viernes, 30 de septiembre de 2011

Cunqueiro y San Froilán

Álvaro Cunqueiro
     Ya saben que recorremos el año “cunqueirano” por excelencia, este 2011 en el que, el pasado 28 de febrero, conmemoramos en 30 aniversario del fallecimiento del gran escritor mindoniense, y el venidero 22 de diciembre se cumplirá el centenario de su nacimiento. Con tal motivo -aunque cualquier excusa (si esta doble concurrencia no fuera en sí mismo tan significativa) es buena, oportuna y bienvenida- me gusta muy particularmente, como ya prometí en su día, hacerle sitio en los contenidos de este blog a esa memoria honrosa de don Álvaro, y más aún, y mejor, al muestrario de sus escritos, siempre extraordinarios de agudeza y de excelso dominio, magistral, del idioma. Por todo ello, dada la situación en la que estamos de gozosas vísperas de la gran fiesta lúdico-gastronómica de Lugo, su celebérrimo San Froilán (del 4 al 12 de octubre es la gran cita), traigo hoy aquí este “entresacado” de una de sus magistrales charlas radiofónicas, que durante muchos años regaló Cunqueiro a la audiencia de Radio Nacional de España en A Coruña. La charla en concreto fue emitida en día 5 de octubre de 1979, en el espacio que por entonces titulaba “Andar y ver por Galicia”. De él entresacamos ahora los siguientes párrafos:

      Hoy están de de fiesta y ferias en Lugo, que es el San Froilán, y los lugueses más propios viajan de todos los rincones de la provincia a la urbe, que ya ha cumplido sus dos mil años, desde el día en que las legiones de Roma, al final de las guerras cántabras, establecieron su campamento en este espolón de la penillanura sobre el Miño. Tres o cuatro siglos más tarde fue amurallada, y conviene decirlo, ahora que ha comenzado en todo el litoral gallego el marisqueo, que fueron muchas las toneladas de conchas de ostra que se utilizaron en la fabricación del mortero para la construcción de las murallas. Ya hay que suponer, naturalmente, que las conchas iban vacías, y los constructores se habían comido antes la sabrosa y fresca ostra. Y ya que hablamos de comer, digamos que no hay froilante que no coma el pulpo. Es cosa obligada…()...
     …Hay el testimonio de un viajero francés que por allá los años veinte, el señor Mabille de Poncheville, que hizo a pie el camino de Santiago, y paseando por las murallas vio a unas mujeres vestidas de negro que hacían enormes fuegos debajo de grandes calderas, y se creyó el francés que aquéllas eran brujas en la preparación de un aquelarre, y hubo que explicarle que eran las pulpeiras en la víspera de San Froilán…()…
     … Durante varios años yo hice siempre, en una casa de comidas al lado mismo de la feria, el mismo almuerzo: pulpo y perdices a la cazadora, y un vino de Belesar que allí tenían lo bebía servido con ambos platos…()…
La bimilenaria muralla romana de Lugo, perfectamente
conservada, puede recorrerse en su ronda superior
por todo su perímetro. Un paseo inolvidable, para
mejor "bajar" la obligada y segura enchente de pulpo.
     …Antes, a lo largo de San Froilán, había un día muy hermoso, que era el domingo más próximo a la fiesta, creo, llamado “domingo das mozas”. Era el día en el que acudían a la ciudad todas las muchachas de las aldeas y villas vecinas a Lugo, y para la femenina mocedad era la fiesta de cantar y de bailar. Ignoro cómo va ahora eso del “domingo das mozas”, pero si yo rigiese en Lugo no la dejaría perder. Hace años, yo he conseguido que en la antigua Porta Miña, la Puerta del Carmen, fuese colocada una lápida que recordase que en el año mil doscientos y pico, entró por ella, enamorado, el trovador don Fernando Esquío, viniendo de Santiago. Lo contó el trovador en una bella canción, en la que decía cómo Amor lo condujo, lo adugo, de Santiago a Lugo. Me pregunto si no sería porque se había enamorado de una moza del “domingo das mozas”, de una de esas mozas luguesas de tan blanca piel, tantas veces los ojos claros, y la sonrisa como una raiola de sol en los labios…()…













