martes, 31 de enero de 2012

Alegría, hermosura ...y una trampa cruel


      Un gourmet es un ser agradable al cielo. La gastronomía es una alegría en todas las situaciones y en todas las edades, e infunde belleza al espíritu.

                                                          CHARLES MONSELET



      La frase que hoy recuperamos pertenece a uno de los más polifacéticos creadores franceses del XIX: Charles Monselet, periodista, novelista, dramaturgo, también poeta, con amplia obra publicada en todos esos géneros. Prestigioso y reconocido, además, como notabilísimo gourmet, fue creador y editor de uno de los semanarios (“Le Gourmet”) más destacados en aquellos bruñidos tiempos del Segundo Imperio, cuando la gastronomía, en su faceta más barroca y sofisticada, confirmaba a París como la indiscutible, e inalcanzable, capital mundial del buen comer.
      El bretón Monselet, al que muchos tenían como heredero directo del gran Grimod de la Reynière escribía admirablemente sobre cocina, y derrochaba poesía y gracia en sus apuntes y descripciones culinarias. Tal era, y fue, su gran aportación. Mucho más interesante e importante, como se ha de ver, que la de su propio criterio supuestamente refinado en tanto que “catador”, faceta ésta en la que más de una vez se vio comprometido, y hasta cruelmente desacreditado, por trampa de sus enemigos.
      De ellas, de esas “trampas” realmente crueles, les contaré ahora la que resultó ser la más penosa, si bien sus promotores supieron, y quisieron, guardar discreto y caritativo silencio de lo acaecido hasta la muerte de quien había sido su víctima: el bueno de Monselet, que falleció en 1888
      El tal Monselet, como queda dicho, escribía admirablemente sobre cocina, pero -¡menudo “pero”, que a tantos críticos y divulgadores de hoy podría ponérsenos!- en lo tocante a paladar refinado y a olfato analítico su autoridad y criterio eran mucho más limitados. El caso es que, con toda probabilidad, algunos de los amigos y colegas de Monselet debían andar en esa sospecha, y uno de ellos, Eugéne Chavette, en complicidad con otros urdió una encerrona realmente cruel: le invitaron a un soberbio menú en uno de los restaurantes parisinos de moda del momento, “Brevant”. Y en clara complicidad con la cocina, fue llegando a la mesa una amplia panoplia de soberbios manjares: sopa de nidos de golondrina, lubina, costillas de corzo en salsa picante, y urogallo relleno de aceitunas. Como complemento de bodega, tres vinos nobles comparecieron en su ordinaria secuencia: el renano Johannisberg, el bogoñón Clos de Vougeot, y el bordelés Château Larouse.
      El caso es que, como sin duda ya ha adivinado el lector, en su excitada inocencia el bueno de Monselet no ahorró, ante sus pícaros compañeros de mesa, que tan atentos parecían, y tan dispuestos a beber de su acreditada sapiencia, cantar con entusiasmo la excelencia y virtud de cada uno de los manjares y de los vinos que allí se habían servido. El chasco y la puñalada llegó cuando uno de los comensales no pudo contener la risa, y el cruel engaño vino a precipitarse en aclaración. Nada de lo comido y bebido había sido lo anunciado: la sopa de nidos no pasaba de ser un vulgar caldo; la lubina, bacalao fresco; el presunto corzo, cordero, marinado con bitter…y el urogallo ¡pobre Monselet! no otra cosa que pavipollo, braseado con absenta. En cuanto a los vinos, el engaño había sido de similar entidad y proporción: todos, los tres, caldos corrientes, burdos graneles, a los que se había añadido, en cada caso, algunas esencias para tratar de aproximar su gusto a las notas más groseras y diferenciales de los caldos pretendidos.
      Ante tan apabullante descrédito, Charles Monselet, como es fácil de comprender, se vino literalmente abajo. Hundido y destrozado por la crueldad de aquella prueba a la que le habían sometido, sólo atinó a suplicar a sus burladores que, por caridad, fueran discretos. Y a fe que lo fueron, ya que de este bochornoso episodio, perfectamente capaz de arruinarle en toda su carrera, como apuntaba al principio nada llegó a trascender hasta pasada la muerte de Monselet, el gran poeta y el gran escritor de la gastronomía francesa decimonónica, aunque -como se viene de ver, y ocurre en tantos casos de ayer y de hoy- no uno de sus más finos paladares. Precaución, humildad...y buen provecho.







