jueves, 14 de octubre de 2010

Destellos de Hollín (Pag. 16 a 25)






... O trece, a saber, porque ya he perdido la cuenta entre tanta gilipollez del mira aquí y mira allí; ahora no oigo, ahora sí oigo... y lo oigo todo y más. ¡Bah!... ¡Judío tenía que ser!.



      No se equivocaba Benigno. Doce habían sido, cierto, o trece, sí, a más precisos, en el cómputo global del histórico marcador. Doce goles a favor y uno en contra. La gesta, auténticamente memorable, se había cumplido aquella noche de diciembre en Sevilla, en la víspera de la tradicional jornada de la lotería, cual increíble anticipo de una fortuna que muy pocos se habían atrevido a soñar ni aún minutos antes de que la pelota empezara a disputarse en el helado césped del “Benito Villamarín”. Benigno Sarasa, nuestro pulgoso buen guardia, tampoco, por supuesto. Y bien que se había reído a sus adentros cuando al mediodía, casi se atraganta al oírlo, en el comedor recibió la insólita propuesta de “Fito”, su chungón colega roncalés -Adolfo del Arco Buendía, Adolfito, “Fito” al fin, en la confianza-, de intercambiar con él el turno de guardia de esa noche, en cuyo reparto, según el estadillo de la jornada, correspondía a “Pulgas” el punto central de la madrugada, el de dos a cinco, el “punto del paria” en el argot cuartelero, por este “chollo” que ahora le tortura: el primero en la guardia de invierno, de ocho a once de la noche.



-- Oye... Esto... Quiero proponerte algo que te va a interesar -le había ofrecido “Fito” en la cola del autoservicio- Seguro que te interesa, escucha...



-- ¡Tengo nombre! -cortó, advertido, “Pulgas”, con muy malas idem.



-- Sí. Ya. Perdona, tienes razón. Es que, bueno, ya sabes -replicó “Fito” con cierto recochineo, al tiempo que -le convenía mucho- también conciliador ...Pero es que, ya te lo he dicho, joder: Benigno, no me sale... Es verdad ...con ese bigote y esa cara tuya de..



-- ¿De qué? A ver, ¿de qué?... -saltó el guardia, escamado- ¿De “malas pulgas”, ibas a decir? ¡Gracioso! ...¿Eso ibas a decir?. Pues ándate con ojo, que te estampo la bandeja. ¡No me jodas, Fito!.



-- Que no, coño. Hay que ver cómo eres... No seas tan tiquismiquis, que ahora no va de coña, de verdad. Es que, ya te lo he dicho: Benigno no me sale. ¡Qué le voy a hacer! ... ¡Y Sarasa también te parece mal!... Pues, ya me dirás.



-- Sarasa no. No te equivoques. ...La tonadilla, “Fito”, déjate de cristos, la tonadilla es lo que me sienta mal; lo sabes de sobra, ¡listo!.



-- Ya... Bueno, pues, sin tonadilla. Benigno Sarasa, escucha: te propongo cambiar el punto de esta noche... ¿Quéte parece?



-- ¿Es otra coña tuya?



      Pero al instante advirtió Benigno que la oferta iba en serio, sin truco ni doble intención. El bueno de “Fito”, tan listo él, nunca dejaría de sorprenderle: realmente creía en los milagros. Y es que el navarro era hombre de fés inquebrantables, y Sarasa un descreído. Sabía “Fito”, o, mejor, intuía, que aquella noche, contra todo pronóstico, podía deparar sorpresas históricas que valdría la pena no perdérselas; porque los héroes, como él decía, se forjan en un instante de gloria, cuando el coraje se muestra capaz de imponerse a la razón sin aviso ni anuncio.
      En fin...Cada uno con su guerra –pensó Benigno- , y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Y mejor, mira, que ya todos somos muy mayores para saber lo que nos conviene.



-- Bueno, vamos a ver. A ver si me aclaro: yo hago el tuyo, y tú haces el mío. ¿Es eso lo que dices, no?



-- Sí, eso es.



-- ¿Esta noche?



