martes, 30 de agosto de 2011

Vendimia 2011


      Con casi dos semanas de adelanto sobre el calendario previsto, bien puede decirse que este año la vendimia ha sorprendido a muchos viticultores “en la playa”. Pero bien contentos que andan, porque el panorama no puede ser más optimista: buena uva -magnífica, en lo saludable, que es dato esencial- y con abundancia de cosecha en la inmensa mayoría de las zonas de nuestro país.
      Sí señor, puede anticiparse sin grave riesgo que las tarjetas de añada señalarán con prodigalidad un “excelente” para la calificación de la cosecha 2011 en muchas de las Denominaciones de Origen. Los métodos de cultivo y de cuidado de la viña han avanzado muy notablemente en los últimos años; los controles y seguimiento de evolución de la maduración del grano en cada finca es ya, por exhaustivo, casi diario, y la actuación fitosanitaria constante y permanente. Casi podríamos decir, sin pasarnos demasiado, que cada racimo tiene su “ficha”. Todo, en el proceso de elaboración del preciado y noble vino, se controla, y hasta se anticipa y ataja, al mínimo detalle…menos lo que no puede aún ser, y está fuera de alcance: la climatología, que es, al fin, el sancta sanctorum de la cuestión, como siempre y desde siempre, desde el mismísimo Noé. Pero este año se ha portado, vaya que sí, tal vez en generoso rasgo de piedad y consideración por la aguda crisis que padecemos; y así fue que se produjo, como de diseño, un proceso de maduración lento -como le conviene a la uva- en ciclos que ni un ordenador sabio habría programado mejor: primavera larga, con un final de junio y primera quincena de julio arrebatado de calor; luego, la brusca moderación de la segunda mitad de julio y primer tramo de agosto; para, finalmente -etapa clave decisiva-, un cierre de agosto pleno de sol. El grado alcohólico de los granos advertía de la bonanza -casi 13º en el albariño-, y no hubo más remedio, con alborozo, que disponer de urgencia el adelanto de la recogida…¡Todos a la viña!.
      Para toda España, la horquilla de previsión que se baraja es la de lograr entre 40 o 41 millones de hectolitros, más o menos la misma cantidad que en 2010, aunque con una substancial mejoría en cuanto a la calidad. En el reparto por zonas, Castilla-La Mancha (que sigue arrancando viñedo, de acuerdo a las directrices de la UE) mantiene su claro liderazgo, acaparando más de la mitad de la cosecha, con casi 23 millones de hectólitros. A notable distancia le sigue Cataluña (3,09 millones de hl.), la Comunidad Valenciana (2,22), La Rioja (2,12), Castilla-León (1,36), Andalucía (1,32), Aragón (1,30), Galicia (904.800 hectólitros), Navarra (710.000) y Murcia (675.000) (de Extremadura, Canarias y Baleares no disponemos de sus datos de estimación, aunque son significativamente menores).




domingo, 28 de agosto de 2011

Chiles en nogada

      Ciertamente sí, picante y patriótica donde las haya es esta reseña histórico-culinaria que hoy les traemos, “A Mesa y Mantel”. Y muy oportuna, además, por la fecha precisa de su evocación: la del 28 de agosto del año 1821, un día como hoy hace 190 años; el día en el que para la historia nacieron los archifamosos, y archimejicanos, “chiles en nogada”.
      Entre los muchos alimentos que Méjico ha aportado a la cultura gastronómica del mundo, tres destacan particularmente por su cualidad de crear, en quienes los prueban, verdadera adicción: la vainilla, el chocolate, y el chile. 
Muesta (pequeña) del infinito catálogo
de chiles mejicanos
      En cuanto al chile, que es lo que hoy nos ocupa, se trata de un tipo de pimiento picante (similar, en alguna medida, para entendernos, a nuestra típica guindilla) del que se conocen, y aprecian tan sólo en Méjico, una auténtica infinidad de variedades, las más de ellas sutilmente distintas en razón de la intensidad de su picante.
      La mayoría de los chiles pertenece a la variedad Capsisum annum, dentro de la familia de las solanáceas, y su utilización y aprecio por los pueblos mesoamericanos es inmemorial. Cristóbal Colón descubrió esta planta en su Segundo Viaje, y trajo de ella muestra a los Reyes Católicos, quienes, según cuenta López de Gómara en su Historia General de Indias, quedaron poco menos que espantados por su efecto “…dioles esta especia de los indios, que les quemó la lengua”. Bartolomé de las Casas se encargó también, por aquel tiempo, de ponderar la esencial importancia que el chile tenía entonces -como mantiene hoy en día- para los mejicanos: “sin el chile, los mejicanos no creen que estén comiendo”.
chile poblano
      El chile del que hoy les hablamos en concreto, protagonista esencial de la efeméride que evocamos, es el llamado chile poblano, es decir, del Estado de Puebla, en el centro-sureste del país, entre el capitalino Distrito Federal y el costero de Veracruz. Se trata de un chile de moderado picor, del que algunos estudiosos creen que procede, precisamente, nuestro europeo pimiento. Morfológicamente es más bien grueso y largo, y de un color verde oscuro.
Agustín de Itúrbide, emperador de Méjico
       Y vayamos, pues, a la historia y a la evocación del día, que está perfectamente documentada. Aquel 28 de agosto, 190 años atrás, el por entonces general Agustín de Itúrbide, quien al año siguiente sería proclamado primer emperador de Méjico, viajaba hacia la capital tras la firma de los Tratados de Independencia. Hizo etapa en la ciudad de Puebla, y los mandatarios locales quisieron agasajarle con un banquete especial, concurrente, además, con el día de su onomástica. 
Refectorio del antiguo convento de las clarisas de Santa
Mónica, donde se sirvió el histórico banquete