viernes, 27 de enero de 2012

Nueces, para los meses fríos

      Los frutos secos suelen, en general, identificarse con los meses fríos…Y puesto que en ese tramo del año andamos, escogemos hoy para esta “entrada”, de entre esos secos frutos la nuez, que es de todos ellos el más más nutritivo.
      El nogal, que es por donde han que empezar, es un noble árbol típicamente mediterráneo. España, Italia y Portugal constituyen su hábitat europeo por antonomasia. Hoy por hoy, esta noble especie está en nuestro país en franca línea de recuperación, después de los difíciles años de la segunda mitad del pasado siglo, en los que su pervivencia llegó a verse amenazada, no tanto por el desprecio de las nueces –que también- sino y principalmente por la descontrolada política de talas, ya que en aquellos años –como ahora, pero entonces sin control- la madera de nogal era especialmente codiciada para la fabricación de muebles de alta calidad.
      Y vayamos ya a su fruto, la nuez, de cuyo aprecio hay constancia bien antigua. Según nos dejó escrito Plinio el Viejo, el árbol que la produce, el nogal, tuvo un primer asentamiento en occidente en tierras de Asia Menor, adonde habría llegado procedente de Persia.
      En lo que hace al término nuez, su raíz fonética es inequívocamente latina, si bien caben, según los etimologistas, dos variantes de origen: unos afirman que procede de la palabra “nux”, que significa “noche”, dicen que en razón de que el zumo de la nuez tiene la condición de entenebrecer el cuerpo y oscurecer la piel. Y sin embargo, para otros, la raíz -también en negativo- vendría de la palabra “nocere”, que significa “dañar”, y argumentan este vínculo en la creencia antigua de que el nogal, y particularmente la sombra que proyecta, en el bosque o el campo, resultaba perjudicial… incluso letal, en algunos casos, llegándose a advertir del peligro de muerte que asumían quienes consintieran en quedarse dormidos bajo sus ramas.
      Con estos precedentes, en fin, nada extraño tiene que la nuez no haya participado suficientemente, nunca –desde luego, no en la medida de sus posibilidades culinarias-, en los recetarios tradicionales de cocina. Otra cosa es la dulcería y repostería, donde sí cabe anotar un añejo concurso de la nuez como ingrediente, aunque casi nunca principal, en pasteles y tartas.
      Por fortuna, los nuevos tiempos, liberados hoy de reservas y mitos arcaicos, van devolviendo a la nuez ese papel culinario de justo reconocimiento. En las formulaciones de nuestros cocineros de hoy, los de más rabiosa vanguardia, la nuez aparece cada vez con mayor protagonismo. En especial en las combinaciones de las nuevas ensaladas, o en guarniciones que dan compañía a platos de todo tipo, especialmente venatorios, en los que la crema de nueces, o el adorno de estas mismas, caramelizadas, es ingrediente de brillante resultado.
      En todo caso, jueguen o no en la cocina y en la elaboración de platos, las nueces están buenas en sí mismas, tomadas solas, al modo tradicional, como picoteo final de una sobremesa, o de una cena. A lo largo de todo el invierno -aunque cabe aquí insistir una vez más en aquello de que la temporalidad de los productos culinarios ha desaparecido ya prácticamente, con la globalización de nuestro mercado- las diferentes variedades de nueces europeas, la común, la mallete, la parisiense y la hartley, van compareciendo, cíclicamente, en nuestros mercados. Desde luego, en orden a su sabor, sin duda alguna cualquiera de estas nuestras, europeas, y en particular la genuina española, la “común”, son las más sabrosas. Junto a ellas, y en creciente competencia, por su embasado y por su buen marketing, están y se ofrece también, cada vez con mayor presencia, la variedad “californiana”, que gana a todas, sin duda alguna, en estampa, en volumen (son mucho más grandes) y en presencia; aunque no, digámoslo una vez más, ni mucho menos, en calidad sápida.
      Y otro apunte final, que es también recomendación y sugerencia sobre otro nuevo producto que cada vez se comercializa más: el aceite de nueces. No se lo recomendaremos, desde luego que no, para freír; pero, si gustan de eso que comentábamos antes: de ilustrar con nueces sus ensaladas, el aliño con ese aceite, que al fin es más de lo mismo, resulta singularmente perfecto, y habrá, posiblemente, de sorprenderles con agrado. Buen provecho.

Y de postre, una receta:


Natillas con nueces (Rte. LA BARRA - Lugo)
Ingredientes: 1 litro de leche - 250 gr. de azúcar - 9 yemas de huevo - canela y corteza de limón - nueces garrapiñadas.

Preparación: Cocemos la leche con la corteza de limón y la canela, el tiempo suficiente para que espese un poco. A parte, batimos los huevos y el azúcar. Incorporamos a la leche, y dejamos la mezcla un poco más al fuego, pero sin dejar que de nuevo rompa a hervir. Entonces traspasamos la mezcla a otro recipiente, y dejamos enfriar. La nueces garrapiñadas se incorporan, salpicando la superficie de las natillas, un instante antes de servir.

martes, 24 de enero de 2012

Galicia dulceira


      Gastronómicamente, Galicia es una dulce y cromática sinfonía. Hay una Galicia azul, silueteada en sus costas y salpicada de frescos sabores marinos. Una Galicia verde, enjugada en la húmeda fertilidad de sus huertas. Una Galicia "marela" también, representada en la excelsa prosapia de nuestra ternera autóctona... Y una Galicia blanca, «dulceira» como decía Cunqueiro, de níveo azúcar y almibarados sabores.
      No es cuestión, por supuesto, de renegar ni lamentarnos, a estas alturas, del extraordinario “currículum gastronómico” que Galicia exhibe como una de sus principales señas de identidad. Nos parece muy bien, faltaría más, que el marisco de calidad única se asocie automáticamente con nuestras Rías, y que los pescados más finos y frescos, y las hortalizas, y las patatas, y las delicadas carnes blancas, y el infinito mosaico, en fin, de nuestra variada despensa, suscite en el consumidor la idea inmediata de calidad natural, cual si de sinónimos se tratara. Lo que pretendemos ahora, y mostraremos en el espacio que sigue, es la justa reparación que los gallegos debemos a la repostería, como parcela entrañable, esencial y distintiva de nuestra cocina.
      El recetario tradicional de la repostería gallega es, a todas luces, extraordinariamente rico y prolijo en sus infinitas variantes locales, que en tantos casos han visto constreñida su presencia y difusión por el peso apabullante de las dos variedades de mayor proyección en nuestra tierra: a saber, la tarta de almendras, también conocida como “tarta de Santiago”, y las deliciosas y delicada filloas, preparaciones ambas que, por su generalizada presencia desde siempre en la oferta de hostelería, destacan de manera particular en cuanto a su conocimiento y apreciación dentro y fuera de Galicia.
      En general, cabría también decir que nuestra repostería ha visto constreñidas sus posibilidades de expansión foránea por la propia competencia y apabullante prestigio de las otras oferta emblemáticas de la cocina gallega, cual el pescado y el marisco. Con su fascinante pujanza, conchas y escamas han venido a monopolizar, prácticamente, el cartel de nuestro escaparate, ensombreciendo y arrinconando a otros muchos productos, también de alta calidad y sugerente atractivo, la repostería entre ellos, que en cualquier otro marco hubieran lucido justamente, con propia luz y especial protagonismo.
      Pero así son las cosas, y como antes decíamos ni mucho menos vamos a llorar porque así sean. Lo que tenemos que hacer, y a ello vamos, es tratar de equilibrar la cuestión en la medida de lo posible, no escatimándole al goloso “César” lo que legítimamente le corresponde en la pletórica tarta de excelencias culinarias que es Galicia.
      Del mismo modo que los infinitos matices de nuestro paisaje sugieren al viajero otras tantas rutas posibles, todas iguales y todas distintas en el intrincado mapa de nuestros caminos, lo mismo cabría establecer con dulces y repostería. Hay una Galicia de los bizcochos, de los almendrados, de las rosquillas festivas, de los roscones, de las tartas, los flanes, las filloas, colinetas... con días y fechas de especial protagonismo, casi siempre coincidentes con el día grande del Patrón, la feria tradicional, el ciclo navideño, o la disipación carnavalesca.

