miércoles, 25 de abril de 2012

De finos y manzanillas


      En plena Feria de Abril como estamos ya, se me ocurre que podría ser bueno y oportuno tratar de un peliagudo asunto que, en ese marco y ámbito sevillano de apasionada referencia, es siempre polémico: ¿el fino, o la manzanilla? O, por enunciarlo de otro modo, en el meollo de la controversia: ¿es que acaso son, de verdad, productos distintos? ¿Realmente se distingue el uno de la otra?
      Pues, digamos como primera respuesta que, en lo que hace a la “oficialidad” del asunto, el Consejo Regulador que acoge y ampara a ambos vinos, fino y manzanilla, sí distingue, aunque no en cuanto a variedad de uva, que es la misma en los dos casos -la Palomino-, ni tampoco en cuanto al reglamento y pautas del proceso de elaboración, que es exactamente idéntico. La única diferencia tangible que se marca es la que deriva de la localización de la bodega elaboradora, que en el caso de la manzanilla debe necesariamente estar radicada en Sanlúcar de Barrameda.
      Salvo esa peculiaridad de localización geográfica, en ningún otro término o parámetro hay diferencia alguna entre el fino y la manzanilla. Incluso cabe que una bodega de Sanlúcar elabore su manzanilla, y la venda y la etiquete como tal, partiendo de uvas vendimiadas en Jerez, o en El Puerto de Santa María, o incluso a decenas de kilómetros hacia el interior. Si el vino se cría en Sanlúcar, y en una bodega que, obligatoriamente también, deberá estar directamente orientada hacia el mar, el vino será manzanilla, si no, no.
      ¿A que el caso es realmente curioso?: Misma uva; exacto proceso de elaboración y de crianza; el cultivo y la vendimia en cualquier lugar. También indiferente dónde se elabore el vino base: Si la crianza final se hace en Sanlúcar, será manzanilla; si no, fino.
      Pero, en fin, al grano, ¿finos y manzanillas, qué son? Pues unos vinos muy especiales que, en su más tierna juventud, en poco o en nada se diferencian de los blancos jóvenes comunes, con sus corrientes 11º o 12º de graduación alcohólica. Es en ese momento crucial del invierno, cuando el bodeguero jerezano, o sanluqueño, decide el futuro de su vino: si lo destina a fino –o a manzanilla- lo encabeza (es decir, le añade) con alcohol vínico, hasta elevarlo a los 15º. Si decide que el destino es ir a mayores, a generoso o amontillado, el encabezamiento con alcohol será entonces mayor, subiendo a los 17º.
El "velo de flor" sobrenadando, a la vista
      La diferencia es crucial, y la escala de graduación alcohólica nada baladí, porque los vinos que se quedan en esos 15º mantienen en su superficie la capa de levadura que los preservará de la oxidación por aire –el famoso “velo de flor”, determinante en la elaboración de los vinos de jerez-; en tanto que los de 17º eliminarán ese “velo”, para continuar su crianza oxidativa en contacto con el aire.
      Pero los finos y manzanillas, no. Protegidos por ese “velo de flor” desarrollarán una especial crianza biológica, lo cual vendrá a traducirse, entre otras cosas, en el mantenimiento de un tono de color pálido y claro, característico. En todo caso, deberán permanecer así al menos cuatro años, antes de ser mezclados con otros, y salir al mercado.
      El reglamento indica taxativamente que ni finos ni manzanillas pueden bajar en ningún caso, en su graduación comercial, de los 15,5º; sin embargo, es creencia extendida (aunque sin ningún fundamento, al menos en el referente legal) que las manzanillas son más ligeras y menos alcohólicas que los finos; a lo cual ayuda e induce el hecho de que los elaboradores de manzanilla tienden a apuran el filtrado de sus finos para conseguir “apagar” aún más el color, logrando así que resulten más “transparentes”.
ambiente ferial sevillano
      El resultado, aunque sin ningún fundamento, como decimos, es que cada vez son más los que creen que entre el fino y la manzanilla sí hay diferencias apreciables de tipología. Que la manzanilla, por consecuencia de esa falsa idea, es, por ejemplo, más adecuada para el consumo de diversión, “ferial”. Y esta eficacísima operación de marketing –por que no es otra cosa- ha venido disparando en los últimos años el consumo “veraniego”, digámoslo así, y “festivo” de la manzanilla, en detrimento del fino, que deberá espabilarse.
      Véase, si no, el dato: la previsión de consumo de manzanilla para esta Feria de Abril supera en casi cincuenta veces más al de fino. Calculen ustedes: se venderán más de un millón de medias botellas de manzanilla. Claro que muchas de ellas se habrán combinado con 7up, que es la moda de ese peculiar invento ferial que llaman “rebujito”...pero esa es otra historia.

Y de postre, una receta:
 

