domingo, 30 de enero de 2011

El "baño María"


      La técnica del “baño María” es bien conocida por todos, y asaz práctica cuando se quiere que un producto reciba una cocción suave y uniforme, sin riesgo de que pueda llegar a quemarse; o también cuando de lo que se trata es de cuajar una preparación semilíquida, como el flan, por ejemplo, para darle un punto de consistencia definitiva. El Diccionario lo aclara más, con más precisión: “Vaso con agua puesto a la lumbre y en el cual se mete otra vasija para que su contenido reciba un calor suave y constante”.
      La técnica, pues, de esta clásica modalidad de formulación culinaria no ofrece ninguna duda. Lo que sí puede suscitarla es la cuestión de que se le haya dado tal nombre ¿Por qué “baño María”?...
Evocación medieval de María la Judía
      Pues, con las reservas de rigor historiográfico a las que obliga una denominación como ésta, cuyo origen remoto se pierde en la noche de los tiempos, les contaremos que, al parecer, la frase tiene su origen en los tratados de los alquimistas medievales. Leemos que, en un principio, a este método se le conocía como “Balneum medicinae”; pero en el medievo francés, los alquimistas de ese país dieron en trocar la expresión por la de “baño María”. Según parece, la razón de tal mudanza vendría de la evocación de María, hermana de Moisés y Aarón, la cual habría acumulado, a la par que fama de profetisa, también meritorio predicamento como “ensayadora y mezcladora” de substancias, cual dejó escrito uno de los primeros alquimistas conocidos en la Historia, el griego Zósimo de Panópolis (s.IV) quien nos dice haber tenido en sus manos un texto de esa tal María (conocida también por el apelativo de María la Judía) en el que, supuestamente, habría anotado los detalles de sus secretas fórmulas junto con una descripción pormenorizada del instrumental que utilizaba, entre ellos, una vasija de metal, introducida dentro de otra más grande y sometida allí a la acción vaporosa del agua y el fuego.



sábado, 29 de enero de 2011

Destellos de Hollín (Pag. 92 a 102)


