miércoles, 13 de octubre de 2010

Crítica y gastronomía




(Texto de la intervención del autor de este blog en las II Jornadas de Turismo del Real Sitio de Aranjuez)


       “El papel de la prensa y la crítica en la gastronomía”

      Muy buenos días. Gracias a todos por su presencia, y muy especiales al Ayuntamiento de este Real Sitio y Villa de Aranjuez, a su Agencia de Desarrollo Local y a su Delegación de Turismo, por el alto honor que para mí representa haber sido invitado a participar, con mi modesta voz y opinión, en estas II Jornadas de Turismo que, por lo que estaba anunciado y llevamos visto, responden con muy buen nivel y alto interés a ese cartel que es desde hace tantos siglos verdad cierta: “Aranjuez, arte en la mesa”. No podría ser de otro modo; ni cabe ver pretenciosidad o exceso en el título, que es en sí mismo adecuado y hasta un magnífico slogan, ya que ese concepto sibarita de arte asociado a la ingesta culinaria tiene su origen en las mesas reales y palaciegas, de las que aquí se han visto y servido en abundancia.

      Obviamente, se ha comido, y siempre lo mejor que a mano había, desde el principio de los tiempos. Con el descubrimiento del fuego nació la cocina, que no es otra cosa que la transformación a mejor de los alimentos. Y primero se asó; y luego, tras el crucial avance de la alfarería y la cerámica, se coció. Y ya con los guisos empezó a sofisticarse la cuestión: que si una hierba aquí, que allí una especia, ahora otro condimento que le añado; esto mezclo y aquello reduzco, venga esta salsa que lo enriquece y que lo adorna… hasta llegar al nitrógeno líquido y la cocción molecular que hoy nos embarga con tanto asombro y no poco de pretenciosa frivolidad por parte de muchos de sus devotos ejecutantes.

      La cocina actual, esa que se autotitula rompedora y creativa, de vanguardia –y vamos entrando ya en el tema que aquí se nos pide- en mi opinión, muy lamentablemente y con la complicidad de los medios, siempre atentos a jalearla sea cual sea el grado de osadía de la propuesta, y también con el papanatismo de un público acobardado y acrítico como pocas veces en la historia, se ha posicionado de manera descaradísima en lo que yo llamo “modelo escaparate”. Lo que sobre todo prima hoy y se valora es la composición, el cromatismo, el impacto visual del plato, junto con la osadía, cuanto más mejor, inédita de la mezcla, así sea mango con sardinas... El ¡Ohh!, asombrado, se otorga y regala sin reserva a todo aquel que va más allá, independientemente del resultado sápido. El empeño en muchas, muchísimas de esas propuestas, no está tanto en satisfacer con gusto y regalo el apetito del comensal como en dejarle boquiabierto, y a poder ser confundido y hasta acomplejado, que es un modo bastante eficaz de anular cualquier amago de respuesta en contra. Por conseguirlo, los hay que recurren a cocinar una cola de langosta en cafetera. Otros te presentan un spaguetti de metro y medio, para asombrarte, a más, con que al fin el tal filamento no es de pasta de trigo sino de soja. El otro día, aquí en Madrid, un creador consagrado no tenía empacho alguno en sacar al comedor una jeringas clínicas, tal cual, sin disimulo, como de lavativa, de las cuales se servía para proyectarte en el plato una secuencia de bolitas de redondez perfecta, en las que tú tenías que asimilar la ocurrencia de parecido con el caviar, sólo que en este caso no provenía el tal del esturión sino de pulpa de mango, papaya o guacamole, qué sé yo. Pero el invento, a todos, o a casi todos, les pareció genial.
         Y ahí está el quid: que vivimos, y sufrimos, una hiperinflación de “genios”. Tal es el problema, a mi modo de ver. Y en él tienen mucho, tenemos mucho de culpa, a qué negarlo, los medios de comunicación. Y no es que yo, y dígase ya, rechace o repugne de la creatividad asociada a la cocina. Bien al contrario; se me antoja absolutamente necesaria esa inquietud. Me declaro curioso admirador, y buscador impenitente de esos avances que renuevan y enriquecen los viejos usos. El problema es, según yo lo veo, de humildad y de realismo: de reconocer que en la cocina, como en cualquier otro arte, genios, lo que se dice “genios”, no se dan, en el mejor de los casos, más allá de dos o tres por generación, y aún esos pueden ser muchos si la muestra se quiere circunscribir a un territorio geográficamente pequeño como es España.
      ¿Qué ocurre con los demás?... Pues que se apuntan al carro sin rubor ni reserva. Animados, entre otros incentivos, porque saben y constatan que los medios de comunicación, intermediarios de su hacer con el gran público, apetecen y gustan de esa carnaza, que es novedad, y la fomentan y hasta la inventan, si hace falta. Las secciones de crítica y divulgación gastronómica están en alza en todos los periódicos. Los libros de recetas se venden como rosquillas en los quioscos. Los programas de cocina en las televisiones rivalizan en audiencia; y como consecuencia de ello, los cocineros mediáticos de hoy en día han devenido en auténticos líderes de opinión. Muchos se complementan y diversifican como reclamo codiciado para nuevos hoteles, nuevos proyectos turísticos y nuevas bodegas. Algunos, incluso, son requeridos para ejercer como cuasi embajadores. Viajan más por el mundo y por otras Comunidades de lo que recalan, sujetos, en sus propias cocinas. Y es que, en general, tal es el fenómeno que vivimos con esta cuestión ya añeja de la gastronomía, que hoy por hoy, trascendida de aquellos viejos corsé, de ámbito cerrado, reales y palaciegos, se ha constituido, y cada vez más, en elemento sustancial de atracción turística para un pueblo, para una Comunidad, y hasta para un país, lo que a ojos vista se traduce, por ende, también, en potencial económico; de ahí su imparable inercia.