-- Claro



-- Ya... Por el fútbol: quieres ver el partido ... Por si remontamos...-el recochineo era ahora de “Pulgas”, marcando la burla con el tic de un temblor peculiar en su mostacho. ...Bueno, bueno, la verdad es que yo también pensaba verlo ...Porque, claro, todo es posible y... -reprimiendo la carcajada, remató- hasta que no se pita el final, verdad, pues nada está escrito.



-- Por supuesto que no. ¿Qué dices?



-- Está bien. Vale. De acuerdo... -acabó por aceptar, fozando el gesto de adustez que le convenía recuperar- ...Pero es un favor. Recuerda que me debes uno.



                                                       ***



      Pastor en el Baztán hasta los diecisiete años, sin pisar escuela hasta entonces, descubrió “Fito” la vocación benemérita la tarde de un ya lejano día de mayo en el que, azuzado por el diluvio más intenso que jamás se haya conocido, corrió a refugiarse, con las siete vacas de la menguada heredad de sus padres, al amparo de los muros derruidos del que en tiempos fuera afamado monasterio de San Telurio, de muy antiguas resonancias templarias. Allí, en la húmeda penumbra del viejo ábside, al fondo de la oquedad que éste formaba como único vestigio erecto de las nobles trazas románicas que le distinguieran en tiempo inmemorial, vivió su crucial encuentro.
      Una pareja de hombres, encapotados de un verde punto por punto mimético con el lustroso manto vegetal que recubría los viejos sillares, habían ocupado plaza de alivio antes que él en el lugar, y con la misma pretensión, la de buscar como él amparo allí del fortísimo aguacero. El atemorizado sobresalto del joven pastor fue mayúsculo y morrocotudo. O morrocotudamente mayúsculo. De síncope. Y más si se completa el dibujo con el inquietante dato de la solemne inmovilidad que ofrecían las silentes figuras, encrestadas ambas las dos en brillante negro acharolado bajo el que refulgían dos miradas alerta enmarcadas en sombra como único indicio humano, apenas una sutil rendija de amenazante vida en unas siluetas revestidas del inquietante respeto que les otorgaban aquellos imponentes mantos con que se vestían, amplios hasta los pies y apurados arriba, en grandes solapas, hasta el confín de los ojos.
       Las piernas del espantado chaval, faltas de riego por el susto de tan inesperado encuentro, desoyeron la orden de huir de allí despavorido. Y así quedó, agarrotado, inerme y empapado frente a ellos, dos segundos que le parecieron días.
      Los guardias también pasaron lo suyo, vaya que sí, aunque fueron más prontos en la respuesta. Al rato, disipadas al fin todas las dudas sobre su esencia mortal, apaciguado el ánimo y aclaradas las identidades de cada quien, el trío acabó por juntarse solidaria y amigablemente al abrigo de aquel recodo de historia y compartiendo en la espera las suyas propias, las historias personales de cada uno, su ser y hacer. El joven pastor, la solitaria rutina de su pesado oficio; los guardias, la fascinante atracción, así se lo pintaron, de una vida de aventura y riesgo, aliñada con el gratificante plus que se infiere del uso legítimo de las armas, el poder, la autoridad, el respeto... Cuando escampó, Adolfo ya era “Fito” para sus nuevos amigos, que se brindaron de buen grado a orientarle y a ayudarle en la determinación firme manifestada por el zagal de ingresar, si ello era posible y le aceptaban, en tan benemérita cofradía.



