante es dejar establecidas las abismales diferencias, tanto en trato como en condiciones de vida, que se daban entre los campos de concentración de militares, como éste de Silesia que hoy ha de ocuparnos, el llamado “Stalag Luft III”, y los terribles y espeluznantes orientados al exterminio directo de sus internos civiles –judíos en buena medida- previa explotación in extremis de su capacidad y fuerza de trabajo en condiciones de esclavitud. Los campos del oeste, y más los militares, como el que nos ocupa, eran otra cosa: el escaparate que los nazis ofrecían a las inspecciones periódicas de la Cruz Roja; y el trato en ellos procuraba ajustarse más o menos a las condiciones de dignidad suscritas en la Convención de Ginebra. Así ocurría en los campos de concentración militares, entre otras razones de fácil comprensión, porque los alemanes esperaban y exigían un trato recíproco a sus prisioneros internados en los campos aliados.
      Esa Convención de Ginebra contemplaba, entre otras cosas, el derecho –y el deber- de los militares prisioneros a fugarse para volver a prestar sus servicios en sus países respectivos. Y así, las técnicas de fuga, que ya habían sido ampliamente desarrolladas durante la Primera Guerra Mundial, llegaron, en la Segunda a producir verdaderas obras de arte. Lo cual se explica por el trabajo en equipo de hombres disciplinados, que seguían ajustándose a la jerarquía militar del grado y del mando correspondiente a cada cual aún en su condición de prisioneros. En todos los campos, de uno y otro bando, existía un “comité de fugas”, que debía valorar y sancionar todos los planes que se suscitaran; estableciendo a continuación, si la sanción resultaba favorable, toda la colaboración y la intendencia necesaria para su buen fin.
      Otro hecho cierto en esta perfección en el difícil arte de la fuga es que tuvo mayor desarrollo y fue obra principalmente de los prisioneros aliados internados en los campos alemanes. Y fue, en cambio, muy poco destacada entre los alemanes cautivos de los aliados. Y ello también tiene una explicación lógica y razonable, ya que los campos para alemanes estaban situados en Inglaterra, una isla; y más tarde en Canadá, en otro continente. Y es que no basta con lograr salir de una prisión; hay que tener una esperanza, por remota que sea, de llegar a la patria o a un país neutral amigo. Este era el factor que les faltaba a los alemanes que caían prisioneros. Por el contrario, para los prisioneros aliados, la situación, aunque siempre peliaguda, no era tan difícil. Salir de Alemania y alcanzar la codiciada meta de Suiza, la ideal, se concebía como posible; o, en su defecto, llegar a Bélgica, Holanda, o Francia, donde cabía la esperanza de contactar con la Resistencia. Además, moverse por el interior de Alemania como extranjero no resultaba excesivamente problemático, dadas las decenas de miles de extranjeros que, voluntaria o forzadamente, trabajaban allí en la industria militar.
rodaje de la película
      En lo que hace a los campos alemanes, las medidas preventivas de seguridad y anti-fugas estaban también notablemente desarrolladas. Además de las consabidas alambradas que rodeaban el perímetro, siempre al menos dos, y una de ellas electrificada, las torres de vigilancia y los reflectores, el perímetro se hallaba despejado de toda vegetación en un amplio trecho, para permitir un campo visual sin estorbos, y patrullas de perros alsacianos efectuaban metódicas y sistemáticas rondas por la noche. Con el fin de atajar la construcción de túneles, todo el perímetro exterior estaba rodeado de una profunda trinchera, y periódicamente ese perímetro era recorrido por camiones a plena carga con objeto de provocar derrumbamientos. También se enterraron micrófonos que debían detectar los rumores de los trabajos de excavación. Los prisioneros no tardaron en orillar estas dificultades construyendo túneles mucho más profundos, llegando a trabajar a más de diez metros bajo tierra.
      Problema principal era el qué hacer con la tierra y la arena extraída, que, con el tiempo, llegaba a sumar toneladas. Para desembarazarse de ella se emplearon varios sistemas. Uno de ellos, esconderlo y distribuirlo en el techo de los barracones, entre el maderamen y la cubierta. Resultaba práctico, pero existía el peligro de que un día se viniera abajo toda la obra. Mucha más segura era la dispersión de la tierra en el mismo recinto del campo, lo que dio lugar a la aparición de unos especialistas llamados “pingüinos”, o sea, prisioneros que disimulaban dentro de sus pantalones unas bolsas de tela que llenaban con la arena extraída. Debidamente cronometrados, los “pingüinos” salían al exterior, y bastaban unos breves momentos de charla con un grupo de amigos para que las bolsas fuesen vaciadas y su contenido pisoteado hasta mezclarse con la tierra de la superficie.
      Al propio tiempo, supervisadas por el “comité de fugas”, funcionaban una amplia serie de “industrias auxiliares”, una serie de “departamentos” especializados que se dedicaban a la fabricación de utensilios de trabajo, herramientas, lámparas para iluminar el túnel, construidas con mecha de cordón de pijama y margarina refinada, tubos de ventilación, elaborados a partir de los botes de leche condensada soldados unos a otros, brújulas, imprenta para falsificación de documentos, sastrería, donde se confeccionaban trajes de paisano a partir de uniformes, incluidos todos los accesorios, corbatas, tirantes, botones, etc.