Este es el panorama real y cierto en el que nos movemos. Como cierto es también que el público anónimo que ha de sentarse a esa mesa, y pagar de su bolsillo la minuta, y valorar y contar luego de esa experiencia según el grado mayor o menor de placer íntimo que la pitanza le proporcionó, cada vez tiene un peso más ligero y relativo en el grueso de la ecuación.
      Lo curioso, y lo que a mí me gustaría destacarles para su reflexión, es la sorprendente progresión histórica en que todo esto ha ocurrido. Si lo recordamos ahora, veremos cómo, a la par, ha ido desarrollándose también el eco del fenómeno en los medios de comunicación; es decir, el fenómeno de la crítica gastronómica en su evolución histórica.
        Enunciábamos al principio esa obviedad de que “desde siempre se ha comido”. Las más de las veces cada uno en su casa, pero es verdad que también, con frecuencia y desde el principio de la historia, ha habido locales, y negocios orientados a proporcionar alimento y consuelo para el hambre y la sed, en todo tipo de culturas y sociedades. De la Roma clásica, y aún de antes, sabemos de la existencia, muy popular, de puestos callejeros y locales estables que vendían menús completos, que podían degustarse “in situ”, o incluso, como hoy en día, llevarlos a casa, calentitos, para solventar una jornada de fiesta, o atender a una visita inesperada. En las distintas etapas de las rutas y caminos, también surgieron muy pronto ventas, casas de posta, que atendía las necesidades de cama y comida del viajero. Y en las ciudades y villas se asentaron, desde tiempo inmemorial, fondas, tascas, figones, hosterías, en las que recalaban no sólo las gentes de paso sino también los vecinos del lugar, que las más de las veces frecuentaban estos establecimientos con más ánimo de beber que de otra cosa, pero en las que también, de vez en cuando, si se terciaba, comían. Pero toda esta oferta secular, más o menos rica, variada o excelente, no constituía, en realidad, lo que hoy reconocemos por restaurante.

