La entrada de hoy, se advierte, no puede ser más que un “apunte”, porque de la ensalada, quién lo duda, podría escribirse todo un tratado largo y prolijo, y aún con ello dejar fuera de mención muy importantes e interesantes referencias. Y no digamos ya si el empeño fuera dar cuenta del catálogo, ciertamente inabarcable, de posibles recetas de ensaladas, frías y templadas, con ingredientes crudos, y también cocidos, sólo de huerta, o imaginativamente combinadas, con pescados, con mariscos, con legumbres. El listado de posibilidades alcanza lo infinito.
Si optamos por ceñirnos a lo básico, atendiendo al diccionario de la RAE, anotaremos que la ensalada es un “conjunto de hortalizas mezcladas, cortadas en trozos y aderezadas con sal, aceite, vinagre y otras cosas”. Por ahí, sí, ya podemos acotar bastante, Y más aún, si de ese conjunto de hortalizas ceñimos nuestra atención a las esenciales y más comunes para el caso, a saber, la lechuga, la cebolla y el tomate. Quedémonos hoy con la lechuga, y reservemos para más abajo la referencia obligada a la operación que da sentido, fundamento y arte a toda ensalada: su aliño, que es ingrediente esencial.
De la lechuga, abundando en la Historia, que es, como saben, referente siempre de nuestro mayor interés, les contaremos que es un producto culinario de insondable aprecio en la memoria de los tiempos. En algún sitio hemos leído que su origen tiene, probablemente, por solar botánico primigenio la lejana China. No obstante, las primeras referencias documentales de su existencia nos llegan de Persia, donde medio milenio antes de Cristo ya figuraba, cultivada, como provisión habitual de las mesas reales de aquel viejo país. De allí pasó a Grecia; y de Grecia a Roma. La secuencia habitual.
Variedad "Iceberg" |
Lo que sí es curioso observar es que, a lo largo de tan dilatada historia, el uso de la lechuga siempre fue, como hoy, el mismo: hortaliza para consumo en crudo. Nunca se cocinó; y ciertamente se podría. Sin embargo, su papel como ingrediente básico de la ensalada, en crudo, es sorprendentemente estable a lo largo del tiempo. Hoy en día, y desde hace ya muchísimos siglos, la lechuga, en tanto que ingrediente esencial de la ensalada, suele llegar a la mesa como primer servicio, sin embargo, curioso será anotar que los patricios romanos preferían usar de ella como colofón del ágape, como cierre del banquete. Y si de romanos hablamos, es decir, de latines, anotemos y fijemos atención en la raíz de su nombre, que, curiosamente, viene de “lac” (leche). Lachicca sativa es, botánicamente, el nombre de su catalogación científica, lo cual hace referencia, y tiene por fundamento de justificación, la apariencia láctica de su savia, que recordaría en cierto modo a la leche, de donde el sentido de esa raíz latina que venimos de comentar.
Variedad "Batavia" |
Siendo tan larga la historia y presencia de la lechuga en las mesas occidentales, cabe pensar que ninguna de las variedades que hoy son de común en esta hortaliza tiene nada que ver con las que degustaron griegos y romanos; o los antiguos hebreos, que de ella hablan con sentida añoranza, como bien recoge el Antiguo Testamento: «Cómo nos acordamos de tanto pescado como comíamos en Egipto, de los melones, de los cohombros [variedad de pepino], de las lechugas, las cebollas, los ajos...». (Números II, 5-6.).
Las principales variedades que hoy tienen asiento en nuestro mercado se reparten en cuatro principales, y una quinta infumable y de todo punto insípida, la llamada “Iceberg”, de funesta apariencia de repollo desvaído, que, allá por los años setenta, algún insensato importador se trajo de los Estados Unidos. Habría que promover una ley -yo soy de esa opinión- para devolverla a su origen.
Variedad "Romana" |
En cuanto a las otras cuatro, cualquiera de ellas recomendable al gusto del consumidor, reseñamos la Batavia, de hojas rizadas y sabor avellanado; la Romana, cerrada, grande y alargada, bautizada así porque su semilla es originaria de Italia; la conocida como Canónigo, que tiene las hojas cortas y aterciopeladas, de ramo abierto; y la que para mí es la mejor, con diferencia, la conocida como Maravilla-Cuatro Estaciones, de amplio y abierto cáliz, rizada y crujiente como ninguna.
Variedad "Canónigo" |
Y ya, para ir terminando, volvamos a la refrescante ensalada, y a esa operación que, decíamos al principio, completa y da sentido, fundamento y arte, a su presentación: el aliño. Evidentemente, cuando de algo tan alquímico y personal se trata, no seré yo quien dicte aquí normas inapelables. En esto del aliño de la ensalada, como en pocas cosas “cada maestrillo tiene su librillo”. Sin embargo, si he de “mojarme” en ello y sentar opinión propia, les diré que en ese apartado, como en tantos otros, coincido y me decanto plenamente con la sabiduría de los clásicos. Y, al respecto, apelo a lo que un presunto nieto de un paisano mío dejó escrito allá por mediados del siglo XVII.
Variedad "Maravilla-Cuatro Estaciones" |
Aclararé previamente, preceptivo parece, la veladura de esta histórica apelación: el personaje de referencia, de nombre Esteban González, fue el hijo de un pintor afincado en Roma, aunque natural de la villa de Salvatierra de Miño, en la actual provincia de Pontevedra. Este personaje (el hijo del pintor) tuvo, al parecer, una vida de gran aventura y enorme ajetreo; y su hijo (el nieto del pintor gallego) -aunque no está del todo comprobado, pero parece muy probable- habría sido el autor cierto de una de las postrera novelas picarescas escritas en nuestro Siglo de Oro, bajo el título de “La vida y hechos de Estebanillo González”, publicada por primera vez en Amberes, en 1646. Pues bien, a lo que vamos y aquí interesa, en esa obra se recoge un particular aserto de un viejo dicho que ya entonces era muy popular. Dice así: “El hombre que ha de hacer una buena ensalada ha de ser justo, liberal y miserable; justo en el vinagre, liberal en el aceite, y miserable en la sal”. Pues así mismo pienso yo. Buen provecho.
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