como valor superior y más agradable a los ojos de Dios. Matías lo entendió mal, lo de “interior”; o demasiado bien y con mucho recochineo, nunca se sabrá. Lo cierto y lo que ocurrió fue que conminó/obligó a sus amigos para que cada uno tragara una moneda de dos cincuenta, con el retorcido pretexto de participarles a todos ellos la “riqueza interior” que arguyera el cura. Pero, lo más grave y escandaloso, lo hizo parodiando sacrílegamente el ritual litúrgico de la sacramental comunión, en funciones él de oficiante, claro.
      El follón que se armó fue de órdago a la grande, mayúsculo y esdrújulo, en las dos vertientes. Por la una, mayúsculo, en la angustiosa espera de las familias -en el caso de Abel, más de cuarenta y ocho horas-, hasta que los chavales, atestados de purgantes, lograron expulsar por su natural vía los diez reales correspondientes a cada dosis. Por la otra, esdrújulo, porque así lo fue el escándalo derivado del conocimiento del ceremonial empleado en la ingesta, y que a punto tuvo a don Abelardo, en su conciencia, de dar cuenta escrita de los hechos al obispado. No llegó a hacerlo, en última y piadosa instancia, por caridad y consideración hacia el viejo don Matías, que vino a implorar perdón a la sacristía, con promesa solemne de actuar duramente con su hijo, y garantía absoluta de que los hechos no habrían de repetirse, insistiendo en donar, en desagravio, cien pesetas para un novenario, al que padre e hijo habrían de asistir juntos, en lugar destacado del templo por que se les viera bien, para evidenciar ante todos su arrepentimiento y contrición.
      Pero los correctivos paternos, aunque frecuentes, siempre extemporáneos y vacíos de ejemplaridad, no lograron sino excitar aún más la rebeldía del chico, que alcanzó la juventud orlado por todas las señas del perfecto rufián. El tiempo que le tocó vivir tampoco, en verdad, le fue de gran ayuda para atemperar su espíritu. La guerra civil estalló ante él en plena adolescencia, y con ella vinieron meses de infinita penuria económica y moral a la casa grande de los Cuernavaca y Muerdecojón. La finca y el propio edificio de tan nobles trazas les fueron requisados, por manifiesto desaprovechamiento, según la orden que se les hizo llegar, promoviendo en el lugar, a cambio, el más desbarajustado ensayo de colectivización agraria que jamás se haya llevado a cabo. Sólo el nombre, que la autoridad gubernamental ordenó fijar en un gran cartelón sobre la fachada, bajo su balcón principal, precisamente, con la muy poco disimulada idea de ocultar el escudo labrado en cantería de la familia, merece el mérito de registrarse como única realización práctica de la apropiación. En grandes letras rojas sobre fondo negro dispusieron: “La Moderna Fraternal. A.S.A.C.O”, correspondiendo las siglas a Agrupación Social Agraria de Colectivización Obrera. Así lució veintiocho días, hasta el siguiente a la visita oficial que, con motivo de la inauguración, realizó el Secretario General Delegado de Colectivizaciones, venido expresamente para el evento desde la capital. Al ver el rótulo, el capitalino jerarca torció ostentosamente el gesto y todos pudieron observar cómo susurraba al oído del presidente del Comité Local una orden que resultó expeditiva a primeras horas del día siguiente, cuando se procedió de urgencia a recortar del cartelón el apéndice de las siglas, según sospecha general, por cortar de raíz las susurrantes chuflas que ya circulaban entre los facciosos agazapados, ponderando la valiente sinceridad de un mensaje en el que tan explícitamente se reconocía haber entrado “a saco” en la propiedad privada.
      Don Matías y el chico recibieron, en justa compensación al desahucio, permiso especial para instalarse con sus mínimas pertenencias en el desván de la casa, siéndoles asignado un famélico sueldo en calidad, ahora, de vigilantes de la finca. La planta principal fue ocupada, en equitativo reparto, por las familias de los capataces de producción designados por el Comité, y en la planta baja se habilitaron las estancias como local social y recreativo de las Juventudes Libertarias.
      La durísima experiencia poco más duró que un año, suficiente sin embargo para marcar a fuego de infinito rencor el alma del joven Matías, catorce años entonces, que odió en ese tiempo más de lo que habría de hacerlo en el resto de sus días. El padre, perdido por el alcohol y la indignidad, acabó por perder también definitivamente el norte de la razón, sirviendo de objeto de burla y revancha a la chusma, pronto enloquecida por el miedo. Curiosamente, tal vez fuera ese papel servil y arrastrado el que le había salvado la vida en el frenesí criminal de los primeros momentos; sin embargo, un año después, en el pánico del verano de 1937, cuando la caída del “cinturón de hierro” de Bilbao precipitó el derrumbe de todo el frente del norte, el dieciocho de agosto aparecía su cuerpo a la sombra de la tapia del cementerio local. Un tiro en la nuca, disparado a quemarropa, había dictado su fatal sentencia. De la boca, a medio tragar, le extrajo el forense un escapulario de la Virgen del Perpetuo Socorro. No hubo entierro formal, ni rezos ni oficios, ni otro llanto que el del niño.
      En medio de la desbandada general ante la inminente llegada de los “Flechas Negras” libertadores, corriendo sin duda un grave riesgo, “Asunción” y Cosme asearon, amortajaron y enterraron al viejo. Luego, con los italianos ya a la vista, los dos, con el huérfano y su propia hija, enfilaron el camino de la montaña, donde los Mantilla disponía de un refugio seguro.
      No fue hasta meses después de acabada la guerra, en el otoño del 39 y ante las duras perspectivas de pasar un nuevo invierno en aquellas cumbres, cuando la prudencia de Cosme Mantilla cedió, y se decidió a bajar con su familia de nuevo al valle. Dejaban atrás dos años de apreturas y de sacrificios, y también de algún que otro sobresalto, ya por las patrullas de la guardia civil, ya por el merodeo de algunos elementos de los que llamaban “escapados”, de cuya caza traía el eco frecuente noticia. Para Matías y Ana fueron, sin embargo, dos años de felicidad irrepetible, confundidos en un sentimiento de sensual ambigüedad cuya frontera nunca se atrevieron a pasar. Su trato era de hermanos, aunque el corazón bullera en cada pecho de un modo bien distinto, al compás de un juego a la vez dulce y tortuoso, que “Asunción” reconocía y vigilaba con especial y preocupada atención. Ella fue quien, sutilmente, acabó de animar a su marido para regresar a la casa del valle. Sabía “Asunción” que el “señorito Matías” -siempre le había tratado así, aún allá arriba, a pesar de las protestas del chaval- no estaba destinado a su Ana. Y, aunque le quería con especial ternura, más sufría de pensar en el dolor que habría de sobrevenirle a su hija por un enamoramiento de imposible resolución.
      La primera impresión, a la vuelta, confirmó a los cuatro, cada uno en su percepción, que todo había cambiado radicalmente para seguir exactamente igual. El caos, el miedo y el infinito rencor, seguía dominándolo todo y a todos. De la casucha de “Asunción” y Cosme apenas quedaba en pie un muro desvencijado y parte de la cuadra. Reconocida ahora como la famosa “posición Fontiches”, que tal era el nombre secular del lugar donde se emplazaba, había protagonizado aquel solar, según se contaba, episodios heroicos en distintas fases del ataque, cambiando varias veces de bando, ora asediándola ora defendiéndola.
      En cuanto a la casona de los Cuernavaca, evidentemente nada quedaba del viejo cartelón anarquista. El escudo familiar volvía a lucir arrogante en la fachada, aunque ahora entre las sombras de la enorme bandera azul y roja que flameaba en el balcón central. Los falangistas eran los nuevos inquilinos, pero, según dijeron, en tanto no se dilucidara oficialmente el expediente de restitución, Cosme, “Asunción”, Anita y Matías hubieron de acomodarse en el desvencijado desván que otrora habían ocupado Matías y su padre.
      Aquella presencia tan próxima y exaltada le vino al pelo al joven Matías. Su natural fogosidad, falsamente atemperada en los años de montaña, reverdeció explosiva en menos de una semana, acrecentada ahora y autojustificada por la memoria revanchista de las humillaciones pasadas y la herida voluntariamente abierta de la ignominiosa muerte de su padre. Cosme, y muy particularmente “Asunción”, le miraban con creciente reserva y sin apenas reconocerle en aquella fulgurante mudanza que Ana vivió y sufrió como un drama personal de infinita tristeza. No subía al ático más de lo estrictamente necesario. Permanentemente uniformado de azul, ocupaba el día, los días, todos, en una arrogante exhibición vencedora de marchas, escoltas y desfiles. De noche vivía las horas más ansiadas, aquellas que eufemísticamente dedicaban los de su grey a la labor de “patrulla y control”, descubiertas de castigo, palizas, extorsiones y amenazas, que no pocas veces concluían en tragedia.
      Henchido en este espíritu. Irredento de una guerra que se le había escamoteado por tan poco, a Matías no le cupo la menor duda de que el llamamiento a la formación de un cuerpo de voluntarios para combatir contra Rusia al lado de los alemanes era una convocatoria hecha expresamente para él. Y así fue que el 13 de julio de 1941, con diecinueve años, iniciaba, en la madrileña Estación del Norte, el viaje más largo y más dramático de su vida, incorporado a la primera expedición de la ya bautizada como División Azul. Tres meses después, previo paso por el campo de adiestramiento de Grafenwhor, en Baviera, revestido con el uniforme de la Wehrmacht, a mediados de octubre y bajo un frío que ni siquiera en sueños había llegado a imaginar, ocupaba plaza de trinchera en el sector de Novgorod, en la confluencia helada del río Volkov y el lago Ilmen, en la retaguardia del sangriento operativo de asedio a la ciudad de Leningrado.
      Pero el destino no había reservado para Matías la epopeya que tanto ansiaba. Su suerte fue bien distinta, cruel, humillante y casi agónica en la desesperanza. Aquella incursión bélica del joven cántabro, sin él sospecharlo siquiera, estaba llamada a prolongarse nada menos que trece años ... y sin efectuar un sólo disparo, sin abatir ni a un sólo enemigo; una vergüenza, ésta, que guardó para sí el resto de sus días, consolándose con la mentira piadosa de un curriculum inventado de mil peripecias y heroicidades sin cuento, tan incoherentes y excesivas en la repetición, que nadie llegó nunca a tenerlas por ciertas.
      La historia cabal y verdadera de la “etapa rusa” de Matías fue tan prosaica y desgraciada como pocas entre sus camaradas de expedición; y desde luego sí, ciertamente, mucho más dura en penalidades y sacrificios personales que la de la inmensa mayoría de aquellos fanáticos expedicionarios, ciegos cruzados de la fe anticomunista más exaltada y radical.
      Lo que ocurrió en verdad, triste destino, es que, en su primera guardia de centinela, tres días después de su llegada al frente, fue hecho prisionero de la manera más burda y sigilosa, y sin oponer la menor resistencia. Un comando ruso se había destacado con ese propósito, el de hacer prisioneros. Y él los vio venir, que es lo más grave, en medio de la ventisca helada. Como procedía y le habían dicho que hiciera, les advirtió al punto el ¡Alto! ¡Santo y seña!. Y, en efecto, le respondieron, algo ininteligible, que el cántabro entendió era alemán, y así conforme, por no incordiar, consintió. De la confusión, pacífica y cordial, sin advertir nada extraño en los capotes, completamente cubiertos de nieve, coligió Matías que se trataba del relevo y, traduciendo a su modo de entender las señas que le hicieron, interpretó que debía seguirles de vuelta al barracón. Y así fue como aceptó, pacífica y dócilmente, su infausto destino, hasta que, ya demasiado tarde, comprendió el truco al verse en las líneas enemigas, apaleado, torturado e interrogado hasta evacuar el más mínimo detalle de los pocos datos que sabía de su batallón y del despliegue de las fuerzas invasoras. De milagro se salvó de ser fusilado aquella misma noche. No ocurrió así gracias, principalmente, a la intercesión que a su favor hizo el miliciano que dirigió su interrogatorio, paisano a la postre, un minero de nombre ignoto, asturiano de origen, sin duda, por el acento, quien, tras escupirle en la cara que poco antes había desfigurado a golpes, tuvo la caridad de sumarle, como un trapo, a la expedición de prisioneros que aquella misma mañana salían hacia la retaguardia.
      La guerra había concluido para Matías, sí, pero ahora llegaba lo peor. Una auténtica prueba de supervivencia, que a punto estuvo de perder en varias ocasiones en los largos años de infinita penuria que siguieron. Primero, en tres campos de concentración, un verdadero infierno que dio paso, al quinto año de cautiverio, a la horripilante penosidad de su destino final: Vrofchov, en la vertiente siberiana de los Urales, a donde fue confinado durante ocho años más de trabajos forzados en una mina de oro desvencijada y perdida.
      Bien se dijera, aunque luego ha de verse que no, que una experiencia tan al límite de la tolerancia humana, tan atroz y extremada como la que le tocó vivir a nuestro Matías en aquellos infernales pozos de los Urales, habrían de liquidar para siempre jamás en él, como en cualesquiera otro semejante, pasado por igual tortura, la apetencia o cualquier mínimo contacto voluntario futuro con el vil metal. Sin embargo, hete ahí que la sorprendente mudanza de la que es capaz el espíritu humano sí es, en verdad y a la postre, el más inescrutable de los pozos: el oro, y sus brillantes y cautivadores engarces pétreos de adorno, volverían años más tarde, como ha de verse, a prender la codicia de nuestro personaje y, prendiéndole, a perderle a él de nuevo, remitiéndole una vez más, ya irremisiblemente, al pozo carcelario donde le hemos hallado.
      Pero antes, y por completar este obligado apunte biográfico, hemos de imaginarle aún, macilento y extrañado, muerto en vida y enflaquecido como el cadáver de un perro, asomando su incredulidad por la borda del “Semiramis”, el carguero griego que, a instancias de la Cruz Roja, el 2 de abril de 1954, arribaba al puerto de Valencia con los últimos prisioneros españoles liberados y repatriados por la Unión Soviética.
      No tardó mucho Matías, ya con 32 años, en salir de su depresiva confusión. Al bullicioso recibimiento valenciano siguieron, sin solución de continuidad, los honores de recepción oficial en Madrid. En el mismísimo palacio de El Pardo, revestido otra vez de azul, marcial e impasible el ademán como en los mejores día de su temprana juventud, tuvo ocasión de estrechar con reverencia la mano del dictador. Las fiestas y recepciones no dejaban de llegarle en caudalosa demanda de imposible atención desde todas las capitales, capitanías y ciudades de España. Al carecer de familia directa que le aguardara, consintió de buen grado en acceder como principal comparsa al periplo circense de un trajín de visitas, recepciones y homenajes, que cualquier artista de éxito del momento hubiese envidiado. Se hizo popular, célebre y modelo de exhibición. Su relato memorial, al compás de la bulla, comenzó a crecer y a enriquecerse en falso en mil anécdotas inventadas que, aunque nadie creía, por exageradas, todos aplaudían y reclamaban. Cuando al fin llegó al valle de Pisón, un 27 de mayo, festividad de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, devoción familiar por excelencia, ya la mudanza revitalizadora se ofrecía en él completa, al menos en su imagen exterior. La infinita penuria de los trece años de ninguneo ruso apenas resultaba perceptible ya en la henchida plenitud recuperada. Matías volvía a ser, como siempre desde siglos en la estirpe, por su vigorosa arrogancia, un perfecto Cuernavaca y Muerdecojón.
      Los honores del recibimiento en el pueblo resultaron igualmente brillantes y rendidos, y concluyeron con el mejor ofrecimiento práctico que cabía esperar: la invitación a ocupar, tras otorgarle con toda la pompa local el título de “Hijo Predilecto” de la villa de Pisón, un puesto fijo y remunerado en la plantilla municipal.
      Pero, a qué contarles, la dicha siempre es corta en los espíritus indómitos, y a los pocos meses de aquella triunfal recepción, pasado el calor de los abrazos y atenciones, Matías empezó a percibir la dolorosa conciencia de su propio artificio. El tiempo, revenido a lo ordinario, venía a mostrarle, en su elástica relatividad, la más cruel de sus facetas: trece años, o el abismo de un siglo, nada, o casi nada, le era ya reconocible. Rezagado en el devenir de la vida, todo se le ofrecía ahora perdido, a una irrecuperable distancia. La casona familiar, desde hacía años desalojada y abierta a la rapiña, exhibía una penosa ruina. Matías ni llegó a considerar siquiera la posibilidad de instalarse allí, decidiéndose, según el consejo del alcalde y Jefe Local del Movimiento, don Pedro Soto, a ocupar plaza en la austera, pero confortable, pensión de doña Lourdes Peñas.
      Peor trago fue conocer, por boca de Ana, la noticia de la muerte, en el 44, de Ramona y Cosme, fulminados ambos por las fiebres tifoideas, con apenas tres meses de diferencia. Y la puntilla, la propia Ana, hermosa como nunca, y madre ya de una niña de seis años, de nombre Alicia, fruto de su matrimonio con Donato Heredia, el otrora lugarteniente de la banda de “Los Cuernavacos”, reconvertido, con el matrimonio y la paternidad, en próspero panadero, padre feliz y concejal influyente, a todas luces mano derecha en las componendas del alcalde.
      Confundido y extrañado de sí mismo, el tránsito de la vuelta imposible de Matías duró, no obstante, una década. Diez años de progresiva y patética degradación a caballo del vodka, la chulería y un señoritismo trasnochado y perfectamente inútil sin una base económica suficiente para sustentarlo.
      En el Ayuntamiento quisieron situarle, los primeros dos años, en la ventanilla de atención al público. El circo se repetía y las colas se hicieron numerosas al principio y durante una breve temporada, sólo por conocerle y disfrutar de su fantástica verborrea inventada, como cuando contaba a los pasmados paisanos su terrible experiencia con el frío siberiano: --...”un frío tan grande, tan grande -les decía, sin inmutarse-, que las palabras, letra a letra, salían escritas de la boca... y había que leer esas letras de hielo que se formaban en el aire’’...
      Pero, inevitablemente, cuando las historias dieron en repetirse y el repertorio a mostrarse tan agotado como la propia curiosidad de los visitantes, el resacoso talante de Matías vino a descubrir su peor faceta, gustando, en repetidas ocasiones, en aprisionar literalmente y por el cuello, con la guillotina de la ventanilla, a los paisanos de apariencia más cándida, luego de haberles forzado a asomar en escorzo la cabeza por el agujero, para, sujetándoles de tal modo así, obligarles a escucharle en