miércoles, 28 de septiembre de 2011

Alerta: Vino...de virutas


      Con la vendimia avanzada, cuando no plenamente rematada ya en la mayoría de las zonas, los datos globales apuntan, en general, a una cosecha espléndida la de este 2011, tanto en cantidad como en calidad. Los amantes del vino español estamos, pues, de enhorabuena, aunque esa esperanzadora felicidad no vaya a traducirse –de ello estamos también muy seguros- en una rebaja de los precios de esos vinos cuando, una vez elaborados, salgan al mercado. De ellos, los “jóvenes” –la mayoría de la producción- lo harán en los primeros meses del nuevo año; pero para los crianzas y reservas, etiquetados con ese indicativo de referencia “Cosecha 2011”, el periodo de espera será, a partir de la elaboración del vino nuevo, de 2, o de 3 años, mínimo, respectivamente. Mucho tiempo de inmovilización de capital, según creen algunos, que no hacen más que pugnar por que nuestra muy estricta y seria normativa española, se flexibilice en consonancia con lo que ya viene siendo habitual en otras zonas europeas, americanas y asiáticas, de nuestra directa competencia.
      Y es verdad, y debe saberse, que los requisitos que son de común aquí en España para acreditar vinos de crianza y de reserva, son bastante más estrictos –por más largos de exigencia mínima de tiempo en barrica- que en la mayoría de los mercados internacionales, especialmente esos emergentes, tan competitivos, del “Nuevo Mundo”.
      Nuestros vinos, en ese terreno de la competencia internacional, se las ven con clara desventaja, porque, por ejemplo y entre otras cosas, vinos australianos, californianos o chilenos, salen al mercado con una estancia en madera muchísimo más cortas que los nuestros. Es más, algunos de ellos –cada vez más- ni siquiera necesitan, para adornarse y presuntamente “ennoblecerse” con esa finura del clásico regusto “a madera”, haber estado ni un solo día dentro de una barrica.
Virutas de distintos robles
      El truco fraudulento consiste, véase qué sencillo y qué pícaro, en añadirle durante un tiempo “virutas” de roble a los depósitos del vino nuevo, mientras se hace. Y hete ahí el milagro de un aparente crianza, o incluso un reserva, elaborado así, por “birli viruta”, en el breve plazo de apenas unos meses.
      La cosa es grave, pero económicamente muy rentable. Ponle al “vestido” de la botella, a la etiqueta y al marketing, lo que te has ahorrado en tiempo de inmovilización y en costosas barricas, y aún podrás salir al mercado con una ventaja de precio muy competitiva. Hombre, sí, a los aficionados expertos no podrás engañarlos. ¡Pero al común de los consumidores!¡Y en mercados emergentes sin mucha tradición! Pues, facilísimo.
      Y he ahí el problema: ¿qué decisión debemos adoptar con nuestros vinos, si queremos ser competitivos? Los principales Consejos Reguladores, los más acreditados entre los españoles –esta es la buena noticia- no están por ceder y rebajar sus requisitos en los plazos de crianza y en los tiempos de permanencia en barrica. Pero muchos bodegueros sí quieren apuntarse a ese cambio tan rentable. Algunos ya han optado por salirse y elaborar fuera del rigor de los Consejos. La ocasión les ha venido que ni pintada con la moda de los vinos “de garaje”, “vinos de autor”, les dicen, “de pago” o, en otros casos, “de alta expresión”, que también es frase afortunada para esa cuestión del marketing.
      No negaremos que algunos de ellos, de los que forman en ese grupo selecto, cada vez más numeroso, de “vinos de autor”, no sean creaciones geniales. Pero, convendrá estar alerta, porque –es una constante histórica- siempre hay, y ha habido, más pícaros que genios. Y detrás de muchas de esas botellas de sofisticado diseño y alto precio, ajenas y desdeñosas con el control del Consejo Regulador que por ubicación geográfica les hubiera correspondido, no hay otra cosa que un recorte drástico de los reglamentarios meses que el tal vino debiera haber permanecido madurando en barrica. Cuando no, directamente –y aunque en España todavía no esté permitido- (aunque lo estará muy pronto, porque la Unión Europea ya lo ha aprobado)- tratan de colarnos una fragancia de roble adquirida directamente en el depósito de acero por el mágico efecto de esas polémicas y engañosas virutas. Luego, se filtra bien… y en paz. Estén muy atentos.
      Sí, porque, ni mucho menos, esa “crianza” adquirida al vuelo de un instante, por simple inmersión de virutas de roble en la cuba de fermentación del vino nuevo, tiene, ni tendrá nunca, nada que ver con el proceso reposado y lento que hace que un vino se ennoblezca y adquiera verdadero buquet. La diferencia vendrá siendo, en el mejor de los casos, y valga el ejemplo, la que va entre un café de grano bien molido, y un “instantáneo” de sobre.
      Y es que, ciertamente, no cabe engañarse y convendrá recordarlo y andar advertidos, la elaboración de un vino con trozos de madera, así sea de roble, no puede asimilarse, en absoluto, con el término “crianza”. Esa elaboración –fabricación, más bien, cabría decir en este caso- con virutas de roble, lo único que realmente logra y persigue es aromatizar el vino con esos componentes que cede la madera. Pero mediante un proceso –es verdad que muy rápido- que no conlleva la evolución de los polifenoles del vino a lo largo del tiempo; lo cual –y es muy determinante en el logro de buquet característico- sólo se consigue en la barrica, donde, además de ese contacto de transferencia directo de la madera al vino, se produce, lentamente, la mágica microdifusión de oxígeno a través de la porosidad de la propia madera. La crianza en barrica es, en definitiva, un proceso obligadamente lento, en el que hay una evolución aromática y de otros componentes, que, al final, se traducen en un equilibrio en el vino que difícilmente se puede conseguir en un periodo corto, como el del uso de virutas de roble, que oscila entre uno y tres meses.
      Dicho lo cual, aclaremos también que el vino, los vinos que nos lleguen así, elaborados con fragmentos de roble, no tienen por qué responder a una calidad negativa. Ni mucho menos; siempre y cuando, claro está, se nos informe con nítida claridad en la etiqueta de que ese es el proceso que se ha seguido. Pero –“a vaquiña, po lo que vale”, que decimos en Galicia- nunca serán, ni parecidos, a esos nobilísimos, que nos son tan queridos y tradicionales, “crianzas”, “reservas” y “grandes reservas”, que han evolucionado sin prisas, en la silente penumbra de la bodega, al acogedor abrigo del tonel de buen roble, ya sea americano o francés (o la combinación de ambos en dos períodos sucesivos, como ahora es la moda) durante el tiempo que la artesana prudencia indica. Brindemos por ello.



lunes, 26 de septiembre de 2011

¿Qué se nos perdió en Cochinchina?