Tortillitas de camarones (Rte. EL FARO DEL PUERTO. El Puerto de Santa María - Cádiz)
Texto-receta, remitido por Fernando Córdoba, director y chef de EL FARO DEL PUERTO:
      Embajadora de lo gaditano allende los mares y estandarte de Cádiz y pueblos que forman la Bahía, es sin duda el plato más representativo de nuestra Gastronomía. Pocos son los ingredientes que intervienen en la receta –harina fina de trigo y de garbanzos, perejil, cebolla, sal, agua y por supuesto los camarones--, crustáceo diminuto que se cría en las salinas de la Bahía.
     Este plato tiene sus orígenes en San Fernando, y concretamente en el barrio de “las Callejuelas”. Promocionado más tarde por afamados restaurantes de la provincia, sin olvidarme de mencionar a la famosa “guapa” del Mercado de Abastos de Cádiz. Como en otras ocasiones, un claro ejemplo de adaptación de nuestra cocina tradicional de pocos recursos, pero con mucho ingenio.
     Plato complicado de preparar en el hogar desde el invento de la reciente “vitrocerámica” y del cual doy fe de la dificultad técnica que conlleva realizarlo en casa.
     Sin duda las Tortillitas de Camarones necesitan escribirles un breviario. Hay tantas maneras de hacerlas, cambian tanto los componentes y las cantidades como formas distintas de hacer un buen Gazpacho, pero aunque sobre gustos queda mucho por escribir, yo las prefiero recién fritas y que queden finas y crujientes, no aceitosas y con muchos camarones. Ya que es difícil inventariar las proporciones de cada uno de los ingredientes que forman las recetas, más complicado resulta conseguir que siempre salgan igual y a veces resulta “un castigo”, ah, pero eso sí, cuando alcanzan la perfección y acompañadas con un Fino o Manzanilla se convierte en bocado exquisito.
Consejos para la preparación de la receta:
Aceite: Por supuesto de Oliva y con una cantidad de dos dedos “en horizontal” es más que suficiente. Si se fríen con el aceite muy caliente se queman en el exterior y quedan crudas. El efecto contrario, con aceite a baja temperatura, absorben mucha grasa y quedan aceitosas, lo peor que puede ocurrirte.
Cebolla: (300 Grs) Prefiero cebolletas tiernas de la temporada.
Agua: La del grifo y bien fría.
Perejil: (20 Grs) Cortado tosco para que se vea.
Harina: (200 Grs)De trigo y mezclada con una poca de garbanzo, queda mejor.
Camarones: (150 Grs) Los prefiero acabaditos de coger y vivos, por supuesto añadirlos a la masa crudos
Sal: La necesaria
El Recipiente: Una sartén grande de hierro fundido o una paellera.
Las Proporciones: Agua suficiente para diluir la harina y formar una masa líquida, añadir la sal, el perejil, la cebolla y los camarones; y a freír.
Y mucha paciencia. Hay sitios que las hacen muy bien. En el mercado ya las venden congeladas, no están tan buenas pero a falta de pan...


...y un vino:

Manzanilla La Gitana - Bod. Hidalgo (D.O. Jerez-Xérès-Sherry)


      Un vino con todos los aires marineros de Sanlúcar de Barrameda, que le dan ese toque salino del que hace emblema la manzanilla. Destaca a la vista por su acusada palidez, con irisaciones verdosas. Intenso de aromas, y muy complejo gracias a la elaborada crianza biológica, evocadora de las aceitunas, a las que tan bien acompaña esta manzanilla, clásica donde las haya. En boca resulta ligera y golosa, incitante, con un punto amargo final, que le da elegancia y distinción.
   Imprescindible tomarla muy fresca; incluso, particularmente en tiempo veraniego, no resultará pecado -mal que le pese a los de puntillosa ortodoxia- degustarla bien helada.