viernes, 28 de enero de 2011

Llevarse la comida

      Seguro que alguno de nuestros lectores más veteranos recordarán todavía aquellos tiempos en los que, en bodas y en banquetes principalmente, no era inhabitual ver a alguno de los invitados como, con disimulo, se echaba al bolso, o al bolsillo directamente, para llevarse a su casa, pulcramente envuelto, eso sí, en una servilleta, alguna, o algunas, porciones de las viandas servidas, con especial querencia por los dulces y postres. La costumbre tiene, ciertamente, una larguísima tradición; incluso con un protocolo de consentimiento tácito, como bien se viene a sugerir en este fragmento de las “Memorias de la Corte de España”, publicadas a finales del siglo XVII por la aristócrata francesa Mme. Aulnoy, quien pasara unos años en Madrid, en la Corte de Carlos II El Hechizado:

Mme. Aulnoy
…”Merendamos en casa de la princesa de Monteleón, presentándose sus doncellas, en número de dieciocho, llevando cada una grandes bandejas de plata llenas de dulces secos, todos envueltos en papel recortado expresamente y dorado. En el uno había una ciruela, una cereza o un albaricoque en el otro, y así sucesivamente. Todo aquello me pareció muy limpio, porque puede uno tomarlo o llevárselo sin ensuciarse las manos ni el bolsillo. Había allí señoras de edad, que después de haberse hartado de comer, tenían cinco o seis pañuelos, que llevan expresamente y los llenan de confituras. Aunque las vean, hacen como si no las viesen, porque se tiene la amabilidad de dejar que se cojan cuanto quieran, y hasta de rogarles para que tomen más”.






martes, 25 de enero de 2011

La lamprea, suprema exquisitez de la cocina gallega


      La antediluviana lamprea, auténtico fósil viviente, renueva su cita anual con los ríos gallegos, hoy por hoy devenidos en, prácticamente, su único habitat europeo.

      ¡Aleluya!. Un año más, como viene ocurriendo desde bastantes miles de años antes de que el hombre tuviera conciencia de serlo (cuando los ríos, y ni siquiera los continentes eran lo que ahora son) la noble lamprea ha vuelto a remontar los ríos de Galicia para cumplir aguas arriba con su ciclo vital reproductor, desovando en los “pozos” y remansos del padre Miño, del Lérez, del Ulla o del Tambre.
      La renovación de esta cita ancestral es siempre un feliz acontecimiento, que adquiere tintes de extraordinario en razón del carácter de práctica “exclusividad” que las costas gallegas tienen como habitat natural de esta casi extinta especie -“Petronyzon marinus” en su catalogación científica-. Tiempos hubo, y así lo han dejado escrito los cronistas de la antigüedad, en los que la lamprea visitaba anualmente todos los grandes ríos de Europa, de una y otra cuenca, ocupando el lugar preferente en los banquetes imperiales de la Roma clásica y en las cocinas cuaresmales de los grandes Papas.
      Porque, dígase ya, la gastronomía de la lamprea, que hoy tiene su reservorio universal exclusivo en Galicia, atesora celebridad mítica desde aquellos antiquísimos tiempos. Y aquí una aclaración, que es también un revulsivo para nuestra conciencia medioambiental: evidentemente, los césares, y los prelados medievales, los nobles aquitanos y los belicosos caballeros teutones, no se hacían llevar desde Galicia las lampreas que proveían sus cocinas. Por aquellos tiempos, todos los ríos europeos, tanto atlánticos como mediterráneos, recibían la visita anual de las lampreas, que remontaban el Tajo, el Guadalquivir, el Ródano, el Támesis, el Rhin, y también el Tíber, claro está. La causa de su desaparición de estos ríos, en muchos de ellos ya desde tiempo inmemorial, no fue otra que la contaminación.
Un fósil viviente

