viernes, 22 de octubre de 2010

Destellos de Hollín (Pag 26 a 36)



en un memorable derechazo desde fuera del área. Quedaban dos, sólo dos goles por subir, y apenas doce minutos para el silbato final. Sarabia, a once minutos del término, marcó el que al comienzo fuera un sueño. Y Señor, honrando su apellido, completó al fin la requerida docena seis minutos antes de que el tiempo reglamentario llegara a cumplirse.
      Doce a uno, el quimérico marcador refulgía insolente e inaudito en la luminosa pantalla, acompasando su pálpito electrónico al acelerado compás de los millones de almas que aquella histórica noche vibraron juntas como nunca lo habían hecho antes. La inocente debilidad del enemigo, en tácito consenso de los televidentes, dejó de ser cuestión a considerar: en modo alguno -así se entendió, en imperial connivencia- podía esa circunstancia, si tal fuera, ensombrecer o limitar la magnitud de la gesta.
De entre todos los eufóricos cautivos, sin parecerlo en su discreción, don Matías, el respetado “Tornasol”, era, sin duda, el más afectado. Como correspondía a su natural condición, había afrontado sin asomo de la menor duda, desde el principio, la certeza de que los colores de España se bastaban y sobraban para solventar aquel y cualquier otro envite que pudiera llegarnos de una isla, como la de Malta, civilizada en tiempos por la Corona de España y ennoblecida por la generosa cesión que de ella hiciera Carlos I a los nobles caballeros de la Orden de Rodas, errantes, tras su desalojo por el infiel de la isla de tal nombre que antes ocuparan, y acogidos, a resultas de su destierro, en ésta, mudando desde entonces y en reconocimiento de gratitud, por pura lógica geográfica también, a ver si no, su nombre anterior por el Orden de Malta.
      Don Matías Cuernavaca y Muerdecojón, bautizado “Tornasol” en el trullo por el evidente parecido que su aspecto físico guardaba con el personaje de Hergé, ahorraba más palabras que gestos. Elevando las cejas, saludaba. Cerrándolas, despreciaba, insultaba y mandaba a paseo. Si se ayudaba con un ligero fruncido de boca, pedía que le acercaran algo. Entreabriendo los dos dedos más largos de la mano izquierda solicitaba un cigarro; y asomando el pitillo hacia alguien, le pedía fuego. Así se gobernaba don Matías, y le iba bien. Sus dos acólitos, Tomás y Raúl, compañeros de celda, dominaban a la perfección el lenguaje gestual del viejo y estaban prestos siempre a la traducción necesaria a quien no pudiera entenderlo.
      Don Matías se sabía adulado, y aún en exceso, pero se complacía en ello. Conocía el pacto al que por él y su secreto habían llegado los dos lagartos; la razón del betún que le aplicaban. Pero, fuera por esto o por lo otro, reconocía también los buenos modos y el respeto que los pícaros le guardaban, y no ignoraba, por encima de la comprensible codicia, el afecto sincero y tierno que el obligado roce había hecho surgir en el trío.
      La diferencia de edad, notable, pues don Matías iba para los sesenta y dos, en tanto que Raúl sumaba treinta y siete, y Tomás, recién cumplidos, apenas veintiséis, no era obstáculo para su buen entendimiento. El viejo ejercía sobre los jóvenes un magisterio natural que éstos, al margen de intenciones aviesas, agradecían sobremanera. Aconsejaba con tino, ilustraba y adornaba con amenidad el relato de las mil anécdotas de su vida; brindaba con generosa frecuencia préstamos y anticipos, y, de un modo muy especialmente gratificante, en las muchas ocasiones en que allí era preciso, sabía como nadie consolarlos con dulce ternura paternal.
      Por su parte, la pareja, sin dejación del afán de su complicidad por sonsacar al viejo, que aplicaban con empecinada persistencia a la menor ocasión, en los dos años de obligada vecindad habían llegado a descubrir también un particular afecto por “Tornasol”. Se diría, si la sangre de los Cuernavaca y Muerdecojón, y la alcurnia a que tal nacencia obliga no lo hiciera de todo punto imposible y hasta insultante a la razón --la de don Matías, particularmente--, que en muchos aspectos de su cotidianeidad llegaban a conducirse a tres bandas como auténticos colegas.
      Aparte la evidencia, de lo mucho ganado ante don Matías por ambos pícaros hacía buena prueba el hecho singular y destacado de que sólo con ellos, cuando él quería, eso sí, se mostraba el viejo locuaz. Don Matías no se hablaba con cualquiera. Sus gestos y ademanes, órdenes casi siempre, eran para él más que suficiente trato a deparar a aquella chusma. Ni siquiera a los guardias les dirigía la palabra de buen grado, ni a los funcionarios tampoco, ni tampoco al médico, un tal García Rodríguez, vea usted, y además Manuel de nombre, cómo para fiarse de su diagnóstico.
-- ¡Don Matías. Dése prisa, por favor, que no llegamos al recuento!.
En su trono de tijera, el viejo interrumpió la lectura de la carta que le ocupaba, la dobló pulcramente y la guardó, y con un golpe de cejas respondió a Raúl, sin abrir la boca: “Es cierto, llevas razón”... A continuación, con un leve asentimiento de cabeza, agitando la mano y comenzando a incorporarse siguió: ...Vayamos, pues. Al tiempo que esto hacía, con el dedo índice dio en señalar, como advirtiendo, el recorrido de su cama.
-- No se preocupe. Sí. Está perfectamente hecha... -respondió Raúl.
      Ya franqueando la puerta de la celda, don Matías, en un gesto displicente de duda, cruzando la mirada de nuevo con Raúl volvió hacia atrás la cabeza...
-- Pero, vamos, hay que ver cómo es usted de desconfiado ...Que sí, don Matías, que ya le he dicho que sí, caray; no se preocupe: le he hecho la cama perfectamente, como siempre... Y no he olvidado el escudo de la almohada, y las iniciales, ¡siempre hacia arriba!... Créame. No sea tan desconfiado, caramba. Vamos, vamos, que no llegamos.
-- Es que hay que ver cómo es usted, don Matías -terció Tomás-... Y no se enfade, pero esa manía suya de abrir la cama y meterse dentro para la siesta es un lujo que se pasa...
      Don Matías, al paso de su renqueante caminar respondió de inmediato con una mueca de protesta y justificación, cruzando los brazos sobre el pecho y agitándolos en un a modo de escalofrío.
-- Sí. Ya sé que pasa usted mucho frío -le replicó Tomás- ...¡Toma, y los demás también; qué se cree!. Pero, por no hacer la cama, nos aguantamos... Pero a usted, ala, hay que hacérsela tres o cuatro veces cada día .
-- Bueno, qué más da -resolvió Raúl. ...Dejemos ahora eso, y vamos más rápido, que como no lleguemos a tiempo luego nos dejan sin partido. Y aunque no valga gran pena, seguro, porque está muy claro que no hay nada que hacer, mejor será poder verlo que repasarnos las caras en la celda.
-- Raúl -habló entonces don Matías, de viva voz-, eres un pobre de espíritu, y lo serás siempre. Y te digo más:¡esa falta de fe y ese entreguismo derrotista tuyo, y de tantos como tú en la irreconocible España que vivimos, agravia y deshonra la herencia de nuestra Historia
-- ...¿agra ... qué?
-- ¡Que me insultas, leche! ¡Que así nos va en esta España desarbolada, sin rumbo!...¡Hasta Malta se nos sube a las barbas!. ... No me extraña. ¿Sabes tú qué es Malta?; ¿dónde está?; ¿cuál es su historia y la nuestra?... Bah, !Qué vas a saber!...
-- No se mosquee conmigo, don Matías -atajó Raúl, conciliador, apagando en tono- ...La historia es que tenemos que meterles once. Nada menos... Oiga usted: nosotros, once, y ellos ninguno. Esa es la historia.
      Tomás, para apartar la cuestión y aprovechando el engarce de la frase, cambió de tercio con enigmática complicidad:
-- Por cierto, don Matías, ya nos contará qué “historia” le traía en la carta la mujer de “Pulgas”. Debían de ser buenas noticias, porque menuda cara ponía al leerla...¡Será posible que no se dé cuenta!: Esa Alicia, y el “Pulgas”, los dos, le tienen totalmente engatusado con la niña, la coba y el peloteo ... Y usted, perdóneme y no le parezca mal, pero tengo que decírselo, porque es verdad, en el fondo no es más que un infeliz que se lo cree todo ... Abusan de su bondad, don Matías. Que es así; que se lo digo yo. Y todos sabemos lo que buscan, ¡vaya sí lo sabemos!...
      La perorata de Tomás Almendrilla no obtuvo de don Matías la menor respuesta, ni gestual ni vocal. Ya situados en las filas del recuento, el silencio reglamentario acabó por zanjar la polémica, reintegrando al viejo a su clásico y cómodo papel de etéreo ausente.


