lunes, 26 de septiembre de 2011

¿Qué se nos perdió en Cochinchina?


      La palabra y referencia, es verdad, ha caído bastante en desuso; sin embargo, en los tiempos de nuestros abuelos se oía con mucha frecuencia apelar a ese remotísimo lugar, que ya se antojaba entonces irreal o imaginario, para sugerir que tal o cual circunstancia o compromiso había obligado a quien lo argüía a hacer un viaje extraordinariamente largo: “he tenido -yo, aquel o el que fuera- que ir hasta la Cochinchina" (o la Conchinchina, como también se decía)… Pues bien, la frase tenía entonces un componente de memoria aún relativamente reciente, que daba fundamento cierto a la expresión, porque, efectivamente, en un tiempo pasado hubo en verdad una expedición española -por mejor precisar, un contingente militar español- que luchó en ese remoto lugar. Ocurrió hace 152 años, en 1859, si bien es verdad que sobre aquellos hechos se ha dejado caer el más tupido velo del olvido. ¿Qué pintábamos allí?¿Por qué fuimos?¿Ganamos algo?¿Nos dejó algún balance positivo aquella extravagante intervención? Ciertamente no, nada de nada. Desde luego -tal vez en razón de ello-, no es nada fácil encontrar episodios de la Historia española menos conocidos que éste, y más penosos, también, en la practicidad de su resultado.
      Bien se dijera que desde el primer momento –incluso a partir de pocos meses después de dar por concluida aquella presencia, que se prolongó por tres años, hasta 1 de abril de 1863- el bochorno de su absoluta inoperancia práctica y política hizo correr sobre ella un velo de interesado olvido. Digamos ya, como adivinan, que aquella Cochinchina no es otra cosa que el actual Vietnam. Y la verdad es que los españoles fuimos allí entonces sin tener porqué ni a qué. Ocupábamos, por entonces, de manera estable las Filipinas, y nada se nos perdía en el continente –y nada sacamos de ello, más que lamentables pérdidas humanas-. Los tristes hechos que hoy rescatamos de la memoria olvidada sólo y únicamente sirvieron al afán expansionista de Napoleón III, que merced a aquella -en aquel momento muy determinante- ayuda española, logró su sueño de instalar una cuña de “grandeur” imperialista en Indochina.
 Gia Long, rey de Cochinchina
      La historia de la presencia europea en estos territorios asiáticos tiene un punto crucial de inflexión a mediados del siglo XVIII. Por entonces, lo que hoy es –más o menos- el territorio de Vietnam estaba repartido en tres reinos: Tonkin, al norte; Annam, con vocación dominante, en centro, con su capital en Hué; y la Cochinchina, en el extremo sur, en torno al delta del Mekong, y con capital en Saigón. En ese triángulo de rivalidad y pugna constante, Tonkin y Cochinchina suscribieron una alianza para oponerse al afán hegemónico de Annam. En un lance de esa pugna, el rey Gia Long de Cochinchina resultó destronado, y, para recuperar su trono apeló, sin éxito, a la ayuda que pudiera prestarle España desde las vecinas Filipinas. Pero España, que sentía muy consolidada y tranquila su posición en Asia, más que suficiente con el archipiélago filipino, desatendió aquella llamada, manteniéndose en su posición tradicional de pertinaz ausencia de interés por las costas continentales, limitándose a asistir como testigo ajeno a la pugna que ya venían sosteniendo desde años atrás franceses e ingleses por instalarse en el sureste de Asia.
      Atento a esta situación, y vista la desatención de España, el misionero francés Pierre de Bahaigné, a la sazón vicario apostólico, no dudó en ofrecer a Gai Long el apoyo de Francia; eso sí, solicitando a cambio de esa ayuda la cesión de la bahía de Turane (la que luego fue conocida con Da-nang, al sur de Hué) que tenía fama justificada de ser uno de rincones más abrigados del mar de la China. Para concretar el acuerdo, el obispo diplomático viajó a Francia en compañía del primogénito del rey. Pero el viaje y la negociación se vieron frustradas por el estallido de la Revolución Francesa, en 1789.