Tartas, almendrados, colinetas

      Si tuviéramos que destacar sólo uno entre los ingredientes definitorios de la repostería gallega, éste sería, sin duda, la almendra; una presencia fundamental, curiosa y sorprendente, considerando la práctica ausencia de almendros en la Galicia de hoy, ni tampoco, con una cantidad relevante en otros tiempos del pasado de los que se tenga memoria cierta y constancia documental. Con todo, indicios hay para pensar que sí debió de darse su cultivo en alguna época pretérita, considerando la larga y extensa tradición de su consumo; tal vez en los valles más templados del sur, Verín, Lemos, Valdeorras...
       Pasa con la almendra algo parecido a lo del pimentón, otro de los ingredientes básicos del recetario tradicional gallego e igualmente foráneo en cuanto a su comercio y cultivo. Falta, y sería muy curioso y de agradecer, un trabajo de investigación histórica que desvelase la raíz y el origen de éstos y otros varios casos más de presencias foráneas, que han llegado a imbricarse tan feliz y tan íntimamente en nuestros pucheros.
      Todas las grandes tartas gallegas, la de Santiago, la de Mondoñedo, la de Pontedeume, la de Ortigueira, llevan almendra. En la Galicia del sur, en Ribadavia, en Allariz, tienen igualmente una larga tradición de suculentos almendrados. También en Betanzos y en Tui, con sus famosos dulces de almendra, y los deliciosos bizcochos y roscones de almendra que ilustran y ennoblecen el San Ramón de Vilalba. En el común de los casos, con la reserva de peculiaridad que enriquece y distingue a unas de otras, son tartas de opulenta presencia, densamente compactas, crujientes en su corteza azucarada y con el cuerpo interior esponjoso. La almendra dispuesta en todos los casos con generosos derroche y casi siempre molida con prudencia, dejando un granulado suficiente para su amplia percepción y disfrute en la boca.
      No es fácil ni sencillo compromiso el elegir, de entre todo el amplio y suculento panorama que Galicia ofrece, en el capítulo de las tartas, unas concretas como más destacadas. Ciertamente, de las que ahora haremos mención no concluya el lector jerarquía. Digamos que sí son todas las que están, es muy cierto, pero no se piense, ni mucho menos, que están todas las que son. Tan sólo la obligada economía de espacio impone límites a nuestra referencia, invitando al lector, desde ahora mismo, a que por su cuenta complete, según el juicioso sentir de su paladar y experiencia, los nombres y filiaciones que considere justos de un merecimiento igualmente destacado en el variado olimpo de la repostería gallega. En todo caso, seguro que no herimos ninguna susceptibilidad si concedemos que la llamada «Tarta de Mondoñedo» es una de las más singulares. Tarta barroca por excelencia, tanto en su continente como en su contenido. Antigua, vigorosa y de inciertos orígenes. Cunqueiro apunta una posible raíz románica. Tutelada y adoptada, en todo caso, por los sibaritas recetarios episcopales, al amparo de la mindoniense canonjía catedralicia, ha llegado a nuestros días pletórica y arrogante, soberana indiscutible de las mesas mejor dispuestas. Sin apenas variantes, asienta hoy sus reales no sólo en la capital del obispado, sino también en varias feligresías dependientes como, por ejemplo, en Ortigueira, donde se ofrece, rebautizada, como tarta local. Su abigarrada estampa final deja traslucir el complejo proceso de elaboración que requiere, evidenciado definitivamente en el corte de sus tres pisos de diferentes sabores: sobre un fondo de pasta ligeramente hojaldrada, se dispone una capa de suave cabello de ángel, otra de bizcocho borracho y después otra encima de almendra, molida más bien gorda. El conjunto resulta denso y fuertemente almibarado, con el remate de los clásicos adornos de filigrana de cordón de hojaldre, frutas escarchadas e higos en almíbar.
colineta
      La misma referencia norteña, alineada al eje de la costa en su pervivencia actual, Ribadeo, Viveiro y Ortigueira, perfila la geografía de otra de las excelencias más sublimes y exclusivas de la alta repostería de Galicia: la “colineta”, tarta de muy laboriosa y delicada factura, elaborada, por lo que se sabe –hay un cierto celoso secretillo en la fórmula- en base a una abundante y cuidadísima selección de yemas de huevo de una muy determinada y especial clase, en concurrencia mística con una buena dosis de almendra rallada, azúcar, limón y frutas confitadas para el adorno.

