joyas. No obstante, no se sintió en modo alguno más tranquilo por esta constatación, pues calculaba que el conocimiento de los hechos sería cosa de aquella misma mañana. Por eso aguardó a escuchar las noticias de las doce del mediodía en la radio, que tampoco hicieron mención de robo alguno, para decidirse a encarar la representación del papel que a él correspondía.
Al aproximarse, en la observación del entorno de la fábrica no advirtió ningún movimiento especial ni ningún detalle extraño, lo que le hizo reconsiderar con esperanza la idea de que tal vez “Bermeo”, por algún inconveniente imprevisto, había abortado el robo, y tampoco había podido acudir a la cita, pero que todo estaba en orden.
Aparcó donde siempre. Refrenando su ansiedad, recogió parsimoniosamente el equipaje del maletero y caminó despacio hacia la puerta de acceso al taller. Al abrirla, descubrió con sorpresa el interior de la nave en penumbra y completamente vacía de personal. Sólo la claridad iluminada de la vidriera del fondo, en el despacho de la oficina, hacía suponer que alguien estaba, o había estado, allí.
-- ¿Qué pasa? ¿No hay nadie? ¿No se trabaja hoy aquí?... Matías dejó a un lado las maletas, y se dirigió hacia la oficina con forzada naturalidad. A medio trayecto descubrió a un lado el boquete en la pared y el desarreglo del mobiliario alrededor... ¿Hay alguien ahí?... ¡Coño! ¡La hostia!¡Qué es ésto! ...¡Qué ha pasado aquí!...¡Nos han robado!...¡Hay que joderse! ... ¡Han entrado y nos han robado!...
Precipitadamente, con un ahogo que ya lo era natural, entró en la oficina y descubrió allí, tras la mesa, sonriente y enigmático, a un “Richard” con un aspecto de apacible e inquietante serenidad. Parecía llevar horas aguardándole allí sentado, con plena paciencia, y esbozaba al escucharle un a modo de mueca irónica, como la del pintor al que, sin reconocerlo en una exposición, tratan de explicarle las claves de su propia obra. Exagerando teatralmente el sofoco, Matías insistió, para quebrar la sospechosa pasividad de “Richard”:
--¡A ver …Explícate, coño!, que estás ahí tan tranquilo. ¿Qué ha pasado?... ¿Cómo y cuándo nos han robado?...¿Has avisado a la policía?. -Matías trataba de exprimir su cabeza a toda prisa para reelaborar una teoría convincente. Al dar por hecha la traición de ‘’Bermeo’’, y dada la presencia allí de “Richard”, caía en la cuenta ahora de que las huellas “sembradas” en la herramienta podían volverse en pruebas contra él mismo. Lo mejor, pensó, si aún no había llegado la policía, sería moverlo todo, borrarlo sembrado y dejar que la sospecha pudiera recaer en delincuentes ajenos y desconocidos.
Al fin, “Richard” se decidió a hablar, aunque con una premeditada retranca, al tiempo grave y reposada: -- ¡Matías! ¡Matías!..., casi eres tan mal actor como hijo de puta... Te lo voy a explicar, sí...; aunque tú lo sabes mejor que nadie: han robado, efectivamente ... pero ¡no nos han robado “a nosotros”! ... Al menos, a tí no... A nosotros, a “Gardel” y a mí... ¡Pasa “Gardel”! -a la llamada, hizo aparición en escena, desde el otro despacho, el tal “Gardel”, empuñando una pistola. ...A “Gardel” y a mí –continuó- sí queríais robarnos; encasquetarnos toda esta mierda chapucera, ¡pedazo de cabrón! ...Y para aclarar eso tienes menos de un minuto,que es lo que te doy antes de que llegue la policía, que, por cierto, te ha venido siguiendo y estará aquí en cualquier momento ... ¡Y te juro por tu puta madre que les vas a hacer una confesión completa!