lunes, 23 de abril de 2012

Día del Libro


      Promover la lectura y el amor a los libros bien cierto es que debiera ser empeño de todos y cada uno de los días del año, pero bien está también, y en nada contradice lo anterior, que se busque y focalice en uno concreto el énfasis colectivo y “oficial” de tal homenaje. Y tal día es el de hoy, 23 de abril, aniversario de la muerte de Cervantes… aunque no siempre fue así. No señor. Las primeras tres ediciones del Día del Libro (1926-1929) tuvieron como fecha no la del 23 de abril sino la del 7 de octubre.
      La génesis de la cuestión, muy en sucinta cuenta, es -fue- como sigue:
      Allá por los años veinte del pasado siglo vivía, en Barcelona, un inquieto editor valenciano, de nombre Vicente Clavel y Andrés, dilecto amigo de su paisano Vicente Blasco Ibáñez, con quien, además de la referida amistad y homonimia, compartía también ideales y militancia republicana. El tal Vicente Clavel era un apasionado de la obra de Miguel de Cervantes, con cuyo apellido había bautizado la editorial que dirigía, Editorial Cervantes, a cuyo frente estuvo hasta el final de sus días, en 1967.
      Disfrutaba don Vicente, por sus afanes y dinamismo, de un papel destacado en el importante y nutrido gremio de los editores y libreros de Barcelona. Sólo le lastraba influencia, en la coyuntura política de aquellos días (los del Directorio de Primo de Rivera), su conocida militancia republicana. De ahí que, sabiéndola de inspiración suya, aunque auspiciada por la Cámara Oficial del Libro de Barcelona, tardara en prosperar su propuesta de celebración de una Fiesta, a señalar en un día concreto elegido, para la exaltación del libro y la lectura. Tardó varios años, pero al final, en 1926 (el 6 de febrero), Alfonso XIII firmó el Real Decreto que instituía oficialmente el evento demandado como la Fiesta del Libro Español.
      Pero ocurrieron varias cosas que hicieron que la novedad no llegara a cuajar, en su proyección y arraigo popular, tanto como se esperaba. Una, la fecha elegida: la del presunto nacimiento de Cervantes, el 7 de octubre de 1547. La tal fecha del nacimiento siempre ha sido una especulación, una convención porque no existe documento alguno que la acredite en ese día. Hay que tener en cuenta que en el siglo XVI las fechas de nacimiento, salvo el caso de personajes reales o altísimos nobles, no solía anotarse. Sí se hacía lo propio con la del bautismo, que quedaba reflejada en la correspondiente acta parroquial. En el caso de Cervantes, tal fecha de bautismo se corresponde con la del 9 de octubre.
Miguel de Cervantes
      Pero en el Decreto Real de 1926 se fijó la fecha, como queda dicho, para la Fiesta del Libro Español, en el 7 de octubre. En tan sólo tres años de experiencia, los libreros comprobaron que la elección no resultaba nada práctica ni, por ende, idónea. Y es que, entre otras cosas, advirtieron con desagrado que el arranque de octubre coincidía con el inicio del curso escolar, o, lo que es lo mismo, con el periodo de venta importante de los libros de texto (entonces, mayormente Enciclopedias), y no se quería ni deseaba, en ningún modo, que éstas ventas fijas, cuasi obligadas, pudieran acogerse al beneficio del descuento acordado, del famoso 10%, para el Día de la celebración. Por otra parte, también advirtieron en negativo que la fecha otoñal elegida tampoco coadyuvaba nada a la idea, que luego ha venido a acreditarse como tan eficaz y práctica, y que entonces ya se tenía, de aprovechar ese Día especial para sacar y promover los libros en la calle. Evidentemente, el 7 de octubre, su probable climatología adversa, suponía una grave dificultad para ese empeño.
      E igualmente, también muy determinantes, otros factores fundacionales lastraban el desarrollo de la Fiesta. Por ejemplo, eso de que se hubiese entitulado la celebración como Fiesta del Libro Español, lo que parecía excluir, con precursora suspicacia por parte de muchos libreros catalanes, la promoción y edición en otras lenguas que no fueran el castellano.
      Así las cosas, con esas “dificultades de procedimiento” anotadas como ciertas, más la suma, determinante, de esas otras de carácter y raíz política, todo ello dentro del agitado magma del trágico final de la Monarquía en el cambio de década, hicieron que la propuesta conjunta de rectificación de las Cámaras Oficiales del Libro de Madrid y Barcelona prosperara, y se oficializara, a partir de 1930, la mudanza del cambio de fecha, que pasó a la actual del 23 de abril, y a la nueva denominación escueta de Día del Libro, sin adjetivos.
      El 23 de abril, además, resultaba una fecha ideal, con casi mágicas concatenaciones de ideal y oportuna concurrencia: no era solamente la del aniversario de la muerte de Cervantes (el 23 de abril de 1916), sino que, ¡vaya casualidad!, en esa misma fecha, día, mes y año, también cabía anotar el fallecimiento del más grande creador de las letras inglesas, William Shakespeare. Y, ¡Oh concurrencia fantástica!, el 23 de abril resulta ser el día que el calendario católico reserva para la honra de San Jorge… Sí señor, Sant Jordi, el Patrón de Cataluña… Bueno, bueno, bueno, si se busca mejor no se encuentra. Huelga decir que, desde entonces, el Día del Libro, remodelado y reubicado, se hizo, de manera natural e inapelable, fiesta grande, popular y callejera…