                                                      ***

      El patio de la Quinta, orientado a mediodía, es con mucho el más amplio, el mejor dotado y hasta se diría, si no fuera cruel sarcasmo, el más apañado y agradable de todos. Una circunstancia ésta para nada casual, ya que la propia Quinta Galería y sus huéspedes son, por decirlo para entendernos, los mejores, los más llevaderos, los menos conflictivos y de mejor comportamiento. Una mezcla heterogénea, aunque sí selectiva, de condenados por penas menores, en unos casos, junto a otros penados de larga estancia pero ya bien adaptados al régimen penitenciario.
      Dentro del universo carcelario, habitar en la Quinta supone status de privilegio y confianza. Si en algún caso fuera cierto y pareciera cumplirse el lema institucional que justifica el internamiento en pos de una deseable reeducación y rehabilitación social del preso, el colectivo de la Quinta serviría, sin duda, como mejor modelo. No son angelitos, a qué negarlo, pero la proporción de buenos y malos, de honestos y arpías, posiblemente es aquí más favorable que en la procesión del Corpus toledano. La mayoría de los que ahora vemos, haga el lector ese esfuerzo, alineados para el recuento de la tarde, dieron con sus huesos en este infortunio por lo que Cecilia matizara tan bien en su canción como “algún desliz inconexo”: estafas de guante blanco, y otras, las más, gris y ocre, todas alimenticias y urgentes; vicios de menor y de mayor rango, humanas debilidades, disfunciones de la carne; robos, abundan; y atracos, varios. Codicia y necesidad que obliga. Y alguna sangre también, claro, violenta y compulsiva, locura ciega de un instante.
      Tomás Almendrilla es buen ejemplo. Véanlo ahí, con su juvenil galanura, alto y espigado, limpio su atuendo y limpia su mirada, peinado al tejadillo con laboriosa precisión. ¿Quién diría que hizo algo que deba purgar en este encierro?. Si es que no pega... Lo suyo fue mala suerte, de la peor. Y el tiempo, que le cegó, que no supo controlar y acabó jugando en contra.
      A los dieciocho, más guapo que un San Luis, mantenía a plena satisfacción tres novias en el mismo barrio, dos de ellas en su propio bloque. Acudía puntual cada noche de jueves, por agradecimiento y por seguir aprendiendo, a visitar clandestinamente a doña Flor, vecina del cuarto, incombustible esposa de don Bernardo, el oficial de Bomberos, que le había iniciado dos años antes en los dulces secretos de Eros.
      Cursaba el joven en la Facultad primero de Económicas, y completando su agotadora jornada, buena prueba y medida de su afán y ambición, repartía cartones, de siete a once y media, sábados y domingos a jornada completa, en el bingo “Cartón d’Or”, propiedad de su tío Indalecio.
      Lo que ocurrió con él fue, a todas luces, a todas luces, un cúmulo de desgracias. El mundo al revés, que se ensaña con los más confiados. Primero, aquella acusación vengativa de doña Flor por el asunto del relicario y los pendientes. Una fruslería, aunque el joyero que actuó por encargo judicial tasara el lote por encima del millón de pesetas, ¡qué exageración!. Y el juez también, ¡hay que ver!, dando más crédito a la vieja que al bueno de Tomás.
      Denunció doña Flor que el joven, en un descuido, había violentado la cómoda de su dormitorio, allí donde ella guardaba las joyas, herencia preciosa de su santa madre. Y añadió también en la denuncia, por sumar leña y protegerse de paso de las seguras iras del bombero, que luego de la cómoda el pollo también la había tratado de violentar a ella, consiguiéndolo, según dictó en comisaría, en tres sucesivas acometidas. Menos mal que, tanto, no coló. Lo del robo sí, dijo el juez, y argumentó como prueba que el rapaz había acudido con las piezas, ya desmontadas y por separado, a un acreditado perista del barrio que resultó ser al fin, mala suerte, confidente de la policía. Pero en lo otro no hubo cuestión. De violencia, nada. Y tres envites, ¡hombre, por Dios!. Según demostró Tomás con abundancia de testigos, menos el bombero, al parecer todo el vecindario estaba al cabo del cuento. La historia de las citas de tapadillo venía de antiguo, era notorio y, por supuesto, consentidas. ¡Y ya -amenazó el señor juez con mucha seriedad- que no se volviese la denuncia por pasiva, según dijo, y tuviese ella que dar cuenta y vérselas como imputada por corrupción de menores, ya que algunos testigos afirmaron que la clandestina coyunda venía, con el joven, de muy antiguo. “Eso, eso, diga usted que sí, señor juez!”, apuntaló Tomás, con irreverente entusiasmo. Pero el magistrado impuso silencio a todos y dio por zanjada la cuestión con la devolución de las joyas, el caso quedó en hurto, un multazo al chaval de no te menees, y una condena de un año de cárcel, que Tomás no tuvo que cumplir por ausencia en él, entonces, de antecedentes penales.
      Todavía antes de finalizar la vista, el bueno de Tomás, por abundar más y mejor ante Su Señoría con más pruebas concluyentes que dieran fe de su inocencia, ofreció al Tribunal, al ser requerido si tenía alguna alegación última que hacer, la posibilidad de recoger el testimonio de Elisa, su novia oficial por aquellos días y presente en la sala en los bancos del público. Lisa, como él cariñosamente la llamó volviéndose y señalándola al juez con el dedo, era una joven rubia platino, todo candidez e inocencia en su mirada de niña, aunque con unas impresionantes formas anatómicas de exultante rotundidad. Según argumentó Tomás, con la venia, Lisa podía declarar bajo juramento, y estaba allí dispuesta a hacerlo si a tal se la requería, que jamás, jamás, ni siquiera en la memoria de sus primeros encuentros amorosos, había alcanzado Tomás a hacerle doblete sin un prudente y necesario plazo por medio de recuperación ...¡Cuanto más tres, Señoría!, expuso el acusado, cargado de razón. ¡Y con doña Flor!...¡Por favor. Juzgue usted mismo, señor juez: si no pude ahí -explicó lleno de lógica, señalando a Lisa- , con perdón de la sala, ¡menuda diferencia de género!... El magistrado, abrumado por la evidencia de la razón esgrimida, y la risa general que se suscitó en la sala, con un seco mazazo en el estrado cortó con urgencia el tema, rechazó por innecesario el testimonio de Lisa, y dejó visto para sentencia el episodio.
      Luego aconteció la desgracia del tío Indalecio, a los pocos meses, fulminado por aquel terrible badajazo que se le vino encima en plena misa de San Marcos. Fue horrible. El fatal capricho del destino, apuntando, una vez más, a la fácil diana de los Almendrilla. Ocurrió así: Indalecio Almendrilla, hijo sobreviviente de don Graciano, natural de San Marcos de la Ribera, residente en Madrid desde sus años adolescentes, cumplía con devoción cada año una cita sagrada e imprescindible cual la de asistir con pío recogimiento a la misa mayor del santo patrono de su pueblo, al mediodía de todos los veinticinco de abril. En los últimos años, desde hacía diez, el místico peregrinaje de expiación incluía también, con el mismo solemne ritual, la visita previa, al amanecer, al cementerio local, en las afueras, al otro lado del río.
      La rigurosa educación que sus padres, don Graciano y doña Emérita, le aplicaran en la niñez había fermentado su ánimo hacia un patético misticismo de indolente apariencia. Un no sé qué de ausencia y frialdad, que en los negocios traducían en su favor por rigor y seriedad, pero que en lo personal justificaba con creces su empecinada y lógica soltería. La experiencia y la memoria le alejaban del mundo. El drama de su hermano Daniel no cejaba de torturarle aún en la conciencia como una enfermedad incurable, agravada ahora, en los últimos años, por el peso asfixiante de la maldición paterna y el cada vez mayor reparo que sentía por su culpable condición de propietario, que era, de un negocio tan poco edificante como el “Cartón d’Or”.
      En su memoria más fresca, no dejaba Indalecio de revivir aquel día terrible, siempre presente, en el que tuvo la nefasta ocurrencia de envalentonarse y, por consolar, contar a su progenitor, en el lecho mortuorio, su por entonces recién estrenada faceta empresarial, creyendo él, insensato, que así don Graciano, confortado por la noticia y la estabilidad de futuro que ésta representaba para el porvenir de su hijo mayor, descargaría preocupación e incertidumbre en el apurado tránsito de su inminente agonía.
      Pero, quién tal dijera. El viejo, que había ejercido como sacristán de San Marcos durante cuarenta y dos años, simultaneando este oficio voluntario y altruista con el propio familiar de guarnicionero y capador, reaccionó del modo más violento y desaforado que cupiera imaginar. Primero, desorbitando los ojos tras la noticia, paralizó, a todas luces voluntariamente, su corazón durante más de dos minutos. Luego, a la vuelta, sacudido por el frenético espanto de Indalecio, dio en borbotonear convulsivamente sangre y bilis al tiempo que despotricaba latinajos intraducibles pero sin duda apocalípticos, contra aquel pecaminoso vástago, inductor, promotor y cómplice de un vicio tan condenable como lo es el juego.
      Así murió don Graciano, con una frase incógnita




miércoles, 20 de octubre de 2010

Oporto (I). El gallego que pudo ser ...y no fue.