      La lamprea, efectivamente, es eso: un auténtico fósil viviente, de antediluviana biología, lo que la hace extremadamente sensible a los cambios y deterioros medioambientales. Su biología requiere aguas de un limpidez absoluta en la zona que elige para llevar a cabo el desove; y dado que su ciclo es (como el de su pariente próximo, la anguila, de la que tan recientemente les hemos contado) de una secuencia repetitiva fija, es decir, que vuelven siempre al río en el que nacieron; si durante un periodo prolongado no pudieron remontarlo y desovar, o los pequeños alevines no sobrevivieron a un estado de impureza de las aguas, el ciclo se queda definitiva e irremediablemente interrumpido. Y tal fue lo que ocurrió a lo largo de los siglos con todos esos ríos que, en tiempos, fueron “lampreeiros”. A día de hoy, sólo quedan, como habitat testimonial de la lamprea en Europa, los ya dichos gallegos, algunos pocos en el norte de Portugal, y presencias esporádicas, apenas testimoniales, en algunos ríos cantábricos y del oeste francés.
      Sí, en cambio, hay lampreas, y muchas por cierto, en los ríos de la vertiente atlántica canadiense. Pero, véase qué curioso, allí no se aprecia en nada su gastronomía, y hasta se las tiene por alimañas, auténtica plaga anual a la que se esfuerzan en combatir con derroche de medios económicos. Y es que, en Canadá, el gran capital de los ríos es el salmón ...y la lamprea gusta especialmente de rapiñar y comerse los huevos de salmón.
      Pero, ¿qué es, en fin, la lamprea? Pues un pez, si convenimos en ello, como la ciencia lo afirma, aunque cueste creerlo. Un pez ciertamente feísimo, carente de espinas, que sustituye por una suerte de esqueleto primitivo cartilaginoso, sin escamas ni mandíbula, de inusitada biología. Su cuerpo, de forma cilíndrica, serpentiforme, mide normalmente entre 65 y 75 centímetros. Carece de aletas pares, presentando una sola aleta dorsal, y una rudimentaria aleta caudal o cola. El lomo es oscuro y está jaspeado en los flancos por matices verdes y azul ceniciento, y su vientre es blanco amarillento.
La boca, al detalle
      La lamprea es un pez que vive en el mar y desova en los ríos, cuyas corrientes remonta al alcanzar la madurez sexual. Su ciclo vital, similar al de la anguila, es tan insólito e increíble que sólo le fue desvelado a la ciencia hace poco más de un siglo. Y es que, créase o no, lampreas y anguilas atraviesan el Atlántico de parte a parte en su atávica migración. Esos alevines que nacen en los ríos gallegos viajan, nada menos, que hasta las profundas fosas caribeñas del “mar de los Sargazos”. Allí, en ignotas profundidades, crecen hasta alcanzar su madurez sexual. Entonces se aparean y, por parejas, la hembra preñada y cargada de huevos, y el macho que la acompaña con el único fin de fertilizar la puesta, realizan el viaje de vuelta sin prisas, casi dejándose llevar a lomos de la “corriente del Golfo”. No es extraño que este insólito y fantástico viaje, de más de tres mil kilómetros, haya permanecido ignoto al conocimiento científico durante siglos, hasta que tomó carta de crédito la teoría de la “deriva” de los continentes. Vino a aclararse entonces que la lamprea no es que sienta un pulsión irrefrenable por acometer el viaje más largo que imaginarse quepa, y batir así un record con ello. Ocurre simplemente que, cuando hace millones de años se grabó indeleble en su código genético ese ciclo vital de pasar la vida en los fondos profundos, y retornar al río de su nacimiento para desovar y renovarse en la perpetuación de su especie, su “fosa” oceánica estaba bastante más cerca del río matriz. Ella, pues, no cambió, que fue el Planeta quien lo hizo.

Exquisito manjar

      Hay que reconocer que, después de lo apuntado antes sobre la morfología del bicho en cuestión, cuesta trabajo –y hasta repugna, se comprende bien- insistir y afirmar con plena convicción que la lamprea es bocado sibarita, rotundo donde los haya. Nuestro llorado José María Castroviejo, refiriéndose al peculiar y nulo atractivo de la lamprea viva, en contraposición con su exquisito sabor una vez condimentada, opinaba y reconocía que “es una pena que no sepamos el nombre del antepasado que tuvo por primera vez la ocurrencia de preparar un guiso de lamprea. Con muchos menos motivos se han levantado y se levantan hoy estatuas”.
A la bordalesa, su más rotunda formulación
      Con la lamprea, aceptada esa reserva estética (que también se da en otros muchos productos sibaritas, pongamos por caso la centolla, o las trufas, que nadie comerá por “bonitos y atractivos”), ocurre, en fin, lo que con tantas cosas: que, o te gusta a rabiar, con devoción fanática –y entre esos somos legión los que nos contamos- o te produce un asco insufrible e insuperable, laminador de todo atisbo de apetito.
      Digamos, para quienes no la hayan catado, que su carne tiene un sabor original, ciertamente inconfundible y para nada parecido al de ningún otro pescado. Si hubiera que arriesgar, quienes entre los sabios gastrónomos lo hicieron apuntan, sin demasiada convicción, que el sabor recuerda vagamente al de la carne de liebre; la cual, por cierto, también –como ocurre con la lamprea- suele guisarse “en su propia sangre”.
      Otro atractivo no menor para sus devotos deriva de los acotados límites que la naturaleza impone a la corta temporada en la que es posible su degustación “en fresco”. Y es que la lamprea llega hacia finales de enero, y se va cuando apunta la primavera. Fuera de esos tres/cuatro meses, ni con un “gordo” de la Primitiva por medio es posible degustarla. No negarán que, siendo así como es, tal limitación inapelable no añade dosis sibarita de vértigo y ansiedad. Febrero y marzo es el tiempo de más abundancia, pero puede llegar a haberlas en abril, y hasta en mayo, depende de lo que la naturaleza imponga en su ciclo, ampliando o acortando los inviernos, y haciéndolos más duros o más suaves. Como norma práctica, valga el aserto de la sabiduría popular, que da de plazo para acometer la noble empresa gastronómica de lamprea “hasta que el cuco cuquee”...“denantes que esté cucada”, es decir, hasta que el cuco empiece a cantar en los matorrales ribereño, anunciando la inminencia primaveral.

Arbo y Salvatierra, capitales del universo lampreeiro

      Ya quedó dicho que, hoy por hoy, el Miño es el gran río provisor de lampreas. Ello es así, probablemente, desde hace muchísimos siglos, y de esa ancestralidad son testimonio vivo actual los famosos “pescos” de la villa pontevedresa de Arbo, y de la vecina Salvatierra, núcleo esencial y referencia capitalina del universo lampreeiro en nuestros días. Los tales “pescos” vienen a ser una suerte de ciclópeos murallones, de inmemorial factura, que penetran en la corriente del río por una y otra orilla (gallega y portuguesa, en lo que se refiere al Bajo Miño), formando en el caudaloso cauce una serie de angostos y laberínticos canales por los que necesariamente ha de pasar la lamprea en su remonte anual. El acto de pesca, disponiendo redes y nasas en esas angosturas forzadas, debe realizarse siempre de noche, y más y mejor cuanta más claridad de luna haya. Distribuyéndose el uso del “pesco” con meticulosidad, incluso por horas, en razón de los numerosos propietarios que éstos suelen tener, luego de las sucesivas particiones por herencia que en ellos se han ido operando a lo largo de los años. Y es que, desde siempre, la propiedad de un buen “pesco” constituye un más que rentable patrimonio, con altos rendimientos económicos, en consonancia con el valor de mercado de la propia lamprea, cuya cotización no baja, en los últimos años, de los 45/50 euros por pieza viva, es decir, sin cocinar.
"Pesco", con Portugal a la otra orilla
      Como cada año, éste también, el último fin de semana de abril los devotos de la culinaria de la lamprea tendrán su cita anual, a modo de llorosa despedida, contándose por miles el número de asistentes, en la Fiesta de la Lamprea, que ya ha hecho clásica la villa de Arbo.

Bordalesa, empanada, rellena,...

