lunes, 2 de abril de 2012

¡Arde a Fraga!


      El color de mi cristal tiende hoy al rojo triste e indignado; rojo de lamento y de rabia, si se confirma la sospecha de que un desalmado pirómano fue el provocador de ese incendio trágico e irreparable que ha puesto en unas horas ruina y desolación en un paisaje natural, el de las Fragas do Eume, de estremecedora belleza hasta ayer mismo.
      Fraga es el nombre con el que los gallegos denominamos al bosque espeso, natural, ancestral y autóctono. Por todo ello, en buena medida ciertamente también mágico y mistérico, de profunda intimidad, casi religiosa. La del Eume, que abarca todo el amplio valle bajo que el río coruñés de ese nombre forma desde el embalse de As Pontes hasta la desembocadura, en la ría de Ares, en Pontedeume, constituye -constituía hasta la tragedia desatada- una de las principalísimas joyas naturales y forestales de Galicia, y hasta incluso de Europa, según dicen.
     Extensas frondas de especies autóctonas, robles, abedules, avellanos, castaños, alisos, sauces y acebos, junto con un sotobosque herbáceo de intrincada densidad, serpenteado por la húmeda vitalidad del río, conformaba un paisaje de estremecedora inmersión. Tan sólo el desesperado lamento nos queda, ya que la superficie que ha ardido es de todo punto irrecuperable: no cabe repoblación que pueda poner consuelo al daño, cuando menos en treinta años.
      Sí. Menos mal que no soy juez; porque son esos los que yo le pondría de pena a cumplir al desgraciado que inició el fuego, si es que lo hizo “a posta”, voluntariamente. Treinta años aislado en una amplia azotea, sin otra visión que el cielo y obligado a descansar sobre un suelo de tierra calcinada, con salpicados muñones de tizones enhiestos aquí y allá. No creo que sobreviviera tanto.
      De vuelta al escenario de la tragedia, por mejor divulgar el conocimiento de ese espectacular medio natural tan vilmente arruinado, recordamos ahora aquella otra fraga memorable, la de Cecebre, hoy prácticamente desaparecida, por la presión demográfica y urbanística, el trazado de la autopista y la invasión de un embalse, cuya añorada ubicación viene a situarse a menos de 25 kilómetros de ésta del Eume.
El monasterio de Caaveiro, fundado, en
el  siglo X por San Rosendo, es uno de los
varios vestigios eremíticos de cenobios
que, en el Alto Medievo, escogieron esta
espesa floresta para apartarse del mundo.
      En aquella, la de Cecebre, se inspiró como marco natural literario el coruñés Wenceslao Fernández Flórez, para dar a la luz, en 1943, su extraordinario relato “El bosque animado”. Aquel encantado bosque, en el que el ladrón Fendetestas ocultaba sus pasos, por cuyas umbrías corredoiras deambulaba el alma en pena de Fiz de Cotobelo, y en cuyas lindes tenía refugio la casuca ruinosa de Marica da Fame, era descrito así por el genial autor: “La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra; en sus cuevas se hunde, en sus cerros se eleva, en sus llanos se iguala. Es toda vida: una legua, dos leguas de vida entretejida, cardada, sin agujeros, como una manta fuerte y nueva, de tanto espesor como el que puede medirse desde el hondo de la guarida del raposo hasta la punta del pino más alto…La fraga es un ser hecho de muchos seres…”
      Dado el daño natural, ya irreparable y irreversible, no estaría de más -así lo sugiero yo- acometer en estos días de ocio pasional la relectura de esta obra, tan breve como hermosa y sugerente, que es “El bosque animado”. Háganlo así, en desagravio y como homenaje al precioso espacio natural que todos hemos perdido.


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