      Qué dirían si les dijera que el llamado vino fino, el jerez, las manzanillas, los olorosos y amontillados, andaluces y españoles, y el luso oporto, pudieron muy bien haber sido gallegos. Pues, sí señor, a un tris estuvieron de serlo. Lo evitó, miren por dónde, el escrupuloso recelo religioso de Felipe II.
      Ocurrió esto que os cuento hacia la mitad del siglo XVI, cuando los ingleses, tras haber perdido definitivamente sus amplísimas posesiones históricas en Francia –Burdeos incluido- (toda la franja occidental francesa, hasta los Pirineos, había sido dominio de la corona británica) se las vieron con la pena añadida de no disponer de vino, ni bueno ni malo, en su ahora forzado retiro isleño. La cosa era grave, porque la Corte y la nobleza inglesa se habían acostumbrado realmente mucho y bien al disfrute del vino; mucho más, incluso, entonces, que los propios franceses, cuyo territorio de dominio había estado secularmente separado de los grandes pagos de viñedos del tercio occidental, heredad secular de los reyes normandos, quienes, en el siglo XI, tras la decisiva batalla de Hastings, se hicieron con Inglaterra y su Corona.

      En esa segunda mitad, como digo, del siglo XVI, Inglaterra vivió un larguísimo periodo encadenado de guerras con Francia, lo cual conllevó, entre otros males, una pertinaz falta de provisión de vino. Así pues, por remediarlo, los mercaderes ingleses su pusieron como lobos a la empresa de buscar en otros lugares caldos alternativos que llevar a las mesas de sus señores. Necesariamente había que navegar hacia el sur. Y en esa deriva, lo primero que encontraron, y con gran regocijo por cierto, fueron los vinos de nuestra Rivadavia, de los que ya habían oído hablar, y hasta es posible que hubieran catado, dado que ya por entonces gozaban de un enorme prestigio en las mejores mesas de la Corte hispana. Y así empezaron unos años a llevarse y a hacer los primeros pedidos de nuestro vino ...hasta que el asunto llegó a oídos del severo Felipe II, quien montó en cólera al conocer que se estaba comerciando con los herejes albiones, y prohibió taxativamente que continuara un día más aquella relación nefanda. Los británicos, decepcionados y llorosos, porque ya le habían tomado el gusto al Ribeiro, hubieron de desistir y proseguir su búsqueda más al sur, hallando acomodo así en nuestra vecina Portugal, donde probaron y gustaron de los vinos que se hacían en el interior, casi en la línea fronteriza con España, aguas arriba del Duero. Y allí se quedaron, y así nació el Oporto, hoy tan afamado y celebrado en todo el mundo.

En el Alto Douro, junto a la frontera española,
 se sitúan, en vertiginosas terrazas,
las viñas del oporto

      Por cierto que, como sabrán muchos, y habrán podido constatar incluso personalmente, en O Porto no hay viñas; al menos no de las variedades que dan origen a su celebérrimo vino, la tinta rouriz (que viene siendo nuestro tempranillo), la touriga, de origen francés, y la autóctona tinta cao. Y es que las viñas del oporto requieren plantación en secano, en clima duro continental, de inviernos fríos y veranos abrasadores, de ahí que todas ellas se sitúen en esa región fronteriza que nuestros vecinos llaman Alto Douro, donde el río discurre encajonado entre imponentes laderas de escarpada verticalidad, que los portugueses modularon y adaptaron, ya en aquellos lejanos tiempos, en un sistema impresionante de complicadas y abruptas terrazas, lo que hace dificilísimo y agotador el laboreo de las viña y su vendimia. Razón que justifica y explica –en otro inciso más- el precio necesariamente caro del oporto, ya que, además de otros costes derivados de un proceso peculiar, largo y complicado de elaboración, la vendimia del Alto Douro tiene que seguir haciéndose hoy en día de manera manual, y con gran esfuerzo humano, ya que esas escarpadas terrazas impiden la introducción de recursos de mecanización.
      Pero, a lo que íbamos. Los ingleses se quedaron allí, y aquel vino de alta sierra empezó, ya elaborado y en sus toneles, a circular río abajo a bordo de esas típicas barcas de alargada silueta que ellos llaman “rabelos”. Digamos también que aquel vino, primero histórico de oporto que se llevaron los comerciantes ingleses, era un vino de elaboración común, con sus 12/13 grados, imaginamos; resultado de un proceso de fabricación similar a los corrientes de su época –y a los comunes de hoy en día-, es decir, básicamente, fermentación completa, y envejecimiento posterior, más o menos intenso, en barricas de madera. En Oporto se levantaron pronto almacenes para guardar el vino ya elaborado en espera de su embarque, y el tiempo hizo que, continente por contenido, aquel vino en cuestión, cuando ocurrió el milagroso “problema” que les contaré en la próxima entrega, y cuando, a raíz de ello, empezó a cobrar fama la peculiarísima singularidad con que los ingleses lo atajaron, pasara a tomar el nombre del puerto de embarque y no el de la zona de producción original. Había nacido, por bautizo inglés, el oporto.












martes, 19 de octubre de 2010

Salsa española




     Al rebufo de la moda de genialidades de la nueva cocina de vanguardia, de la proliferación, como setas de otoño, de émulos de los cuatro o cinco genios que, de verdad, lo son, las osadías en combinaciones imposibles, en maridajes estrambóticos, en temeridades bárbaras a la hora de mezclar productos y sabores, es hoy, y cada vez más, lugar común en la oferta de infinidad de restaurantes de presuntas ínfulas, que no hacen más que medrar y crecerse en el envite, ante el cómplice papanatismo de muchísimos clientes, más admirados con el mini-minimalismo que viene en sus platos, y con la sorpresa que se les presenta en ellos en cuanto a combinación de colores y tonalidades, que, como debiera ser, razonablemente exigentes con la calidad –y cantidad- del producto que se les vende, y el tratamiento respetuoso que ese producto ha recibido en los fogones.
      Las cosas son así, y las modas mandan. Y muy poco, salvo la osadía de la protesta, nos queda que hacer a los pocos críticos y disidentes que aún somos, en tanto la ola generalizada de papanatismo no acabe de pasar y al fin se asiente la oferta en la cordura, y la exigencia del comensal en la razón de un sano juicio.
      Comentando sobre este fenómeno hace pocas fechas en un privilegiado y reducido círculo de tertulianos afines, un prestigioso chef, reconocido maestro de cocineros, remató con una frase sentenciosa muy significativa: “Lo que yo te diga –dijo-: la mayoría de ellos (de esos cocineros progres y “creativos”) no saben ni hacer una “salsa española”.
      Y con las dos coplas me quedé yo, para traerlas hoy aquí, a este comentario “A MESA Y MANTEL”. La primera, la del papanatismo que nos invade ya queda dicha y enunciada, para la reflexión de cada uno. La segunda, es a la que ahora vamos: la “salsa española”. Porque pudiera ser –aunque, claro está que con muchísimo menos pecado que el de esos cocineros rompedores a quienes se dirigía el reproche- que tal vez no sean pocos los que, entre nuestros pacientes lectores, ignoren que existe una salsa, universalmente célebre, básica y esencial, fundamental y primigenia donde las haya, que lleva ese nombre. Que se llama así: “salsa española”.