      Resultaría prolijo y extenso por demás intentar dejar constancia aquí de las múltiples y sofisticadas fórmulas de preparación de la lamprea que el discurrir de los siglos ha ido anotando, tanto en los recetarios de mayor enjundia como en los más humildes apuntes de nuestras viejas cocineras. Con todo, obligado parece dejar testimonio de las más exitosas, frecuentes y populares, las cuales, además, resultan a la postre las más asequibles y apetitosas.
Típica preparación "en rollo" de la lamprea
seca
      Como ya se ha apuntado, en la mayoría de las fórmulas culinarias de la lamprea la sangre del pez se considera elemento precioso para su condimentación. Así sucede en la preparación más habitual en los recetarios gallegos, la que para muchos es la más redonda y de más brillantes resultados: a la “bordalesa”, es decir, guisada lentamente en cazuela de barro, sobre la base dicha de su propia sangre, previamente extraída del animal y utilizada como ingrediente fundamental de la espesa y oscura salsa característica. Todo ello servido y presentado, finalmente, con acompañamiento complementario de arroz blanco y picatostes de pan frito.
Proceso de secado
      También resulta un bocado sumamente incitante preparada “en escabeche”, o “curada”, es decir, seca, a modo de bacalao; rehidratada luego, como aquel, y cocida con verduras del tiempo y tacos de jamón. Partiendo de esa variedad “seca” (un modo de conservarla, como en el caso del bacalao y con similar procedimiento, por exposición, luego de abierta y desventrada, al aire y al sol), otra preparación frecuente y exquisita es en “empanada”, o en esa otra fórmula magistral que la presenta “rellena”, enrollada con huevo duro, jamón, aceitunas y pimientos morrones, y servida fría en rodajas finas, a modo de fiambre. Buen provecho

Y de poste, una receta:

Lamprea a la bordalesa
Ingredientes (para 8 personas): 2 lampreas; 3 puerros; 2 cebollas; 1 cabeza de ajo; 2 hojas de laurel; perejil; nueces, sal; aceite; 1 dl. de vino del Condado; sangre de las lampreas.

Preparación: Se lava bien la lamprea en agua tibia, rascando luego con detalle su piel. Imprescindible ahora (y para "sabidos") es quitarles la pequeña bolsa de hiel que tienen debajo de la boca, junto a un pequeño hueso en forma de paja. Se parte luego en trozos, extrayéndole la tripa y el hígado, y recogiendo con cuidado la sangre que suelta. Una vez sazonada, disponemos en la cazuela un sofrito con la cebolla, el puerro y el ajo, e incorporamos de inmediato los trozos de lamprea, junto con el perejil y el laurel. En un mortero, machamos las nueces (dos, o tres) y las mezclamos luego con el vino, para incorporarlo luego todo a la cazuela, dejando que se acabe de hacer todo, y se reduzca a fuego lento, durante otros diez/doce minutos. Se sirve en la misma cazuela, con su salsa y en compañía de arroz blanco y costrones de pan frito.

...y un vino:

Joaquín Rebolledo, reserva. Bod. Joaquín Rebolledo (D.O. Valdeorras)
12 meses de crianza en barrica, y 36 de reposo en botella, contemplan a este meritorio caldo resultado de un afortunado coupage de uvas Merlot, Cabernet-Souvignon y Mencía. Como resultado, un tinto de acusada nobleza, con un intenso color rojo cereza; amplia fragancia en nariz, con matices tostados de tabaco y frutos secos; y en boca calido y profundo, con buena acidez y mejor persistencia.























España, visión medieval

     El erudito franciscano fray Juan Gil de Zamora, conocido también como Fray Egido, tenido por uno de los principales intelectuales de su tiempo, reconocido humanista del Medievo español, escribía así en su “Alabanza de España” (s.XIII): “Fecunda en fruta, deliciosa por sus peces, de lacticinios sabrosos, llena de caza, gloriosa por sus rebaños, curiosa en vino, abundosa en pan, rica en metales, productora de seda y de dulce miel, llena de aceite, cargada de azafrán, de ingenio excelente, audaz en el combate, ágil en el ejercicio, fiel a su señor, fácil en el estudio, cultivada en el hablar, fértil en todo”…

domingo, 23 de enero de 2011

El Pedro Ximénez


      Les contaremos hoy de uno de los vinos más nobles de cuantos en el ancho mundo son y se tienen por preciosos y excepcionales. De un vino español de dulzor almibarado, pura mistela, indispensable en los postres, riquísimo elixir para cualquier momento, y, de un tiempo para acá, presente como recurso cada vez más frecuente en la alta gastronomía como elemento base en la elaboración de salsas de alta densidad llamadas a acompañar platos de caza, cortes de carnes bravas, o delicados hígados frescos de todo tipo de anátidas. Les hablamos del Pedro Ximénez…
      La Pedro Ximénez, o Pedro Ximén, es una variedad genuina de uva blanca de delicadísima morfología, cuyo hábitat natural se corresponde con el clima seco y caluroso de las blancas laderas del sur de la provincia de Córdoba, en la zona amparada por el Consejo Regulador de Montilla-Moriles. Como decimos, se trata de una variedad extremadamente delicada, que madura sometida a una fuerte insolación, pero que se ve fácilmente arruinada por las humedades de la costa, que inducen con facilidad su podredumbre. De ahí que, aun cuando todas las grandes bodegas de vinos andaluces, finos y generosos, olorosos y amontillados, tienen en su catálogo un “Pedro Ximénez”, el cultivo de esta uva se vea restringido, prácticamente, a esa zona concreta de producción cordobesa.
Localización de la D.O. andaluza
Montilla-Moriles (Córdoba)
      Otra de las notas singularísimas de esta variedad, de la que sale el vino dulce más original que tenemos en España, es que esas uvas, una vez vendimiadas, se dejan secar al sol extendidas sobre esteras de esparto, hasta convertirse en uvas pasas. En el proceso, obviamente, se han dejado la mayor parte de su peso; quedando sólo los concentrados de azúcares. Es con esas pasas con las que luego se elabora el vino (así sólo sea por esta peculiaridad, que en tanto reduce el rendimiento, el precio final de un genuino "Pedro Ximénez" ha de ser siempre más caro que otro vino común). Un vino de alta graduación, de oscura densidad, que acabará en casi negro tras su proceso de envejecimiento en botas de roble.
    La leyenda dice que fue un tal Pedro Ximénez, soldado de los Tercios de Flandes, quien de allá, de las viñas que ollara en los valles del Rhin y del Mosela, se trajo a Córdoba el primer pié de esta cepa.
      Hermosa leyenda, sin duda, pero parece que poco probable, ya que la Pedro Ximénez poco, o nada, tiene que ver con aquellos germánicos viñedos, adaptados a nieblas y humedades casi perpetuas. Por el contrario, lo que no ofrece casi ninguna duda es el carácter genuinamente mediterráneo de esta variedad de vinífera; y más razonable parece pensar –como apuntan algunos estudios recientes- a que a las sierras cordobesas llegara, tal vez ya en tiempos del Alto Medievo, traída por los árabes desde el Oriente mediterráneo …o bien años más tarde, ya en el siglo XV, procedente de Madeira, o de las Islas Canarias (donde producen esa otra joya legendaria que es el Malvasía), viajando así de vuelta desde su primigenio origen, probablemente griego, o cretense, o de alguna otra isla del Egeo.
Plantación en Montilla-Moriles

      En todo caso, nuestro actual Pedro Ximénez se constituye en una auténtica reliquia de elaboración artesanal. Es, sin duda, nuestro vino dulce más original. Así como Francia tiene, y presume con legítimo orgullo, de sus “sauternes”, Portugal de su “oporto”, y Hungría de su “tokay” (el mítico “lacrima Christie”), nosotros aquí en España tenemos este vino negro nacido de uva blanca, dulcísimo, áspero, embriagador en su aroma y de soberbia pastosidad en boca; una auténtica delicia.
Magret de pato con reducción al Pedro Ximénez
      Y un consejo final, si han de acercarse a él por primera vez: no sientan reserva por su densidad y opacidad, ya que cuanto más de lo uno y de lo otro, mejor. Son éstas dos, entre otras, notas distintivas de un Pedro Ximénez como debe ser, pletórico de matices y complejidades, de almibarado dulzor, alto grado alcohólico, y tacto de pastosa y e inolvidable cremosidad. Brindemos con él.

Y de postre, una receta...