      El menú le fue encargado a las monjas clarisas del convento de Santa Mónica, y éstas, insufladas e inspiradas por el nuevo patriotismo vencedor, idearon un plato sorprendente y asaz complejo, ya que su preparación integraba, por entonces, casi un centenar de ingredientes. Tomando como modelo los colores de la nueva bandera mejicana, blanco (religión), verde (independencia) y rojo (unión), y combinando además, con original tino, lo dulce y lo salado, presentaron un plato dispuesto sobre la base de un chile poblano guisado con un relleno de carnes picadas y frutas diversas. Sobre él, la blanca salsa elaborada, en su fundamento esencial, con nueces de Castilla (nogadas), y finalmente adornado con el complemento de granos de granada.
bandera de los Estados Unidos de México

       Itúrbide, cuentan las crónicas, quedó encantado, y el efecto del contrastado sabor del conjunto, sumado al eficaz cromatismo patriótico de la bandera así dispuesta en sus colores en el plato, hicieron que en poco tiempo los chiles en nogada extendieran su aprecio por todo el país, derivando al fin en lo que hoy es: uno de los platos más emblemáticos de la riquísima cocina de Méjico (o México, como ellos gustan, mejor, escribir). Buen provecho.
 






viernes, 26 de agosto de 2011

Patatas "soufflée"

      Se cumple hoy, 26 de agosto, el 174 aniversario de la creación de un plato, o tal vez mejor dicho, de la creación de una fórmula culinaria llamada a alcanzar un notable éxito y permanencia en nuestra cocina europea: las patatas soufflées.
      La curiosidad del invento, como en tantas ocasiones de la genial creación humana, devino de un accidente, mejor aún, de un retraso. La historia que se cuenta es la siguiente: aquel día, el 26 de agosto de 1837, tenía lugar un acto solemne y trascendente, cual la inauguración de la primera línea férrea francesa, que enlazaba la capital, Paris, con la localidad de Saint Germaine-en-Laye. Para tal acontecimiento histórico, como es natural y de costumbre, se organizó un imponente banquete, que sería presidido por los reyes Luis Augusto y María Amalia. El acto inaugural tuvo lugar por la tarde, y el banquete de colofón era, pues, una cena, que habría de servirse en el muy respetable, y hasta se diría que grandioso, hotel-restaurante “Pavillon Henry IV”, cuyas cocinas regía el por entonces famosísimo chef Jean Louis Françoise Collinet.
Luis Augusto I
      Y resultó que el tren (como el que se ve en la foto, aunque con dos vagones más) salió a su hora de París, pero llegó con un más que notable retraso. Ocurrió que la previsión de duración del viaje se había hecho, en los ensayos, con el convoy casi vacío, pero al cargarse con los invitados del séquito real, más de los previstos, hizo que el invento renqueara casi agónico en la subida de los varios repechos que jalonaban aquel trayecto, de apenas 30 kilómetros.
Pavillon Henry IV
      Collinet había dispuesto, como plato fuerte del ágape, un solomillo de buey con patatas fritas, y en la previsión de los tiempos que le dieron inició la fritura de las patatas, que había cortado en finas láminas redondas (“a la inglesa”, como solemos conocerlas ahora) con la antelación suficiente. Cuando del jefe de estación le llegó el recado del retraso que traía la comitiva el buen chef se vio desesperado, y retiró apresuradamente las patatas a medio freír. Al llegar al fin el momento de servirlas, observó anonadado que presentaban un aspecto ciertamente deplorable, frías, arrugadas y deslucidas. Y se decidió, por la tremenda, a refreírlas de nuevo, así fuera con una brevísima inmersión en el aceite muy caliente.
      Y ahí fue cuando se produjo el milagro de la sorpresa, al observar cómo aquellas patatas de hinchaban, se inflaban (que es el significado de “soufflée”) por su centro, adquiriendo una apariencia novedosa y muy atractiva, que los comensales, empezando por el propio rey, no dejaban de alabar, tildándola de genial creación. Y así fue, cuenta la Historia, cómo, por accidente y retraso, nacieron las patatas “soufflée”. Buen provecho