      La palabra y referencia, es verdad, ha caído bastante en desuso; sin embargo, en los tiempos de nuestros abuelos se oía con mucha frecuencia apelar a ese remotísimo lugar, que ya se antojaba entonces irreal o imaginario, para sugerir que tal o cual circunstancia o compromiso había obligado a quien lo argüía a hacer un viaje extraordinariamente largo: “he tenido -yo, aquel o el que fuera- que ir hasta la Cochinchina" (o la Conchinchina, como también se decía)… Pues bien, la frase tenía entonces un componente de memoria aún relativamente reciente, que daba fundamento cierto a la expresión, porque, efectivamente, en un tiempo pasado hubo en verdad una expedición española -por mejor precisar, un contingente militar español- que luchó en ese remoto lugar. Ocurrió hace 152 años, en 1859, si bien es verdad que sobre aquellos hechos se ha dejado caer el más tupido velo del olvido. ¿Qué pintábamos allí?¿Por qué fuimos?¿Ganamos algo?¿Nos dejó algún balance positivo aquella extravagante intervención? Ciertamente no, nada de nada. Desde luego -tal vez en razón de ello-, no es nada fácil encontrar episodios de la Historia española menos conocidos que éste, y más penosos, también, en la practicidad de su resultado.
      Bien se dijera que desde el primer momento –incluso a partir de pocos meses después de dar por concluida aquella presencia, que se prolongó por tres años, hasta 1 de abril de 1863- el bochorno de su absoluta inoperancia práctica y política hizo correr sobre ella un velo de interesado olvido. Digamos ya, como adivinan, que aquella Cochinchina no es otra cosa que el actual Vietnam. Y la verdad es que los españoles fuimos allí entonces sin tener porqué ni a qué. Ocupábamos, por entonces, de manera estable las Filipinas, y nada se nos perdía en el continente –y nada sacamos de ello, más que lamentables pérdidas humanas-. Los tristes hechos que hoy rescatamos de la memoria olvidada sólo y únicamente sirvieron al afán expansionista de Napoleón III, que merced a aquella -en aquel momento muy determinante- ayuda española, logró su sueño de instalar una cuña de “grandeur” imperialista en Indochina.
 Gia Long, rey de Cochinchina
      La historia de la presencia europea en estos territorios asiáticos tiene un punto crucial de inflexión a mediados del siglo XVIII. Por entonces, lo que hoy es –más o menos- el territorio de Vietnam estaba repartido en tres reinos: Tonkin, al norte; Annam, con vocación dominante, en centro, con su capital en Hué; y la Cochinchina, en el extremo sur, en torno al delta del Mekong, y con capital en Saigón. En ese triángulo de rivalidad y pugna constante, Tonkin y Cochinchina suscribieron una alianza para oponerse al afán hegemónico de Annam. En un lance de esa pugna, el rey Gia Long de Cochinchina resultó destronado, y, para recuperar su trono apeló, sin éxito, a la ayuda que pudiera prestarle España desde las vecinas Filipinas. Pero España, que sentía muy consolidada y tranquila su posición en Asia, más que suficiente con el archipiélago filipino, desatendió aquella llamada, manteniéndose en su posición tradicional de pertinaz ausencia de interés por las costas continentales, limitándose a asistir como testigo ajeno a la pugna que ya venían sosteniendo desde años atrás franceses e ingleses por instalarse en el sureste de Asia.
      Atento a esta situación, y vista la desatención de España, el misionero francés Pierre de Bahaigné, a la sazón vicario apostólico, no dudó en ofrecer a Gai Long el apoyo de Francia; eso sí, solicitando a cambio de esa ayuda la cesión de la bahía de Turane (la que luego fue conocida con Da-nang, al sur de Hué) que tenía fama justificada de ser uno de rincones más abrigados del mar de la China. Para concretar el acuerdo, el obispo diplomático viajó a Francia en compañía del primogénito del rey. Pero el viaje y la negociación se vieron frustradas por el estallido de la Revolución Francesa, en 1789.
Bahía de Turane
      El gobierno revolucionario no estaba entonces para aventuras en Asia, y el acuerdo parecía abocado al fracaso. Pero los hombres de negocios franceses no lo vieron de la misma manera, y, advirtiendo que se trataba de una oportunidad con muy buenas expectativas comerciales, decidieron tomar por su cuenta el negocio, financiando de su bolsillo una pequeña expedición que, en 1794 sentó en el trono de Annam al emperador Gia Long. Éste, agradecido, no sólo se avino a ceder de buen grado la anhelada bahía de Turane, sino que retuvo a su lado a un nutrido grupo de oficiales franceses, a los que encargó el adiestramiento de su Ejército, el montaje de varias fundiciones de cañones, y la fortificación de la capital imperial, Hué.
fray José María Díaz
Sanjurjo, santificado
por Juan Pablo II,
era natural de la
parroquia de Suegos,
en el municipio lucense
de O Vicedo
      Ya tenemos, pues, instalado –ojo al dato de la perspicacia comercial-, por “iniciativa privada”, el primer embrión de la presencia francesa en Indochina. Y saltamos ahora cincuenta años. Gia Long ha muerto, y sus dos sucesores consecutivos enfriarán progresivamente aquella relación hasta decidir la expulsión de los asesores franceses, iniciando al tiempo una sistemática persecución contra los cristianos. En medio de este clima, devino el episodio que habría de implicar a España. En mayo de 1857, el dominico español fray José María Díaz Sanjurjo, a la sazón vicario apostólico en Tonkin Central, resultó encarcelado. Previendo lo peor, el cónsul español en Cantón, temiendo, probablemente con buen fundamento, que la requisitoria natural de ayuda a la capitanía de Filipinas habría de demorarse en un enredo burocrático –pues nada iban a hacer, se temía, sin consultar primero a Madrid- acudió en su demanda a las autoridades francesas, que contaban con importantes efectivos militares en China. Atendiendo a aquel requerimiento, el contraalmirante Rigault de Genouille envió una corbeta al golfo de Tonkin, aunque ésta sólo llegó a tiempo para enterarse del degollamiento del religioso español. Tal fue el “casus belli” del que Francia iba a sacar, a la postre, un cuantioso provecho.
Napoleón III