Otro grupo de prisioneros reales
      Y vamos ya a la fuga concreta que nos ocupa, en la que todos estos elementos de organización e “intendencia” que venimos de mencionar, y aún otros más de espléndida imaginación e ingenio, jugaron papel decisivo. El campo en cuestión estaba ubicado en la Silesia, en la Europa Central, en una zona boscosa correspondiente a la actual República Checa. Los prisioneros, militares aliados todos ellos, pertenecían a todas las armas y a varias nacionalidades, aunque dominaban y ejercía liderazgo el numeroso grupo integrado por aviadores británicos. Estos sometieron su plan de practicar un túnel desde uno de sus barracones al “comité de fugas”, y el proyecto les fue aprobado, a pesar de la espectacular dificultad que conllevaba, pues debía salvar una distancia de más de cien metros, y discurrir a una gran profundidad; pero sus planos y cálculos parecían impecables, y su determinación acabó por atajar todas las pegas e inconvenientes. Como era obligado y reglamentario, se seleccionaron escrupulosamente, en razón de la conveniencia estratégica, el número de prisioneros que habrían de acompañar a los promotores, resultando al final un total de doscientos.
      Y así se pusieron al trabajo paciente y metódico. La entrada del túnel, que fue bautizado como “Harry”, se situó en uno de los barracones hábilmente disimulado bajo una pesada estufa, que se manipuló para poder ser desplazada conjuntamente con un amplio cuadrado del suelo. Seiscientos prisioneros se turnaron durante meses en los múltiples trabajos que requería una obra tan monumental. Poco a poco, en su avance a más de diez metros de profundidad, “Harry” fue siendo equipado de iluminación eléctrica, y hasta se instaló en él un ingenioso sistema de vagonetas provistas de ruedas sobre raíles. La estrechez del túnel sólo permitía la circulación de un hombre acostado sobre la vagoneta, sin embargo, en varios puntos del trayecto se habían excavado oquedades más amplias, dos finalmente, que servían como paradas y recibieron nombres sugerentes, “Piccadilly”, una, y “Leicester Square”, la otra. El grave problema de ventilación se solventó, muy en precario, instalando a la entrada varios fuelles que inyectaban el aire a través de tuberías construidas con botes de leche condensada cuidadosamente soldados entre sí.
      Y llegó al fin el gran día, el día “D”, el 23 de marzo de 1944. La hora “H” se había fijado para las 21.30. El programa de salidas había sido cuidadosamente trazado. Los doscientos elegidos se vistieron con las ropas de paisano que la “sastrería” había dispuesto. A los diferentes grupos se les entregó también la “documentación” que había dado tiempo a falsificar, y también a todos se les repartió una pasta especial de alto valor nutritivo, compuesta de leche en polvo, azúcar y cacao, que debía serviles como ración de supervivencia en los primeros días de su huída campo a través. A la hora señalada, el cabeza del extremo procedió a horadar los pocos centímetros que separaban el túnel del exterior, a la entrada de un bosquecillo cercano. Y empezaron a salir, pero las limitaciones del uso de la vagoneta en su ida y vuelta, y la obligada discreción de todo el operativo, hicieron que el ritmo no alcanzara la rapidez prevista. Además, sobrevino un apagón, debido a un bombardeo aéreo de los aliados, lo que añadió dificultad a la operación.
Monumento actual sobre el trazado del túnel
      Pasaron las horas, y todos los diferentes equipos seguían trabajando febrilmente, unos en el acceso al túnel, y otros vigilantes del exterior, controlando a los vigilantes y a las rondas de los alemanes. Alrededor de las cuatro de la madrugada, cuando ya habían logrado evadirse 76, ocurrió el desastre: un centinela alemán, que se había alejado casualmente de su camino habitual para llevar a cabo una necesidad fisiológica, descubrió espantado la negra boca de salida del túnel, y de ella asomando la cabeza de un prisionero. Inmediatamente dio la alarma, y en pocos minutos todo el campo hervía en excitación. El comandante alemán responsable palideció y sudó frío por su propio futuro cuando, tras el recuento, comprobó que faltaban nada menos que 76 prisioneros. Era, con diferencia, la mayor fuga que registraba la memoria de los campos nazis. Viéndose ya con la soga al cuello, dio parte de lo ocurrido a sus superiores, y la Gestapo entró en acción, que no fue otra cosa que una caza sistemática, y particularmente eficaz, de los evadidos.
      Al fin, tan sólo seis lograron su objetivo: tres británicos, un sargento y dos cadetes, llegaron a Inglaterra; dos noruegos lograron alcanzar la costa y embarcar en un mercante sueco; y un capitán holandés llegó a su país y contactó con la Resistencia, que le facilitó el traslado a través de Bélgica y Francia, hasta la frontera española. Los demás fueron capturados por los alemanes, y asesinados en grupos de dos o tres por la espalda, para pretextar que habían sido alcanzados en su huída. Para ejemplarizar el castigo entre los compañeros presos, sus cenizas fueron trasladas en urnas individuales al campo de procedencia, Stalag Luft III, y esparcidas allí delante de todos los prisioneros formados al efecto. Una vez terminada la guerra, los aliados nombraron una comisión para identificar a los ejecutores, en total una veintena, que finalmente fueron ahorcados.









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