martes, 23 de agosto de 2011

Pregón del II Mercado Mariñeiro de Ortigueira


      Muy buenas noches.... Boas noites, miñas donas e meus señores... Benvidos todos a esta segunda edición do Mercado Mariñeiro de Ortigueira.
      Por segundo ano, correspóndeme a min a honra de pregoar esta suculenta festa. Y aquí estóu, exercendo de novo. Cando a concelleira de Cultura, Mari Cruz Sabio, ai unhos días me convidóu a facelo outra vez, agradecinllo moito, coma a sempre, mais repliqueille que ao mellor non era moi oportuno o de repetir éu. Que vos íbades a cansar, por terme xa visto he oído falando do mesmo tema. Mais ela arguéu -y é verdade- que o Pregón do ano pasado apenas se poido escoitar, pola deficiente megafonía de entón, e polo rebumbio que se formóu -si recordades- para a recollida, con presa, dos tickets para o xantar. E logo que sí, sendo -dunha banda- todo isto ben certo, e gustándome -pola outra-, como me gusta, máis que un caramelo a un pícaro, falarvos a vos, i escribir para vos, -(xa sabedes que, de natural, son moi fachendoso)-… pois eiquí me tedes outro ano.
      Cando me puxen a pensar o discurso para hoxe, o primeiro que fixen foi revisar aquel do ano pasado, e atopéi nel algunhas datas e ideas que, a vo fe, foi pena -penséi- que non se escoitaran ben. E sendo así; ao fin o que fixen e penséi por mellor -a ver que vos parece-, foi optar pola “mistura”; e así ven o que agora chega. Aquel texto do ano pasado estaba escrito enteiramente en galego. E tamén penséi neso. E ocurréuseme que esa circunstancia podía servir perfectamente hoxe para diferenciar un texto do outro. Non son poucos -e oxalá sexan máis cada ano- os de fora que nos visitan, os benqueridos turistas. Para eles, porque non sintan desprezo, tamén ai que falar; e sendo como éu son, un decidido defensor do bilingüismo en Galicia, que é unha particularidade que éu teño como esencial patrimonio de riqueza de todo-los galegos, así ven o que sigue…
      El marisco, nuestro marisco gallego, no tiene parangón, en cuanto a su calidad, en ninguna otra costa del mundo conocido (dicen que en China hay una franja litoral de condiciones biológica similares a las nuestras, pero es evidente que, aún siendo así, queda muy lejos…). Lo cierto es que en España, por fortuna de tradición secular muy bien arraigada, el marisco y Galicia son referencias sinónimas: lo uno es la otra, y la otra lleva a lo uno… Y lo que yo quisiera contarles ahora es la gran razón que explica el por qué de esa afinidad consustancial entre Galicia y el marisco. ¿Por qué el marisco gallego es más rico, más sabroso, que el de otros lugares? ¿Por qué aquí su producción es más abundante?... Al respecto, he de decirles que no se trata de un aserto empírico basado en la simple experiencia, o en la leyenda, o en la simpatía –que podría valer como explicación suficiente- sino de una conclusión científica perfectamente avalada y estudiada. Y es que resulta, fíjense qué curioso, que la morfología física de las rías gallegas, y su ubicación en el lugar justo y preciso (de latitud, de temperatura del agua, de riqueza de placton) hace de las rías gallegas un entorno biológico singular, único en todo el planeta. Con frecuencia se ha escrito, para cantar esta singularidad, que las rías gallegas fueron formadas por los dedos de la mano de Dios al apoyarse en la Tierra tras la creación. Y algo de ello puede haber, porque hasta se da la circunstancia (capital para lo que estamos hablando) de que en todas las rías, en su boca al mar, hay una, o varias, islas (nosotros, aquí en Ortigueira, tenemos la de San Vicente). Y esa es, precisamente, la ventaja que riza el rizo, porque tal circunstancia provoca, como la más feliz de las “trampas”, que el agua cargada de nutrientes que entra, por los lados, deje en mucha mayor proporción esa riqueza esencial dentro, y retorne luego muchísimo más ligera al salir. Es, en fin, un verdadero milagro, que propicia que nuestros mariscos se desarrollen muchísimo más, y muchísimo mejor. A todos les favorece por igual, aunque su efecto práctico es diferente en cada caso. En los llamados “bivalvos”, almejas, berberechos, ostras, vieiras, zamburiñas, mejillones, propicia una “velocidad” de crecimiento realmente extraordinaria. Y en el caso de los crustáceos de concha dura, nécoras, cigalas, nocos, o bueyes, centollas, langosta, bogavante (o lubrigante, como también le llamamos nosotros), también su crecimiento y desarrollo opera aquí más rápido, y con una peculiaridad añadida de alto interés para el consumidor, ya que esa riqueza de placton tan extraordinaria que comentábamos, confiere a nuestras piezas una nota, un “sello” distintivo realmente eficaz, cual el de presentar los crustáceos genuinamente gallegos unos caparazones notablemente más oscuros que los de otras latitudes, al depositarse sobre ellos, por esa sobreriqueza de nutrientes, una suerte de “tapiz” de microalgas, que oscurece y atenúa (enverdece, podríamos decir) los caparazones de esos deliciosos bichos.
      E digo “bichos”, sí, porque algún deles - ai que reconocelo, de estampa son ben feos: ¿Ou non é a centola, por exemplo, una sorte de araña…así sexa de mar, e deliciosa”?… Deliciosa hoxe en día, sen dubida,… máis non foi sempre así. Sí, porque, fixádevos qué curioso, o fenómeno do aprecio do marisco ligado, así coma hoxe en día, ó prestixio da alta cociña, évos bastante recente históricamente. Coa única excepción da langosta, que xa figura nos receitarios franceses do século XVIII (a tan celebrada “langosta Termidor”), ou as ostras, que veñen sendo tidas por xoias gastronómicas dende os tempos do Imperio Romano, do resto da panoplia marisqueira pouco, ou case que nada, se recolle na memoria das excelencias culinarias doutro tempo. Fixarvos, se non, o que do percebe opinaba a nosa ilustre paisana dona Emilia Pardo Bazán, que os tiña -ós percebes- como “un manjar incivil que no debe presentarse jamás cuando hay convidados a la mesa”.