Las Quijotescas Bodas de Camacho

      Y como para este Blog, que lo mismo es decir para quien suscribe, de los tres ejes de engarce enunciados, con sobresaliente interés pesa el de la honra a don Miguel de Cervantes y Saavedra (nótese, por cierto, y no digo más, que los dos apellidos son genuina e inequívocamente del origen gallego), como particular homenaje en este día se me ha ocurrido extraer, y hurgar, para ustedes, en el texto quijotesco y en las muchas referencias gastronómicas que contiene, en particular, ese memorable exceso, realmente pantagruelesco, del pasaje de las celebérrimas Bodas de Camacho.
      Empecemos por decir y advertir que la comida, que no tanto la cocina, es faceta substancial en el discurrir argumental de El Quijote, cuyos personajes, o pasan hambres caninas, o comen, cenan, almuerzan o meriendan, constantemente, a lo largo de toda la obra. Prácticamente no hay capítulo en el que no se hable del tema y siempre de una manera muy significativa y sociológicamente universal, detallándonos y participándonos, desde el contenido de las alforjas del escudero hasta las exquisiteces que engalanan la mesa de los duques.
      Prueba de que la comida era asunto de importancia para Cervantes es, nada menos, que en el capítulo primero, cuando presenta al protagonista a los lectores, considera necesario informarnos, incluso antes de describirnos su aspecto, de darnos su nombre, o de decirnos su edad, de lo que el hidalgo comía a lo largo de la semana: "Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas (sic) los viernes, algún palomino de añadidura los domingos".
      Mas si ésta era la dieta del protagonista cuando era todavía Alonso Quijano, el honrado hidalgo manchego, la cosa cambia radicalmente, y muy a peor, cuando se convierte en el "caballero andante". Así lo vemos en el capítulo X de la parte 1ª, cuando, al llegar la hora de comer, Sancho echa mano de sus provisiones y dice: "Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos de pan, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced.
      ¡Qué mal lo entiendes! -respondió Don Quijote-. Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y eso se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo, que, aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores ... Hase de entender también que andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida será de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces".
      Salvo muy episódicas excepciones, las cuitas y privanzas en lo que hace al condumio de la pareja son eje común en su discurrir aventurero y caballeresco. Su sueño más recurrente es poder dar cuenta de lo que por entonces (siglo XVI) era el plato más común de la mesa hidalga, tanto más contundente, claro está, cuanto más pudiente fuera el personaje o la familia: la famosa olla podrida, es decir, más o menos lo que a nuestros días ha llegado como cocido. Un plato de agradecida contundencia, tan codiciado hoy como entonces, y del que tan cruelmente -recuérdese- le es proscrito al bueno de Sancho por el pícaro médico de los duques, cuando éste, por abundar en la burla, se lo veta a Sancho, que tan felices se las hacía, en el efímero trance de ejercer como gobernador de la ínsula Barataria… "Allá las ollas podridas para los canónigos o para los retores de colegios o para las bodas de labradores" (2ª parte, capitulo XLVII).
      Y, efectivamente, de una de estas bodas da cuenta Cervantes con gran extensión y lujo de detalles hiperbólicos: las famosas Bodas de Camacho el rico, a las que dedica nada menos que cuatro capítulos de la 2ª parte (XIX a XXII).
      “Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas; porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase. Contó Sancho más de setenta zaques de más de dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo, como los suele haber de montones de trigo, en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejalados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zambullían en otra caldera de preparada miel, que allí junto estaba…”
      “…en el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca…”
      “… Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se aficionaba”… y así, sin poderlo sufrir ni ser de su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dejase majar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondió:
      - Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre, merced al rico Camacho.
      Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan.
      - No veo ninguno -respondió Sancho
    - Esperad -dijo el cocinero- ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser!
     Y diciendo esto, asió de un caldero, y encajándole en medio de una de las medias tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho:
     - Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora de yantar.”