Roscones, rosquillas y bicas

      La afición de los gallegos por el dulce es, como vamos viendo, intensa y antigua; mucho más, en contra de lo que pudiera pensarse, que la pasión marisquera, de mucha más reciente apreciación. En tiempos de los que aún guardan memoria los más viejos, y de ahí para atrás cuántos siglos quieran apuntarse, el lustre y pujanza de una mesa “de Patrón” hidalga o villana, blasonada o rústica, cada uno al límite de sus posibilidades, se medía indefectiblemente por la exuberancia que cada quien pudiera disponer en dos capítulos del menú de fundamental presencia: el cocido y los dulces. Apurando, se podría decir incluso que éstos, los dulces, como apoteósico broche final de un almuerzo de varias horas, constituían el test definitivo, la ratificación concluyente de la pujanza de una casa. En todas, grandes y pequeñas, con ligeras variantes el plantel obligado no podía excluir la tarta, el brazo de gitano, el roscón, el flan y el fundamental requesón al cierre ...para refrescar, se decía, para ayudar “a bajar” el almuerzo y disponer de buen grado el buche para el servicio de la cena, que comenzaba casi inmediatamente, sin más solución de continuidad que unas digestivas “manos” de brisca, o algún que otro apasionado “arrastre” al tute.
      Así fue, y así sigue siendo afortunadamente, con especial pervivencia en las celebraciones festivas del ámbito rural. El banquete de ese día grande marca el hito barroco del exceso anual, pero conviene anotar que a lo largo de todo el año son múltiples las celebraciones menores en las que concurren otra muchas dulces ofertas, como las suaves y esponjosas «bicas» orensanas, de fama relevante en Povoa de Trives; las episcopales «lenguas de Obispo», de la zona de Verín; las “androllas” y “roscos”, de Viana do Bolo; las «costradas» y “manguitos”, de Pontedeume; los «melindres», de Ribadavia, Betanzos, Castro Caldelas, Sarria... ; o la muy apetitosa y crujiente diversidad de propuestas “rosquilleras”. Rosquillas fritas, anisadas, de yema, como las preparan también en Pontedeume, o apuradas de canela, al gusto de las que venden en Silleda. Casi siempre generosamente bañadas de blanco almíbar. Las rosquillas son ingrediente fundamental de fiestas y romerías, ofrecidas en pletóricas cestas, ensartadas, al modo tradicional, en rústicos “collares” de finas ramas de loureiro.


Del requesón a las filloas

      La abundancia y calidad de la producción láctea gallega no podía por menos que manifestarse, y así ocurre, en un amplio abanico de formulaciones específicas en las que la leche juega el papel de ingrediente esencial. Entre todas, la más noble y extraordinaria es, sin duda, el requesón, excelso manjar de paciente y sibarita elaboración, del que en Galicia se dan múltiples variantes, especialmente en cuanto a la densidad de su resultado final. En todos los casos, el punto de partida se inicia con la provisión y reserva de una cantidad suficiente de leche de extremada calidad, normalmente en una proporción de ocho a uno, ocho litros de leche fresca y entera para cada kilo de requesón Una vez cuajada, se deja escurrir a través de un paño blanco el tiempo suficiente para que suelte todo el suero, procediendo luego a batir rítmica y pacientemente la cremosa masa resultante hasta completar el proceso. No hay un requesón igual a otro, ni siquiera dentro de un mismo pueblo o aldea; la textura, el «acabado» final, varía en cada ocasión que se nos ofrezca de degustarlo. En líneas generales, convendrá anotar la tendencia a espesarlo más cuanto más al sur sea su localización. Personalmente, mi opinión se inclina reverencialmente ante los requesones “de cuchara” mejor que los compactados; por esos que hay que servir “a cazo”, cremosos, ligeramente granulados, de fina textura y consistencia semilíquida.
      La gran cantidad de leche necesaria para la preparación del requesón y la trabajosa manipulación que conlleva, justifican el que éste sea un plato normalmente reservado para las grandes celebraciones. En lo cotidiano, con la leche como base, las preparaciones más frecuentes suelen ser, por ejemplo, las exquisitas y delicadas tortas de manteca fresca rizada, el familiar arroz con leche, y la suculentísima leche frita, con azúcar o con miel, siempre y en todos los casos con recetas adaptadas al gusto particular de cada casa.
      La variedad y peculiaridades locales que venimos advirtiendo hasta ahora en las formulaciones que aquí y allá se nos ofrecen, iguales y diversas a cada paso, con sutiles diferencias entre unas y otras, perfilan un mapa de atractivos matices y sorpresas que, a buen seguro, se ofrecen como el más dulce reto para la más golosa investigación. Con la imprescindible y obligada inclusión de las filloas, esta diversidad adquiere ya, rotundamente, categoría de universo complejo. 
      Las filloas son una de las preparaciones más tradicionales de la cocina de Galicia; tanto, que nadie ha podido documentar su origen. Como en lo del huevo y la gallina, la controversia del si fue a Francia, o si de allí vino, admite valedores en uno y otro sentido. En todo caso, el mimético parentesco con los "crêpes" de Bretaña está, por evidente, fuera de toda duda; lo mismo que el más que probable vínculo de unión a través del lácteo camino estelar de la ruta jacobea. A diferencia de los bretones "crêpes" de amplia presencia en aquellos recetarios, tanto "dulces" como "salados”, las filloas gallegas, salvo honrosísimos casos y localizaciones, se decantan mayoritariamente por la vía de lo dulce, más o menos acusado, y por el orden de los postres, casi sin excepción. 
      Las filloas, tanto solas como rellenas de nata, chocolate o delicada crema pastelera, son un bocado de refinada exquisitez. La clave no está tanto en los ingredientes que se requieren -leche, harina y huevo, muy sencillos, como en la habilidad de las manos del cocinero, especialmente con la muñeca, para distribuir homogéneamente la líquida pasta en la sartén, previamente untada con manteca de vaca, y tratar de conseguir la película más fina posible, una delgadez, como decía Cunqueiro, “de encaje de Camariñas”. Habilidad que se hace ciencia en el momento justo de darle la vuelta, con los dedos, cogiendo la filloa por el borde, que se tuesta y se levanta del hierro de la sartén.
      Sola o rellena, como decíamos, las variedades en las formulación de la pasta base son notables y diversas, atendiendo a las peculiaridades de cada lugar y a los ritos que impone el calendario festivo de cada zona. Así, en algunas gustan, por lo dulce, de añadir a la mezcla una chispa de anís, en otras, por lo salado, la costumbre aconseja sumar como ingrediente añadido un cazo de caldo de lacón o, si es tiempo de matanza, un cazo de sangre del cerdo recién sacrificado, con el resultado suculento de unas filloas de tonalidad oscura y singularísimo sabor.
      En la actualidad, con especial presencia dentro del campo de la restauración, las filloas son uno de los postres más extendidos y frecuentes a lo largo de todo el año. Se ha desdibujado en parte aquella estacionalidad cíclica y festiva que tuvo en tiempos, hasta el punto de llegar a constituirse en uno de los ingredientes distintivos de todas las celebraciones invernales, particularmente del Carnaval. 
"orejas" de Carnaval
      Es norma general, sin excepción en Galicia, que todas las manifestaciones lúdico festivas incluyan, en algún apartado relevante del rito tradicional, su correspondiente propuesta gastronómica. Así, por el carnavalesco Antroido, el rito secular impone todo un menú completo: el lacón y la cabeza salada de cerdo (cacholas, cacheira, o cachucha, según la denominación de cada zona) con grelos, y el dulce remate de las filloas, y las “orejas”, exquisitas, crujientes y retorcidas tortas azucaradas, elaboradas sobre la misma base, leche, huevos y harina, pero partiendo de una masa más densa y cocinándose no en la plancha, sino fritas en abundante aceite. Variante singular, también carnavalesca, típica de las villas del sur de Pontevedra, son las llamadas «hojas de limón», elaboradas a partir de hojas naturales de limonero, bañadas en esta misma masa que venimos comentando y fritas en la sartén en manteca de vaca. Lo comestible es, evidentemente, el peculiar rebozo resultante, separando las hojas, bien previamente o, como algunos prefieren, en la misma boca, en el momento justo de su degustación.