Sentado frente a ambos y encañonado por “Gardel”, entre la profusión de gritos, golpes y amenazas, Matías pudo hilvanar al vuelo los retazos esenciales de lo que había sucedido: Efectivamente, “Bermeo” había hecho su trabajo, y lo había hecho bien, consiguiendo un extraordinario botín, pero en la madrugada del sábado, al salir, tuvo la desgracia de levantar las sospechas del sereno, que resultó ser un perfecto fisonomista. Alertada la policía y descubierto el pastel, “Richard”, que venía ejerciendo desde años atrás como confidente de la policía, sospechó inmediatamente de la implicación de Matías. El descubrimiento de sus huellas y las de “Gardel” en la herramienta utilizada, que identificó inmediatamente como las usadas en el accidente del coche, no hicieron más que confirmarle en su denuncia, a la que la policía dio crédito, y más cuando el sereno reconoció en las fotos de archivo la cara de “Bermeo”. “Gardel”, por su parte, aportó el dato de la relación carcelaria entre “Bermeo” y Matías, ya que él, temiendo la venganza del vasco, había procurado en todo momento estar bien informado de sus pasos y situación en la cárcel, y a través de un amigo interno sabía de los contactos y relación frecuente con Matías. Así pues, aunque “Richard” y “Gardel” seguían bajo sospecha y control de la policía, ésta, dando por bueno y aceptando el encaje de los hechos, había dispuesto retrasar la detención de Matías, al que sabían controlado y vigilado en el pueblo, en la esperanza de que “Bermeo”, que había huido con el botín y de cuyo paradero no se tenía noticia, pudiera acudir hacia allí para encontrarse con su cómplice.
-- Ya ves, pedazo de cabrón -al decir esto, “Richard” le asestó un nuevo golpe en la cara a Matías, que ya sangraba abundantemente por la nariz, mientras “Gardel” le atenazaba ahora desde atrás en la silla, apuntándole al tiempo con la pistola ...que todo el montaje se te ha venido abajo. Que vas a comerte tú sólo el marrón, mientras ese “Bermeo”, ¡ingenuo!, ha volado con la pasta...
En ese momento, movido por la rabia y el instinto de conservación, de pronto, Matías dio en revolverse como un relámpago. En el rebumbio de un instante propinó desde su posición una contundente patada a “Richard” en la entrepierna y saltó hacia un lado rodando hasta detrás de la mesa. Sorprendido y a destiempo, “Gardel” efectuó un disparo que dio de lleno en la tripa de “Richard”, situado ahora frente a él, quien cayó malherido al suelo. Los segundos de sorpresa por su trágico error fueron suficientes para que, al tratar de reaccionar y efectuar un nuevo disparo hacia la nueva posición de Matías, se viera encañonado directamente por éste, que empuñaba su propia pistola y amenazaba con descerrajarle directamente la cara.
-- ¡Tírala!.. ¡Tírala, o te mato!... le gritó Matías fuera de sí, con evidente ánimo de estar más que dispuesto a cumplir su amenaza a la menor vacilación. “Gardel” obedeció al instante, quedando inerme y desorbitado por el pánico.
-- ¡Al suelo! ... ¡Junto a él!¡Al suelo...! -ordenó Matías, dueño ya de la situación.
-- Bueno. Bueno... Parece que las cosas ya no son como parecían. -Ironizando, aunque todavía visiblemente nervioso, Matías disfrutaba del trueque y trataba de recuperar la calma. La situación era francamente complicada. Posiblemente no tenía ningún arreglo para él; no obstante, en la precariedad de los hechos consumados necesitaba aferrarse a alguna teoría, por disparatada e inviable que ésta pudiera resultar.
-- ...Veamos -continuó-. No es como decís, ni mucho menos. No señor ...Toda esa historia no pasa de ser una conjetura; una suposición ...sin ninguna prueba. Lo realmente cierto es que yo acabo de llegar... ¡Hechos, señores! ...Como también lo es que tengo una coartada. Y más y mejor aún si, como decís, he estado vigilado en el pueblo por la propia policía, ¡Qué mejor! ... Las pruebas, las que hay, sí, en cambio, os señalan a vosotros ... Ahí están ...Y “Bermeo”, que, efectivamente, probablemente sí es un hijo de puta ...ha volado. ¡Vaya!¡No está! ...Luego no puede acusarme ...ni declarar en mi contra. Matías empezaba a respirar más sereno, con la esperanza de verosimilitud que entendía oír en sus propias palabras. En el suelo, “Richard” nadaba en un charco de sangre y había dejado de quejarse, y de moverse, tal vez estaba muerto ya, o había perdido el conocimiento. A su lado, “Gardel” permanecía enovillado sobre su propio pánico, rendido a una suerte que intuía trágica para él en cualquier momento. ...O sea. Que vuelvo y os encuentro aquí, en mi casa, armados y dispuestos a atacarme ...¡Fíjate cómo me habéis dejado la cara! ...Y ese pobre hombre lleva en la barriga una bala de tu pistola, ¡con tus huellas, querido “Gardel”! -Matías trocaba por momentos su propio miedo en loco desvarío criminal ...¡Qué pena! ...¡Tú también vas a tener que morir!