Medallones de foie al Pedro Ximénez
Ingredientes:  2 medallones de hígado de pato fresco por comensal; 1 dl. de Pedro Ximénez; 1 chalota; 2 champiñones; 2 dl. de salsa española (ver, sobre esta salsa, en otro apartado de este blog); sal y pimienta negra; 15 gr. de mantequilla.

Preparación: En un recipiente al fuego, fundimos la mantequilla, y pochamos en ella la chalota, muy picada, y los champiñones, troceados. Salpimentamos, y añadimos el Pedro Ximénez, dejándolo todo reducir, a fuego corto, hasta que reduzca al menos a la mitad. Añadimos entonces la salsa española, y dejamos reducir todo, de nuevo, unos diez minutos. En la sartén, luego de salar los medallones de foie, los doramos brevemente, a fuego vivo, para que cobren buen color por fuera, permaneciendo tiernos y jugosos en su interior. Finalmente, emplatamos con la salsa por encima.

...Y un vino:


"Venerable". Bod. Pedro Domecq (D.O. Jerez-Xérès-Sherry)

Un vino realmente muy importante (no para cocinar, ojo, que hay otras marcas) de un intenso color achocolatado y soberbia densidad. Aroma potente, en el que se hace delicadamente evidente el proceso de pasificación, con notas de dátiles muy maduros y pasas de corinto. En boca, destaca su suavidad, con un final largo y persistente que invita a su degustación pausada y hasta, bien se diría que, reflexiva.



NOTA ACLARATORIA DEL AUTOR DE ESTE BLOG, acaso innecesaria, pero tal vez conveniente (un amigo lector me lo ha sugerido, y eso hago yo ahora, que soy muy obediente): Las referencias de recetas, vinos y otros productos comerciales que aquí puedan mostrarse responden única y exclusivamente al criterio del autor, y a su personal sugerencia, sin que quepa interpretar o inferir de ello ningún tipo de interés, servidumbre, o compromiso oculto de patrocinio por parte de las marcas aludidas, o los restaurante mencionados.





miércoles, 19 de enero de 2011

50 años del secuestro del "Santa María"


      El secuestro del trasatlántico portugués “Santa María”, perpetrado en la madrugada del 23 de enero de 1961, fue un acontecimiento de relevancia extraordinaria en todo el mundo; entre otras razones porque no había precedente en la historia moderna de una acción de piratería similar, de tanta ambición y envergadura, planteada así, por primera vez, en aras de supuestas motivaciones políticas. El comandante Galvao, protagonista de esta insólita peripecia, iniciaba sin él saberlo, hace ahora medio siglo, una técnica y un estilo de acción que muy pronto cobraría visos de alarmante plaga mundial en su versión aérea.
      Con toda seguridad, los lectores de mi generación habrán ya respingado en su memoria con la evocación de estos hechos, que tan en vilo tuvieron a nuestros padres durante los días de aquellos acontecimientos, literalmente pegados a la radio en la nunca tan emocionante hora del “parte”. Así, al menos, lo recuerdo yo, infante también expectante de unos aconteceres que a mi mente y entendimiento se ofrecían totalmente exentos de su componente política, aunque sí abrumadoramente plenos de emoción y aventura en cada entrega diaria de los avatares que se iban sucediendo en alta mar. Como aquel día -momento álgido en mi memoria- en el que la crónica nos dio cuenta de que un periodista intrépido había saltado, nada menos que en paracaídas, sobre la cubierta del barco, con el único propósito de adelantarse a sus colegas y obtener la primera entrevista y el primer reportaje gráfico del secuestrador y su tripulación retenida. Fue entonces, les confieso, cuando aquel niño de apenas ocho años empezó a soñar con empeñar su vida en lograr poder ejercer este oficio maravilloso que es el periodismo. No les diré, porque a la vista está, lo lejos que me he quedado en la emulación de Gil Delamare, que así se llamaba aquel personaje, que, al fin, supe bastantes años después, nunca fue periodista más que en esta ocasión circunstancial, a la que le llevó, no su vocación de relator de aconteceres sino la sustanciosa y tentadora oferta de un semanario francés, que pensó en él por su probada habilidad como paracaidista, además de avezado trapecista y muy meritorio “doble” para secuencias peligrosas en el cine francés de la época, creador también, y diseñador, de buen número de efectos especiales en el cine de entonces. Y así fue como el tal Gil se echó una cámara a la mochila, y saltó con soberbia pericia sobre la cubierta del barco.
Galvao, con Gil Delamare
      Pero, en fin, qué he de contarles, también, de lo que las apariencias engañan con respecto a la exacta realidad. Sólo los años, con su abrumador transcurrir, aciertan cruelmente a aproximarnos, casi siempre tarde, demasiado tarde, a la segura convicción de que no hay un solo hecho noticioso que ofrezca a nuestro escrutinio la totalidad de sus caras. Las noticias -tómese esto como axioma de senectud- son siempre poliédricas, con un sólo plano frontal nítido a la vista y ciento alrededor distorsionados en distinta gradación; a más de -que es lo peor- otro tanto oculto, en sombra, del otro lado, como la luna.
      Y a la luna, sí, me temo, me estoy yendo yo ahora con esta divagación, y no a lo que realmente pretendo, que no es otra cosa que ofrecerles a ustedes, como refresco de memoria, si es el caso, o como novedoso relato, si andan en los años de mis hijos, la emocionante secuencia de aquel grave suceso. Lo haré sintetizando, “condensando” al estilo del Reader’s Digest, el interesante artículo que, en “Historia y Vida”, en su número 75, firmara, en junio de 1974, el también francés, Robert de la Croix.
   

   El 23 de enero de 1961 estaba anunciada la arribada a Port Everglades (Florida) del trasatlántico portugués “Santa María”, de 20.000 toneladas, con 360 tripulantes y 650 pasajeros a bordo. El buque, el más moderno de la flota mercante lusa, llevaba operando desde hacía algún tiempo una ruta, a medias de pasaje regular y a medias de crucero turístico, entre Lisboa y Florida, con escalas intermedias, no siempre las mismas, en distintos puertos de América del Sur y el Caribe. Por esta circunstancia, el retraso de un día, o dos, en su arribada al puerto norteamericano no era motivo de alarma inmediata. Se sabía que había hecho ya escala en Venezuela, y luego en Curaçao, y que las condiciones meteorológicas y de la mar eran buenas.
      Al día siguiente, cuando el agente de la Compañía en Florida, ya alarmado, iba a advertir de la incidencia a las autoridades, recibió un mensaje que, en parte, vino a tranquilizarle. El “Santa María” había hecho escala en la pequeña isla de Santa Lucía, al sur de la Martinica, para “desembarcar enfermos”, según rezaba el telegrama. Pensó que lo ocurrido, tal vez, era que se había averiado la telefonía del barco, y su sistema de comunicaciones, pero aquella noticia resultaba al fin tranquilizadora. No era infrecuente que un trasatlántico se desvíe de su ruta para evacuar algún enfermo grave a bordo. Lo que ya no era normal, y volvió a despertar en él su inquietud, fue el dato, que poco más tarde le llegó, de que uno de los desembarcados presentaba dos heridas de bala. Inevitablemente, al poco trascendió, por el testimonio de estos heridos desembarcados, que lo ocurrido no había sido por causa de ninguna disputa o pelea, sino de que el buque había sido atacado por piratas, que se habían hecho con él.

El asalto

      A la 1:30 de la madrugada de aquella noche del 22 al 23 de enero, el oficial de guardia en el puente del "Santa María" se ve sorprendido por la irrupción de dos desconocidos, vestidos con una suerte de uniforme caqui, que esgrimen en sus manos sendos revólveres. A la sorpresa, el pequeño grupo de tripulantes de guardia en el puente reacciona tratando de abalanzarse sobre los asaltantes, quienes inmediatamente responden con varios disparos, uno de los cuales hiere de muerte al tercer oficial, Joao José do Nascimento. Al mismo tiempo, en otras dependencias del barco suenan nuevos tiros. El operador de guardia en la radio también se ve sorprendido y encañonado. En su camarote, el capitán, Mario Simoens, ha oído todo el tumulto, y se apresura a llamar por el teléfono interior al puente de mando.
- Habla el comandante ¿Qué sucede ahí arriba?
Un silencio, y luego una voz desconocida le responde:
- Aquí el capitán Enrique Galvao. Acabo de apoderarme de su buque en nombre del Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación.