El marrón glacé, la quinta esencia

      Tanto como el marisco, o los grelos, la castaña es un fruto genuinamente gallego, incorporado a los recetarios desde la más remota antigüedad. La castaña, aliviadora de tantas hambres medievales, fue base fundamental de la dieta campesina, hasta que la llegada del maíz y la patata, tras el Descubrimiento, vinieron a rebajar paulatinamente su vital protagonismo. La versatilidad gastronómica de la castaña posibilita su presencia en un amplio abanico de formulaciones saladas y dulces; desde el caldo de castaña, hasta las sabrosísimas castañas cocidas, en cunca de leche, o los múltiples purés, guarniciones y tartas que la incorporan como ingredientes esencial. La propuesta más novedosa para nosotros, que cada vez adquiere mayor arraigo, a partir de las espléndidas iniciativas industriales orensanas surgidas en los años cuarenta, es el “marrón glacé”, excelso y sibarita bocado, “inventado”, al parecer, en las nobles cocinas de los Médicis y proyectado al mundo a partir de la glorificación que le rinden los palaciegos recetarios de la dieciochesca Corte francesa. El marrón glacé es un dulce de la más refinada repostería, de meticulosa y paciente elaboración; un auténtico milagro gastronómico, equiparable a la alquimia filosofal, que consigue la sorprendente transmutación de una humilde castaña en bocado sibarita de delicadísimos matices gustativos.






domingo, 22 de enero de 2012

Tabasco, el diablo made in USA


      Fijamos hoy atención en la curiosa historia de la salsa picante más universalmente conocida: el famoso Tabasco, que se presenta, desde hace más de cien años, en esa singular y original botellita miniatura –apenas 60 ml. de contenido, ¡y a qué más, con lo incendiario que es!-, etiquetada en rombo blanco y letras verdes como su ancho gollete, y su característico tapón de rosca rojo. Se llama “Tabasco”, y no son pocos los que la tienen por mejicana, aunque, como bien reza en su etiqueta, se trata de una salsa genuinamente estadounidense…
      Estadounidense, sí, y, por más precisar de la Luisiana, en la pantanosa orilla norte del Golfo de Méjico, que tiene en Nueva Orleans su capital. La historia de esta salsa es asaz curiosa, así sólo sea porque su fórmula y composición no ha cambiado en nada desde que se inventara, en 1868, hace nada menos que casi 144 años.
      Su mentor fue un banquero de Nueva Orleans que, nueve años antes, se había casado con la hija del juez Avery, un poderoso terrateniente local cuya familia había dado nombre a una amplia zona pantanosa conocida como Avery Island. En aquellas ciénagas atestadas de caimanes poco se podía cultivar, si bien la principal riqueza del lugar no crecía de la tierra sino de su propia entraña: una mina de sal de excepcional calidad.
Caimanes, en la ciénagas de Avery Island
      Cuando la Guerra de Secesión llegó allí, en busca precisamente del dominio de esas codiciadas minas de sal, toda la familia, confederal hasta el tuétano, tuvo que huir y refugiarse, primero en Texas, y después en Méjico. Y fue en el centro de Méjico, concretamente en la pequeña población de Tabasco, en el Estado de Zapatecas –no confundir con el Estado ribereño de Tabasco, fronterizo con Guatemala- donde el banquero Edmund McIlhenny conoció y apreció la calidad rabiosamente picante de los temibles “chiles”, esos famosos y típicos pimientos ardientes que miran a los nuestros “de Padrón” como un adulto a un bebé.
Edmund McIlhenny
      Superado el conflicto, y de vuelta a su Avery Island, McIlhenny se trajo entre su equipaje una bolsa bien llena de semillas de aquellos rojos y menudos pimientos picantes, y los plantó en el lugar, e ideó con la primera cosecha la salsa que habría de darle definitiva fortuna y celebridad, y a la que tuvo el detalle de bautizar con el nombre del pueblo donde había hecho el hallazgo: Tabasco.
      La salsa en cuestión, según la fórmula de McIlhenny, que, como decimos, apenas ha variado con el tiempo, empieza por majar muy bien, con sal de la isla, la pulpa de los pimientos. A continuación, se deja fermentar y envejecer durante tres años en barricas de roble. Finalmente, se le añade vinagre y se pasa a grandes cubas, donde permanecerá algo más de veinte días, con frecuentes removidos diarios. Y he ahí, hecho al fin, el “Tabasco”, la salsa norteamericana por antonomasia de la que cada año se fabrican 160 millones de botellitas, la mitad de las cuales se destinan al consumo nacional, y el resto a la exportación, con japoneses e ingleses como principales clientes foráneos.
pimentera, en Avery Island
      Entre nosotros los españoles, el consumo de “Tabasco” es casi testimonial. En la cesta de la compra doméstica apenas entra, y no es fácil encontrar un producto al ciento por ciento de su genuina potencialidad, ya que, aun cuando la botella es tan pequeña, al dosificarse en chorretones mínimos, que ya cumplen su efecto “a rabiar”, en las más de las ocasiones el producto permanece abierto varios meses, y la oxidación consecuente rebaja un tanto su calidad y sus principios.
      Donde “más aire” le dan es en los restaurantes especializados en carnes a la brasa, churrascos y demás. Y aún más todavía en los bares, cada vez menos, que aún sirven la coctelería clásica …porque ha de saberse que no hay ni puede haber un “Bloody Mary” que sea tal, sin su ajustada gota de tabasco. Buen provecho.