      En su aislado destierro, repasando ahora “Pulgas” al vuelo ésta y otras historias de la azarosa vida de su colega, caía en la cuenta sabida de la buena estrella que guiaba siempre al roncalés. Avisado debiera estar, no obstante, por los claros antecedentes que obraban en la experiencia de su relación, ya que cuántas veces trocara, apostara, teimara o desoyera los consejos de “Fito”, cuantas salió “Pulgas” malparado.
      Como cuando le “colocó”, al poco de presentados y para  negociarlo, el lustroso coche de don Matías, un impresionante Mercedes 200, por cien mil pesetas, ¡un chollo!, y supo, dos meses después, que le habían dado esa cantidad tan sólo por la radio, que resultó ser de una serie especial, muy limitada, cotizadísima como pieza de colección. O cuando aquella otra vez, imprudente, en que, por presumir, porfió con el navarro en la cantina, con mil duros por medio, que él había saludado personalmente, y daba por ello fe de la existencia real del Señor Casamajor, personaje popular entonces en las tardes de Radio Nacional, ignorando que el bueno de Adolfo sí tenía constancia cierta, por una visita que había hecho a la emisora, invitado por uno de aquellos guardias del encuentro crucial roncalés bajo la lluvia, hoy brigada y comandante de puesto del cuartelillo de Prado del Rey, de que el tal personaje radiofónico no era otra cosa que un sosia gutural de la prodigiosa voz de Javier Sardá. La lista, en fin, de empecinadas derrotas frente a “Fito” resultaba ya tan larga para “Pulgas” como poco pedagógica. Nunca aprendería, ni admitiría tampoco que las estrellas no se siguen, en el reparto de sus favores, por el tamaño de la nariz ni el brillo de los ojos. Pero Benigno lo entendía a su manera, y en su vanidoso magín no cabía el que la fortuna, la intuición y la listeza pudieran aliarse con una napia sobresaliente y aporrada, una mínima talla, la justa y necesaria para el ingreso benemérito, y una mirada cenicienta y aparentemente ausente, que tal era el peligroso, por equívoco y confianzudo, retrato de “Fito”.
      El de “Pulgas”, su retrato, no estaba tampoco exento de perfiles equívocos. Al primer vistazo diríase que aparentaba los cincuenta cumplidos, casi diez más de los que realmente tenía, y su talante y actitud no animaban en modo alguno a abrirse con él en confianzas tras el primer saludo. Cejijunto, de mediana estatura y largo de peso, fuerte y recio hasta en el andar, dibujaba su cara una expresión permanente de duros trazos fileteados por las amplias arrugas, casi surcos, que parcelaban su frente y su cara. A esto unido un brillo de especial alerta y recelo en la mirada, y el agresivo mostacho de ampulosas proporciones que llegaba a desdibujar la línea de sus labios, daban a su presencia un aire de respeto y pocos amigos que, en justicia, en nada se correspondía con su personalidad real, mucho más próxima a la dócil templanza, y hasta a la ternura, que a la bronca adustez que aparentaba. Pero el guardia disfrutaba con el engaño y no se ocultaba a sí mismo un íntimo orgullo por el pulgoso mote que le habían otorgado sus compañeros; que algo de razón tenían, a qué negarlo, porque, como buen tauro, Benigno podía ser de natural apacible, y hasta bonachón si se quiere, mientras no viera amenazada su paz y su parcela, en cuyo caso surgía el pronto imparable de una embestida feroz y violenta, de muy, pero que muy malas pulgas, seguro.