Bahía de Turane
      El gobierno revolucionario no estaba entonces para aventuras en Asia, y el acuerdo parecía abocado al fracaso. Pero los hombres de negocios franceses no lo vieron de la misma manera, y, advirtiendo que se trataba de una oportunidad con muy buenas expectativas comerciales, decidieron tomar por su cuenta el negocio, financiando de su bolsillo una pequeña expedición que, en 1794 sentó en el trono de Annam al emperador Gia Long. Éste, agradecido, no sólo se avino a ceder de buen grado la anhelada bahía de Turane, sino que retuvo a su lado a un nutrido grupo de oficiales franceses, a los que encargó el adiestramiento de su Ejército, el montaje de varias fundiciones de cañones, y la fortificación de la capital imperial, Hué.
fray José María Díaz
Sanjurjo, santificado
por Juan Pablo II,
era natural de la
parroquia de Suegos,
en el municipio lucense
de O Vicedo
      Ya tenemos, pues, instalado –ojo al dato de la perspicacia comercial-, por “iniciativa privada”, el primer embrión de la presencia francesa en Indochina. Y saltamos ahora cincuenta años. Gia Long ha muerto, y sus dos sucesores consecutivos enfriarán progresivamente aquella relación hasta decidir la expulsión de los asesores franceses, iniciando al tiempo una sistemática persecución contra los cristianos. En medio de este clima, devino el episodio que habría de implicar a España. En mayo de 1857, el dominico español fray José María Díaz Sanjurjo, a la sazón vicario apostólico en Tonkin Central, resultó encarcelado. Previendo lo peor, el cónsul español en Cantón, temiendo, probablemente con buen fundamento, que la requisitoria natural de ayuda a la capitanía de Filipinas habría de demorarse en un enredo burocrático –pues nada iban a hacer, se temía, sin consultar primero a Madrid- acudió en su demanda a las autoridades francesas, que contaban con importantes efectivos militares en China. Atendiendo a aquel requerimiento, el contraalmirante Rigault de Genouille envió una corbeta al golfo de Tonkin, aunque ésta sólo llegó a tiempo para enterarse del degollamiento del religioso español. Tal fue el “casus belli” del que Francia iba a sacar, a la postre, un cuantioso provecho.
Napoleón III
      En Paris, Napoleón III vio en el episodio la ocasión que tan bien le venía para su empeño de ampliar y consolidar la presencia francesa en el Lejano Oriente. Por muchas razones que no son al caso, resultó evidente ya entonces que el interés del sobrino de Bonaparte tenía bien poco que ver con el castigo a los infieles y sí mucho con su política imperial. Al igual que haría cuatro años más tarde, en el asunto de la intervención en Méjico para imponer su “emperador” Maximiliano, el francés se las compuso para obtener la desinteresada participación de España en la aventura.
      La negociación la llevó a cabo el embajador francés en Madrid, solicitando del gobierno de España la implicación de “1000 o 2000 tropas de tierra” que, sumadas al contingente francés, se dirigiesen a la costa annamita a fin de “obtener la justa y oportuna satisfacción y alcanzar de la corte de Hué la adopción de las medidas necesarias para que en el porvenir no se repitan catástrofes semejantes a la que deploramos”.
Leopoldo O'Donnell
      En honor a la verdad, habrá que decir y reconocer que, aun cuando en aquella aventura sólo se percibía el nítido beneficio para Francia, la disposición del gobierno español era muy favorable a la implicación, dado el interés que venían manifestando tanto los gobiernos moderados como los progresistas por congraciarse con las potencias europeas y lograr entre ellas un espacio de implicación y reconocimiento, así fuera bien modesto. España acababa de salir de la primera guerra carlista, y necesitaba consolidar el trono de Isabel II. El imperio americano se había perdido ya hacía tiempo, con excepción de Cuba, y en el lejano Pacífico sólo quedaba como posesión importante el archipiélago filipino. Sin embargo, a diferencia de franceses e ingleses, el interés de la presencia colonial española en aquellos días no pasaba de las razones derivadas de la estrategia política, sin otro apoyo ni complemente de interés en el orden comercial, lo que sí tenían (y muy bien activo y atento, los franceses –como hemos visto- y los ingleses, como seña principal permanente de su política exterior y colonial). Por todas esas razones, los Capitanes Generales de Filipinas siempre vieron con malos ojos esta aventura en Cochinchina. Bastante tenían con mantener en paz y orden el vasto dominio isleño de su demarcación.
      Pero el Gobierno de Madrid, presidido entonces por Leopoldo O’Donnell, cumplió su acuerdo y dio las órdenes oportunas para la provisión de aquel destacamento que había de sumarse, en clave subordinada, a las fuerzas francesas. Una participación sin contraprestación ni condicionante alguno. Ningún Tratado se firmó al respecto, estableciendo o fijando el alcance de la expedición, ni las condiciones en las que debería llevarse a cabo ni las ventajas que España esperaba sacar de ella. Simplemente, se ponían unas tropas bajo el mando francés, y se dejaba al almirante galo la más completa libertad de acción sin pedir ni concretar nada a cambio.