miércoles, 18 de enero de 2012

Pimienta, sólo una ...aunque muy cromática


      De un aderezo esencial les contaré hoy: de la que, junto con la canela, forma el dúo estelar de las especias: la pimienta.
      Empecemos por señalar y dejar dicho que, contra lo que muchos creen, pimienta sólo hay una; aunque bien es verdad que se las nombra distinto, de acuerdo a su gama de colores, y pueden parecen diferentes ...pero son la misma. La pimienta blanca, negra, verde, o rosa, que también la hay de ese color, son una y la misma, una sola pimienta, en distintos estadios de maduración o de tratamiento.
      Todas, sea cual sea su color comercial, parten del mismo fruto: las pequeñas bayas que produce un arbusto trepador asiático, que crece silvestre abrazándose a los árboles. En su cultivo ordinario actual, se disponen al modo de nuestras viñas, en plantaciones en espaldera, para producir unos racimos de bayas redondas y apretadas que, inicialmente, son de color verde y van derivando al rosa al tiempo de su maduración. Cuando ésta se alcanza en plenitud, son recolectadas, y dispuestas en secaderos al sol; así se arrugan y adquieren un color oscuro, casi negro. Este producto, envasado y vendido así, es el que conocemos como pimienta negra.
      Como ya queda dicho, se pueden también comercializar esas bayas en fresco, bien sea recogiéndolas en el paso previo a la maduración, es decir, en verde –la pimienta verde, hoy condimento tan de moda en la nueva cocina- ... o bien recién maduradas, pero sin el secado al sol, es decir, sin deshidratar: dando lugar a la pimienta rosa.
      Cuando, partiendo de las bayas de pimienta negra, se disponen éstas un tiempo en maceración para, luego, por frotamiento, liberarlas de su corteza negra, de su capa más externa; entonces se obtiene un núcleo de color claro, que, una vez seco y molido, llamamos y conocemos como pimienta blanca.
      Las pimientas negra y blanca son las de siempre, las de consumo histórico y tradicional en Occidente. Ya bien conocidas y apreciadas en tiempos de los romanos, que las adquirían como bien precioso a los mercaderes que las traían de Oriente. A tanto llegaron los patricios romanos en su locura por la pimienta, que el emperador Diocleciano se vio obligado a tratar de regular su consumo con un edicto que pretendía fijar un precio “disuasorio” de 15 denarios por libra (es decir casi unos 300 euros el kilo, en la equivalencia actual)...pero, según nos cuentan las crónicas de la época, a pesar del prohibitivo precio, el consumo continuó disparado.
      Y así había de seguir durante toda la Edad Media, y aún después. Baste recordar que don Cristóbal Colón convenció a los Reyes Católicos de la virtualidad de su aventura atlántica con el argumento de explorar una posible nueva ruta de enlace, por el oeste, con las codiciadas islas de la especiería y el mítico Cipango.
      En lo que hace a las pimientas verdes y rosas, tan actuales hoy asociadas a la cocina de vanguardia, son, por su propia naturaleza de productos frescos, novedades que llegan a nuestros mercados merced a la facilidad de los transportes actuales, y a las modernas técnicas de conservación de alimentos.
      La pimienta verde, que se ha convertido, como decimos, en un condimento de moda en la nueva cocina, se suele vender conservada en una salmuera con vinagre o en su propio jugo, en botes esterilizados. Y la pimienta rosa, también muy perecedera, suele venir frecuentemente en presentaciones liofilizadas. Buen provecho, y que ustedes lo aderecen bien.