 

La salsa de las albóndigas, por ejemplo,
sería,  en su vulgarización máxima,
 un derivado popular de la "salsa española"


      Bueno –dirá alguno- la “española” sí, es ciertamente una de las salsas más importantes de la historia de la cocina europea; pero de “española” sólo tiene el nombre: realmente es francesa. Hombre... en fin; según y cómo. Tampoco es eso. No negaremos que su formulación plena y, sobre todo, su proyección, nace y parte de los fogones franceses. Pero “española” lo es también, al ciento por ciento, al menos en su origen, que está muy documentado. Veamos cuál es la historia. Y cuál, primero, el fundamento de esta celebérrima salsa.
      Resumiendo mucho, podemos aclarar que se trata de la salsa que da pie, por ejemplo, muy degenerada y simplificada ya, a nuestras caseras albóndigas: esa salsa que resulta de fundir, fusionar en una, el fondo muy reducido de un buen asado de carnes y verduras, con un “roux”, es decir, una fritada suave, de harina en aceite, o –mejor- en mantequilla, hasta un punto ligero de tostado, sin que llegue a quemarse.

      Esa salsa esencial resultante, ligazón de harina tostada con los jugos del asado, que se servía fundamentalmente como acompañamiento de los platos de carne, fue llevada a Francia por los cocineros que acompañaron a la infanta española Ana de Austria, hija mayor de Felipe III, al contraer matrimonio con el futuro Luis XIII.

      Y efectivamente, los grandes cocineros franceses del XVII, del XVIII, y del XIX, perfeccionaron sucesivamente, y sofisticaron, esta salsa hasta lo sublime de su complejidad, empleando varias horas en su preparación, e implicando, como presupuesto esencial previo de ese fondo esencial superreducido de carne, que debía alcanzar un punto de cremosidad densa e hiperconcentrada, la cocción de diversas piezas de caza, como perdices, codornices y conejos, mas codillo de ternera, pollo, y aderezado todo con cebollino, perejil, ajo y albahaca, mas el añadido, para la reducción, de una buena dosis de vinos de madeira, borgoña y champán. Luego, una vez completado el paciente hervor, la suprema ligazón con la harina tostada... y a la salsera. Hete ahí, en su expresión máxima, la celebérrima y universalmente clásica “salsa española”. Buen provecho.







La infanta española Ana de Austria (cuya boda tuvo lugar, en Burgos, el 18 de octubre de 1615, y luego en Burdeos, un mes más tarde) tuvo una vida azarosa en la Corte francesa. En la primera etapa de su matrimonio sufrió la inquina del valido Richelieu, que la llevó a vivir separada del rey durante un largo periodo, al propagarse la especie, nunca probada, de sus supuestos amores secretos con el duque de Buckingham. Alejandro Dumas, recreando literariamente este presunto affaire, con el famoso collar por medio, dio vida a las aventuras de “Los Tres Mosqueteros”. Pasados unos años de destierro, tras la muerte de Richelieu, los monarcas volvieron a reconciliarse, muy en particular gracias a la favorable mediación del sucesor del valido, el también cardenal Mazarino. Tras la muerte de Luis XIII, Ana ejerció como Regente de su hijo, apoyada siempre en la íntima relación con Mazarino; incluso llegó a decirse que ambos se habían casado en secreto. Al fin, cuando Luis XIV alcanzó la mayoría de edad y ocupó el trono, muerto también Mazarino, decidió que no habría más valimientos, sentenciando la decisión con la célebre frase de “el rey soy yo”.


jueves, 14 de octubre de 2010

Los callos, regusto español



      Sin duda alguna es cuestión de mérito, y hasta de maravilla, que partiendo de unos ingredientes y de una materia prima muy poco propicia, y hasta canalla, pueda lograrse una transmutación tan sorprendentemente exquisita como la que resulta de unos buenos callos. La muy antigua cocina de la casquería sabe, desde tiempo inmemorial, obrar ese milagro. Ya Homero cuenta en “La Ilíada” que las tripas asadas fueron plato principal en el banquete funeral de Aquiles. Y el romano Apicio, autor del más antiguo recetario conocido, no dejó de incluir entre sus propuestas una complicada receta de callos.
      Sí, los callos son un plato señor, de compleja y paciente elaboración, de prosapia antigua, al que sólo las prisas y urgencias de los nuevos tiempos amenaza con arrumbar, al menos en su versión casera y doméstica, que sin duda es la más brillante. Y tal vez no pueda ser de otro modo, ya que unos callos de artesanal factura, con sus mínimas cuatro, o cinco, horas de cocción lenta no admite una versión microondas; ni siquiera, si me apuran, la de olla express.
      En los recetarios tradicionales de Francia y de Italia, al igual que aquí en España, los guisados de piezas provenientes del conducto digestivo de la res, o del cordero, en su caso, son harto frecuentes. Al margen de las formulaciones en cada caso, que son bien distintas, una diferencia notable, en lo que hace a la selección y preeminencia de los ingredientes a concurso, nos distingue a nosotros de ellos; dejándose ésta ver, incluso, en los respectivos nombres del guiso: “trippe”, en italiano, “tripe”, en francés… y “callos”, en español. La etimología de los dos primeros términos no ofrece duda, sí pudiera suscitarla, en cambio, la del tercero, que procede del término latino “callum”, y hace referencia más específicamente al estómago de la vaca. Los callos de ellos, pues, llevan más intestino, y los nuestros más estómago. Además, en prácticamente todas las versiones hispanas de los callos, se hace imprescindible (excepción hecha de los más rigurosos puristas de la fórmula “a la madrileña”, que repudian este concurso) una buena cantidad de pezuña, y hasta de morro de vaca, que da al conjunto una muy especial y delicada gelatinosidad. El chorizo, y la negra morcilla, y un buen trozo de jamón, que dé substancia y perfume, completan el capítulo cárnico del guiso.

Callos a la madrileña


Otra cuestión peliaguda es la de clarificar los infinitos matices, regionales y locales, de nuestros hispanos callos. Y es que con los callos, plato antiguo y popular donde los haya, al igual que ocurre con el cocido, también de inmemorial trayectoria, existen tantas variantes, casi, como fogones. Desde luego, por situar en un mínimo la referencia, cabría decir con plena certeza que en España hay tantas recetas diferenciadas como, cuando menos, regiones autonómicas. Ya quedó dicho que son célebres, y hasta idiosincrásicos, los callos “a la madrileña”; pero también lo son, diferentes y peculiares, los “a la catalana”, y “a la riojana”… los callos canarios, los vascos, los asturianos, tan típicos del “Desarme”, y los gallegos y andaluces, que dejamos para el final en razón de su peculiar semejanza, por el singular concurso que en ambos tienen los garbanzos.

Callos con garbanzos


No he logrado saber desde cuándo, y en qué circunstancia, los garbanzos llegaron a ese feliz matrimonio con los callos. Desde luego, es bien curioso que esa formulación tan peculiar, tan diferenciada de las otras hispanas, concurra en dos regiones tan diametralmente alejadas como son Galicia y Andalucía. Según mi teoría -que he visto que algún otro cronista comparte- la razón de origen debe proceder de la conexión, naturalmente frecuente, entre las Capitanías Marítimas de Ferrol y de Cádiz. De esa relación de intercambio de uno a otro puerto habría derivado el enraizamiento en Andalucía occidental de la receta gallega, marcando luego el devenir de los años, como casi única nota diferencial, la evolución de la salsa andaluza hacia una mayor carga aromática, al introducir el concurso de la hierbabuena.
      En lo que hace a condimentos y aromas distintivos, el del comino se ha hecho casi sinónimo de los callos, pero convendrá ajustar su dosis, porque no son pocos los establecimientos de tapeo barato que malentienden que pueden hacer pasar por callos unos garbanzos malguisados con algo de carne, cuatro huesos, y poco más, si la “carga” de cominos es abundante. Y lo mismo cabría decir del concurso, necesario, del picante en la fórmula. Cierto es que el toque picante, obligado, da carácter a unos buenos callos, pero, por razón parecida a la de antes, no son pocos los taberneros que sueltan conscientemente la mano en el picante pimentón, confiados en el efecto seguro de que cuánto más “rasquen”, más vino requerirá su ingesta.
      Picaresca a parte, la excelencia de unos buenos callos, de probada confianza y artesana factura, merece reservarles la ocasión, y aún un desplazamiento, si se tercia, así suponga éste un centenar de kilómetros. Reseñar aquí algunos memorables es empeño banal, porque con toda probabilidad agotaríamos es espacio que la prudencia impone. De los por mí probados -y ahí va el envite para tí, lector, que puedas aportarme referencia destacada de otros nuevos- sitúo sin duda en el Olimpo, si con garbanzos se trata, los de “Casa Pena”, en Moeche (A Coruña), y los de “La Penela”, que pueden disfrutarse tanto en el establecimiento madre de A Coruña, como en su brillante sucursal de Madrid; sin olvidar los muy fragantes, a la hierbabuena, de “Casa Cristo”, en Cádiz. Ya aquí en Madrid, a qué contaros: la nómina de referencias excelsas es larga. Podría resumirla en un triunvirato, en escala de precios: “Jockey”, “Lhardy”, y “San Mamés”… pero hay muchos más, incluido el que para mí ofrecía los mejores, pero que lamentablemente ya es historia: el añorado “La Cuatro Estaciones”. Buen provecho.