      Así era, e así foi, durante moitísimos anos. Ata antonte, coma quen dí. E entre nosoutros tamén. Porque os de vós máis vellos, coma eu lembraredes que nos anos cincuenta, e nos sesenta, do pasado século, e de aí para atráis canto queirades poñerlle, o marisco non figuraba en ningún almorzo “de patrón”; que se substanciaba, casi sempre, de xeito fixo co cocido completo, e logo o asado, cun remate glorioso de doces e tartas. E nos xantares domingueiros da Vila, nas familias de posibles o menú de ben queda tamén tiña o seu esquema case que fixo: entremeses, ensaladilla rusa, e polo asado. Sí, iso era o “fetén”… porque o marisco tíñase, máis ben, por condumio tabernario…de xuntanza de vellos, ou farra de novos. Ahí sí, na compaña abondosa de cuncas de ribeiro, ou do viño que entón chamaban “de Castilla”, que por eiquí viña sendo sempre de Cacabelos, as mesas enchíanse de centolos e bois, de lumbrigantes, de percebes, nécoras ou ostras, e tantas veces ao tempo, como entrante, de fontes de ameixas á mariñeira, ou montóns ateigados de berberechos…. Nas larpeiradas de homes sí, eso é verdade, sempre tivo presencia o marisco; mais nas festas, digamos que serias e de honra, non.
      Contareivos, como ben representativo disto que vos digo, que na miña infancia, moi preto de eiquí, en Luhía, na véspera de Santa Ana teño acompañado ó meu avó, xunto coa miña nai, algunha tía e outros primos maiores, todos enriba do carro, ao veciño areal de Laxás, para recoller alí, nun verdadeiro plis plás, medio xogando co baño, dous o tres sacos de berberechos. Logo, de volta, abríanse eses berberechos no pote, e na eira íanse cribando, separando as cunchas dos “bichos”… O ben curioso era que toda esa operación non tiña por fin comer os devanditos berberechos senon lograr deles as cunchas: os “bichos” ían para as galiñas…e as preciadas cunchas –aí viña a festa do caso- estendíanse coidadosamente cunha pala e un anciño sobre o camiño que ía á estrada, e os nenos e as mulleres brincábamos logo sobre deles, con grande algarabía, pisándoos ben… porque o fin de todo aquel operativo non era outro que o de deixar o camiño de cor ben branco, para o día da Patroa.
      Se señor, destas abundancias marisqueiras da nosa ría aínda hai moi fresca memoria. Ai unhas semanas, sen ir máis lonxe, Obdulia Dopico, na súa deliciosa crónica semanal de lembranzas que ven publicando na Voz de Ortigueira, recollía, do ano 1976, o comezo, en setembro, da temporada dos berberechos no areal de Cabalar. O cupo máximo por cada mariscador era de 45 quilos ao día. Pagábanse a un prezo medio de 30 pesetas. Ao terceiro día de aberta a veda –fixádevos ben, e asombrádevos- xa ían recollidos uns 80.000 quilos… case dous millóns e medio de pesetas.
      E se imos máis atrás, vale tamén o exemplo que expón, na segunda metade do XIX, Benigno Teijeiro, na súa “Memoria Descriptiva del Plano de la Ría de Ortigueira”, onde sinala a abundancia extraordinaria naquel tempo de ostras, e de gran calidade. Tanta, que don Benigno quéixase da decisión do Goberno de Isabel II de permitir a exportación masiva delas a Francia. Uns poucos anos antes, aquel Goberno isabelino encargara un estudo para elixir, entre as rías galegas, a máis axeitada para establecer nela un “parque modelo” de cultivo de ostra. A Comisión correspondente que se encargou de facer aquel traballo de prospección concluíu que a de Ortigueira era, con moito, a máis axeitada para ese fin. No Informe pertinente, referíndose á nosa ría, concluíase así: “Por fin llegamos al verdadero Arcachón de las Rías Gallegas”…
      E ben, pois. ¿Qué pasou logo disto, e daquilo, para que ao fin -o caso de hoxe- toda esa riqueza morrese?... Nunca tivemos unha explicación convincente, é dicir, científica. Porque pasou tamén, o mesmo, e non só da ría para dentro, cos crustáceos, nécoras, centolas, langostas e lubrigantes, que antes eran tamén moi abundantes en Espasante, en Céltigos, e en Loiba. Cóntanme que hoxe en día só quedan en Espasante catro naseiros, os catro adicados ao polbo (e non fagades coña, que así é como se dí…normativizado) E tamén me contaron estes días, que na ría do Barqueiro está a pasar un pouco do mesmo, e que en Viveiro o problema da desertización biolóxica daquela ría inda é máis precario que eiquí.
      Logo, concluíndo, penso que temos un problema común de moi longo percorrido, de fonda e crecente gravidade, ao que conviña de urxencia atallar na medida do posible. Porque, se pensades, como penso eu, que a nosa ría, e en xeral toda a nosa liña de costa é, ademais dun valor esencial paisaxístico, un patrimonio común que a todos nos vai na súa riqueza biolóxica, deberíamos medrar axiña todos os ortigueireses na conciencia común de demanda para que se atenda ao estudo, permanente, serio e científico, da saúde das nosas augas e dos nosos fondos mariños. E non é un mal paso, xulgo eu, así seña testemuñal, a celebración destas festas que poñen en valor de memoria a importancia dese patrimonio común, pesqueiro e marisqueiro. Hoxe, pois, celebramos a festa… e bo proveito; pero maña, oxalá non se esqueza, deberíamos mirar todos ás nosas ribeiras, e aos nosos areais para darlle, entre todos, pulo a esa demanda de interese común. O dito: graciñas pola vosa atención, e bo proveito… Muchas gracias…