viernes, 13 de enero de 2012

Azúcar, dulce historia


       La del azúcar, el dulce producto que hoy se ve un tanto desdeñado en favor de otros edulcorantes menos calóricos, es una historia larga, jalonada en su recorrido secular por codicias extremas, hasta el punto que se puede afirmar sin exageración alguna que muy pocos productos alimentarios ha habido en la historia del hombre tan deseados, tan exclusivos y tan sibaritas, y por los que se haya pagado tanto como por el azúcar.
      Su origen, el de la caña de azúcar, está documentado en China, y en la península indostánica. Y se cuenta que fue con la campaña de Alejandro Magno como llegó a Occidente el primer conocimiento de su existencia. Pero aquel primer azúcar, que era más bien una pasta blanda y de color turbio, aunque interesó sobremanera por su exotismo -al llegar, además, en tan exiguas cantidades-, no llegó a introducirse realmente, de verdad, ni en la cocina clásica griega ni en la romana, que siguió –y así habría de continuar durante toda la Edad Media- recurriendo más a la miel como endulzante, casi exclusivo, de platos y postres.
      Realmente, los primeros que hicieron del azúcar un uso sistemático fueron los árabes, y a través de ellos, por la vía del sur de nuestra Península Ibérica (donde ya en el siglo IX, en tierras de Granada, se hicieron las primeras plantaciones de caña), y también, y muy principalmente, a través de Sicilia, el conocimiento y el aprecio por el azúcar se fue generalizando, muy lentamente. No era todavía como hoy lo conocemos, blanco y cristalino, sino más bien negruzco e impregnado de olores extraños, pero endulzaba con un efecto casi mágico, y ello fascinó a los europeos pudientes durante siglos. “Sal de la India”, le llamaban en un principio, hasta que dieron en imponerse las derivaciones de su nombre en árabe, “al-sukkar”.
       La cosa cambió definitivamente cuando, llevada la planta por los españoles y los portugueses a América, se logró allí una aclimatación rápida y sorprendente; no obstante lo cual, el azúcar continuó muchísimo tiempo siendo considerado como una substancia casi “semi-preciosa”; cuando menos hasta que, ya en el siglo XIX y por iniciativa directa de Napoleón, se logró al fin extraer con razonable rendimiento azúcar de la remolacha.
      En todo caso, durante muchísimo tiempo, incluso en un amplio trayecto de ese siglo decimonónico, es reseñable la curiosa costumbre, bien triste y muy poco higiénica, de lo que se conocía como “azúcar de cordel”, y que no consistía en otra cosa que la práctica (en las familias selectas, que podían permitírselo) de colgar de una lámpara, o del techo, en el comedor, un cordel con un pedacito de azúcar al que cada comensal, por turno y sin abusar, daba su correspondiente chupada antes de tomar el sorbo de café.
zafra en Salobreña
       Y un apunte más de esta curiosa historia azucarera: aquellas plantaciones seculares que los árabes hicieron en Granada y en Málaga pervivieron durante muchísimos años. De hecho, fue esa franja estrecha del sur andaluz, durante siglos, el único territorio europeo en el que se cultivó sistemáticamente la caña de azúcar. Todavía hoy, más de un veterano habrá que pueda leer este modesto texto y acaso recuerde haber participado él mismo en la dura zafra, que se hacía allá por mayo. La última molturadora de caña que quedaba en el continente europeo, la Azucarera Guadalfeo, radicada en el municipio granadino de Salobreña, echó su definitivo cierre en la primavera de 2006.
Azucarera de Guadalfeo
      De aquellos seculares cañaverales de la Costa Tropical granadina todavía pueden verse aquí y allá, cada vez más dispersos, algunas muestras perceptibles, aunque en su mayoría no han tardado en reconvertirse rápidamente en parcelas de césped enano para la práctica del golf, que tampoco es amargo ejercicio. Buen provecho…y que ustedes lo endulcen bien.