Desembarco del contingente franco-español
      Y así discurrió la campaña, en la que los franceses llevaron en exclusiva el peso del mando y la dirección de la empresa, incluido el grueso del apoyo naval para el transporte. Sin embargo, en lo que hace a los efectivos a desembarcar, los que en definitiva iban a batirse, la proporción de uno y otro aliado era prácticamente similar, con apenas un centenar de hombres más por parte francesa.
      La flota expedicionaria, luego de recoger en Manila a los soldados y pertrechos españoles, desembarcó en la bahía de Turane el 1 de septiembre de 1859. La artillería embarcada desbarató muy pronto las baterías annamitas que defendían la estratégica bahía; y los fuertes de la costa sur de la misma fueron tomados sin gran resistencia. Pero ahí se paró la operación. Tan rápido éxito no fue aprovechado como convenía, y no se conquistó el promontorio norte, ni tampoco –más grave- no se emprendió de inmediato la marcha hacia la capital Hué, distante tan sólo unos 60 kilómetros.
      Los annamitas pudieron reorganizarse, tras reponerse de la sorpresa, y así empezó una lucha estática de cruel desgaste, que no reportó durante meses resultados tangibles. Fuera de la estricta línea de la costa se abría la abigarrada selva tropical, donde la superioridad de armamento y las tácticas europeas se veían claramente disminuidas, cuando no notoriamente devaluadas. El contingente español empezó ya en aquellos días a mostrarse notoriamente más adecuado y eficaz que el francés. Y ello por una razón sencilla, que los franceses aprendieron allí y luego se encargaron de corregir: las unidades españolas estaban integradas mayoritariamente, en lo que hace a la tropa, por tagalos, y sólo los oficiales y suboficiales eran peninsulares, en tanto que los franceses eran en su mayoría eso, franceses, es decir, mando y tropa europeos, y por ello precariamente frágiles en su inadaptación al medio, viéndose muy pronto, además de confundidos y desvalidos en la selva y los pantanos, gravemente mermados por el cólera, la disentería, el escorbuto y otras enfermedades tropicales.
Rigault de Ganouille
      El almirante Rigault, jefe máximo de la expedición, no se acababa de decidir a salir de Turane, y centraba toda su actividad en atrincherarse y realizar incursiones en territorio enemigo; eso sí, siempre al mando de oficiales franceses, y con los españoles en vanguardia. Esta estabilización carecía de sentido en una guerra colonial, y no resolvió nada. Al fin, como la ruta al norte que llevaba a la capital Hué se manifestaba tan imposible e infranqueable, el comandante francés decidió por su cuenta, sin consultar a los mandos españoles, dirigirse hacia el sur, con el ánimo de tomar la segunda ciudad, Saigón, la antigua capital del reino de Cochinchina, en el delta del Mekong.
      En las posiciones consolidadas en Turane quedó el grueso del cuerpo expedicionario. En febrero de 1860, una flota de ocho buques recogió allí el contingente destinado a la operación contra Saigón, 400 franceses y 400 españoles, al mando éstos del teniente coronel Palanca. El día 17 remontaron el delta y, en una rápida y eficaz operación –en la que volvieron a distinguirse los españoles- tomaron efectivamente Saigón, haciéndose allí con un cuantioso botín de 200 cañones, 20.000 armas de fuego y 800 toneladas de pólvora. Pero este éxito en el sur no desanimó a los annamitas, que se tomaron su venganza en el norte ahora debilitado por esa ausencia. Allí pasaron a atacar en campo abierto. La guarnición de Turane se las vio durísimas para contener esta ofensiva, al punto que el almirante Rigault resolvió regresar urgentemente desde Saigón, dejando allí una guarnición de menos de la mitad de los efectivos que unas semanas antes la habían tomado.
teniente coronel
don Carlos Palanca
      La apertura de los dos frentes hacía claramente necesario el envío de refuerzos; pero éstos no iban a llegar, porque algunas cosas graves habían ocurrido entre tanto en Europa, y muy en particular en la agresiva política exterior de Napoleón III, que acababa de abrir un frente de guerra con Austria con la disculpa de su apoyo a los piamonteses de Cavour. Antes de alcanzar las victorias de Magenta y Solferino, Francia dejó de enviar refuerzos a Cochinchina, y ordenó a su almirante allí que gestionase una paz ventajosa –para Francia, obviamente- y preparase el repliegue.
      El Gobierno español conoció estas nuevas por los periódicos, pero declinó intervenir en la decisión. Del estado de ánimo con que aquellas noticias fueron recibidas en Turane da buena cuenta la carta que desde allí remitió a su familia el militar español Mariano de Oscáriz, en la que decía: “Preciso es confesar que los franceses nos han cogido completamente de primos en esta ocasión, explotando nuestros sentimientos religiosos para fundar con nuestros propios recursos un magnífico establecimiento en esta costa que no podía llegar a ver realizado por sí solos y que a nadie es más perjudicial que a España”...