Destellos de Hollín (Pag. 16 a 25)






... O trece, a saber, porque ya he perdido la cuenta entre tanta gilipollez del mira aquí y mira allí; ahora no oigo, ahora sí oigo... y lo oigo todo y más. ¡Bah!... ¡Judío tenía que ser!.



      No se equivocaba Benigno. Doce habían sido, cierto, o trece, sí, a más precisos, en el cómputo global del histórico marcador. Doce goles a favor y uno en contra. La gesta, auténticamente memorable, se había cumplido aquella noche de diciembre en Sevilla, en la víspera de la tradicional jornada de la lotería, cual increíble anticipo de una fortuna que muy pocos se habían atrevido a soñar ni aún minutos antes de que la pelota empezara a disputarse en el helado césped del “Benito Villamarín”. Benigno Sarasa, nuestro pulgoso buen guardia, tampoco, por supuesto. Y bien que se había reído a sus adentros cuando al mediodía, casi se atraganta al oírlo, en el comedor recibió la insólita propuesta de “Fito”, su chungón colega roncalés -Adolfo del Arco Buendía, Adolfito, “Fito” al fin, en la confianza-, de intercambiar con él el turno de guardia de esa noche, en cuyo reparto, según el estadillo de la jornada, correspondía a “Pulgas” el punto central de la madrugada, el de dos a cinco, el “punto del paria” en el argot cuartelero, por este “chollo” que ahora le tortura: el primero en la guardia de invierno, de ocho a once de la noche.



-- Oye... Esto... Quiero proponerte algo que te va a interesar -le había ofrecido “Fito” en la cola del autoservicio- Seguro que te interesa, escucha...



-- ¡Tengo nombre! -cortó, advertido, “Pulgas”, con muy malas idem.



-- Sí. Ya. Perdona, tienes razón. Es que, bueno, ya sabes -replicó “Fito” con cierto recochineo, al tiempo que -le convenía mucho- también conciliador ...Pero es que, ya te lo he dicho, joder: Benigno, no me sale... Es verdad ...con ese bigote y esa cara tuya de..



-- ¿De qué? A ver, ¿de qué?... -saltó el guardia, escamado- ¿De “malas pulgas”, ibas a decir? ¡Gracioso! ...¿Eso ibas a decir?. Pues ándate con ojo, que te estampo la bandeja. ¡No me jodas, Fito!.



-- Que no, coño. Hay que ver cómo eres... No seas tan tiquismiquis, que ahora no va de coña, de verdad. Es que, ya te lo he dicho: Benigno no me sale. ¡Qué le voy a hacer! ... ¡Y Sarasa también te parece mal!... Pues, ya me dirás.



-- Sarasa no. No te equivoques. ...La tonadilla, “Fito”, déjate de cristos, la tonadilla es lo que me sienta mal; lo sabes de sobra, ¡listo!.



-- Ya... Bueno, pues, sin tonadilla. Benigno Sarasa, escucha: te propongo cambiar el punto de esta noche... ¿Quéte parece?



-- ¿Es otra coña tuya?



      Pero al instante advirtió Benigno que la oferta iba en serio, sin truco ni doble intención. El bueno de “Fito”, tan listo él, nunca dejaría de sorprenderle: realmente creía en los milagros. Y es que el navarro era hombre de fés inquebrantables, y Sarasa un descreído. Sabía “Fito”, o, mejor, intuía, que aquella noche, contra todo pronóstico, podía deparar sorpresas históricas que valdría la pena no perdérselas; porque los héroes, como él decía, se forjan en un instante de gloria, cuando el coraje se muestra capaz de imponerse a la razón sin aviso ni anuncio.
      En fin...Cada uno con su guerra –pensó Benigno- , y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Y mejor, mira, que ya todos somos muy mayores para saber lo que nos conviene.



-- Bueno, vamos a ver. A ver si me aclaro: yo hago el tuyo, y tú haces el mío. ¿Es eso lo que dices, no?



-- Sí, eso es.



-- ¿Esta noche?



-- Claro



-- Ya... Por el fútbol: quieres ver el partido ... Por si remontamos...-el recochineo era ahora de “Pulgas”, marcando la burla con el tic de un temblor peculiar en su mostacho. ...Bueno, bueno, la verdad es que yo también pensaba verlo ...Porque, claro, todo es posible y... -reprimiendo la carcajada, remató- hasta que no se pita el final, verdad, pues nada está escrito.



-- Por supuesto que no. ¿Qué dices?



-- Está bien. Vale. De acuerdo... -acabó por aceptar, fozando el gesto de adustez que le convenía recuperar- ...Pero es un favor. Recuerda que me debes uno.



                                                       ***



      Pastor en el Baztán hasta los diecisiete años, sin pisar escuela hasta entonces, descubrió “Fito” la vocación benemérita la tarde de un ya lejano día de mayo en el que, azuzado por el diluvio más intenso que jamás se haya conocido, corrió a refugiarse, con las siete vacas de la menguada heredad de sus padres, al amparo de los muros derruidos del que en tiempos fuera afamado monasterio de San Telurio, de muy antiguas resonancias templarias. Allí, en la húmeda penumbra del viejo ábside, al fondo de la oquedad que éste formaba como único vestigio erecto de las nobles trazas románicas que le distinguieran en tiempo inmemorial, vivió su crucial encuentro.
      Una pareja de hombres, encapotados de un verde punto por punto mimético con el lustroso manto vegetal que recubría los viejos sillares, habían ocupado plaza de alivio antes que él en el lugar, y con la misma pretensión, la de buscar como él amparo allí del fortísimo aguacero. El atemorizado sobresalto del joven pastor fue mayúsculo y morrocotudo. O morrocotudamente mayúsculo. De síncope. Y más si se completa el dibujo con el inquietante dato de la solemne inmovilidad que ofrecían las silentes figuras, encrestadas ambas las dos en brillante negro acharolado bajo el que refulgían dos miradas alerta enmarcadas en sombra como único indicio humano, apenas una sutil rendija de amenazante vida en unas siluetas revestidas del inquietante respeto que les otorgaban aquellos imponentes mantos con que se vestían, amplios hasta los pies y apurados arriba, en grandes solapas, hasta el confín de los ojos.
       Las piernas del espantado chaval, faltas de riego por el susto de tan inesperado encuentro, desoyeron la orden de huir de allí despavorido. Y así quedó, agarrotado, inerme y empapado frente a ellos, dos segundos que le parecieron días.
      Los guardias también pasaron lo suyo, vaya que sí, aunque fueron más prontos en la respuesta. Al rato, disipadas al fin todas las dudas sobre su esencia mortal, apaciguado el ánimo y aclaradas las identidades de cada quien, el trío acabó por juntarse solidaria y amigablemente al abrigo de aquel recodo de historia y compartiendo en la espera las suyas propias, las historias personales de cada uno, su ser y hacer. El joven pastor, la solitaria rutina de su pesado oficio; los guardias, la fascinante atracción, así se lo pintaron, de una vida de aventura y riesgo, aliñada con el gratificante plus que se infiere del uso legítimo de las armas, el poder, la autoridad, el respeto... Cuando escampó, Adolfo ya era “Fito” para sus nuevos amigos, que se brindaron de buen grado a orientarle y a ayudarle en la determinación firme manifestada por el zagal de ingresar, si ello era posible y le aceptaban, en tan benemérita cofradía.



