martes, 19 de octubre de 2010

Salsa española




     Al rebufo de la moda de genialidades de la nueva cocina de vanguardia, de la proliferación, como setas de otoño, de émulos de los cuatro o cinco genios que, de verdad, lo son, las osadías en combinaciones imposibles, en maridajes estrambóticos, en temeridades bárbaras a la hora de mezclar productos y sabores, es hoy, y cada vez más, lugar común en la oferta de infinidad de restaurantes de presuntas ínfulas, que no hacen más que medrar y crecerse en el envite, ante el cómplice papanatismo de muchísimos clientes, más admirados con el mini-minimalismo que viene en sus platos, y con la sorpresa que se les presenta en ellos en cuanto a combinación de colores y tonalidades, que, como debiera ser, razonablemente exigentes con la calidad –y cantidad- del producto que se les vende, y el tratamiento respetuoso que ese producto ha recibido en los fogones.
      Las cosas son así, y las modas mandan. Y muy poco, salvo la osadía de la protesta, nos queda que hacer a los pocos críticos y disidentes que aún somos, en tanto la ola generalizada de papanatismo no acabe de pasar y al fin se asiente la oferta en la cordura, y la exigencia del comensal en la razón de un sano juicio.
      Comentando sobre este fenómeno hace pocas fechas en un privilegiado y reducido círculo de tertulianos afines, un prestigioso chef, reconocido maestro de cocineros, remató con una frase sentenciosa muy significativa: “Lo que yo te diga –dijo-: la mayoría de ellos (de esos cocineros progres y “creativos”) no saben ni hacer una “salsa española”.
      Y con las dos coplas me quedé yo, para traerlas hoy aquí, a este comentario “A MESA Y MANTEL”. La primera, la del papanatismo que nos invade ya queda dicha y enunciada, para la reflexión de cada uno. La segunda, es a la que ahora vamos: la “salsa española”. Porque pudiera ser –aunque, claro está que con muchísimo menos pecado que el de esos cocineros rompedores a quienes se dirigía el reproche- que tal vez no sean pocos los que, entre nuestros pacientes lectores, ignoren que existe una salsa, universalmente célebre, básica y esencial, fundamental y primigenia donde las haya, que lleva ese nombre. Que se llama así: “salsa española”.

 

La salsa de las albóndigas, por ejemplo,
sería,  en su vulgarización máxima,
 un derivado popular de la "salsa española"


      Bueno –dirá alguno- la “española” sí, es ciertamente una de las salsas más importantes de la historia de la cocina europea; pero de “española” sólo tiene el nombre: realmente es francesa. Hombre... en fin; según y cómo. Tampoco es eso. No negaremos que su formulación plena y, sobre todo, su proyección, nace y parte de los fogones franceses. Pero “española” lo es también, al ciento por ciento, al menos en su origen, que está muy documentado. Veamos cuál es la historia. Y cuál, primero, el fundamento de esta celebérrima salsa.
      Resumiendo mucho, podemos aclarar que se trata de la salsa que da pie, por ejemplo, muy degenerada y simplificada ya, a nuestras caseras albóndigas: esa salsa que resulta de fundir, fusionar en una, el fondo muy reducido de un buen asado de carnes y verduras, con un “roux”, es decir, una fritada suave, de harina en aceite, o –mejor- en mantequilla, hasta un punto ligero de tostado, sin que llegue a quemarse.

      Esa salsa esencial resultante, ligazón de harina tostada con los jugos del asado, que se servía fundamentalmente como acompañamiento de los platos de carne, fue llevada a Francia por los cocineros que acompañaron a la infanta española Ana de Austria, hija mayor de Felipe III, al contraer matrimonio con el futuro Luis XIII.

      Y efectivamente, los grandes cocineros franceses del XVII, del XVIII, y del XIX, perfeccionaron sucesivamente, y sofisticaron, esta salsa hasta lo sublime de su complejidad, empleando varias horas en su preparación, e implicando, como presupuesto esencial previo de ese fondo esencial superreducido de carne, que debía alcanzar un punto de cremosidad densa e hiperconcentrada, la cocción de diversas piezas de caza, como perdices, codornices y conejos, mas codillo de ternera, pollo, y aderezado todo con cebollino, perejil, ajo y albahaca, mas el añadido, para la reducción, de una buena dosis de vinos de madeira, borgoña y champán. Luego, una vez completado el paciente hervor, la suprema ligazón con la harina tostada... y a la salsera. Hete ahí, en su expresión máxima, la celebérrima y universalmente clásica “salsa española”. Buen provecho.







La infanta española Ana de Austria (cuya boda tuvo lugar, en Burgos, el 18 de octubre de 1615, y luego en Burdeos, un mes más tarde) tuvo una vida azarosa en la Corte francesa. En la primera etapa de su matrimonio sufrió la inquina del valido Richelieu, que la llevó a vivir separada del rey durante un largo periodo, al propagarse la especie, nunca probada, de sus supuestos amores secretos con el duque de Buckingham. Alejandro Dumas, recreando literariamente este presunto affaire, con el famoso collar por medio, dio vida a las aventuras de “Los Tres Mosqueteros”. Pasados unos años de destierro, tras la muerte de Richelieu, los monarcas volvieron a reconciliarse, muy en particular gracias a la favorable mediación del sucesor del valido, el también cardenal Mazarino. Tras la muerte de Luis XIII, Ana ejerció como Regente de su hijo, apoyada siempre en la íntima relación con Mazarino; incluso llegó a decirse que ambos se habían casado en secreto. Al fin, cuando Luis XIV alcanzó la mayoría de edad y ocupó el trono, muerto también Mazarino, decidió que no habría más valimientos, sentenciando la decisión con la célebre frase de “el rey soy yo”.


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