domingo, 8 de enero de 2012

Cebolla, ingrediente esencial


      "Contigo, pan ...y cebolla", es decir, contigo estoy dispuesto a compartirlo todo, empezando por la prueba del nueve, por lo más básico y esencial, enunciados así y por ese orden: el pan... y la cebolla. Así decimos en España, pero la frase podría entenderse muy bien, sin requisito de mayor explicación, en casi cualquier otro lugar del mundo.
      Desde luego, sobre la condición básica del pan no habría la menor duda, y sobre la circunstancia a la par de la cebolla -que es de lo que hoy vamos- casi tampoco, ya que esta hortaliza suma general aprecio en la práctica totalidad de las cocinas del ancho mundo.
      Bien sea crudo, en vinagre, cocido o asado, este bulbo carnoso y aromático que es la cebolla, en sus infinitas variedades y variantes, no puede faltar en la ensalada y en la olla. Piensen, si no, lo difícil que es encontrar en los recetarios de nuestra cocina mediterránea alguna propuesta cuyo enunciado no comience con: "en dos cucharadas de aceite, se sofríe una cebolla grande picada…" Luego, ya vendrá lo demás, pez, carne, pasta o verduras... pero lo primero es lo primero: la cebolla, ingrediente esencial.
      La única nota negativa y de reserva para muchos a la hora de enfrentarse a la cebolla es su lacrimógeno picante y la persistencia que su peculiar sabor deja en la boca bastante tiempo después de la ingesta. Para esos remilgados, el mejor consejo es que consuman cebollas cosechadas en primavera, que pican bastante menos que las de otoño. En todo caso, aunque los mercados actuales, tan globalizados, han reducido la oferta a una, o a dos, han de saber que hay infinidad de variedades de cebollas: primerizas (primaverales) y tardías (otoñales), dulces y picantes, blancas, amarillas, moradas, e incluso rojas; cebollas redondas, perfectamente esféricas unas, más achatadas otras, larguiruchas; pequeñas y diminutas..., y medianas, grandes y gigantescas; de todo hay en la huerta del Señor, en lo que a cebollas se refiere.
      Y pues así puestos en referencias teológicas, abundamos en ello para recoger algunas curiosas razones que explican la auténtica veneración que los cristianos medievales, es decir, todos los europeos de hace casi mil años, sentían por la cebolla. Y es que, en aquella teología medieval, la cebolla aparece como modelo, nada menos que del cielo... por su forma esférica y la disposición concéntrica de sus cascos, sin vacío entre ellos, que es como los antiguos cristianos imaginaban estaba hecho el cielo.
      Sin necesidad de apelar a teología alguna, por el mismo tiempo los musulmanes también hicieron aprecio de excelencia de la cebolla, instaurándola como "sultana" de su cocina.
     Nuestros vecinos del oeste, los portugueses, han hecho de la cebolla base de su salsa "refogado", una suerte de sofrito muy similar a nuestro hispano "pisto". Y por el norte, los franceses han acuñado y hecho universal el término "a la lyoné" (o "a la lionesa", es decir, al modo de Lyon) para referirse a todo plato en el que intervenga masivamente la cebolla pochada. Es decir, por si se lo encuentran en una carta de ringo-rango, sepan ya que si enuncia no sé qué cosa "a la lyoné" (o "a la lionesa"), lo que viene a decir es que el tal producto o preparación llegará a su mesa más o menos "encebollado", para entendernos; no hay más secreto.
      Hombre, secretos, secretos hay, pero de otra índole. Por ejemplo, los que convienen a la mejor elección que procede entre las numerosas variedades de cebollas, cebolletas y chalotas, a la hora de elegir la adecuada para cada preparación. Por ejemplo, anoten que para las ensaladas, es decir, para el consumo en crudo, las ideales son las cebolletas de primavera frescas, blancas y rojas -que son las menos fuertes y más dulces- ideales también para rellenos y para tortilla. Las cebollas pequeñas blancas son las ideales para conservar en vinagre, y para usar en estofados. La chalota, esa variedad de cebollita enana que tanto gusta a los franceses, es ideal para salsas y asados. Y, por último, la "todo terreno", la gorda de piel de color castaño, la más consumida en España, resulta indispensable en cualquier cocina que se precie, y para todo tipo de preparaciones, con la única salvedad de usar de ella, es decir, de pelarla y trocearla en el justo momento de cocinar.
"Naturaleza muerta con cebollas" (1895), Paul
Cézanne
       Y un apunte final, para concluir por hoy. Muchas personas sostienen que la mejor manera de preparar la cebolla consiste en cocinarla mucho. Y tienen parte de razón, en cuanto que este producto no admite bien términos medios: o se sirve cruda -en ensaladas, lo que preserva su sabor asilvestrado, refrescante, un poco picante y una textura sonoramente crujiente-, o confitada sin prisas, muy dulce, lo que hará que su paso por boca resulte delicado, sin la menor aspereza o resistencia. Buen provecho.

Y de  postre, una receta...:
Cebollas rellenas de carne

Ingredientes (para 6 personas): 12 cebollas - 1 huevo - 250 gr. de carne picada - salsa de tomate - 1 lata pequeña de pimientos - vino blanco - 2 dientes de ajo - harina - guindilla - laurel - perejil - aceite - sal.

Preparación: Como primer paso, la preparación del relleno: para lo que empezaremos por rehogar la carne en un poco de aceite; sazonamos con ajo, y añadimos una cucharada de salsa de tomate, un pimiento picado, un poco de perejil, también muy picadito, y 1 dl. de vino blanco. Dejamos cocer todo unos minutos, y ya apartando del fuego, incorporamos el huevo, batiéndolo todo muy bien.
      Para proceder con las cebollas, escogeremos primero unas piezas que resulten de similar tamaño. Le quitamos las capas exteriores, y hacemos, con mucho cuidado, un hueco lo más amplio posible sin romperlas, en su interior. Rellenaremos este hueco con el picadillo, y volvemos a freírlas cuidadosamente. Ya pasada a una cazuela, las regaremos con una salsa resultante de sofreír cebolla picada, con una cucharada de salsa de tomate, un pimiento picado, y un diente de ajo machacado en el mortero con perejil y desleído con un poco de vino blanco. Si fuera el caso, esta salsa puede espesarse con una cucharada de harina. Sazonamos con sal, guindilla y laurel, y dejamos que las cebollas cuezan (tapadas y a fuego lento) hasta que estén tiernas (más o menos, unas dos horas).

...Y un vino:

Martúe 2008 (media crianza) - Bod Martúe - VT Castilla-La Mancha


      Es un fenómeno cada vez más extendido en nuestros días éste de la apuesta bodeguera individual e independiente, que voluntariamente se dispone al margen del ámbito tradicional de jurisdicción de las Denominaciones de Origen de raíz y trayectoria histórica en la zona. En el caso del marco tradicional castellano-manchego, tal fenómeno resulta especialmente relevante, y hasta bien se diría que pionero en nuestro país, si aceptamos por primigenia la ya añeja iniciativa independiente que, hace ya varias décadas, protagonizó, en tierras toledanas, el marqués de Griñón.
      En el caso que nos ocupa, el proyecto de la Bodega Martúe (también toledana), liderada por el viticultor Fausto González (Emilio Aragón y otros personajes famosos también participan en la parte financiera), camina ya, en sus diferentes etapas de desarrollo, por su segunda década, logrando ya, a día de hoy, un catálogo realmente amplio de ofertas diversas, tanto en varietales como en distintos niveles de crianza. En el caso de este Martúe 2008, el coupage de partida es ciertamente notable, con tempranillo, merlot y cabernet sauvignon casi a tercios, y una punta testimonial, de apenas un 2%, de syrah. En su elaboración, también complejidad destacada, con 8 meses de crianza en barrica, repartidos a medias entre el roble francés y el americano. El resultado es un vino realmente impactante, denso y goloso, y muy fácil de beber.

Precio medio: 6,6 €