El fenómeno, y hasta el concepto, de restaurante, en la acepción que hoy tiene de lugar específico para comer, y regalarse el cuerpo en un homenaje sibarita, fruto de la labor de un cocinero especializado en tal menester, que nos aporta sus creaciones y sabe “vestirlas” con el protocolo y el utillaje adecuado a un servicio con pretensión de excelencia, es un modelo que poco más tiene que doscientos años de antigüedad.
      Intuyo que no serán pocos los que, tal vez, no hayan reparado nunca en preguntarse desde cuándo existen restaurantes, de estos modernos, planteados así como los acabamos de describir. Pues, sepan que la cosa viene casi casi de anteayer en el devenir de la Historia: de la Revolución Francesa. De ahí para atrás, en toda la historia, los cocineros que se tenían por tal en grado de excelencia; los únicos que podían disponer de medios, utillaje de adorno y una despensa con derroche para el ensayo de nuevas recetas, a cual más sofisticada y sorprendente, estaban y servían sólo en las cocinas palaciegas, de la nobleza y de los grandes purpurados del clero. El pueblo, incluidos los ilustrados, era totalmente ajeno a lo que allí se cocinaba; ni sabía ni accedía y, por tanto, digamos también que no se daba la crítica culinaria, ni tenía razón de ser. ¿A qué contar, o juzgar o criticar lo que no ha de probarse y sólo alcanza e interesa a un círculo cerrado, muy minoritario, de privilegiados?
      La cosa cambió, como decimos, a raíz de los sucesos trascendentes que acabaron por separarle la cabeza del cuerpo a Luis XVI. La nobleza quedó entonces proscrita, exiliada, y los prelados que no lo hicieron, acabaron adoptando muy rápidamente como propia la célebre declaración de principio del nuevo Régimen republicano, “Libertad, Igualdad y Fraternidad”... Las consecuencias fueron históricas en todos los aspectos, y marcan un antes y un después, incluso un cambio de Era, pero, en lo que a nosotros aquí nos atañe hoy, el resultado de aquella conmoción situó en la calle y sin trabajo a todos aquellos grandes cocineros y a sus pinches. Uno de ellos fue Monsieur Beauvilliers, quien había ejercido como “oficial de boca” del conde de Provence. Al verse Beauvilleirs sin empleo, pero advirtiendo que la nueva burguesía revolucionaria no era ni mucho menos ajena a los gustos sibaritas, y además manejaban con soltura buenos dineros, se decidió a abrir un establecimiento al público con un servicio y adorno muy parecido al que él había oficiado para el conde durante tantos años. Y así consta, y ha pasado a los anales, que aquel establecimiento que Beauvilliers instaló en el número 26 de la calle Richelieu, cerca de la plaza de la Bolsa, en Paris, con el nombre de “Taverne de Londres”, es tenido como el primer restaurante de la historia. Corría el año 1782
      Pasados los terribles años del Terror, con el Consulado, y más aún, sobre todo, con el Primer Imperio, en Paris y en las principales ciudades de Francia, la nómina de restaurantes ya era numerosa e importante. Y la moda se extendió, también muy rápidamente, a los demás países europeos. La nueva burguesía, de la Administración, la alta milicia y el capital, se hizo dueña muy pronto de aquellos nuevos salones en los que podía exhibir la gracia de su poderío y dominio.

Con todo, para que la moda llegara a nuestro país tuvo que pasar casi medio siglo. Y fue un francés, de padres suizos, Emilio Huguenin -en la foto de la izquierda-, quien había ejercido como repostero en Besaron, y aprendido el oficio de cocinero en Paris, para luego abrir su propio negocio en Burdeos, quien trajera a Madrid la nueva fórmula. Eligió para ella un nombre asociado a uno de los cafés parisinos de más éxito, el Café Hardy… y sólo tuvo que añadirle una “l” –que trasladó a su propio apellido- para bautizar el establecimiento como “Lhardy”, en el arranque de la madrileña Carrera de San Jerónimo. Ocurrió esto en el año 1839, cuando todavía toreaba Cúchares, y acababa de nacer la música de Zarzuela. Isabel II, que luego sería clienta frecuente del local, siempre en íntimas compañías en su famoso “Salón Japonés”, contaba entonces apenas 9 años.
      Bueno, por no alargar: así nacieron los “restaurantes”… ¿Y cuándo la crítica?, se preguntarán, que es cuestión principal de este debate. Pues, casi a un tiempo. Y parece lógico. Ahora sí la cuestión interesaba, si no al gran público, sí a un grupo cada vez más numeroso de burgueses pudientes e ilustrados, entusiastas usuarios de la novedad. Los restaurantes no hacían más que multiplicarse y proliferar, y con ellos las opciones de decantarse por unos o por otros, elegir el más adecuado en orden al servicio, a la novedad de sus recetas, a la calidez de su acogimiento.
           Aquí en España, el que pasa por ser el primer crítico de nuestra historia culinaria moderna fue un gaditano, contemporáneo de Alfonso XII, don Mariano Pardo de Figueroa, quien para sus escritos gastronómicos utilizó un seudónimo bien peculiar, y hasta diría yo que avanzado y premonitorio en su intención oculta. Sí, porque el tal seudónimo de don Mariano era “Dr. Thebussem”… cuya peculiaridad y oculta intención radica en su lectura al revés: “embuste”… “Dr. Embuste”, cuya firma reproducimos más arriba.
      A su relevo y estela, ya en los felices años veinte del pasado siglo, otro gaditano, natural de Grazalema, don Dionisio Pérez, comparecía ante el público como autor de la primera guía de turismo y gastronomía que se editó en nuestro país, “Guía del buen comer español” fue su título, que vio la luz en 1929, con un subtítulo muy esclarecedor: “Inventario y loa de la cocina clásica española y sus regiones”… Don Dionisio también presentó sus escritos bajo seudónimo. ¿Saben cuál eligió?: “Post-Thebussen”… Bien parece que el reconocimiento de poco rigor fue consustancial a los primeros pasos históricos de nuestra crítica gastronómica.
      Y cabría preguntarse ahora, para ir finalizando, si los más de ochenta años recorridos se han visto jalonados por la aportación, en sucesivos relevos, de muchos “Thebussem”. Pues, de todo ha habido en la viña del Señor… Hoy vivimos una hiperinflación de guías, de todo tipo. Las hay buenas, con un importante trabajo de recogida de datos detrás y buen rigor al juzgar los establecimientos, y las hay, también, muchas, francamente malas. A mi entender, y en lo que hace a los restaurantes, el gran fallo de orientación para el consumidor radica en que casi todas ellas emplean el mismo sistema para calificar –y puntuar- a toda clase de restaurantes. Y eso me parece injusto y hasta desorientador para el usuario.
      Me explicaré brevemente: pongamos que el baremo de puntuación es de 1 a 10; o de una a tres “estrellas”, o “soles”, o “surtidores”…o lo que se elija. La cuestión está en que esa plantilla se aplica, por lo general, a todo tipo de restaurantes de una zona, o de una provincia, ya sirvan alta cocina, de vanguardia, o cocina regional y casera. Y de ahí surge la injusticia y la confusión, porque entenderán todos ustedes que si aplicamos los mismos elementos de juicio para evaluar a El Bulli, Arzac, o Jockey que para La Rana Verde, El Asturiano, o la Fonda del Bandolero, estamos siendo forzosamente injustos con estos últimos. Y es que no es nada racional rebajar la puntuación a un restaurante que no busca, ni cobra, ni tiene el servicio y la vajilla de Zalacaín. Estos restaurantes, digamos que de cocina clásica, así sean los más honrados en la selección del género, y los más delicados en su tratamiento según las fórmulas tradicionales, nada tienen que hacer ni pueden aspirar a ser evaluados con justicia al lado de los otros. Yo tengo para mí, en definitiva, que aplicarles a todos la misma medida de puntuación equivale a desinformar y a no decir gran cosa de nadie en concreto.