Rebautizado "Santa Libertad"

      Galvao le anuncia que ha dispuesto una guardia armada bloqueando la puerta del camarote, y que en pocos minutos irá a visitarle para ponerle al tanto de la nueva situación. Cuando lo hace, llega con el grupo del resto de los oficiales, todos ellos encañonados. El capitán Simoens, que hasta entonces creía vérselas con unos asaltantes al uso de la delincuencia común, observa entonces, con sorpresa, a un hombre de unos sesenta años, con boina, que viste uniforme de comandante del Ejército portugués, cuyo rostro refleja seguridad y decisión.
      El capitán y la oficialidad acaban por aceptar la imposición que se les hace de volver a ocupar sus puestos y obedecer las órdenes que se les den respecto al gobierno del buque. La alternativa, les dicen, es ser considerados prisioneros de guerra. El capitán y los oficiales meditan unos instantes su respuesta, y al fin aceptan, pensando en los pasajeros, de los que al fin son responsables. En el fondo, piensan que esta situación absurda no podrá durar mucho tiempo.
- A propósito del trasatlántico -concluye Galvao- le informo que ya no se llama “Santa María” sino “Santa Libertad”.

Enrique Galvao

      Enrique Carlos Malta Galvao es, ciertamente, un personaje singular y curioso, a más de complejo en su personalidad e inquietud polifacética. Había nacido en 1895, en una parroquia rural del distrito de Setúbal, en el seno de una familia modesta. Ingresó en el ejército, como cadete, en 1914. El movimiento de mayo del 26, que interrumpió el curso de la República para dar paso al régimen dictatorial conocido como Estado Novo, del que emergió la todopoderosa figura de Salazar, le tuvo como uno de sus más entusiasta partidarios durante los hechos de aquella traumática gestación, y en el recorrido de sus primeros años. No obstante, su trayectoria da un quiebro trascendental cuando es ascendido y destinado a Angola, como Jefe del gabinete del Alto Comisario. Allí estudia los dialectos africanos, y escribe su primera obra literaria. En un par de años vuelve a la metrópoli, donde organiza una Exposición Colonial que tiene mucho éxito. Escribe nuevos textos literarios, ahora obras de teatro, y también dirige la radiodifusión portuguesa. Su relación con Salazar sigue siendo espléndida, aunque algunos de sus comentarios y artículos periodísticos no dejan de levantar algunas suspicacias hacia él, que al fin es de nuevo destinado a Angola y a Mozambique, esta vez como inspector superior de la Administración colonial. Y el caso es que se toma su papel muy en serio, y empieza a enviar a Lisboa frecuentes informes contra los funcionarios, denunciando sus abusos de poder con los nativos, y el abandono en el que éstos viven. Pero Galvao ya es también diputado en el Parlamento de Lisboa, y desde su tribuna no deja de amplificar esas denuncias.
Oliveira Salazar, dictador portugués
      La relación con Salazar ya se ha enfriado totalmente, y Galvao pasa a la oposición. Incluso va más allá, y prepara un golpe de Estado, pero es descubierto antes de que pueda actuar, cuando la policía irrumpe en su casa y descubre su plan de acción escondido en un jarrón chino. Galvao no se arredra, y trata de salvar la situación argumentando que el documento no es otra cosa que un apunte para su próxima obra teatral; pero el argumento no cuela, y los jueces le condenan a tres años de prisión. En la cárcel, Galvao no decae en su agitación política, hasta ver su pena elevada en nueve años más de privación de libertad. Es entonces cuando maquina su huída, con las necesarias complicidades de amigos en el exterior. Fingiendo una enfermedad, ingresa en un hospital penitenciario, del que al fin logra evadirse disfrazado de enfermero. Poco tiempo después, disfrazado esta vez de panadero, irrumpe en la embajada argentina, y solicita el asilo político.
- Que se vaya con la música a otra parte -suspira Salazar, harto de ese opositor revoltoso, al que, en todo caso, no parece tomar demasiado en serio.

Objetivo: la revolución

      Ya tenemos a Galvao en Argentina, donde toma contacto inmediato con el jefe de la oposición, también exiliado, Humberto Delgado. Ambos planifican allí la acción extraordinaria que Galvao se propone llevar a cabo, para la cual deben ambos trasladarse a Venezuela.
      En Caracas integran un pequeño grupo de partidarios, entre los que se cuentan algunos españoles también exiliados, opositores al régimen franquista. El osado e insólito plan de Galvao consiste en apoderarse del “Santa María”, que toca regularmente en La Guaira. Así -les dice- atraeremos la atención del mundo entero hacia nuestro movimiento de liberación, y podremos llegar a África, donde levantaremos un ejército.
      Desde el otoño de 1960 se dedican a preparar la operación. Unos cuantos de aquellos hombre embarcan en varias ocasiones en el “Santa María”, en cortos trayectos, para acostumbrarse al conocimiento perfecto del barco y sus dependencias. Al tiempo, van haciendo acopio de armas: dos subfusiles, tres pistolas, cuatro fusiles y cuatro granadas, es el arsenal con el que llegan al final del año, cuando los veinticuatro hombres del comando ya tienen totalmente preparada y prevista la operación. El día 21 embarcan, y se mantienen estratégicamente dispersos y ajenos unos de otros hasta la hora clave convenida: la 1:30 de la madrugada del día 23, cuando el jefe les reúne en una cubierta lateral, con la vestimenta convenida: todos llevan boina, y una franja verde y roja en el brazo derecho.
- Vamos allá -exclama Galvao
      En menos de una hora la operación se ha completado, y el barco está en sus manos.

El herido que altera el plan

      Galvao no había contado con la posibilidad de que las bajas que pudiera producir el asalto llegaran a alterar su plan; ni tampoco con la gravedad de las mismas. En su idea, esperaba contar con cuatro días para alejarse de la zona y hallarse ya en medio del Atlántico, camino de África, cuando el suceso, inevitablemente, se descubriera. La estimación normal preveía tres días de navegación hasta llegar a Port Everglades. Al tiempo, para ganar otra jornada de navegación secreta, había previsto indicar por la radio, 24 horas antes de ese cumplimiento, la presunta incidencia de una avería en las máquinas, que justificara al menos otro día de retraso. Pero los hechos acaecidos no se habían cumplido según las previsiones. En la nevera había un cadáver, y a la mañana siguiente el médico de a bordo le informó de que uno de los heridos no sobreviviría si no era operado inmediatamente en un hospital, ya que presentaba dos balazos, uno en el hígado y otro en el vientre.

Pasajeros secuestrados, en  cubierta

      Galvao hubo de debatirse en una trascendente decisión: si desembarcaba a aquel herido, se daría la alarma, la flota portuguesa emprendería la caza, y Salazar tendría tiempo de tomar disposiciones que impidieran el desembarco de los amotinados en África o en cualquier otro lugar. Por el contrario, si dejaba que muriera el herido por falta de atención sanitaria, sin duda alguna provocaría la indignación internacional, y hasta era posible que se suscitara una revuelta en la tripulación y el pasaje. Al fin, Galvao dio la orden de poner rumbo a Santa Lucía, la isla más próxima. A dos millas de la costa, una lancha de salvamento se hizo al agua con los heridos, el médico, y varios marineros. De inmediato, el “Santa María” reemprendió su viaje.


Se inicia el acoso

      Como ya hemos visto, desde Santa Lucía la noticia de lo sucedido trasciende a medio mundo en muy pocas horas. La noticia es realmente extraordinaria: un acto de piratería en pleno siglo XX. Pero si Galvao, según las leyes internacionales, es un pirata, sus motivaciones políticas hacen de él un pirata excepcional que, según creen las principales potencias occidentales, que en poco o nada simpatizan con el régimen salazarista ni con el dictatorial franquista español, su aventura no amenaza en absoluto a la navegación. Así, en un principio, la intención que trasciende es que no se va a perseguir con urgencia, y menos acosar, al “Santa María”.
El español "Canarias" también se previno para la caza
      En una conferencia de prensa, el presidente Kennedy declara que no dará la orden de capturar al “Santa María”, sino que el trasatlántico será seguido de cerca por buque de su Armada, con el fin de proteger en su caso a los ciudadanos norteamericanos. La fragata portuguesa “Pedro Escobar” sí se hace a la mar; al igual que el crucero español “Canarias”, desde su base en El Ferrol.