jueves, 19 de abril de 2012

Fresas y fresones


      De fresas y fresones, en efecto, les contaremos hoy. Y tal vez convenga empezar por ahí, por esa perogrullesca cuestión de recordar que no son lo mismo: la fresa es la fresa... y el fresón, otra cosa. De la familia sí, incluso en primer grado, pero cada uno lo suyo. Es decir, se trata de dos especies diferentes, aunque del mismo género botánico.
      La aclaración no es baladí, porque aunque durante siglos, y hasta época bien reciente no había entre el público consumidor duda alguna al respecto, hoy por hoy, y desde hace ya algún tiempo, al menos en lo que atañe a nuestro mercado hispano, sí la hay, duda y confusión interesada, desde el punto de la proliferación monopolística de los fresones en los mercados, merced a su extraordinaria feracidad y a su producción masiva en invernaderos, especialmente en nuestro sur peninsular. De hecho, quienes tengan buena edad y buena memoria recordarán que la “estacionalidad” clásica de la fresa era el verano; que en aquellos tiempos sin plástico, cuando en la maduración de los frutos no intervenía otra cosa que el simple y natural devenir de las estaciones, la fresa comparecía siempre unas semanas después de que lo hicieran las cerezas, cuyo calendario apuntaba, entonces, recuerdan, a las últimas semanas de mayo, o las primeras de junio.
      Pero todo eso es historia, como lo empieza a ser el tiempo en el que el consumidor no tenía ninguna duda a la hora de distinguir entre fresas, y fresones. Nada que ver con lo que hoy se percibe y entiende. Que va usted a la frutería, a cualquiera, y ve cómo, sin rubor alguno, se ofrecen a la venta, y se etiquetan, los “fresones” bajo el genérico nombre de “fresas”. Y eso, me parece a mí, ya no tiene vuelta posible, porque con nuestra complicidad y consentimiento -anótese que ha sido así- el equívoco ha terminado por generalizarse. Llega usted a un restaurante, y lee en la carta “fresas con nata”, por ejemplo, y lo que le dan, y lo que recibe, con toda naturalidad, son “fresones”. En fin, guerra perdida.
Amédée-François Frézier
      El origen histórico de la confusión se remonta al siglo XVIII, cuando un artillero francés, llamado Frézier, en 1713 se trajo de Chile el primer antepasado de los actuales fresones; que entonces no eran tal, sino una variedad novedosa de fresa americana. Los sucesivos cruces e injertos a los que esta variedad era propicia, fueron progresivamente agrandando el fruto hasta alcanzar el porte del actual fresón, del que, por cierto, se conocen hoy más de trescientas variedades.
      La otra fresa, la de todos los siglos atrás antes de la americana aportación de Frézier, era genuinamente europea, a tal punto que se especula con que su origen primigenio fueron los Alpes. Apreciada desde antiguo, siempre fue consumida silvestre, y a nadie se le ocurrió ensayar su cultivo hasta mediado el siglo XIV. Fueron aquellas pequeñas y aromáticas fresas silvestres, todo fragancia, las que cantó Virgilio en sus “Bucólicas”, las que sirvieron de excusa a los licenciosos patricios romanos para aventurarse en el bosque en su busca, y hallar solaz de amor con las muy propicias vestales romanas.¡Ay, el amor...qué primaveral delicia! Ya por entonces, por cierto, era conocida y apreciada la buena combinación de aderezo que hacen las fresas y la leche.
      Como decíamos, hasta el siglo XIV –insólito retraso- no se produjo el salto a su cultivo en jardín. Seguían consumiéndose preferentemente con leche, y, por supuesto, también con nata. Eso, lo de la nata, en lo que hace a las damas, porque para los hombres, la combinación que se entendía más adecuada era su mezcla con vino; eso sí, con vinos dulces o moscateles.
      Salto importante en la ampliación del recetario fue su combinación –también soberbia- con zumo de naranja y azúcar. Realmente, este paso de mezclar las dos frutas, fresas y naranjas, debió de ocurrírsele a mucha gente, y lo más razonable es pensar que la paternidad de esa primera idea, tan natural y lógica, hubiera quedado en el anonimato. Pero, ya se sabe que nuestros vecinos franceses no dejan puntada sin hilo en esto de las genialidades gastronómicas, y así nos han contado y afirman que fue un francés, cómo no, el inventor de la mezcla. El personaje en cuestión para quien se reclama el mérito es el marqués de Laplace, el más acomodaticio entre los muy acomodaticios personajes políticos que adornaron La France en la revolucionaria transición del XVIII al XIX.
Pierre Simon Laplace
      El tal Laplace (político maleable donde los haya, pero también reputadísimo astrónomo, físico y matemático) había nacido en el seno de una humilde familia campesina. Napoleón lo hizo conde imperial, y también ministro del Interior. Sobrevivió muy bien al Imperio, al punto de que Luis XVIII lo hizo marqués. Pero por encima de todo era un “bon vivant”, y en esto de las fresas con zumo de naranja, además un jeta: porque se empeñó en decir que la fórmula no era realmente suya sino que a él había llegado a través del milagroso descubrimiento de un supuesto pergamino rescatado, nada menos, que de la Biblioteca de Alejandría. Véase, pues, según Laplace, el erudito y arcaico origen de las fresas con naranja.
      En todo caso, la aportación más brillante y definitiva, nos parece, es la que sugirió y dejó escrita el llorado maestro Néstor Luján. En su elegante despego y modestia, el catalán, sin reivindicar ninguna “paternidad” nos aconsejaba lo siguiente: “Yo particularmente las tomo con champagne seco, en una copa alta; la lleno de champagne bien frío y deposito diez o doce fresas. Al cabo de unos instantes el bouquet del champagne y el perfume de las fresas son de una delicadeza indescriptible; luego, con una cucharilla se van tomando las fresas y se bebe el champagne a pequeños sorbos”...   Suprema fórmula; eso sí, infinitamente mejor con fresas pequeñas, y aún mejor silvestres, que con gigantescos fresones. En todo caso, como lo que hay es lo que hay, y muchas veces el bolsillo no está para dispendios “salvajes”, bueno será también que, para terminar, aportemos algunos oportunos consejos a la hora de decidir la compra de esos fresones, por otra parte, casi siempre tan atractivos en la suculencia de su imagen.
      Pero, claro, recuerden que la imagen no es sabor, y que, como les contábamos al principio, son más de trescientas las variedades que hoy existen de fresones, y más de una decena las que nos llegan al mercado espléndidamente presentadas en su apariencia. La mejor manera de escogerlos es, sin duda, que los probemos allí mismo en el puesto; pero esto, claro, no siempre es posible. Así que hay que elegir por la apariencia, a golpe de vista. La premisa básica a tener en cuenta es que el tamaño del fruto no tiene ninguna incidencia en su sabor. El sabor depende tan solo de la variedad. De hecho, existen fresones gigantes, con un aspecto muy apetitoso, cuyo único uso debiera ser componer bodegones para pintores, ya que carecen casi totalmente de sabor.
      La intensidad del color del fruto tampoco tiene nada que ver con su sabor, ya que existen ciertas variedades muy pálidas que son muy sabrosas. Para nuestra elección, la observación más interesante ha de ser la de la extremidad del fruto: si ese vértice es verde, o blanco, denuncia que ha sido recolectado antes de su maduración (costumbre frecuente para facilitar el almacenamiento), lo que, por desgracia, tiene la contrapartida de dejar al fruto sin gran parte de su sabor.
      Otra recomendación muy a tener en cuenta es su manipulado ya en nuestra casa. Los fresones hay que lavarlos, claro está, entre otras razones porque la planta suele arrastrar los frutos por el suelo, y éstos con frecuencia nos llegan impregnados de una buena cantidad de tierra. Pero ese lavado imprescindible debe hacerse con infinito cuidado, nunca dejándolos cubiertos en un cacharro con agua, como muchos hacen, ya que el fruto se hinchará de líquido y perderá todavía más su sabor.
      Por lo mismo, y aún peor, esa inmersión en agua no debe hacerse jamás con el fruto troceado. Lo suyo, y lo que debe hacerse, es lavar cada fresón individualmente bajo el chorro suave del grifo; y hacer esta operación antes incluso de quitarle al fruto el rabillo. Y a la mesa luego, casi inmediatamente, procurando evitar que pase por un almacenamiento, así sea corto, en la nevera.
      Aunque sea con fresones, hagamos honor a los clásicos y soñemos que son salvajes y silvestres; para un consumo al vuelo, ya han visto que, mejor que nada, con champagne...y a ser posible, en alocada carrera primaveral en pos de alguna doncella que consienta en nosotros para dejar de serlo. Buen provecho.