Como conclusión, admitido que la crítica gastronómica actual constituye un fenómeno en plena pujanza, absolutamente irreversible por el cúmulo de intereses económicos que concurren en ella, cabe sólo que sean los usuarios, por su propio criterio y selección, quienes impongan los límites que, sin duda, reclama y merece.
      En mi opinión, lo primero que el aficionado debiera hacer hoy es fiar más a la solvencia de la firma que a la del medio. Durante una larga etapa, antes de la eclosión actual, fue así. Cuando los interesados buscaban –buscábamos- el cualificado criterio de nombres de reconocida autoridad, como Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro, Víctor de la Serna, Luis Bettonica, y todo aquel elenco de personalidades en cuyos escritos y crónicas, independientemente de la cabecera que las acogiera en cada caso, sobresalía la erudición y un conocimiento directo y sobrado de la materia que trataban en cada caso, del que no cabía dudar, por apabullante y magnífico, tanto de contenido como de expresión. Pero es lo cierto que tal  solvencia añeja se ve muy devaluada hoy, en muchísimos casos, por la propia presión de los medios y la propia demanda de rentabilidad económica del firmante, quien, con tanta frecuencia, se ve obligado a evaluar críticamente, cada semana, a un restaurante –cuando no a más de uno- de cualquier lugar de España. Y además de eso, también hace una ficha, o varias, de un vino que presuntamente ha catado, y hasta, por qué no, de alguna selección recomendable de productos “gourmet” como complemento añadido al lote. Todo ello cada siete días. Y en todo califica; a todo otorga puntuación, aprueba o suspende. Si a ello sumamos que, en la mayoría de los casos, ni en lo que comió, ni en lo que cató, ni en lo que degustó, ha pagado un sólo euro de su bolsillo ni del presupuesto de la empresa editora, juzguen ustedes cuánto habrá de objetividad e independencia. Tal es el panorama. Que no en todos los casos es golfo y pervertido, es verdad, pero en muchos sí… Descubrir por uno mismo a esa legión de “Thebussem” del siglo XXI debiera ser –es mi última sugerencia- el primer empeño de todo gourmet que quiera serlo hoy en día. Muchas gracias, …y buen provecho.







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