      En su aislado destierro, repasando ahora “Pulgas” al vuelo ésta y otras historias de la azarosa vida de su colega, caía en la cuenta sabida de la buena estrella que guiaba siempre al roncalés. Avisado debiera estar, no obstante, por los claros antecedentes que obraban en la experiencia de su relación, ya que cuántas veces trocara, apostara, teimara o desoyera los consejos de “Fito”, cuantas salió “Pulgas” malparado.
      Como cuando le “colocó”, al poco de presentados y para  negociarlo, el lustroso coche de don Matías, un impresionante Mercedes 200, por cien mil pesetas, ¡un chollo!, y supo, dos meses después, que le habían dado esa cantidad tan sólo por la radio, que resultó ser de una serie especial, muy limitada, cotizadísima como pieza de colección. O cuando aquella otra vez, imprudente, en que, por presumir, porfió con el navarro en la cantina, con mil duros por medio, que él había saludado personalmente, y daba por ello fe de la existencia real del Señor Casamajor, personaje popular entonces en las tardes de Radio Nacional, ignorando que el bueno de Adolfo sí tenía constancia cierta, por una visita que había hecho a la emisora, invitado por uno de aquellos guardias del encuentro crucial roncalés bajo la lluvia, hoy brigada y comandante de puesto del cuartelillo de Prado del Rey, de que el tal personaje radiofónico no era otra cosa que un sosia gutural de la prodigiosa voz de Javier Sardá. La lista, en fin, de empecinadas derrotas frente a “Fito” resultaba ya tan larga para “Pulgas” como poco pedagógica. Nunca aprendería, ni admitiría tampoco que las estrellas no se siguen, en el reparto de sus favores, por el tamaño de la nariz ni el brillo de los ojos. Pero Benigno lo entendía a su manera, y en su vanidoso magín no cabía el que la fortuna, la intuición y la listeza pudieran aliarse con una napia sobresaliente y aporrada, una mínima talla, la justa y necesaria para el ingreso benemérito, y una mirada cenicienta y aparentemente ausente, que tal era el peligroso, por equívoco y confianzudo, retrato de “Fito”.
      El de “Pulgas”, su retrato, no estaba tampoco exento de perfiles equívocos. Al primer vistazo diríase que aparentaba los cincuenta cumplidos, casi diez más de los que realmente tenía, y su talante y actitud no animaban en modo alguno a abrirse con él en confianzas tras el primer saludo. Cejijunto, de mediana estatura y largo de peso, fuerte y recio hasta en el andar, dibujaba su cara una expresión permanente de duros trazos fileteados por las amplias arrugas, casi surcos, que parcelaban su frente y su cara. A esto unido un brillo de especial alerta y recelo en la mirada, y el agresivo mostacho de ampulosas proporciones que llegaba a desdibujar la línea de sus labios, daban a su presencia un aire de respeto y pocos amigos que, en justicia, en nada se correspondía con su personalidad real, mucho más próxima a la dócil templanza, y hasta a la ternura, que a la bronca adustez que aparentaba. Pero el guardia disfrutaba con el engaño y no se ocultaba a sí mismo un íntimo orgullo por el pulgoso mote que le habían otorgado sus compañeros; que algo de razón tenían, a qué negarlo, porque, como buen tauro, Benigno podía ser de natural apacible, y hasta bonachón si se quiere, mientras no viera amenazada su paz y su parcela, en cuyo caso surgía el pronto imparable de una embestida feroz y violenta, de muy, pero que muy malas pulgas, seguro.



      Encajonado en la garita, bufando su infortunio, dolido por la bulla de aquel eco pertinaz y, en lo físico también, por el cada vez más insufrible padecimiento que le producía su dedo gordo del pie, en pleno ataque de gota, se diría que nunca como ahora un mote resultó tan ajustado. Y eso que su febril imaginación no llegaba a adivinar siquiera la mitad del escandaloso jolgorio que el torrente de goles estaba provocando en el atestado comedor, mudado ahora en salón televisivo.
      La escena se cuenta y no se cree: Julián Pacheco, el más frío y siniestro de los funcionarios, dando brincos abrazado a Pedro Expósito, alias “Tacones”, confeso de cuatro asesinatos y sospechoso sin pruebas de otros tres más. Y Paulino Martínez, “Almendras” repartiendo sin control canutos por doquier y olvidando esta vez -lo más grave e insólito- hacer la correspondiente anotación en su famosa libreta de cuentas. Aquella, sí, era una situación de todo punto desbordada. Incluso “Lupe” y “Agatha”, o lo que es lo mismo, Rafael Sánchez Villarreal y Teodoro Fornos Cuadrado, aprovechaban sin recato la ocasión para besarse con arrobo en público, seguros de no provocar con ello esta vez, como solía ser habitual, las iras jocosas y crueles de sus compañeros, que les habían prohibido taxativamente cualquier tipo de manifestación de tal guisa fuera de la intimidad de la celda que compartían. Por el aire volaban, como fuegos artificiales, a cada gol, cubiertos y zapatos. Y ni siquiera se oyó sonar el silbato del funcionario vigilante cuando un transistor, con el cuarto de Santillana, salió proyectado desde la tercera o cuarta mesa del fondo para ir a estrellarse contra uno de los plafones de luz del techo. Para quien lo viera, ajeno a la patriótica razón que lo provocaba, no cabría la menor duda de que allí se estaba desarrollando en toda regla un motín, de momento incruento, pero de final imprevisible.
      Lo que estaba sucediendo en el Benito Villamarín, por histórico e inaudito, es muy cierto que holgaba razones para justificar cualquier exceso. Si el reto que, a priori, se le planteaba a la selección española, comandada por Miguel Muñoz, parecía imposible de alcanzar de todo punto, aún y a pesar de la inferioridad reconocida de la débil formación maltesa, los once goles necesarios para asegurar plaza en París, en disputa de la Eurocopa, resultaban un empeño casi absurdo, por utópico. Ganar, bueno. Pero hacerlo por una tan abultada diferencia, imposible. Así había razonado “Pulgas” en la mañana, y así está ahora, comiéndose las entrañas en la garita por el milagro que intuye.
      Como si el destino quisiera rizar el rizo de la emoción, el partido se había iniciado con los peores presagios. En el minuto dos, apenas situados los hombres en el césped, Señor, quien luego compensaría el error con la guinda final, se encargaba de fallar un penalty. Era la primera nota de mal agüero. Poco después, Víctor hacía lo más difícil y, sólo ante Bonello, mandaba el balón al poste.
      Empezando así, no fueron pocos los que abandonaron la frágil esperanza que aún pudieran albergar del sueño imposible, cambiaron de canal, o buscaron otro ocio más reconfortante. Pero en el comedor de la cárcel no se movió nadie, entre otras razones porque el permiso especial lo era sólo para este evento y no cabía posibilidad alguna de otra elección. Las charlas, eso sí, y las voces, más altas que lo que la atención requiere, empezaron pronto a distraerse, ajenas al desesperanzado espectáculo televisivo.
      Al filo de los primeros quince minutos llegó el primer acierto rematador de Santillana, y apenas instantes después, el jarro de agua fría del gol maltés, inducido por un garrafal rebote de Maceda que acabó en propia puerta ante un sorprendido y desolado Buyo. El cántabro Santillana, el único salvable de la primera parte, acertó dos veces más, pero el escuálido 3-1 con que finalizó el primer período no hacía concebir la más mínima esperanza. Quedaban aún por solventar cuarenta y cinco minutos, pero el objetivo necesario de los once goles, doce ahora ya, tras el malaje del tanto maltés parecía una absurda utopía.
      La emoción, toda la increíble emoción, en un agónico “increscendo”, llegó con el comienzo de la segunda parte. El equipo español que ahora saltó al campo parecía haber mudado en decidido coraje toda la gris apatía que exhibiera antes. Nada más empezar arrancó la racha afortunada de Rincón, hasta entonces muy oscurecido. Y este tanto, el cuarto, catapultó al equipo español hacia la goleada. El mismo Rincón volvería a acertar en la diana en el minuto cincuenta y seis.
      Sin tregua, en sólo tres minutos, entre el sesenta y uno y el sesenta y cuatro, llegaron otros tres goles, dos de Maceda, que se reconciliaba así del fallo del autogol, y otro más de Rincón. A menos de media hora para el final, sumando éstos a los de la primera parte, el marcador señalaba un claro ocho a uno, que acercaba a España a su objetivo.
      Los últimos veinticinco minutos se vivieron en un ahogo de tan imperiosa angustia que, como luego ha de verse, a más de uno le resultó trágica. En el campo, la urgencia no concedía siquiera tiempo para los abrazos y efusiones habituales tras el logro de cada gol. De inmediato volvía a estar el balón en juego y el cronómetro en marcha para forzar el milagro. La ambición, único objetivo, era alcanzar la docena, todo lo demás era aleatorio en un lance sin igualdad. Santillana acertó su cuarto en el setenta y cinco, y Rincón, tres después, igualó ese parcial

miércoles, 13 de octubre de 2010

Crítica y gastronomía




(Texto de la intervención del autor de este blog en las II Jornadas de Turismo del Real Sitio de Aranjuez)


       “El papel de la prensa y la crítica en la gastronomía”

      Muy buenos días. Gracias a todos por su presencia, y muy especiales al Ayuntamiento de este Real Sitio y Villa de Aranjuez, a su Agencia de Desarrollo Local y a su Delegación de Turismo, por el alto honor que para mí representa haber sido invitado a participar, con mi modesta voz y opinión, en estas II Jornadas de Turismo que, por lo que estaba anunciado y llevamos visto, responden con muy buen nivel y alto interés a ese cartel que es desde hace tantos siglos verdad cierta: “Aranjuez, arte en la mesa”. No podría ser de otro modo; ni cabe ver pretenciosidad o exceso en el título, que es en sí mismo adecuado y hasta un magnífico slogan, ya que ese concepto sibarita de arte asociado a la ingesta culinaria tiene su origen en las mesas reales y palaciegas, de las que aquí se han visto y servido en abundancia.