lunes, 22 de agosto de 2011

Ginebra y gin tonic


      Hace unas semanas nos ocupábamos de los “cócteles” y de su nacimiento e historia, deteniéndonos entonces en particular en el que pasa por ser el “rey” de la coctelería: el “dry martini”. Y anunciábamos ya entonces que el asunto y la referencia debería tener su complemento imprescindible en la propia historia de la ginebra, y en la de su más célebre combinado, el gin tonic, devenido hoy en día en el “trago largo” de más apabullante moda.
bayas de enebro
      Pues, bien, empecemos por su orden, por la ginebra, de la que el diccionario nos cuenta, en la definición abreviada que de ella da la Real Academia Española de la Lengua, que se trata de una “bebida alcohólica obtenida de la destilación de semillas y aromatizada con bayas del enebro”. Así pues, esto es la ginebra. Inventada allá por el primer tercio del siglo XVII en las tierras holandesas, que por entonces sujetaban, ya con grave dificultad, los “Tercios” a la soberanía del monarca español Felipe III.
      El “padre” del invento pasa por ser el ciudadano de Ámsterdam Ever Lucas Bols, a la sazón patrón de una destilería ubicada en el puerto en la que empezó a fabricar una bebida que él bautizó como “acqua iuniperus”, es decir, “agua de enebro”. Aquel iuniperus latino pasó a ser, con el uso, “ginepro” en italiano. Y al “acqua ginepro”, los anglosajones la dejaron en simple “gin”, y los españoles la tradujimos completa por “agua de ginebra”...hasta finalmente dejarla en “ginebra”, a secas.
Lucas Bols
      Así pues, Lucas Bols inventó la ginebra. Y no sólo hizo eso, sino que inventó también –o asoció indisoluble al invento- el recipiente que le fue más característico durante siglos –y aún hoy en día en la marca que perpetua el nombre del inventor-, y nos referimos al clásico “caneco” de barro vidriado, que los curtidos navegantes de aquellas míticas fragatas y bergantines a vela manejaban como nadie, con maestría profesional, con una sola mano, introduciendo el dedo índice en la pequeña asa del borde superior del largo frasco, y elevándolo así con el brazo, reposado el caneco en el codo, hasta la boca (no sé si ha quedado muy bien explicada cuál era -y es, porque así debe ser- la “maniobra” de beber en caneco, o en bols, si ustedes quieren).
canecos
      En fin, que seguimos con Bols, quien logró en muy poco tiempo extender su novedoso producto allende los mares, merced a la alianza que suscribió con la Compañía de las Indias Orientales, cuyos barcos llegaban cargados de cereales y productos exóticos, y regresaban al Lejano Oriente cargados con los preciados toneles de ginebra.
      No obstante, el hito decisivo en la expansión comercial de la bebida holandesa fue lograr su introducción en Inglaterra. Y a ese “paso” del Canal coadyuvó grandemente el tiempo de las continuas guerras entre ingleses y franceses, que tenían como consecuencia frecuente el desabastecimiento en las islas del preciado coñac, que era por entonces la bebida nacional. Las clases aristocráticas británicas, a pesar de la guerra, supieron mantener, merced al contrabando, su esencial provisión de coñac en las sobremesas, pero entre el pueblo y la canalla, el trago de ginebra, que además era extraordinariamente barato, se hizo dueño y señor en la ribera del Támesis. Y de allí a las bodegas de los barcos que partían, un paso, que no logró atajar –porque ya era tarde- la “Gin Act” que dictó el Parlamento en 1736 prohibiendo terminantemente la elaboración y consumo de ginebra en suelo inglés.
      Tardaría muchos años la ginebra en vestirse de trago honorable. A España llegó también tardíamente. Y ese hueco, que habría que fechar, como muy pronto, en las últimas décadas del siglo XIX, sólo llegó a prosperar cuando el “invento” ya se había modificado muy sustancialmente –y muy a mejor- con respecto a aquel primigenio modelo original. La ginebra que en España empezó a hacerse un hueco de mercado es la que se conoce como “London Dry”, es decir, “Londres Seco”, que es, al fin, la que más se impone hoy en el mundo (su mejor y emblemático modelo es la “Beefeater”); un estilo que se caracteriza por una segunda destilación del alcohol rectificado, con las bayas de enebro y otras hierbas incorporadas.