Entre la opereta y el drama

      Al amanecer del día 25 un avión norteamericano de reconocimiento sobrevuela el buque y establece contacto con Galvao.
- Ponga rumbo a Puerto Rico -pide el comandante del aparato
- De ninguna manera -responde Galvao
- Es usted responsable de la vida de más de mil personas
- Lo sé; pero esas personas están perfectamente seguras conmigo. En todo caso, sí aceptaré la celebración de una conferencia a bordo con ustedes, para estudiar las modalidades de su desembarco

      Los pasajeros constituyen para Galvao, a la vez un inconveniente y una garantía. Le impiden una libertad de maniobra total, pero, por otra parte, ya descubierto lo acaecido, le aseguran que toda acción violenta -un bombardeo, por ejemplo- está excluida.
      Galvao se fija ahora en las posibilidades de su singladura, que se han visto, con el descubrimiento, muy mermadas. Los más de 7.000 kilómetros que le separan de Angola se hacen ya empeño casi imposible. Además, la oficialidad le informa que en ningún caso alcanzaría el combustible; ni tampoco serían suficientes las reservas de agua y de víveres. La “Operación Dulcinea”, como la han bautizado los amotinados, empieza a hacer aguas y a mostrarse inviable.
Galvao conferencia sobre su determinación
      La buena noticia que les llega es la benévola neutralidad anunciada por los Estados Unidos, y el conocimiento de que los periódicos de allí presentan a Galvao con cierta simpatía. Entre los pasajeros, luego del primer susto, el clima vuelve a una cierta normalidad. La orquesta sigue interpretando música ligera durante las comidas; en el casino de abordo siguen corriendo las fichas; y no falta cada día la correspondiente sesión cinematográfica. Galvao y sus lugartenientes confraternizan con los cruceristas, largan discursos patrióticos, y coloquian con unos y otros sobre el alcance sincero de sus soflamas, presuntamente anticolonialistas y democráticas. Incluso bailan con las damas, firman autógrafos y dan palmaditas tiernas en las mejillas de los niños. El drama se está convirtiendo en opereta. A estas alturas, la veloz fragata portuguesa ya ha establecido contacto visual con el “Santa María”, y le sigue de cerca. También se sabe que un submarino nuclear ruso, al igual que otro estadounidense, les tienen en sus periscopios. Con toda evidencia, el efecto sorpresa pretendido ha fracasado rotundamente. Desde Brasil, el jefe opositor Humberto Delgado multiplica sus declaraciones optimistas, afirmando incluso que buques partidarios suyos ya han zarpado para sumarse a la protección del trasatlántico secuestrado. Pero Galvao no acaba de creérselo, y siente cada vez con más angustia que nunca podrá operar ni obrar eficazmente según su designio mientras tenga bajo su responsabilidad a esos molestos pasajeros. Probablemente con cierto alivio recibe el mensaje que le hace llegar el vicealmirante brasileño Fernández Díaz, que le propone desembarcar el pasaje en Recife. Galvao acepta, aunque advierte que inmediatamente después pretende hacerse de nuevo a la mar.
Galvao recibe a bordo a Humberto Delgado
      A última hora de la mañana del 4 de febrero avistan al fin la costa brasileña. Al poco tiempo, observan un pequeño avión que se aproxima, y se sorprenden con la visión de un paracaidista que desciende con extraordinaria precisión sobre la cubierta del barco. Se trata de Gil Delamare, un francés especializado en doblajes cinematográficos peligrosos, que trae el encargo de realizar el primer reportaje gráfico de los “piratas del Santa María”. Y las visitas sorprendentes se suceden. Ahora el que llega hasta el costado del barco, en una lancha rápida especial proveniente de uno de los buques norteamericanos que siguen la singladura, es el almirante Smith, quien conferenció largamente con Galvao, y se marchó seguidamente tras dirigir unas breves palabras tranquilizadoras a los pasajeros. Estos pudieron observar, con sorpresa, como el militar estadounidense trataba a Galvao con deferencia, casi de igual a igual y no como un vulgar pirata. Tras esta visita no cabía ninguna duda de que la autoridad e incluso el prestigio de Galvao se había acrecentado.
      El disidente portugués pareció también entender a su favor aquella actitud deferente, y reforzó su idea de que, al fin, tal vez sí podría hacerse nuevamente a la mar en el “Santa María” una vez desembarcados los pasajeros. El desembarco comenzó sin demora, usando remolcadores, a las 22:30 de la noche del viernes 3 de febrero. En medio de aquel jaleo, con lanchas policiales y pesqueros atestados de periodistas operando en derredor, nadie pareció apercibirse de una lancha rápida que llegó a toda velocidad y dejó a un pasajero. Era el general Humberto Delgado, que acudía a reunirse con Galvao. Al poco, los dos jefes de la insurrección portuguesa conferenciaban a bordo con la prensa, insistiendo en su determinación de hacerse a la mar, o de hundirse con el barco.

Desenlace

      Pero lo cierto de la situación era bastante más complicado de lo que suponían, en sus pretensiones, los amotinados. Se les informó que ya eran dos los buques de guerra portugueses que patrullaban frente a Recife. Por informes imprecisos, en nada confirmados, Galvao y los suyos afirmaban que también eran tres los submarinos soviéticos que les esperaban para escoltarlos hasta Angola, y confiaban en poder embarcar un grupo, tal vez numeroso, de voluntarios que desde Brasil quisieran acompañarles en la aventura. Pero aunque esta noticia fuera cierta, la posibilidad de salir se estaba complicando por momentos, y las autoridades brasileñas les hicieron ver que, aun cuando fuera cierta la presencia de esos submarinos soviéticos, también lo era, cierta, segura y constatada, la presencia de unidades de superficie y submarinos estadounidenses, y ante una acción eventual de los soviéticos, con seguridad se produciría una intervención de los USA, que esta vez no serían, sin la menor duda, favorables a Galvao.
Llegada al puerto de Recife
      El riesgo, tan evidente, de que el episodio derivara en un gravísimo conflicto internacional, hizo que finalmente Galvao y Delgado entendieran que cualquier plan de zarpar navegando a bordo del “Santa María” era de todo punto inviable. El 6 de febrero el trasatlántico, ocupado ya por las fuerza brasileñas, echó amarras en el muelle de Recife. Galvao, Delgado y sus hombres, por acuerdo con el gobierno, se vieron beneficiados con el derecho de asilo, y no fueron molestados al desembarcar. El “Santa María”, con renovada tripulación portuguesa, zarpó al fin de vuelta a casa. Así terminaba esta aventura extraordinaria, protagonizada por dos docenas de disidentes portugueses, que mantuvieron en vilo al mundo durante doce días, secuestrando con la amenaza de sus precarias armas a los 360 tripulantes y 650 pasajeros del “Santa María”.

EPÍLOGO


       Enrique Galvao vivió en Brasil el resto de sus días. Falleció, en Sao Paulo, en 1970, curiosamente el mismo año que su gran oponente Oliveira Salazar. Con todo, Galvao nunca cejó en sus intentos revolucionarios. Apenas unos meses después del secuestro del "Santa María" vuelve a saberse de él, tras el episodio que, el 10 de noviembre de aquel mismo año 1961, se produce al secuestrar un grupo de activistas de su movimiento (también protagonista del primer secuestro aéreo político) un avión comercial de la portuguesa TAP, en ruta Casablanca-Lisboa, que fue forzado a desviarse para arrojar miles de octivillas y folletos propagandísticos sobre Lisboa y otras varias ciudades portuguesas. Al final, el aparato fue forzado a aterrizar en Tánger, y allí estaba, aguardándole, de nuevo Enrique Galvao, que compareció, una vez más, con su uniforme militar y su boina calada, ante las cámaras de los informadores. Tras esto, regresó a su exilio brasileño, para seguir escribiendo alegatos políticos, elaborando informes sobre derechos humanos, y realizando su propia obra literaria. Dos años más tarde de estos sucesos -otra gran victoria para  él- las Naciones Unidas le invitaron a tomar parte en un debate sobre la situación de las colonias portuguesas.