      Obviamente, se ha comido, y siempre lo mejor que a mano había, desde el principio de los tiempos. Con el descubrimiento del fuego nació la cocina, que no es otra cosa que la transformación a mejor de los alimentos. Y primero se asó; y luego, tras el crucial avance de la alfarería y la cerámica, se coció. Y ya con los guisos empezó a sofisticarse la cuestión: que si una hierba aquí, que allí una especia, ahora otro condimento que le añado; esto mezclo y aquello reduzco, venga esta salsa que lo enriquece y que lo adorna… hasta llegar al nitrógeno líquido y la cocción molecular que hoy nos embarga con tanto asombro y no poco de pretenciosa frivolidad por parte de muchos de sus devotos ejecutantes.

      La cocina actual, esa que se autotitula rompedora y creativa, de vanguardia –y vamos entrando ya en el tema que aquí se nos pide- en mi opinión, muy lamentablemente y con la complicidad de los medios, siempre atentos a jalearla sea cual sea el grado de osadía de la propuesta, y también con el papanatismo de un público acobardado y acrítico como pocas veces en la historia, se ha posicionado de manera descaradísima en lo que yo llamo “modelo escaparate”. Lo que sobre todo prima hoy y se valora es la composición, el cromatismo, el impacto visual del plato, junto con la osadía, cuanto más mejor, inédita de la mezcla, así sea mango con sardinas... El ¡Ohh!, asombrado, se otorga y regala sin reserva a todo aquel que va más allá, independientemente del resultado sápido. El empeño en muchas, muchísimas de esas propuestas, no está tanto en satisfacer con gusto y regalo el apetito del comensal como en dejarle boquiabierto, y a poder ser confundido y hasta acomplejado, que es un modo bastante eficaz de anular cualquier amago de respuesta en contra. Por conseguirlo, los hay que recurren a cocinar una cola de langosta en cafetera. Otros te presentan un spaguetti de metro y medio, para asombrarte, a más, con que al fin el tal filamento no es de pasta de trigo sino de soja. El otro día, aquí en Madrid, un creador consagrado no tenía empacho alguno en sacar al comedor una jeringas clínicas, tal cual, sin disimulo, como de lavativa, de las cuales se servía para proyectarte en el plato una secuencia de bolitas de redondez perfecta, en las que tú tenías que asimilar la ocurrencia de parecido con el caviar, sólo que en este caso no provenía el tal del esturión sino de pulpa de mango, papaya o guacamole, qué sé yo. Pero el invento, a todos, o a casi todos, les pareció genial.
         Y ahí está el quid: que vivimos, y sufrimos, una hiperinflación de “genios”. Tal es el problema, a mi modo de ver. Y en él tienen mucho, tenemos mucho de culpa, a qué negarlo, los medios de comunicación. Y no es que yo, y dígase ya, rechace o repugne de la creatividad asociada a la cocina. Bien al contrario; se me antoja absolutamente necesaria esa inquietud. Me declaro curioso admirador, y buscador impenitente de esos avances que renuevan y enriquecen los viejos usos. El problema es, según yo lo veo, de humildad y de realismo: de reconocer que en la cocina, como en cualquier otro arte, genios, lo que se dice “genios”, no se dan, en el mejor de los casos, más allá de dos o tres por generación, y aún esos pueden ser muchos si la muestra se quiere circunscribir a un territorio geográficamente pequeño como es España.
      ¿Qué ocurre con los demás?... Pues que se apuntan al carro sin rubor ni reserva. Animados, entre otros incentivos, porque saben y constatan que los medios de comunicación, intermediarios de su hacer con el gran público, apetecen y gustan de esa carnaza, que es novedad, y la fomentan y hasta la inventan, si hace falta. Las secciones de crítica y divulgación gastronómica están en alza en todos los periódicos. Los libros de recetas se venden como rosquillas en los quioscos. Los programas de cocina en las televisiones rivalizan en audiencia; y como consecuencia de ello, los cocineros mediáticos de hoy en día han devenido en auténticos líderes de opinión. Muchos se complementan y diversifican como reclamo codiciado para nuevos hoteles, nuevos proyectos turísticos y nuevas bodegas. Algunos, incluso, son requeridos para ejercer como cuasi embajadores. Viajan más por el mundo y por otras Comunidades de lo que recalan, sujetos, en sus propias cocinas. Y es que, en general, tal es el fenómeno que vivimos con esta cuestión ya añeja de la gastronomía, que hoy por hoy, trascendida de aquellos viejos corsé, de ámbito cerrado, reales y palaciegos, se ha constituido, y cada vez más, en elemento sustancial de atracción turística para un pueblo, para una Comunidad, y hasta para un país, lo que a ojos vista se traduce, por ende, también, en potencial económico; de ahí su imparable inercia.

Este es el panorama real y cierto en el que nos movemos. Como cierto es también que el público anónimo que ha de sentarse a esa mesa, y pagar de su bolsillo la minuta, y valorar y contar luego de esa experiencia según el grado mayor o menor de placer íntimo que la pitanza le proporcionó, cada vez tiene un peso más ligero y relativo en el grueso de la ecuación.
      Lo curioso, y lo que a mí me gustaría destacarles para su reflexión, es la sorprendente progresión histórica en que todo esto ha ocurrido. Si lo recordamos ahora, veremos cómo, a la par, ha ido desarrollándose también el eco del fenómeno en los medios de comunicación; es decir, el fenómeno de la crítica gastronómica en su evolución histórica.
        Enunciábamos al principio esa obviedad de que “desde siempre se ha comido”. Las más de las veces cada uno en su casa, pero es verdad que también, con frecuencia y desde el principio de la historia, ha habido locales, y negocios orientados a proporcionar alimento y consuelo para el hambre y la sed, en todo tipo de culturas y sociedades. De la Roma clásica, y aún de antes, sabemos de la existencia, muy popular, de puestos callejeros y locales estables que vendían menús completos, que podían degustarse “in situ”, o incluso, como hoy en día, llevarlos a casa, calentitos, para solventar una jornada de fiesta, o atender a una visita inesperada. En las distintas etapas de las rutas y caminos, también surgieron muy pronto ventas, casas de posta, que atendía las necesidades de cama y comida del viajero. Y en las ciudades y villas se asentaron, desde tiempo inmemorial, fondas, tascas, figones, hosterías, en las que recalaban no sólo las gentes de paso sino también los vecinos del lugar, que las más de las veces frecuentaban estos establecimientos con más ánimo de beber que de otra cosa, pero en las que también, de vez en cuando, si se terciaba, comían. Pero toda esta oferta secular, más o menos rica, variada o excelente, no constituía, en realidad, lo que hoy reconocemos por restaurante.