El agua tónica 

     Y pues que ya tenemos la ginebra inventada, y consolidado su consumo, tiempo será ya de abordar el origen de esa feliz concurrencia con el agua tónica, es decir, de cómo nació el gin-tonic.
Luis Jerónimo Fernández de Cabrera,
IV Conde de Chinchón
      Empecemos por la tónica, que es, como bien se sabe, una bebida refrescante que contiene esencias de naranjas amargas y extractos de quinina. Ésta, la quinina, había sido descubierta en sus salutíferas propiedades, y traída a Europa por primera vez, en 1632, por el virrey de Perú, que por entonces era el cuarto conde de Chinchón, el cual había tenido noticia de la utilización terapéutica que los indios hacían de un polvo milagroso extraído de la corteza del quino. Los españoles descubrieron que, entre esas milagrosas propiedades, estaba la de dar eficaz remedio a las temidas fiebres palúdicas.
      Pero la cosa se quedó ahí, y el consumo de la quinina, aunque apreciado y eficaz, resultaba amargo y desagradable al paladar, por lo que su utilización y consumo se vio restringido en exclusividad a su administración como remedio y medicina inevitable sólo cuando era estrictamente necesario pasar por ello.
Jacob Schweppe
      Y así pasaron también bastantes años, hasta que en 1783, en la ciudad suiza de Ginebra, Jacob Schweppe tuvo una idea. El tal Jacob, que había nacido en Alemania y acabó nacionalizado suizo, había emigrado en su juventud animado por la idea de hacerse joyero; pero el destino le llevó a regentar un negocio muy diferente: una fábrica de bebidas destiladas de tipo medicinal, que por entonces tenían mucha reputación y fuerte demanda, como las de “Seltz”, “Spa”, o “Pyrmont”. Y así fue cómo, investigando en ese campo, dio y perfeccionó la mezcla de su agua con la prestigiosa quinina, bautizando el nuevo invento como “agua tónica”, que muy pronto adquirió celebridad, prestigio, y demanda. Tanta, que a los pocos años se fue a Londres e inauguró allí una fábrica. El negocio pasó luego a manos de un tal Erasmus Bond, quien afinó aún más el invento, adecuándolo de tal modo a los gustos locales, que en poco tiempo la tónica ya era tenida por genuina bebida británica.
      Pero, no olvidemos aquel nacimiento en Ginebra, y así avanzando, caigamos en la cuenta de la nítida predestinación del “matrimonio” que habría de sobrevenir entre la ginebra y la tónica. La feliz coyunda surge –así está extendido- en la India, en los tiempos coloniales en los que la península indostánica era, toda ella, la “joya más preciada” del Imperio Británico. Los destacamentos allí destacados tomaban ingentes cantidades de quinina como antídoto para las endémicas fiebres palúdicas que les amenazaban, y cuando a los bares de oficiales llegó el agua tónica, en cuya etiqueta se anunciaba tan expresamente la quinina como ingrediente, la mezcla con su habitual trago de ginebra se produjo con natural automatismo.
      En todo caso, la suma perfección del trago combinado, es decir, la incorporación de mucho hielo y el toque esencial de un previo refriegue de limón por el borde del vaso o la copa de boca ancha, tuvo su origen y patente en el Bar Internacional de Shangai, que en su tiempo fue, según se cuenta y es leyenda, el mayor antro del mundo –y no sólo en sus gigantescas proporciones, que en eso también- al que acudían a regalarse el cuerpo y el coleto toda la diplomacia afincada en oriente, a más de la marinería de todos los mares y océanos, que por allí recalaba, junto con algún que otro plumífero periodista, que nunca ha de faltar notario que dé cuenta fiel de las cosas que acontecen y pasan. Brindemos por ello.