martes, 17 de abril de 2012

12 vinos...y un enólogo


      A lo largo de esta vida mía, que ya va siendo ancha y cumplida de experiencias, me ha sido dado reconocer en varias ocasiones a personas ciento por ciento felices con su quehacer profesional. La cuestión, no se crean, no resulta en la práctica tan fácil de discernir, porque son muchísimos más los que aparentan tal goloso acomodo, que los que realmente se sienten así, en pletórica conformidad con el área de responsabilidad que el destino les pone en suerte cada día.
Adolfo Heredia
       Para conocer a este personaje en cuestión, cuyo nombre, ya les adelanto, es Adolfo Heredia, hube de desplazarme a Barcelona hace un par de semanas, en concurrencia con la celebración allí del certamen ferial Alimentaria. Fue un viaje rápido, ida y vuelta en el día, a bordo de ese prodigioso medio que es el AVE (a la ida, directo y sin paradas, dos horas y media de trayecto, realmente increíble).
      La convocatoria, generosa y cumplida, me había llegado de la mano de Freixenet, el gran grupo catalán que, como es bien sabido, extiende el comercio y la imagen de sus diferentes cavas por el mundo entero, prácticamente sin excepción de lugar, por extraño que resulte, en el que no esté presente. Sin embargo, bastante menos conocida por el gran público es su presencia y peso como productor vitivinícola dentro de la gama de vinos de mesa y de crianza, con plantaciones y bodegas presentes en 6 países de 3 continentes. Ese amplísimo catálogo de bodegas dependientes, con sus correspondientes marcas de vinos, constituye, sin duda, toda una sorpresa para quien no esté muy al tanto del complejo entramado empresarial bodeguero actual.
Stand de Freixenet en Alimentaria
      De toda esa amplia extensión bodeguera que el Grupo Freixenet lleva a cabo fuera de su ámbito tradicional raíz del mundo del cava, y del marco geográfico de referencia catalana, la convocatoria que tan raudos nos llevaba aquel día a la Ciudad Condal se centraba en una experiencia ciertamente singular, tal vez única, sin ningún otro precedente comparable que yo conozca, cuyo privilegiado protagonista no es otro que el mentado Adolfo Heredia.
      Les cuento, ya sin más dilación y por aclarar de una vez, cuál es la entidad y el alcance del singular privilegio que a este hombre le atañe.
Dispuestos, en su orden, los doce vinos a catar
      Adolfo es enólogo, es decir, creador, diseñador de vinos, y además es, dentro de la empresa, director técnico y de nuevos proyectos del Grupo Freixenet. Y el caso es que, aunando lo uno y lo otro, lleva ya algo más de una década materializando el sueño de todo autor: creando aquí y allá, en un amplísimo abanico de zonas, disponiendo el juego con las variedades autóctonas de cada una de esas diferentes comarcas. Un privilegio de auténtica excepción, caso único con toda probabilidad, de poder llevar a la práctica, como principal responsable, el alumbramiento de 23 nuevas marcas distintas, y hacerlo -ahí lo auténticamente extraordinario- en nueve zonas geográficas diferentes, con localizaciones tan dispersas como D.O. Rías Baixas, D.O. Alicante, V.T. de Mallorca, D.O. Ribera del Duero, D.O. Utiel-Requena, D.O. Rueda, o D.O. Vinos de Madrid.

Saludable aspecto del suscribiente, atento al inicio de la cata

      Un envite tan complejo, y tan disperso, tiene como principal riesgo, a cualquiera se le alcanza, la posibilidad que implica de caer en una, tal vez inevitable, homogeneización de los vinos resultantes; que, por esa directiva de inspiración común, puedan parecerse demasiado unos y otros; que, en definitiva, en su conjunto sean al fin susceptibles de identificarse con ese patrón común. Pero ya les adelanto que no es el caso. Los “vinos de Adolfo”, que bajo tal título nos fueron ofrecidos en amenísima y singular cata en Barcelona, tiene cada uno de ellos su personalidad propia, y bien podrá decirse que en algunos casos singularmente acusada, dado el empeño del autor por implicar, en los casos en que ello fue posible, las castas más minoritarias y exóticas -aunque ciertamente autóctonas- de cada lugar.
      De las doce marcas catadas, como es natural, hemos elaborado la correspondiente nota y ficha, y de ellas tendrán en su momento particular sugerencia y detalle, a medida que vaya concurriendo en nuestro devenir la oportunidad de “arrimar” con idoneidad ese vino al plato en cuestión que corresponda. Las marcas catadas, ya les anticipo, son las siguientes:

BLANCOS:
  • Fray Germán verdejo 2011 .............................D.O. Rueda
  • Susana (sempre...) blanco 2011 ...............V.T. de Mallorca
  • Valdubón verdejo 2011................................... D.O. Rueda
  • Vionta albariño 2011 .................................. D.O. Rías Baixas
TINTOS:
  • Susana (sempre...) roble 2010 ...................V.T. de Mallorca
  • Valdubón crianza 2009 ......................... D.O. Ribera del Duero
  • Susana (sempre...) Maior Negre 2009 ........ V.T. de Mallorca
  • Nauta crianza 2008 ........................................................... D.O. Alicante
  • Heredad Torresano crianza 2008 ................D.O. Vinos de Madrid
  • Beso de Rechenna crianza 2008 ....................... D.O. Utiel-Requena
  • Valdubón diez ........................................................ D.O. Ribera del Duero
  • Valdubón Honoris reserva 2006 ...................D.O. Ribera del Duero