El fenómeno, y hasta el concepto, de restaurante, en la acepción que hoy tiene de lugar específico para comer, y regalarse el cuerpo en un homenaje sibarita, fruto de la labor de un cocinero especializado en tal menester, que nos aporta sus creaciones y sabe “vestirlas” con el protocolo y el utillaje adecuado a un servicio con pretensión de excelencia, es un modelo que poco más tiene que doscientos años de antigüedad.
      Intuyo que no serán pocos los que, tal vez, no hayan reparado nunca en preguntarse desde cuándo existen restaurantes, de estos modernos, planteados así como los acabamos de describir. Pues, sepan que la cosa viene casi casi de anteayer en el devenir de la Historia: de la Revolución Francesa. De ahí para atrás, en toda la historia, los cocineros que se tenían por tal en grado de excelencia; los únicos que podían disponer de medios, utillaje de adorno y una despensa con derroche para el ensayo de nuevas recetas, a cual más sofisticada y sorprendente, estaban y servían sólo en las cocinas palaciegas, de la nobleza y de los grandes purpurados del clero. El pueblo, incluidos los ilustrados, era totalmente ajeno a lo que allí se cocinaba; ni sabía ni accedía y, por tanto, digamos también que no se daba la crítica culinaria, ni tenía razón de ser. ¿A qué contar, o juzgar o criticar lo que no ha de probarse y sólo alcanza e interesa a un círculo cerrado, muy minoritario, de privilegiados?
      La cosa cambió, como decimos, a raíz de los sucesos trascendentes que acabaron por separarle la cabeza del cuerpo a Luis XVI. La nobleza quedó entonces proscrita, exiliada, y los prelados que no lo hicieron, acabaron adoptando muy rápidamente como propia la célebre declaración de principio del nuevo Régimen republicano, “Libertad, Igualdad y Fraternidad”... Las consecuencias fueron históricas en todos los aspectos, y marcan un antes y un después, incluso un cambio de Era, pero, en lo que a nosotros aquí nos atañe hoy, el resultado de aquella conmoción situó en la calle y sin trabajo a todos aquellos grandes cocineros y a sus pinches. Uno de ellos fue Monsieur Beauvilliers, quien había ejercido como “oficial de boca” del conde de Provence. Al verse Beauvilleirs sin empleo, pero advirtiendo que la nueva burguesía revolucionaria no era ni mucho menos ajena a los gustos sibaritas, y además manejaban con soltura buenos dineros, se decidió a abrir un establecimiento al público con un servicio y adorno muy parecido al que él había oficiado para el conde durante tantos años. Y así consta, y ha pasado a los anales, que aquel establecimiento que Beauvilliers instaló en el número 26 de la calle Richelieu, cerca de la plaza de la Bolsa, en Paris, con el nombre de “Taverne de Londres”, es tenido como el primer restaurante de la historia. Corría el año 1782
      Pasados los terribles años del Terror, con el Consulado, y más aún, sobre todo, con el Primer Imperio, en Paris y en las principales ciudades de Francia, la nómina de restaurantes ya era numerosa e importante. Y la moda se extendió, también muy rápidamente, a los demás países europeos. La nueva burguesía, de la Administración, la alta milicia y el capital, se hizo dueña muy pronto de aquellos nuevos salones en los que podía exhibir la gracia de su poderío y dominio.

Con todo, para que la moda llegara a nuestro país tuvo que pasar casi medio siglo. Y fue un francés, de padres suizos, Emilio Huguenin -en la foto de la izquierda-, quien había ejercido como repostero en Besaron, y aprendido el oficio de cocinero en Paris, para luego abrir su propio negocio en Burdeos, quien trajera a Madrid la nueva fórmula. Eligió para ella un nombre asociado a uno de los cafés parisinos de más éxito, el Café Hardy… y sólo tuvo que añadirle una “l” –que trasladó a su propio apellido- para bautizar el establecimiento como “Lhardy”, en el arranque de la madrileña Carrera de San Jerónimo. Ocurrió esto en el año 1839, cuando todavía toreaba Cúchares, y acababa de nacer la música de Zarzuela. Isabel II, que luego sería clienta frecuente del local, siempre en íntimas compañías en su famoso “Salón Japonés”, contaba entonces apenas 9 años.
      Bueno, por no alargar: así nacieron los “restaurantes”… ¿Y cuándo la crítica?, se preguntarán, que es cuestión principal de este debate. Pues, casi a un tiempo. Y parece lógico. Ahora sí la cuestión interesaba, si no al gran público, sí a un grupo cada vez más numeroso de burgueses pudientes e ilustrados, entusiastas usuarios de la novedad. Los restaurantes no hacían más que multiplicarse y proliferar, y con ellos las opciones de decantarse por unos o por otros, elegir el más adecuado en orden al servicio, a la novedad de sus recetas, a la calidez de su acogimiento.
           Aquí en España, el que pasa por ser el primer crítico de nuestra historia culinaria moderna fue un gaditano, contemporáneo de Alfonso XII, don Mariano Pardo de Figueroa, quien para sus escritos gastronómicos utilizó un seudónimo bien peculiar, y hasta diría yo que avanzado y premonitorio en su intención oculta. Sí, porque el tal seudónimo de don Mariano era “Dr. Thebussem”… cuya peculiaridad y oculta intención radica en su lectura al revés: “embuste”… “Dr. Embuste”, cuya firma reproducimos más arriba.
      A su relevo y estela, ya en los felices años veinte del pasado siglo, otro gaditano, natural de Grazalema, don Dionisio Pérez, comparecía ante el público como autor de la primera guía de turismo y gastronomía que se editó en nuestro país, “Guía del buen comer español” fue su título, que vio la luz en 1929, con un subtítulo muy esclarecedor: “Inventario y loa de la cocina clásica española y sus regiones”… Don Dionisio también presentó sus escritos bajo seudónimo. ¿Saben cuál eligió?: “Post-Thebussen”… Bien parece que el reconocimiento de poco rigor fue consustancial a los primeros pasos históricos de nuestra crítica gastronómica.
      Y cabría preguntarse ahora, para ir finalizando, si los más de ochenta años recorridos se han visto jalonados por la aportación, en sucesivos relevos, de muchos “Thebussem”. Pues, de todo ha habido en la viña del Señor… Hoy vivimos una hiperinflación de guías, de todo tipo. Las hay buenas, con un importante trabajo de recogida de datos detrás y buen rigor al juzgar los establecimientos, y las hay, también, muchas, francamente malas. A mi entender, y en lo que hace a los restaurantes, el gran fallo de orientación para el consumidor radica en que casi todas ellas emplean el mismo sistema para calificar –y puntuar- a toda clase de restaurantes. Y eso me parece injusto y hasta desorientador para el usuario.
      Me explicaré brevemente: pongamos que el baremo de puntuación es de 1 a 10; o de una a tres “estrellas”, o “soles”, o “surtidores”…o lo que se elija. La cuestión está en que esa plantilla se aplica, por lo general, a todo tipo de restaurantes de una zona, o de una provincia, ya sirvan alta cocina, de vanguardia, o cocina regional y casera. Y de ahí surge la injusticia y la confusión, porque entenderán todos ustedes que si aplicamos los mismos elementos de juicio para evaluar a El Bulli, Arzac, o Jockey que para La Rana Verde, El Asturiano, o la Fonda del Bandolero, estamos siendo forzosamente injustos con estos últimos. Y es que no es nada racional rebajar la puntuación a un restaurante que no busca, ni cobra, ni tiene el servicio y la vajilla de Zalacaín. Estos restaurantes, digamos que de cocina clásica, así sean los más honrados en la selección del género, y los más delicados en su tratamiento según las fórmulas tradicionales, nada tienen que hacer ni pueden aspirar a ser evaluados con justicia al lado de los otros. Yo tengo para mí, en definitiva, que aplicarles a todos la misma medida de puntuación equivale a desinformar y a no decir gran cosa de nadie en concreto.

Como conclusión, admitido que la crítica gastronómica actual constituye un fenómeno en plena pujanza, absolutamente irreversible por el cúmulo de intereses económicos que concurren en ella, cabe sólo que sean los usuarios, por su propio criterio y selección, quienes impongan los límites que, sin duda, reclama y merece.
      En mi opinión, lo primero que el aficionado debiera hacer hoy es fiar más a la solvencia de la firma que a la del medio. Durante una larga etapa, antes de la eclosión actual, fue así. Cuando los interesados buscaban –buscábamos- el cualificado criterio de nombres de reconocida autoridad, como Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro, Víctor de la Serna, Luis Bettonica, y todo aquel elenco de personalidades en cuyos escritos y crónicas, independientemente de la cabecera que las acogiera en cada caso, sobresalía la erudición y un conocimiento directo y sobrado de la materia que trataban en cada caso, del que no cabía dudar, por apabullante y magnífico, tanto de contenido como de expresión. Pero es lo cierto que tal  solvencia añeja se ve muy devaluada hoy, en muchísimos casos, por la propia presión de los medios y la propia demanda de rentabilidad económica del firmante, quien, con tanta frecuencia, se ve obligado a evaluar críticamente, cada semana, a un restaurante –cuando no a más de uno- de cualquier lugar de España. Y además de eso, también hace una ficha, o varias, de un vino que presuntamente ha catado, y hasta, por qué no, de alguna selección recomendable de productos “gourmet” como complemento añadido al lote. Todo ello cada siete días. Y en todo califica; a todo otorga puntuación, aprueba o suspende. Si a ello sumamos que, en la mayoría de los casos, ni en lo que comió, ni en lo que cató, ni en lo que degustó, ha pagado un sólo euro de su bolsillo ni del presupuesto de la empresa editora, juzguen ustedes cuánto habrá de objetividad e independencia. Tal es el panorama. Que no en todos los casos es golfo y pervertido, es verdad, pero en muchos sí… Descubrir por uno mismo a esa legión de “Thebussem” del siglo XXI debiera ser –es mi última sugerencia- el primer empeño de todo gourmet que quiera serlo hoy en día. Muchas gracias, …y buen provecho.