      En Paris, Napoleón III vio en el episodio la ocasión que tan bien le venía para su empeño de ampliar y consolidar la presencia francesa en el Lejano Oriente. Por muchas razones que no son al caso, resultó evidente ya entonces que el interés del sobrino de Bonaparte tenía bien poco que ver con el castigo a los infieles y sí mucho con su política imperial. Al igual que haría cuatro años más tarde, en el asunto de la intervención en Méjico para imponer su “emperador” Maximiliano, el francés se las compuso para obtener la desinteresada participación de España en la aventura.
      La negociación la llevó a cabo el embajador francés en Madrid, solicitando del gobierno de España la implicación de “1000 o 2000 tropas de tierra” que, sumadas al contingente francés, se dirigiesen a la costa annamita a fin de “obtener la justa y oportuna satisfacción y alcanzar de la corte de Hué la adopción de las medidas necesarias para que en el porvenir no se repitan catástrofes semejantes a la que deploramos”.
Leopoldo O'Donnell
      En honor a la verdad, habrá que decir y reconocer que, aun cuando en aquella aventura sólo se percibía el nítido beneficio para Francia, la disposición del gobierno español era muy favorable a la implicación, dado el interés que venían manifestando tanto los gobiernos moderados como los progresistas por congraciarse con las potencias europeas y lograr entre ellas un espacio de implicación y reconocimiento, así fuera bien modesto. España acababa de salir de la primera guerra carlista, y necesitaba consolidar el trono de Isabel II. El imperio americano se había perdido ya hacía tiempo, con excepción de Cuba, y en el lejano Pacífico sólo quedaba como posesión importante el archipiélago filipino. Sin embargo, a diferencia de franceses e ingleses, el interés de la presencia colonial española en aquellos días no pasaba de las razones derivadas de la estrategia política, sin otro apoyo ni complemente de interés en el orden comercial, lo que sí tenían (y muy bien activo y atento, los franceses –como hemos visto- y los ingleses, como seña principal permanente de su política exterior y colonial). Por todas esas razones, los Capitanes Generales de Filipinas siempre vieron con malos ojos esta aventura en Cochinchina. Bastante tenían con mantener en paz y orden el vasto dominio isleño de su demarcación.
      Pero el Gobierno de Madrid, presidido entonces por Leopoldo O’Donnell, cumplió su acuerdo y dio las órdenes oportunas para la provisión de aquel destacamento que había de sumarse, en clave subordinada, a las fuerzas francesas. Una participación sin contraprestación ni condicionante alguno. Ningún Tratado se firmó al respecto, estableciendo o fijando el alcance de la expedición, ni las condiciones en las que debería llevarse a cabo ni las ventajas que España esperaba sacar de ella. Simplemente, se ponían unas tropas bajo el mando francés, y se dejaba al almirante galo la más completa libertad de acción sin pedir ni concretar nada a cambio.
Desembarco del contingente franco-español
      Y así discurrió la campaña, en la que los franceses llevaron en exclusiva el peso del mando y la dirección de la empresa, incluido el grueso del apoyo naval para el transporte. Sin embargo, en lo que hace a los efectivos a desembarcar, los que en definitiva iban a batirse, la proporción de uno y otro aliado era prácticamente similar, con apenas un centenar de hombres más por parte francesa.
      La flota expedicionaria, luego de recoger en Manila a los soldados y pertrechos españoles, desembarcó en la bahía de Turane el 1 de septiembre de 1859. La artillería embarcada desbarató muy pronto las baterías annamitas que defendían la estratégica bahía; y los fuertes de la costa sur de la misma fueron tomados sin gran resistencia. Pero ahí se paró la operación. Tan rápido éxito no fue aprovechado como convenía, y no se conquistó el promontorio norte, ni tampoco –más grave- no se emprendió de inmediato la marcha hacia la capital Hué, distante tan sólo unos 60 kilómetros.
      Los annamitas pudieron reorganizarse, tras reponerse de la sorpresa, y así empezó una lucha estática de cruel desgaste, que no reportó durante meses resultados tangibles. Fuera de la estricta línea de la costa se abría la abigarrada selva tropical, donde la superioridad de armamento y las tácticas europeas se veían claramente disminuidas, cuando no notoriamente devaluadas. El contingente español empezó ya en aquellos días a mostrarse notoriamente más adecuado y eficaz que el francés. Y ello por una razón sencilla, que los franceses aprendieron allí y luego se encargaron de corregir: las unidades españolas estaban integradas mayoritariamente, en lo que hace a la tropa, por tagalos, y sólo los oficiales y suboficiales eran peninsulares, en tanto que los franceses eran en su mayoría eso, franceses, es decir, mando y tropa europeos, y por ello precariamente frágiles en su inadaptación al medio, viéndose muy pronto, además de confundidos y desvalidos en la selva y los pantanos, gravemente mermados por el cólera, la disentería, el escorbuto y otras enfermedades tropicales.
Rigault de Ganouille
      El almirante Rigault, jefe máximo de la expedición, no se acababa de decidir a salir de Turane, y centraba toda su actividad en atrincherarse y realizar incursiones en territorio enemigo; eso sí, siempre al mando de oficiales franceses, y con los españoles en vanguardia. Esta estabilización carecía de sentido en una guerra colonial, y no resolvió nada. Al fin, como la ruta al norte que llevaba a la capital Hué se manifestaba tan imposible e infranqueable, el comandante francés decidió por su cuenta, sin consultar a los mandos españoles, dirigirse hacia el sur, con el ánimo de tomar la segunda ciudad, Saigón, la antigua capital del reino de Cochinchina, en el delta del Mekong.
