Cualquier tiempo y estación son buenos... pero el Invierno, en la coyuntura siempre difícil de la “cuesta de enero”, probablemente resulte el tiempo ideal para el mejor encaje y disfrute de las humildes, sabrosas y calumniadas legumbres, entre las cuales se encuentra la socorrida lenteja, tal vez la más injustamente denostada de todas ellas; que nosotros queremos reivindicar hoy aquí como se merece... que es mucho.
Las lentejas, ay, tan difamadas y exquisitas, a pesar de que durante siglos arrastraron, véase qué curioso, el sambenito, nada menos, que de "inducir a la locura".
¿Que cómo se llegó a tal? ¿Cuáles fueron las razones, o qué indicios vieron quienes, tan sin razón, argumentaron así? Pues, de inmediato se lo contamos: la breve historia de las lentejas... que, ya saben: si quieren la leen, y si no, la dejan. Aunque harían mal en no proseguir, porque de cualquier historia -también, claro está, de la de las lentejas- se extraen conocimientos nuevos, que al fin son útiles. Y además, en este caso -denlo por seguro- la lectura de lo que viene les aportará "mucho hierro".
La palabra lenteja viene de la latina "lenticula", y con ello queda dicho que fueron las legiones romanas las principales introductoras en nuestra ibérica Península tanto de las lentejas como de los garbanzos, cuya primera plantación bien pudiera haberse hecho en tierras cartageneras.
Esaú y Jacob |
Sin embargo, el conocimiento y aprecio gastronómico de la lenteja es muy anterior. Nos dicen los arqueólogos que hay constancia de su ingesta desde hace al menos 10.000 años. En el antiguo Egipto ya eran base de muchas preparaciones, dieta base de los obreros de las pirámides, y hasta producto de exportación (de allí llegaron a Roma, y de Roma al Imperio). La Biblia, naturalmente, las cita; todo el mundo ha leído alguna vez el pasaje en el que Esaú vende a Jacob su primogenitura por un plato de lentejas.
Tal vez una de las aportaciones de lentejas más abundantes llegadas a los silos romanos fuera la que se produjo en el año 37, en tiempos del emperador Calígula, cuando el barco de mayor porte de la época trajo desde Alejandría el obelisco, de 440 toneladas, que siglos después sería erigido en el centro de la Plaza de San Pedro del Vaticano. Para procurar su estabilidad en la nave y favorecer la travesía, venía el gigantesco bloque de granito descansando sobre un lecho de lentejas: dos millones ochocientas mil libras romanas de lentejas que, al decir de Plinio el Viejo, al llegar a Roma fueron vendidas en un abrir y cerrar de ojos. Y así ocurrió, tal vez, que de tal sobreoferta devino, tan temprana, su mala fama.
Para Plinio -no el Viejo sino el naturalista- las lentejas tenían virtudes nutritivas ...pero dañaban la vista. Para Apiano, otro clásico iluminado, eran poco menos que alucinógenas, ya que al comerlas, según escribió "tornan al hombre alegre y divertido". Con todo, el dislate mayor llegó en la Edad Media, cuando los galenos al uso dieron en decir que provocaban locura y potenciaban la epilepsia. Quien más lejos llegó fue un tal Gabriel Alonso de Herrera, autor de un libro de gran difusión en su tiempo y de pérfida influencia después. "Obra de Agricultura", tituló el volumen, impreso en Alcalá de Henares en 1513, en el que soltaba cosas como sigue: "las lentejas engendran sangre melancólica y son muy malas para la epilepsia, traen dolor de cabeza y hacen soñar pesadillas muy desvariadas y espantosas. Hacen ventosidades -en eso sí acertaba-, acortan mucho la vista, hinchan el estómago y estriñen el vientre".
En fin, que con esta difamatoria propaganda no es de extrañar que las pobres lentejas acabaran por limitar su presencia a los pucheros más humildes, los de aquellos a los que una convulsión más o menos, y no digamos una ventosidad o la hinchazón ventral, les preocupaba bastante menos que la perentoria urgencia de llevarse algo a la boca, así fueran lentejas.
De tal suerte -bien mala, por cierto- fue el devenir histórico de esta legumbre, y tan aciaga y despreciada que apenas si de su formulación culinaria hay referencia alguna en los recetarios clásicos, todos ellos emanados de los fogones regios o monacales.
Lentejas estofadas solo con verduras |
Hasta una época relativamente muy reciente no vino a producirse la justa rehabilitación de las lentejas, que tan exquisitamente casan guisadas con el ilustre añadido del noble cerdo, su costilla, su tocino, su oreja, y hasta su rabo.
Su sabor y su textura se acopla igualmente a la perfección con todo tipo de verduras, y agradecen la presencia de las hierbas aromáticas y el perfume de las especias.
Hoy, al fin, ya es frecuente verlas integradas en algunas de las formulaciones de mayor vanguardia, bien como puré, o como detalle de guarnición de alguno de los grandes platos de la cocina venatoria.
Y en este punto ya de cierre, a propósito de la incorporación de la lenteja a los fogones de mayor enjundia, cabe recordar, y reconocer, la decisiva aportación que en su día (allá por los tiempos de la Primera Guerra Mundial) representó el hecho de que uno de los mejores restaurantes del mundo, el mítico parisino "La Tour d'Argent" decidiera, y con gran éxito, incorporar a su carta, incluso presentándolo y apadrinándolo con su propio nombre, como "Potàge Tour d'Argent", un exquisito, y ciertamente sofisticado, pero potaje al fin... de lentejas. Buen provecho.
Si bien la culinaria de estas legumbres no reviste complicación alguna, hay algunas normas que conviene tener en cuenta. En primer lugar, deben escogerse lo más recientes posible, para evitar tener que ponerlas a remojo antes de proceder a su cocción. En caso de duda es aconsejable un baño previo de dos a tres horas. Lo más importante es lograr el punto óptimo de cocción: ni demasiado enteras ni deshechas. Para ello deben cocer muy despacio y alcanzar la ebullición de forma paulatina. Si se echaran a la cazuela cuando el agua estuviera hirviendo, las albúminas se coagularían, volviéndolas impermeables e impidiendo su completa hidratación. Es decir, quedarían duras.
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