viernes, 13 de abril de 2012

Alcachofa, invento egipcio

      No insistiremos en ello, ya lo saben: abril es el mes ideal para el disfrute de los productos de huerta. Hoy vamos a fijarnos, precisamente, en una hortaliza que ahora está en plenitud de sazón: la alcachofa…
      Es verdad, dirán muchos, que alcachofas las hay hoy en día todo el año. Y es cierto, los invernaderos, las importaciones y demás fenómenos de la globalización de mercado que vivimos hacen que sea así; no obstante, ello no invalida que la primavera –y el otoño, porque hay otra cosecha importante otoñal- sea y siga siendo el tiempo ideal para encontrarnos con las alcachofas naturales, huertanas de verdad, con auténtico marchamo de calidad nacional, ya sean las navarras, de Tudela, canarias, del feraz litoral levantino, o andaluzas, como esa variedad silvestre que por ahí abajo conocen como alcaucil.
      La alcachofa, en lo que hace a la raíz de su nombre, no ofrece ninguna duda en cuanto a su etimología, claramente árabe, “harsufa” la llamaron y la llaman ellos. Efectivamente, los árabes fueron los introductores de la alcachofa en la Península Ibérica. Por aquí pasó hacia Europa, aunque realmente el tránsito más rápido y más eficaz no fue a través de España sino de Sicilia. En la cocina italiana tuvo la alcachofa, y tiene aún, su mejor acogimiento, formando allí parte, como protagonista o como secundario principal, de infinidad de platos.
      Sin embargo, todo nació, según los eruditos del tema, en las orillas del Nilo, y es que resulta que la alcachofa como tal no existía. De algún modo fueron los egipcios -apuntan esos mentados eruditos- quienes la inventaron, manipulando lentamente, por selección de semillas un primigenio cardo silvestre que abundaba en las orillas de su río matriz, el Nilo. De aquel proceso lento y secular derivó al fin la alcachofa que hoy conocemos.
      Realmente, existen diversas clases de alcachofas y cada una tiene su uso diferente. Hay variedades en las que se ha potenciado la carnosidad de las hojas, y apenas tienen corazón; los franceses son, precisamente, muy aficionados a esta variedad, de notable tamaño, que consumen deleitándose en el chupetingue de las hojas, que previamente han untado en mantequilla o en una vinagreta. Nosotros los españoles tenemos un gusto diferente, preferimos las de pequeño tamaño, cuanto más pequeño mejor, ya que, realmente, despreciamos las hojas para concentrar nuestro interés en el corazón de la alcachofa; ese es nuestro “bocado” preferido, bien sea rehogadas con jamón, integradas en caldosos guisos o copartícipes destacadas en cualquier menestra.
      Sea como fuere, lo muy importante a tener en cuenta es que la alcachofa, para disfrutarla en plenitud, debe ser muy fresca, ya que su aroma y su textura se pierden rápidamente a los pocos días de que haya sido cortada. Hay que elegirlas de un color verde oliva, con las hojas tersas y bien apretadas. Y ya saben que hay que cocinarlas casi al instante mismo de haberlas cortado y limpiado, porque se oxidan y se ennegrecen apenas un minuto después de haber completado esa operación. El mejor modo de evitarlo es sumergirlas en agua el tiempo de espera antes de ir a la olla o a la sartén. Desde luego, bastante mejor método que ese otro que también circula de rociarlas o empaparlas de limón. Mal asunto y mal consejo, porque es verdad que la alcachofa así tratada no se ennegrece, pero sabrá a limón. Y en primavera, en su tiempo sazón en el que estamos, la alcachofa –créanme- sólo debe saber y oler a eso, a alcachofa, que está riquísima. Buen provecho.

Y de postre, una receta...:

Alcachofas al vino de Montilla
Ingredientes: 1,5 kg de alcachofas - 1 cebolla - 3 dientes de ajo - 2 limones - 1 vasito de vino de Montilla - 1 cucharada de harina - 1 ramita de hierbabuena - pimienta y sal.

Preparación: Limpiar las alcachofas, quitándoles el tallo y las hojas duras; cortar las puntas de las hojas y frotar con el limón. Escurrirlas y ponerlas en una cazuela al fuego, cubiertas con una rodaja de limón y la harina. Dejarlas cocer a fuego medio durante 30 minutos. Escurrirlas.
En una cazuela de barro, poner el aceite a calentar, dorando en él la cebolla, muy picada, los ajos, también picados, y la ramita de hierbabuena. Finalmente, incorporamos las alcachofas, rehogamos un par de vueltas, e incorporamos el vino, junto con un vasito de agua, la pimienta y la sal. Dejamos todo cocer y reducirse otros diez minutos.

...y un vino:

Marqués de la Sierra Tinto - Bod. Alvear - V.T. de Córdoba


   Más de tres siglos de añeja tradición contemplan los afanes vinícolas de esta bodega cordobesa, en cuyo amplio catálogo figuran un buen número de referencias "históricas" de finos, dulces, moscateles, pedro ximénez, brandís... y también, en los últimos tiempos, vinos de mesa de muy joven expresión, como este Marqués de la Sierra Tinto, elaborado sobre la base de una proporción, casi monovarietal, de tempranillo, más un toque, delicado y brevísimo de syrah. Efectivamente, es todo un experimento de modernidad y ensayo de vanguardia en esta zona de Montilla, tan ranciamente apegada a la tradición secular. El resultado, analizado a su nivel, al de la pretensión que lo anima, es ciertamente interesante, con un vino de intenso y sugerente color cereza, pletórico de aromas frutales en nariz, y sabroso y carnoso en boca, con ajustado equilibrio de acidez.