      Encajonado en la garita, bufando su infortunio, dolido por la bulla de aquel eco pertinaz y, en lo físico también, por el cada vez más insufrible padecimiento que le producía su dedo gordo del pie, en pleno ataque de gota, se diría que nunca como ahora un mote resultó tan ajustado. Y eso que su febril imaginación no llegaba a adivinar siquiera la mitad del escandaloso jolgorio que el torrente de goles estaba provocando en el atestado comedor, mudado ahora en salón televisivo.
      La escena se cuenta y no se cree: Julián Pacheco, el más frío y siniestro de los funcionarios, dando brincos abrazado a Pedro Expósito, alias “Tacones”, confeso de cuatro asesinatos y sospechoso sin pruebas de otros tres más. Y Paulino Martínez, “Almendras” repartiendo sin control canutos por doquier y olvidando esta vez -lo más grave e insólito- hacer la correspondiente anotación en su famosa libreta de cuentas. Aquella, sí, era una situación de todo punto desbordada. Incluso “Lupe” y “Agatha”, o lo que es lo mismo, Rafael Sánchez Villarreal y Teodoro Fornos Cuadrado, aprovechaban sin recato la ocasión para besarse con arrobo en público, seguros de no provocar con ello esta vez, como solía ser habitual, las iras jocosas y crueles de sus compañeros, que les habían prohibido taxativamente cualquier tipo de manifestación de tal guisa fuera de la intimidad de la celda que compartían. Por el aire volaban, como fuegos artificiales, a cada gol, cubiertos y zapatos. Y ni siquiera se oyó sonar el silbato del funcionario vigilante cuando un transistor, con el cuarto de Santillana, salió proyectado desde la tercera o cuarta mesa del fondo para ir a estrellarse contra uno de los plafones de luz del techo. Para quien lo viera, ajeno a la patriótica razón que lo provocaba, no cabría la menor duda de que allí se estaba desarrollando en toda regla un motín, de momento incruento, pero de final imprevisible.
      Lo que estaba sucediendo en el Benito Villamarín, por histórico e inaudito, es muy cierto que holgaba razones para justificar cualquier exceso. Si el reto que, a priori, se le planteaba a la selección española, comandada por Miguel Muñoz, parecía imposible de alcanzar de todo punto, aún y a pesar de la inferioridad reconocida de la débil formación maltesa, los once goles necesarios para asegurar plaza en París, en disputa de la Eurocopa, resultaban un empeño casi absurdo, por utópico. Ganar, bueno. Pero hacerlo por una tan abultada diferencia, imposible. Así había razonado “Pulgas” en la mañana, y así está ahora, comiéndose las entrañas en la garita por el milagro que intuye.
      Como si el destino quisiera rizar el rizo de la emoción, el partido se había iniciado con los peores presagios. En el minuto dos, apenas situados los hombres en el césped, Señor, quien luego compensaría el error con la guinda final, se encargaba de fallar un penalty. Era la primera nota de mal agüero. Poco después, Víctor hacía lo más difícil y, sólo ante Bonello, mandaba el balón al poste.
      Empezando así, no fueron pocos los que abandonaron la frágil esperanza que aún pudieran albergar del sueño imposible, cambiaron de canal, o buscaron otro ocio más reconfortante. Pero en el comedor de la cárcel no se movió nadie, entre otras razones porque el permiso especial lo era sólo para este evento y no cabía posibilidad alguna de otra elección. Las charlas, eso sí, y las voces, más altas que lo que la atención requiere, empezaron pronto a distraerse, ajenas al desesperanzado espectáculo televisivo.
      Al filo de los primeros quince minutos llegó el primer acierto rematador de Santillana, y apenas instantes después, el jarro de agua fría del gol maltés, inducido por un garrafal rebote de Maceda que acabó en propia puerta ante un sorprendido y desolado Buyo. El cántabro Santillana, el único salvable de la primera parte, acertó dos veces más, pero el escuálido 3-1 con que finalizó el primer período no hacía concebir la más mínima esperanza. Quedaban aún por solventar cuarenta y cinco minutos, pero el objetivo necesario de los once goles, doce ahora ya, tras el malaje del tanto maltés parecía una absurda utopía.
      La emoción, toda la increíble emoción, en un agónico “increscendo”, llegó con el comienzo de la segunda parte. El equipo español que ahora saltó al campo parecía haber mudado en decidido coraje toda la gris apatía que exhibiera antes. Nada más empezar arrancó la racha afortunada de Rincón, hasta entonces muy oscurecido. Y este tanto, el cuarto, catapultó al equipo español hacia la goleada. El mismo Rincón volvería a acertar en la diana en el minuto cincuenta y seis.
      Sin tregua, en sólo tres minutos, entre el sesenta y uno y el sesenta y cuatro, llegaron otros tres goles, dos de Maceda, que se reconciliaba así del fallo del autogol, y otro más de Rincón. A menos de media hora para el final, sumando éstos a los de la primera parte, el marcador señalaba un claro ocho a uno, que acercaba a España a su objetivo.
      Los últimos veinticinco minutos se vivieron en un ahogo de tan imperiosa angustia que, como luego ha de verse, a más de uno le resultó trágica. En el campo, la urgencia no concedía siquiera tiempo para los abrazos y efusiones habituales tras el logro de cada gol. De inmediato volvía a estar el balón en juego y el cronómetro en marcha para forzar el milagro. La ambición, único objetivo, era alcanzar la docena, todo lo demás era aleatorio en un lance sin igualdad. Santillana acertó su cuarto en el setenta y cinco, y Rincón, tres después, igualó ese parcial

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