Ataque de fuerzas españolas
      En medio de esta inoperancia generalizada, en marzo de 1860 empezaron a arribar a Manila los barcos que transportaban el grueso de las fuerzas españolas. Pero no todas, porque, olvidados, quedaron en Saigón 223 soldados y 4 oficiales, al mando del ya ascendido a coronel Carlos Palanca. Estos hombres quedaron allí en un desamparo absoluto, agregados al mando superior del contingente francés. Al cabo de un año sin recibir vitualla ni provisión alguna, manteniéndose en una extrema precariedad por no recurrir a los franceses, Palanca se dirigió a Madrid y a Manila en una llamada de socorro urgente. La respuesta que obtuvo fue algo más que desalentadora; auténticamente vergonzosa e increíble: Puesto que el destacamento servía a los franceses –le respondieron- eran éstos quienes tenían que pagar sus haberes y proporcionarles la provisión de sus necesidades. Es decir, en otras palabras, que se les convertía en mercenarios.
      Así humillados y deshonrados –además de tristemente perplejos, imaginamos- quedaron allí en Saigón aquellos dos centenares de militares españoles abandonados. No obstante lo cual, no perdieron su dignidad ni dejaron de cumplir con su deber. En aquella primavera, el mando francés pidió a Palanca y sus hombres un esfuerzo máximo para tratar de ensanchar el perímetro de Saigón. En esta operación, a los españoles les fue asignado, como siempre, el sector más difícil: la pagoda de Clocheton, punto vital en la defensa de la ciudad, que había sido ocupado por 2.000 soldados regulares cochinchinos. El ataque a esta posición se había enconado, pero en uno de los lances de ataques y contraataques surgió el acto heroico más alocado e ilógico de los que pueda tenerse memoria: el capitán Ignacio Fernández advirtió un momento de extraña confusión en el enemigo, y saltó hacia él con cien infantes. Fue una maniobra increíble, de audacia suicida. La carga, a la bayoneta, sembró el desorden entre los annamitas que huyeron en desbandada dejando atrás más de 400 muertos y heridos.
Asedio a Saigón
      Aquella acción determinante fue reconocida, sí, y mencionada con especial subrayado en los partes franceses, pero cuando Palanca insinuó reclamar un trato paritario en la defensa de Saigón, el mando francés le respondió con total desfachatez que “si España quería y reclamaba un lugar en Indochina, se buscase y procurase otro en otra región”, sugiriendo que ésta podía ser, por ejemplo, al norte, en la provincia de Tonkin. Palanca escribió entonces al gobierno de O’Donnell, solicitando que se le diesen medios para ocupar una base en el norte de Tonkin, muy bien situada para el comercio con China, pero la respuesta fue negativa.
Luchando con los annamitas
      En febrero de 1861, las cosas ya habían cambiado para mejor en Francia, que dispuso el envío a Saigón de una flota con 4.000 soldados. En muy poco tiempo, los franceses, en las que siguieron encuadrados los hombres de Palanca, ocuparon y consolidaron su dominio sobre todo el territorio Cochinchino, es decir, prácticamente la mitad sur del actual Vietnam. Ante este avance imparable, el reino de Annam se avino a firmar la paz con Francia y España, lo que se llevó a cabo en una solemne ceremonia en la que –curiosa y hasta insólitamente, por lo visto- ambos países estuvieron equiparados en cuanto a honores protocolarios. Sin embargo, sólo se trataba de eso: oropel y escenografía, porque, en la práctica, Francia se quedaba con las tres provincias más ricas de Cochinchina, y se le reconocía plena y total libertad de comercio; en tanto que a España la cesión se limitó a algunas modestas concesiones comerciales, garantía para sus misioneros, y la teórica mitad del montante de la indemnización económica pactada. Y hay que subrayar aquí lo de “teórica”, porque, en lo cierto, España sólo llegó a cobrar una parte mínima de lo que le hubiera correspondido. Eso sí, la prensa y la diplomacia francesa se deshicieron en halagos y reconocimientos expresos al valor de la aportación española. Y así, en fin, entre aclamaciones de los franceses, que nunca pudieron soñar con tener tan ingenuos aliados, Francia consolidó por casi un siglo su dominio en Indochina. Y los pobres españoles, aquellos que quedaban olvidados al mando del coronel Palanca, abandonaron finalmente Cochinchina el 1 de abril de 1863. Así se escribe la Historia.




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