      En las posiciones consolidadas en Turane quedó el grueso del cuerpo expedicionario. En febrero de 1860, una flota de ocho buques recogió allí el contingente destinado a la operación contra Saigón, 400 franceses y 400 españoles, al mando éstos del teniente coronel Palanca. El día 17 remontaron el delta y, en una rápida y eficaz operación –en la que volvieron a distinguirse los españoles- tomaron efectivamente Saigón, haciéndose allí con un cuantioso botín de 200 cañones, 20.000 armas de fuego y 800 toneladas de pólvora. Pero este éxito en el sur no desanimó a los annamitas, que se tomaron su venganza en el norte ahora debilitado por esa ausencia. Allí pasaron a atacar en campo abierto. La guarnición de Turane se las vio durísimas para contener esta ofensiva, al punto que el almirante Rigault resolvió regresar urgentemente desde Saigón, dejando allí una guarnición de menos de la mitad de los efectivos que unas semanas antes la habían tomado.
teniente coronel
don Carlos Palanca
      La apertura de los dos frentes hacía claramente necesario el envío de refuerzos; pero éstos no iban a llegar, porque algunas cosas graves habían ocurrido entre tanto en Europa, y muy en particular en la agresiva política exterior de Napoleón III, que acababa de abrir un frente de guerra con Austria con la disculpa de su apoyo a los piamonteses de Cavour. Antes de alcanzar las victorias de Magenta y Solferino, Francia dejó de enviar refuerzos a Cochinchina, y ordenó a su almirante allí que gestionase una paz ventajosa –para Francia, obviamente- y preparase el repliegue.
      El Gobierno español conoció estas nuevas por los periódicos, pero declinó intervenir en la decisión. Del estado de ánimo con que aquellas noticias fueron recibidas en Turane da buena cuenta la carta que desde allí remitió a su familia el militar español Mariano de Oscáriz, en la que decía: “Preciso es confesar que los franceses nos han cogido completamente de primos en esta ocasión, explotando nuestros sentimientos religiosos para fundar con nuestros propios recursos un magnífico establecimiento en esta costa que no podía llegar a ver realizado por sí solos y que a nadie es más perjudicial que a España”...
Ataque de fuerzas españolas
      En medio de esta inoperancia generalizada, en marzo de 1860 empezaron a arribar a Manila los barcos que transportaban el grueso de las fuerzas españolas. Pero no todas, porque, olvidados, quedaron en Saigón 223 soldados y 4 oficiales, al mando del ya ascendido a coronel Carlos Palanca. Estos hombres quedaron allí en un desamparo absoluto, agregados al mando superior del contingente francés. Al cabo de un año sin recibir vitualla ni provisión alguna, manteniéndose en una extrema precariedad por no recurrir a los franceses, Palanca se dirigió a Madrid y a Manila en una llamada de socorro urgente. La respuesta que obtuvo fue algo más que desalentadora; auténticamente vergonzosa e increíble: Puesto que el destacamento servía a los franceses –le respondieron- eran éstos quienes tenían que pagar sus haberes y proporcionarles la provisión de sus necesidades. Es decir, en otras palabras, que se les convertía en mercenarios.
      Así humillados y deshonrados –además de tristemente perplejos, imaginamos- quedaron allí en Saigón aquellos dos centenares de militares españoles abandonados. No obstante lo cual, no perdieron su dignidad ni dejaron de cumplir con su deber. En aquella primavera, el mando francés pidió a Palanca y sus hombres un esfuerzo máximo para tratar de ensanchar el perímetro de Saigón. En esta operación, a los españoles les fue asignado, como siempre, el sector más difícil: la pagoda de Clocheton, punto vital en la defensa de la ciudad, que había sido ocupado por 2.000 soldados regulares cochinchinos. El ataque a esta posición se había enconado, pero en uno de los lances de ataques y contraataques surgió el acto heroico más alocado e ilógico de los que pueda tenerse memoria: el capitán Ignacio Fernández advirtió un momento de extraña confusión en el enemigo, y saltó hacia él con cien infantes. Fue una maniobra increíble, de audacia suicida. La carga, a la bayoneta, sembró el desorden entre los annamitas que huyeron en desbandada dejando atrás más de 400 muertos y heridos.
Asedio a Saigón
      Aquella acción determinante fue reconocida, sí, y mencionada con especial subrayado en los partes franceses, pero cuando Palanca insinuó reclamar un trato paritario en la defensa de Saigón, el mando francés le respondió con total desfachatez que “si España quería y reclamaba un lugar en Indochina, se buscase y procurase otro en otra región”, sugiriendo que ésta podía ser, por ejemplo, al norte, en la provincia de Tonkin. Palanca escribió entonces al gobierno de O’Donnell, solicitando que se le diesen medios para ocupar una base en el norte de Tonkin, muy bien situada para el comercio con China, pero la respuesta fue negativa.
Luchando con los annamitas
      En febrero de 1861, las cosas ya habían cambiado para mejor en Francia, que dispuso el envío a Saigón de una flota con 4.000 soldados. En muy poco tiempo, los franceses, en las que siguieron encuadrados los hombres de Palanca, ocuparon y consolidaron su dominio sobre todo el territorio Cochinchino, es decir, prácticamente la mitad sur del actual Vietnam. Ante este avance imparable, el reino de Annam se avino a firmar la paz con Francia y España, lo que se llevó a cabo en una solemne ceremonia en la que –curiosa y hasta insólitamente, por lo visto- ambos países estuvieron equiparados en cuanto a honores protocolarios. Sin embargo, sólo se trataba de eso: oropel y escenografía, porque, en la práctica, Francia se quedaba con las tres provincias más ricas de Cochinchina, y se le reconocía plena y total libertad de comercio; en tanto que a España la cesión se limitó a algunas modestas concesiones comerciales, garantía para sus misioneros, y la teórica mitad del montante de la indemnización económica pactada. Y hay que subrayar aquí lo de “teórica”, porque, en lo cierto, España sólo llegó a cobrar una parte mínima de lo que le hubiera correspondido. Eso sí, la prensa y la diplomacia francesa se deshicieron en halagos y reconocimientos expresos al valor de la aportación española. Y así, en fin, entre aclamaciones de los franceses, que nunca pudieron soñar con tener tan ingenuos aliados, Francia consolidó por casi un siglo su dominio en Indochina. Y los pobres españoles, aquellos que quedaban olvidados al mando del coronel Palanca, abandonaron finalmente Cochinchina el 1 de abril de 1863. Así se escribe la Historia.