Precio: 3,25 €


lunes, 9 de abril de 2012

El color del vino


      Del vino y sus colores, les contamos hoy… El color del vino, su limpidez, su intensidad y gradación es elemento substancial en la definición de calidad de la bebida. Así sólo sea porque el color es la primera impronta que nos llega, el primer referente que hemos de ponderar y valorar a la hora de realizar la cata.
      Y dice mucho el color. Tanto, que sin necesidad de acercarlo siquiera a la nariz, ni de degustarlo en boca, ya podemos saber, por su color, ante qué nos encontramos. Y es que la tonalidad que muestra el vino en la copa es, casi, como una fe de vida a la hora de acreditar su edad.
      En el caso de los blancos, el color base es el amarillo, pero en una amplísima gradación de tonalidades. Desde los que presentan un aspecto casi incoloro, que suelen corresponder a vinos muy jóvenes, al dorado, más o menos acusado y brillante, que nos sitúa ante vinos ya maduros, o que han pasado un tiempo en barrica, en madera; o los que presentan un tono ámbar intenso, que nos indicará hallarnos ante vinos muy hechos, de gran madurez o incluso envejecidos. Tal intensidad fuerte del amarillo es la que presentan, por ejemplo, los vinos dulces o abocados.
      En los blancos jóvenes, muy jóvenes, no es infrecuente observar una clara tendencia, y hasta dominio, del verde. Ello proviene de la clorofila residual, y no es, ciertamente, el mejor síntoma, ya que casi siempre denuncia una juventud excesiva, casi infantil, cuando no una deficiente vinificación. El tono que corresponde a los buenos blancos de mesa es ese amarillo que, con buen acierto, han dado en asimilar y definir como “paja”, o “pajizo”, un amarillo brillante, luminoso y acerado, que es el mejor indicio para presumir que, efectivamente, si los otros parámetros de nariz y boca lo confirman, nos hallamos ante un excelente vino blanco.
      En cuanto a los tintos, la gradación de tonalidades es igualmente compleja y sutil, aunque en lo básico también perfectamente distinguible. En general, convendrá recordar que el color de los vinos, bien sean blancos o tintos, lo da el hollejo de la uva. De ahí; de ese envoltorio fibroso del grano de uva, provienen las partículas colorantes que darán al vino su color básico, que luego ha de verse modificado tras su contacto con la madera, en el proceso de crianza y envejecimiento.
      Con ese referente, es muy fácil identificar un tinto joven por su color, ya que éste se situará en una gama que, indefectiblemente, apuntará al púrpura, o al violáceo.
      El proceso de maduración y de crianza se traduce en el color de vino por una evolución hacia los rojos brillantes, que podemos identificar con la grosella, el carmesí, el color de la cereza…el rojo rubí…
      Todas estas tonalidades tienden a adquirir densidad, que, en cierto modo, podríamos traducir por opacidad cuanto más viejo es el vino. Así, en los reservas y grandes reservas, el color que los denuncia es más oscuro, pero también más complejo y rico en matices. La gama cromática deriva ahora hacia el ámbar, el recuerdo a la caoba y los tonos achocolatados.
      Huelga decir que, para apreciar estos matices, muy particularmente en el caso de los reservas y grandes reservas, es imprescindible que nuestra copa sea de cristal fino, perfectamente incoloro y transparente. Una copa que nos permita observar su contenido al trasluz de una buena iluminación, mejor natural, o halógena, en su defecto. Y siempre sobre un fondo de un mantel inmaculadamente blanco. Háganlo así, y verán que espléndidos colores descubren. Que ustedes lo caten bien.



sábado, 7 de abril de 2012

Dulces de Pascua


      En el calendario tradicional de la gastronomía española, este tiempo de la Pascua se muestra con un acento de muy especial dulzor en el capítulo de los postres: las torrijas –de las que les hemos contado en página reciente- son emblema, como también lo son los bartolillos madrileños, los hornazos castellanos, las filloas gallegas, la leche frita, los orejones vascos, los frangollos canarios, los buñuelos de viento, y, por supuesto, las cocas, monas y huevos de Pascua, de general presencia en todas las regiones españolas, aunque con particular arraigo en la amplia franja del Levante mediterráneo, Cataluña, Valencia y Murcia.
      En todos esos postres dichos cumple un papel esencial, como protagonista o como ingrediente-complemento indispensable, el huevo. Y no por casualidad, sino por que el huevo en todas las culturas, desde las más primitivas, ha tenido un valor simbólico de nacimiento y renovación periódica de la naturaleza. Es por ello que cuando el cristianismo empezó a conmemorar el misterio de la Resurrección –allá por el siglo II- no tuvo que buscar muy lejos para encontrar un símbolo popular y fácilmente identificable.
      Y así, con esa raíz antigua, a lo largo y ancho de toda España se pueden encontrar, y perviven, múltiples variedades de dulces o panes adornados con huevos, las más de las veces cocidos, y ubicados en su interior, como los dichos hornazos, o las monas de Pascua.
      No obstante, el origen de la palabra “mona” no parece apuntar al cristianismo, sino a lo mahometano, si damos por cierta la tesis que afirma su derivación del vocablo árabe “munna”, que significa obsequio. Lo cual explicaría también la inmemorial costumbre de que sean los padrinos quienes regalen a sus ahijados “monas” por este tiempo de Pascua.
      En ese sentido tradicional, la “mona” se constituía en la merienda estelar de estos días. Aquellas primitivas y sencillas “monas”, que no pasaba de ser una suerte de pastelones simples, adornados indefectiblemente con huevos, han ido evolucionando a lo largo de los años, y de los siglos, hasta llegar a nosotros hoy en día totalmente renovadas, bajo múltiples formas y sabores, presentándose actualmente modeladas en una infinitud de apariencias, a cual más imaginativa, y revestidas con las más diversas golosinas.
      Los que en Castilla llaman “hornazos” son, acaso, los más fieles a la vieja receta tradicional, y se presentan con la primitiva forma de una especie de empanada dulce en cuyo relleno, por supuesto, no puede faltar el huevo cocido.
      Todas estas costumbres ancestrales se vieron cambiadas, o mejor cabría decir que enriquecidas y complementadas, a partir del siglo XVIII, cuando desde centroeuropa nos llegó la costumbre de los huevos de chocolate, que inmediatamente fueron bautizados aquí como “huevos de Pascua”.
      La costumbre arraigó en toda España muy pronto, pero muy particularmente en Cataluña, hasta el punto de convertirse hoy en día en una de las señas más típicas de la Pascua catalana, y también levantina, habría que decir.
      Los pasteleros de esas zonas de nuestro país se han hecho verdaderos maestros en la artesanía creativa del chocolate, al punto de que no es paseo menor, en estos días, recorrer los barrios de Barcelona, por ejemplo, o de Valencia o Alicante, haciendo etapa y estación en los fantásticos escaparates de las pastelerías, que rivalizan unas con otras, en dulcísima lid, en artísticos alardes de creatividad. Que ustedes la disfruten bien, la Pascua, y buen provecho.