jueves, 18 de agosto de 2011

Sopas frías: vichyssoise

      Volvemos hoy de nuevo a las sopas frías, tan veraniegas ellas, para contarles de una que es más bien una crema, de inequívoca raíz francesa. Es el caso de la vichyssoise, nacida como tal receta, para ser servida en frío, no hace demasiado tiempo, en alguna fecha no precisada de las primeras décadas del pasado siglo.
      Abundando en esa secuencia histórica, convendrá subrayar que la gran novedad -y la clave del pronto éxito alcanzado y la rápida difusión internacional subsiguiente- estribó justamente en eso: en su propuesta como plato frío, ya que las sopas calientes de patatas y puerros constituyeron, desde siempre, un clásico de la cocina europea. La idea de servir fría esta sopa, y asi transformada en una crema, tiene varias “paternidades”. Yo personalmente me apunto y le concedo mejor crédito a la teoría de que “nació” en Nueva York, probablemente a finales de los “locos años veinte”, en las cocinas del muy exclusivo hotel Ritz-Carlton, en el que ejercía como chef Louis Diat. Este cocinero francés era originario de la región de Vichy, y el nombre de su patria chica le pareció, según propia confesión, la mejor elección para bautizar su invento. En uno de sus libros, junto con la reivindicación de paternidad explica así cómo surgió en él la inspiración, partiendo de un plato tradicional de su familia: “Mi madre solía hacernos una sopa de puerros y patatas, que nos gustaba mucho; pero en verano, cuando la sopa nos parecía demasiado caliente, pedíamos leche para enfriarla. Años más tarde, este recuerdo me dio la inspiración para crear la sopa que he llamado “crema vichy ssoise”.
Louis Diat
      Y otro dato final bien curioso: Como les hemos contado, el éxito y la difusión que la “vichyssoise” alcanzó tan pronto fue determinante para evitar que esta crema veraniega mudara, al poco tiempo de ser creada, su nombre. De cierto, se hicieron serios intentos por rebautizarla apenas dos décadas después de haberse dado a conocer. Lo que ocurrió es que, en 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, la ciudad de Vichy pasó a ser la capital de la Francia colaboracionista con los nazis, de lo cual derivó, como consecuencia, que en todo el orbe anglosajón la sola mención de su nombre pasara a ser un término maldito. Los cocineros de ese bando, así como los chefs de la Francia Libre, con el gran Augusto Escoffier a la cabeza, propusieron rebautizar a esta inocente crema como “Creme Gauloise”. Y, efectivamente, tal propuesta funcionó, aunque apenas en los años del conflicto, y ni siquiera en ellos llegó a imponerse de manera total. Al término, con la paz, los nombres, como las gentes, tornaron a su común sentido y raíz, y la efímera “Gouloise” hubo de rendirse definitivamente a la ya bien consolidada y clásica “vichyssoise”, aquella que Louis Diat inventara en Nueva York, inspirado por la tierna memoria de su buena madre… Buen provecho.

La receta:



Ingredientes (para 4 personas):
300 grs de blanco de puerro - 1 patata grande - 1 cebolla mediana - tres cuartos de litro de caldo de ave - 1,5 decilitros de nata líquida - sal, aceite de oliva y mantequilla, perejil, cebollino y perifollo.

Preparación:
Pelar la patata y cortarla en dados. Limpiar la cebolla y el puerro y cortar en juliana. Poner una cacerola al fuego con aceite de oliva y un poco de mantequilla e introducir las verduras. Cocer a fuego muy lento. No deben coger color ni dorarse. Incorporar el caldo de ave y dejar cocer unos 20 minutos. Se puede sustituir un tercio del caldo por la misma cantidad de leche y preferiblemente semi o desnatada. Pasado este tiempo se pasa el conjunto por la batidora. Para que quede más fina es conveniente utilizar el colador chino o el pasapurés. No debe quedar muy espesa, dado que al enfriarse se espesará más. Colocar la crema en un bol amplio y añadir la nata (la especial para cocinar) y dejar enfriar en el frigorífico. En el momento de servir, espolvorear con perejil, cebollino y perifollo muy picado.





lunes, 15 de agosto de 2011

Sandía, cofre de agua

      En estos días de canícula, de tanta sed, la sandía, la roja sandía, es fruto predilecto y consolador.
      Además de refrescante, ya que el 97 por ciento de su peso es agua, la sandía se ajusta también de modo ideal a las imposiciones dietéticas de los nuevos tiempos, con un contenido calórico bajísimo, apenas el 19%, y una presencia de azúcares también realmente escasa, tan sólo 4,5 por cada cien gramos. Por contra, sí aporta buenas vitaminas, y también un porcentaje razonable de fibra. Su presencia en el verano es, pues, un don muy de agradecer; y más cuanto más avanzada discurre la estación, ya que aunque las variedades tempranas comparecen en nuestros mercados ya por el mes de junio, es ahora, desde finales de julio y hasta primeros de octubre cuando su sabor y su aroma son más intensos.
      Aun cuando sabemos que griegos y romanos la consumieron en abundancia, su aprecio y conocimiento llegó prácticamente a desaparecer con el declinar del Imperio. Fueron los árabes quienes, a partir del siglo VIII y a través de España, revitalizaron su cultivo y su consumo, como bien indica la raíz de su propio nombre en castellano, que procede del término árabe “sindiya” (del país de Sind, en la India). A través de España, la sandía llegó de nuevo a Europa, y cruzó más tarde el Atlántico para extenderse por el continente americano.
      Con todo, y ya puestos en términos histórico, habrá que reseñar que el solar originario de la sandía lo sitúan los botánicos en el centro sur del África tropical. Allí habría surgido hace bastantes miles de años, y los científicos suponen que por entonces fue un fruto igual de esférico que hoy, aunque muchísimo más pequeño, probablemente no más grande que un melocotón. Infinitas selecciones y cruces lo fueron agrandando, aunque de ello no hay constancia histórica, ya que las sandías que menciona la Biblia, cuando refiere la añoranza que de ellas tenían los hebreos en el desierto del Sinaí por las jugosas que habían dejado en Egipto, ya alcanzaban un porte muy similar al de hoy en día, como bien se deja ver en los dibujos que de ellas se hicieron en las tumbas faraónicas. Allí, en Egipto, y en orden a esto del tamaño que nos ocupa, el desarrollo llegó a tanto en una época, que cuentan los viejos cronistas que una sola apenas la podía llevar un hombre, y cuatro era carga normal para un camello.
      Puesto el asunto en su racionalidad, la sandía de hoy, y por nuestros pagos, tiene un porte suficientemente orondo, entre 3 y 5 kilos. En todo caso no es hoy en día ni su volumen ni su peso lo que más preocupa, sino, de unos años para acá, con experimentos pioneros en California, el reto botánico de lograr aligerarlas lo más posible de sus engorrosas pipas. Sandía “despepitada”, tal es el futuro -ya presente en algunas concretas ofertas comerciales- que hoy se impone, facilísimo de comer, desde luego, aunque algunos señalen que tal logro tiene por contra una sensible mengua -denuncian- de su sabor y su perfume.
Granizado: sandía, media cucharadita de miel  y
 unos cubitos de hielo triturados. Se bate
 y se sirve con el adorno de hojas de menta
       Otro problema no menor de la sandía estriba en la dificultad de saber, sin calarla, cuando está perfectamente madura. Siempre hay un riesgo en su compra; pero, como buen consejo, deberán elegirse siempre ejemplares muy frescos, de apariencia muy verde y con la superficie perfectamente lisa y fina, comprobando que tenga bastante peso en relación con el tamaño, y observando finalmente –aunque esto ya es para expertos- que el sonido que produce al ser golpeada con la mano, sea limpio, grueso y armónico.
      Y, en fin, qué mejor modo de terminar esta refrescante mención de hoy, que evocando aquella memorable “Oda a la sandía”, que Pablo Neruda compuso en loa a este fruto opulento, con las más altas palabras:

¡Cofre de agua plácida
reina de la frutería
bodega de la profundidad,
luna terrestre!

¡Oh, pura,
en tu abundancia se deshacen rubíes
y uno quisiera morderte
hundiendo en tí la cara,
el pelo,
el alma!








jueves, 11 de agosto de 2011

Arroz, paella...y otras "bandas"


      Empecemos por la historia del arroz que, como bien se sabe -ocioso es decirlo- tiene su cuna en Oriente. De allí es originario, y allí se constituyó como elemento básico de la alimentación desde, probablemente, hace miles de años.
      Aquí en Europa, ni griegos ni romanos llevaron el cereal a sus recetarios cotidianos. Sabían, sí, de su existencia (En la India y en Egipto era cultivo común) pero los fogones europeos apenas ensayaron, en los tiempos clásicos, este ingrediente. Fueron los musulmanes, y en buena medida a través de la Península Ibérica, quienes introdujeron el arroz en Europa; eso sí, con notabilísimas dificultades, especialmente cuando los sarracenos se hubieron marchado. El primero y principal cultivo del arroz en España se produjo en las pantanosas tierras de La Albufera valenciana, y también en las marismas del Guadalquivir; pero cuando el Reino de Valencia y la totalidad de Andalucía volvió a ser cristiana; es decir, cuando se completó la Reconquista, el cultivo del arroz -y con ello su uso culinario- tornó a los tiempos oscuros.
      Y es que durante siglos -incluso llegando casi hasta al XIX- el cultivo del arroz, que no su uso, tuvo muy mala prensa, y  hasta estuvo, de tan restringido, casi casi proscrito. La causa no era, ni mucho menos, "gastronómica", sino "sanitaria". Ocurría que en la zonas de arrozales afloraban periódicamente virulentas fiebres que diezmaban a la población, y los "científicos" de la época no dudaban en achacar al arroz la causa de la endemia. Siguiendo su consejo, los reyes prohibieron su cultivo repetidas veces. Y cuando no lo prohibían (por la pertinaz demanda de los agricultores de la zona), acotaban cuanto les era posible la superficie permitida para aquel “tan peligroso” cultivo.
Arrozales extremeños
      El criterio "sanitario" mudó, al fin y de manera definitiva, hace menos de doscientos años, cuando, de una parte, los avances de la medicina, y, de otra, la imparable demanda por el producto, no sólo en el acotado espacio territorial de su cultivo sino en todas las demás zonas y provincias, impelieron a levantar las restricciones. Desde entonces, las extensiones dedicadas al muy rentable cultivo arrocero no hicieron más que crecer y crecer, haciéndolo particularmente en otra zona propicia más al norte, en el Delta del Ebro, donde hoy por hoy se concentra -mucho más que en Valencia- la principal superficie arrocera de España, seguida, véase qué curioso, por la novedosa y agigantada superficie de cultivo arrocero que ha propiciado, en la provincia de Badajoz, el macro-embalse fronterizo de Alqueva, que, con sus 250 km2 de lámina de agua, se constituye como uno de los más grandes de Europa.
      Y bien, tras este previo apunte histórico, vayamos ya a la cocina, a la rica cocina de los arroces con pedigree español.
      Entre todas las formulaciones hispanas, quién lo duda, la paella es el plato-rey, y no sólo aquí en España sino también en la proyección exterior de la cocina de nuestro país. La paella es, sin duda, más que un plato: todo un icono emblemático asociado a la idea de España. A tanto llega su difusión, y el descaro de su abuso, que el turista que nos visite no hallará bar, mesón, taberna, chiringuito, restaurante de medio pelo, o self-service, en el que no se ofrezca en el menú paella, las más de las veces con foto incluida. Y ahí es donde hay que estar "avisado", porque la mayoría de esas ofertas no pasan de ser un "fraude de ley", y un abuso de confianza, que, en este caso, no es otra cosa que presunción de ignorancia de viajero comensal, al que el camarero ya habrá identificado por las "notas" que le son propias, a saber, guayabera florida, videocámara en bandolera, u ojos rasgados con fondo de Fujiyama.
Arroz "bomba", de grano más grueso
y redondeado, ideal para la paella
      La paella, y en general la cocina de los arroces, se supedita a una condición esencial que le es básica, y que deriva de la cualidad más extraordinaria y excelsa de este cereal: su capacidad para absorber e integrar los sabores del caldo en el que se ha cocido el grano. Ahí está el quid de la cuestión, y la exigencia de mínimos para que el resultado sea aceptable. Traducido a la práctica, cabría establecer como axioma que: valen los arroces "de"...y no valen los arroces "con"; es decir: valen los platos en los que el arroz ha convivido desde el comienzo con sus compañeros, con sus otros ingredientes (que se han hecho ya buenos amigos y están compenetrados) con el resultado de que el grano se erige en protagonista principal, y no valen los platos "con", es decir, aquellos -lamentable mayoría- en los que el arroz se ha cocido en un caldo más o menos saborizado, y al que, a última hora, se le ha echado encima una serie de elementos, que pueden ser muy apetecibles (como los mariscos, por ejemplo) pero que no han llegado a integrarse con el arroz ...porque no hubo “convivencia”. Sospechen pues -háganme caso- de todas esas paellas "fotográficas" en las que la superficie se muestra abigarrada de ingredientes excelsos de apariencia suculenta, simétricamente dispuestos en distribución radial que recuerda a un rosetón gótico, y con el arroz cumpliendo apenas como telón de fondo. Si picáis y caéis en la trampa, comprobaréis, con decepcionante pena, que por debajo del abigarrado telón mariscado, sólo hay y os esperan, con toda probabilidad, tres pobres y monótonos centímetros de arroz amarillo.
      Y otro dato esencia a tener en cuenta: las preparaciones genuinas a base de arroz en la cocina levantina española son numerosísimas, y los ingredientes de acompañamiento posibles, auténtica legión, fundamentalmente los huertanos. Sin embargo, en contra de lo que pueda parecer, la verdadera distinción diferencial de las preparaciones del arroz levantino no estriba tanto en los ingredientes que intervienen, cuanto en la técnica coquinaria con que se ha acometido. Ahí está la clave: en la técnica utilizada para preparar el arroz y, de manera muy determinante, en la peculiaridad del recipiente en el que se ha cocinado.
      Atendiendo a esa dos circunstancias fundamentales, la cocina valenciana del arroz puede distribuirse en varias "familias": una, la de los arroces cocidos en puchero u olla; otra, los que se guisan en cazuela (normalmente de barro); y la tercera, la de los que se guisan en recipientes metálicos de mucho diámetro y bordes bajos, de los cuales el más representativo y universal es la "paella". "Paella", pues, es como decir en valenciano "sartén", por lo que en este caso, como en tantos otros, el recipiente dio nombre al preparado. En buena ley, no cabría nombrar al plato "paella" sino "arroz en paella". Pero, a qué engañarnos, habrá que dejarlo y consentir en como está, ya que tal mudanza correctora es hoy por hoy, bien se ve, a estas alturas del equívoco, misión absolutamente imposible.
Paella de conejo y caracoles, una de las más rústicas,
sabrosas y tradicionales
      Lo importante, en todo caso, para preparar una buena paella, además de que los ingredientes que intervengan lo hagan desde el principio, es dominar el "tempo" de cocción del arroz. Algo esencial, que no se logra si no es a través de la práctica. Como pauta básica, debe forzarse la ebullición con fuego vivo durante los primeros diez minutos, y cuando el arroz "ha levantado", rebajar hasta suprimir casi el fuego el resto del tiempo (normalmente, unos 20 minutos para el arroz), cuidando luego de que la paella "repose" al menos otros cinco antes de llevarla a la mesa (o en el campo, porque la paella tradicional no era "de mesa", sino de ras de suelo, de campo... y comunitaria).
Arroz a banda, con su imprescindible complemento de ali oli
      El caso más "glorioso" que abunda en esa cualidad esencial que señalábamos del arroz de asumir sabores ajenos, el más paradigmático es, tal vez, la preparación alicantina conocida como "arroz a banda", tal vez, a mi entender, el plato de máxima exaltación del arroz, en el que éste se muestra solo, totalmente liberado de cualquier otro ingrediente. Claro que, para ello, ha habido que realizar una serie de operaciones previas, que pueden resumirse en la elaboración de un sabrosísimo caldo de pescado, en el que luego se ha de hacer el arroz. En ese caldo previo, los pescados se cuecen hasta dejarlos totalmente "desustanciados"; a tal punto que, como mucho, tras de esa supra-cocción sólo serán útiles para que con los restos le demos un homenaje a nuestro gato preferido. Sí, el pescado utilizado se tira directamente, porque para nosotros ya ha cumplido con su altísimo deber de sacrificar sus propias esencias en aras del mejor fin, que es el "arroz a banda". Todo el sabor estará allí, en el grano, que una vez más se habrá sabido revestir con las mejores galas ajenas. Buen provecho.

Y de postre, una receta:

Arroz con lubrigante y  santiaguiños (Rte. ORILLAMAR - Espasante-Ortigueira-A Coruña)


Ingredientes (para 4 personas):
1 lubrigante (bogavante) de 1 kg. - 8 santiaguiños - 8 almejas - 300 gr. de arroz - 2 tomates - 2 pimientos rojos - 1 cebolla mediana - 3/4 l. de fumet de pescado - 12 hebras de azafrán - aceite de oliva - sal

Preparación:

Se pela la cebolla, se trocea y se reserva. Se limpian y trocean los tomates (en fina ralladura éstos) y los pimientos. En una paella con aceite, se doran la cebolla, muy picadita, y los pimientos, y a continuación se añade el tomate. Los  santiaguiños y el lubrigante, cortados ambos por su mitad, se incorporan ahora al sofrito. Añadimos el arroz, lo movemos todo bien, y añadimos en fumet bien caliente, junto con las hebras de azafrán. Dejamos cocer todos, a fuego moderado, durante 18 minutos. Retiramos del fuego cuando aún esté ligeramente caldoso, dejamos reposar cinco minutos más, y a la mesa.