viernes, 23 de septiembre de 2011

Catálogo otoñal, y otras cuitas


      La vida y sus ciclos naturales, que se suceden y renuevan en una constante inexorable. El verano se fue, y henos aquí recorriendo ya las primeras horas de la nueva estación.
      Llegó, sí señor, el Otoño. Ya estamos en él, y su languidez inherente, trufada de melancolía, no tarda en hacerse patente en todos, cada cual en su caso y condición. Los días se acortan y la luz se hace más mezquina; las mañanas y las tardes refrescan, y hasta se tornan desapacibles cada vez con más frecuencia. Todo eso es común, ciertamente igual para todos en mayor o menor grado. Otras notas, sin embargo, de oscura desazón otoñal, son propias de cada quien en su circunstancia. En la mía, por poner un ejemplo, el arranque del Otoño indefectiblemente me induce al llanto, cuando me veo incapaz de cuadrar las cuentas que cada año vienen a atosigarme y a asfixiarme con estos primeros fríos. Las matrículas de la universidad me dan un palo que me descompone, no obstante entender -quiero leerlo así- que al fin es inversión de esperanzada rentabilidad futura; pero lo que me mata y me sume en depresión total y patológica, es el renovado afán expropiatorio, confiscatorio y ladrón -que otro título no cabe, si nos dejamos de eufemismos- del insolente recibo del IBI que, como premonición del duro invierno que apunta, comparece en el buzón, siempre y con bien poca caridad y delicadeza, en estos días de tan difícil y depresivo tránsito estacional. ¡Más de mil euros!, oiga usted y espántese, me requiere esta vez Gallardón y los suyos. Así, ¡con un par! Y no hay reclamación ni descargo posible: o pagas…o pagas. No hay vuelta. O sí la hay, aunque requiere, probablemente, del valor y la determinación juvenil que acaso yo ya he perdido: la liquidación de tu breve mochila, el consecuente corte de mangas, y el ¡ahí os quedáis!... ¡A robarle a tu…()... madre!, que me vuelvo al pueblo.
      Bueno, pues tras este desahogo -para el que, amable lector, ruego tu comprensión y disculpa- vamos al enunciado de esa despensa otoñal, con la salvedad hecha de que las sugerencias que siguen son para ti, que no para mí, como viene de explicarse, que no he de transitar por este tiempo más que con macarrones y lentejas.
      Es el Otoño, en lo gastronómico, una estación ni mucho menos exenta de atractivas posibilidades. Se reabre, por ejemplo, en ella, el fascinante mundo de los hongos y las setas, con un amplio catálogo, que se va sucediendo y enriqueciendo al compás de ese ciclo regular de lluvias y soles que por este tiempo son tan propios. Y llega la caza, que es otra de las grandes estrellas otoñales, con sublimes platos de perdices, codornices, liebres, corzo, conejos…
      De la despensa marina, gran número de pescados, y la inmensa mayoría de los mariscos, alcanzan su mejor punto sazón al dejar atrás el verano. Merluzas, pescadillas, salmonetes y lenguados se ofrecen en su mejor momento. Y otro tanto cabe decir de las carnes, que, aunque en general su calidad no varía demasiado a lo largo de todo el año, en el ciclo otoñal presentan una carga de grasa más ligera, y casi siempre también, con mucha frecuencia, un precio más sugerente y asequible.
      En cuanto a la cesta de verduras y hortalizas, y otro tanto ocurre con la fruta, la generalización de los cultivos bajo plástico, de invernadero, ha arrumbado prácticamente el ciclo tradicional de la estacionalidad. De todo hay todo el año. Pero, para quien pueda acceder a mercados restringidos de producción local, el tiempo otoñal nos traerá (a partir de noviembre), esa delicia golosa que son las patatas tardías. También a mediados de estación llegarán las castañas, las piñas y los nísperos. Y por ese tiempo, vuelven las mejores naranjas, en su punto óptimo de saludable expresión.
      Para los paseantes de otoño, ahora que eso de andar está tan de moda, la nueva estación invita a vigilar con más atención los ribazos, pues es el tiempo de muchas de esas sabrosas frutas espontáneas y silvestres, como la zarzamora, el endrino, el arándano. Y dado que en este tránsito todavía podemos disfrutar de buenas ciruelas, melocotones, membrillos, higos y peras, es tiempo propicio, bien se diría que ideal, para la elaboración casera de conservas y mermeladas.
      Y tampoco, en fin, deberemos olvidar esa otra energía concentrada que el otoño nos ofrece: los frutos secos. Su presencia en la mesa, bajo la forma de aperitivos, simplemente colocados en platitos para ir picando, como aderezo a una ensalada, como guarnición, como base de una salsa o de una crema o una sopa, será en este tiempo un disfrute posible y bien gratificante. Buen provecho




jueves, 22 de septiembre de 2011

Los banquetes de don Porfirio


      Porfirio Díaz Mori fue uno de los políticos más destacados del convulso Méjico en el tránsito entre los siglos XIX y XX. Un personaje muy peculiar, con luces y sombras en su actuación, como todos los políticos ejercientes durante un periodo largo de su historia patria. El general Porfirio, tras una dilatada etapa de protagonismo militar en las continuas guerras y levantamientos que venían asolado el país, casi de continuo, desde que, en 1821, accediera a la independencia, llegó al fin a la presidencia del país en 1876, tras la muerte de Benito Juárez, de quien había sido correligionario, primero, bajo la bandera republicana, en lucha de oposición al invasor francés y al títere Maximiliano I, y finalmente oponente, cuando don Benito, como en tantas ocasiones antes, y después, cedió a la tentación de tratar de perpetuarse en el poder mediante el recurrente apaño de modificar en el texto constitucional las expresas restricciones contempladas para la reelección. Don Porfirio hizo promesa y bandera de respetar la limitación a un solo mandato, pero él mismo deshizo luego tal propósito, perpetuándose en el poder por más de treinta años. Una larguísima etapa, que los historiadores reconocen como “el Porfiriato”, en la que Méjico, desde el lado positivo, registró notabilísimos avances en orden a la pacificación del país, la normalización de las relaciones internacional, creación y desarrollo de una incipiente industria nacional, y, muy principalmente, un impulso histórico en la dotación de infraestructuras, con especial relevancia en la red de ferrocarriles, telégrafo, teléfono, servicio postal, y desarrollo urbanístico de las principales ciudades. El contrapunto negativo fue que el caciquismo local, y a su arrimo el clientelismo político, ya endémico desde siempre, llegó a extremos asfixiantes para cualquier planteamiento opositor. De otra parte, el espléndido catálogo de avances logrados en el desarrollo económico, tecnológico e industrial de su larga etapa de gobierno se quedó, lamentablemente, referenciado casi en exclusiva al marco y a los ambientes urbanos, abriendo una brecha abismal con la precaria, casi agónica, situación del campo y del medio rural. Con todo, la labor de don Porfirio sin duda hubiera tenido una mucho más benévola sanción de sus compatriotas, en la lectura final de la Historia, si hubiese tenido la prudencia, por la visión clarividente de advertir su tiempo ya cumplido ¡qué faceta imposible en los políticos!, y dejar voluntariamente el poder a tiempo. Pero no fue así, y en el último año de su mandato saltó la imparable chispa revolucionaria, y apenas un año más tarde, en mayo de 1911 don Porfirio y los suyos salieron, desterrados y expatriados, hacia el postrer exilio parisino. Durante los cuatro años que sobrevivió en su extrañamiento europeo, don Porfirio no dejó de viajar, siempre tratado con respeto y a cuerpo de rey, por las principales capitales del Viejo Continente. En 1913 estuvo de gira en España, y de ahí viene el episodio anecdótico que hoy recogemos.
      Digamos, primero y a los efectos de la presente reseña en este blog, que don Porfirio tenía fama justificada de ser un paladar sibarita en cuestiones de gastronomía. Fue ésta una de las más notable mudanzas operadas en su persona, que vino a desarrollarse con notable aplicación a partir de su acceso al poder. Realmente, según cuentan sus biógrafos, el mérito motor de ese refinamiento, que al fin se hizo célebre en él, fue debido al empeño, como esencial bruñidora, de su segunda esposa, doña Carmen Romero Rubio, perteneciente a una acomodada familia de la alta sociedad mejicana. Por su influjo, las fiestas, recepciones y banquetes del Palacio Presidencial alcanzaron un brillo singularísimo, pudiendo rivalizar, y con ventaja, con los más refinados saraos de las cortes europeas. A pesar de que don Porfirio había luchado a sangre con el invasor galo, el modelo de servicio de Palacio, todos los usos y etiquetas, los propios cocineros, sumilleres, y toda la despensa y bodega eran genuinamente franceses, y siempre con el más refinado nivel de sibaritismo.
Porfirio y esposa en los actos del Primer Centenario
      De la prodigalidad y frecuencia de aquellos memorables eventos es buena muestra la agenda de los ofrecidos en el mes de septiembre del año 1910, apenas dos meses antes del estallido de la Revolución que habían de protagonizar, entre otros, desde ese mundo rural relegado, Emiliano Zapata y Pancho Villa.
      En la fecha de aquel 16 de septiembre concurrían, con apenas una diferencia de horas, la celebración del 80 cumpleaños de don Porfirio, y la conmemoración del primer Centenario de la Independencia del país.
Servicio para la Cena del Centenario
      La cena que se sirvió para la ocasión fue, realmente, extraordinaria; todo un alarde de lujo que puso a prueba la capacidad del chef presidencial, Sylvain Dumont, quien dispuso para la ocasión un menú de doce servicios, a cual más sofisticado y sibarita. Los cientos de invitados, con el fondo musical de una orquesta de 150 profesores que desgranaban sus valses y polcas desde el Patio Central, degustaron, entre otras propuestas, “Melon glacé au Clicot rosé” (melón helado bañado con champán rosado de la Viuda de Clicot), “Saumon du Rhin grillé à la St. Maló” (salmón -muy exótico y refinado entonces, traído expresamente de Europa- a la parrilla con salsa de crustáceos), o “Poularde à l’ecarlate” (pularda asada con salsa de frambuesa). Así se las gastaba don Porfirio, metido a anfitrión.
      Tan sólo siete días después de este magno acontecimiento, el 23 de septiembre repetía convocatoria palaciega a mesa y mantel, y obligado cierre de baile. El menú de esta ocasión fue otro alarde:

Consommé Riche
Petites Patés a la Russe
Escalopes de Dorades á la Parisienne
Noisettes de Chevreuil avec purée de champignon (venado con puré de champiñones)
Foie gras de Strasbourg en croutes
Filets de drinde en chaud froid (filetes de ¿drinde? en caliente/frío)
Paupiettes de veau à l’ambassadrice (chuletas de ternera a la embajadora)
Salade charbonniere (ensalada)
Brioches mousseline sauces groseilles et abricots (bollos dulces con salsas de grosella y albaricoque)
Glacé Dame Blanche (helado)
Desserts (pastelillos variados)

Café o Thé

Vinos:

Jerez fino gaditano
Chablis Moutonne
Mouton Rothschild 1886
G.H. Mumm & Co. Cordon Rouge



Don Porfirio en Santander, en 1913

    Y bien, pues precisamente hablando de banquetes memorables, es de reseñar, para concluir y porque viene muy a cuento con la fecha de hoy, el celebrado aquí en España, en Santander concretamente, en la fecha del 23 de septiembre de 1913, tres años después de éste que venimos de evocar, con don Porfirio ya en su exilio europeo. Vivía en Paris, pero, como quedó dicho, a pesar de octogenario no perdía ocasión el patriarca mejicano de desplazarse aquí y allá, donde pudiera ser reclamado y cumplidamente servido. En esta ocasión visitó la capital cántabra por expreso deseo de su buen amigo el tercer marqués de Comillas, Juan Antonio Güel y López. Para agasajar al ilustre invitado, los próceres locales organizaron un almuerzo, también de altura y muy memorable, que se concretó en el siguiente Menú:
Consomé Royal
Puré Oxtail
Entremeses variados
Huevos a la Trouvadour
Langosta con salsas Ravigot y Tártara
Lenguado al gratin
Vol-au-vent de Perdiz en Salmy
Ponche a la Romana
Menestra de legumbres
Solomillo a la Duquesa
Gelatina trufada al aspic

Helados-postres:

Tartas Richelieu y Milhojas
Quesos, fruta, café y licores

Vinos:

Sauternes J. Mermann
Chateau-Lafitte
Marqués de Riscal
Champagne Pommery Grèno
Jerez Viejo



















martes, 20 de septiembre de 2011

Aquí hay tomate


      Fijamos hoy atención, “A Mesa y Mantel”, en uno de los ingredientes básicos de la ensalada estival: el tomate.
     Tomate como ingrediente, en fraternal componenda clásica con la lechuga y la cebolla, o tomate como protagonista absoluto, estelar él mismo, con el único y suficiente aderezo de un escueto rociado con aceite de oliva virgen extra y un justo salpicado de sal. Claro que, para que tan excelsa redondez se produzca es condición sine qua non que el tomate lo sea de verdad, genuino y honesto. Y eso, con triste franqueza les diré, cada vez es más raro y difícil de encontrar.
      Parece recurrente tópico, pero es verdad, muy cierto y triste, que los tomates de hoy no son como los de antaño. Y cada vez parece más agrandarse la diferencia, que es lo más grave. Fíjense, si no: a finales del siglo XIX tan sólo se cultivaban dos o tres variedades de tomates. En la primera mitad del XX ya llegaban a 24 las especies diferentes. Y de los años setenta para acá, cuando se dispara el mercado de las salsas enlatadas y se extiende por todo el mundo la extraña fiebre de las hamburguesas y los perritos calientes, la pobre mata del tomate ya se ha visto obligada a generar más de un centenar de nuevos híbridos, con el concurso de la ciencia puesta al servicio de las necesidades industriales. ¿Y qué es lo que quieren esas industrias? ¿Qué buscan?, se preguntarán ustedes. Pues, esencial y básicamente, piezas de casi instantáneo crecimiento, que contengan mucha “carne” y poco agua, porque a ellos el agua del tomate no les sirve para nada, y, claro, no están dispuestos a pagarla. Bajo cubierta de invernadero, fíjense qué barbaridad, una explotación tomatera puede llegar a rendir de 30 a 40 toneladas de tomate en apenas mil metros cuadrados, la cuarta parte de una hectárea. ¿Y qué sale de ahí? Pues, en el mejor de los casos, tomates muy bonitos, pero insípidos, sin apenas aroma y cada vez más ácidos, porque la participación de azúcares en los tomates es inversamente proporcional a su rendimiento y rentabilidad. Según un estudio científico reciente llevado a cabo en Israel, los tomates actuales contienen entre un 2 y un 3% de azúcares. Para volver al sabor de antaño, a aquel añorado, fíjense bien, habría que elevar ese nivel de edulcorante al menos en un 33% más. El problema es que, si se hiciera así, si se trabajara en pos de lograrlo, la producción mundial descendería un tercio.
      El tomate, en fin, el rico y añorado tomate. Aquel que trajera de Méjico Hernán Cortéstomatl, le llamaban los aztecas- era un fruto minúsculo, sorpréndanse, que por entonces resultaba no mucho más grande que una cereza actual.
      Y véase también qué curioso: la acogida en Europa no pudo ser más recelosa. Tardó casi doscientos años en generalizarse en la cocina. Y es que circuló el bulo de que el tomate era tóxico, casi venenoso, y por ese sambenito durante décadas se mantuvo exclusivamente como planta ornamental, de jardín. Para más inri, le colgaron también la etiqueta de afrodisiaco, y, claro, las mujeres honestas repugnaban de él, así fuera sólo tocarlo; “pomme d’amour” (manzana del amor) le llamaron por entonces los franceses.
      El pobre y difamado tomate tuvo que esperar a las hambrunas de mediado el XVIII para quebrar su maleficio. Las cocinas conventuales, por necesidad, que no por gusto ni falta de recelo, fueron las primeras en romper la leyenda y llevarlo a sus guisos; y a partir de ahí, sí, visto que los pobres frailes ni morían, ni se les disparaba la lívido más allá de lo común conocido, y que en su cara seguían mostrando sonrosados y bondadosos mofletes, el pueblo llano no tardó mucho también en hacer su particular “corte de mangas” y apostar sin recelo por el tomate, al que en muy pocos años, junto con la cebolla, convirtió en el comodín más usado de la cocina moderna.
      Y aquí lo dejamos por hoy, aunque resulta evidente que sobre el tomate, su historia y anecdotario, queda aún mucho, muchísimo que contar, y bien interesante. Volveremos muy próximamente sobre él, prometido queda…porque, cierto que sí, aún le queda a esta historia muchísimo “tomate”. Buen provecho.



Y de postre, una receta:


Tomates rellenos


Ingredientes (para 6 personas): 12 tomates medianos - 2 huevos cocidos - 50 gr. de queso rallado - 1/2 kgr. de tomates para salsa - 2 cucharadas de cebolla picada - 1/2 litros de leche - vino blanco - 1 cucharada de harina - 50 gr. de mantequilla - 1 diente de ajo - aceite - sal.

Preparación: Una vez limpios los tomates, se ahuecan y se reserva la pulpa. Se sazonan y se dejan escurrir.
Aparte, se hace un bechamel. Se cuecen los huevos, que luego, una vez bien picados, se mezclarán con la bechamel.
En una sartén con un poco de aceite se fríe la cebolla, bien picadita, y cuando esté algo más que pochada se añaden los segundos tomates, cortados en trozos pequeños. Añadimos luego a la fritura el diente de ajo, machacado en el mortero y desleído con el vino blanco. Dejamos cocer todo para que reduzca, sazonamos de sal, y pasamos todo por el chino.
Con la bechamel fría, rellenamos los tomates, que pasamos a colocar en una fuente refractaria. Regamos todo con el resto de la mantequilla derretida, y espolvoreamos con el queso rallado, antes de introducir en el horno, bien caliente, durante 15 minutos. Para la presentación, distribuimos en el fondo de la fuente de servicio la salsa de tomate, y encima colocados los tomates rellenos asados.

...Y un vino:

Docetañidos (rosado) - Bod. Lezcano-Lacalle - D.O. Cigales


    El dominio de Lezcano-Lacalle, ubicado en lo más alto de la comarca vallisoletana de Cigales, viene elaborando desde tiempos de nobilísima memoria, un catálogo de vinos de muy acusada personalidad, con el  rosado como referente de principal proyección. Desde siempre, la empresa ha cuidado con particular interés su mercado exterior, de  ahí el barroquismo de cierto aire antiguo -o clásico, como quiera decirse- que impera en el diseño de sus etiquetas. En todo caso, continente al margen, lo que hace al contenido de este "Docetañidos" nos sitúa ante un rosado de soberbio nivel, con todas las notas, muy bien puntuadas y en su mejor expresión, de los míticos rosados de Cigales. En su composición intervienen varios varietales, con principal y destacado protagonismo (80%) de la tinta fina del lugar, la tempranillo, acompañada por un 10% de albillo, y dos presencias testimoniales, pero de muy alto interés (5% respectivamente) de dos blancas: la Verdejo y la Sauvignon Blanc. El resultado es un vino con un sugerente color piel cebolla con tonalidades guinda, lo cual nos anticipa una presencia destacada de taninos. En nariz se muestra con un destacada frutosidad (ciruela, fresa, frambuesa) junto a notas herbáceas. Ya en paso de boca, es apreciable una cierta astringencia y un ligero amargor final, todo ello rematado con una refrescante y sabrosa sensación agridulce.

Precio medio: 7 €