Matías cumplió fríamente la amenaza un instante después de enunciar la sentencia, coincidiendo con el vértigo de pánico que se apoderó de él al oír en el exterior la urgente estridencia de varias sirenas de coches policiales, el chirriar de las frenadas y el aparatoso escándalo de los agentes forzando la puerta e irrumpiendo tumultuosamente en el local. Desarmado y con las manos en alto, Matías salió del despacho al encuentro de los agentes, repitiendo para sí, en su alucinación, que había actuado, dentro de lo peor, del mejor modo posible. Sin testigos y con una coartada formal, ya vería de salvarse.
***
Diez años después de estos desgraciados hechos que vienen de relatarse, en 1981, Matías había tenido tiempo suficiente para acomodar su rutina a la vida carcelaria. Veterano en las lides penitenciarias, afrontaba su condena de veintidós años y un día con paciencia franciscana. Se sabía “Tornasol” para el resto de los compañeros, pero disfrutaba en la comprobación diaria de que nadie osaba dirigirse a él por tal apodo, dispensándole, hasta los mismos funcionarios, un protocolario y siempre respetuoso tratamiento de don. Cierto que él ponía de su parte especial hincapié en hacerse respetar de la chusma, manteniendo escrupulosamente las distancias.
Parquísimo en palabras, podía pasarse semanas enteras sin dirigirse de viva voz a nadie, inquiriendo y respondiendo con un código personal de gestos que todos acabaron por entender y aceptar. Alimentado por una endogenia casi patológica, como patético recurso diferencial su figura y talante derivaron en una suerte de caricatura pintoresca, muy próxima, en usos y modos, al desvarío trasnochado de un caballero de barataria con jurisdicción intramuros sobre aquella desesperanzada humanidad cautiva.
La aureola de respeto tenía, además, un fundamento capital que él no ignoraba, nacido de la sospecha que todos abrigaban de ser él el único depositario del secreto del paradero de las joyas, el fabuloso botín de “Bermeo”, que nunca llegó a recuperarse.
El vasco había resultado al fin de una lealtad fuera de lo común, ciento por ciento extraordinaria. A los pocos días de ingresar en la cárcel le llegó a Matías la noticia de la detención de su cómplice. Luego, preparando el juicio, supo a través de su abogado de la peripecia protagonizada por el ladrón tras la comisión del robo, comprobando el injusto error en el que había incurrido al creerse traicionado. El miedo, la prudencia y el despiste, en amalgama, habían sido la causa, y no felonía, del incumplimiento de la cita acordada en la cabaña de Pisón.
“Bermeo” ciertamente había salido de Madrid a toda prisa y hecho un manojo de nervios, no sólo por la excitación propia del robo, sino, más aún, por la enorme cuantía del botín conseguido, mucho más sustancioso de lo que ninguno de los dos compinches hubiera podido llegar a soñar. En la denuncia hecha por Joyre, en obligada armonía con la póliza del seguro y los asientos contables de existencias de la empresa en la fecha del robo, se había valorado lo substraído en algo más de sesenta millones de pesetas, mayormente en piedras y lingotes de oro y platino; sin embargo, el montante real subía a cuando menos el doble, al no poder contarse, por su oscuro origen, un lote de trece diamantes, aún sin tallar, pero tan gordos cada uno de ellos como garbanzos de Fuentesaúco, y de una gran pureza.
Pues bien, ya en la carretera, en su ruta al norte, los nervios de “Bermeo” alcanzaron un punto próximo a la paranoia cuando, a la altura de Somosierra, sufrió su primera angina de ansiedad casi insuperable, al verse obligado a circular poco más de tres kilómetros al paso de una pareja de motoristas de la Guardia Civil, en los que su fiebre interior creyó adivinar miradas aviesas y malintencionadas. Al fin, optó por salirse de la general en un supuesto despiste, e inició una pretendida ruta de escape alternativa por carreteras secundarias y que resultó un auténtico fiasco. Cruzó pedanías abandonadas, laberínticos caminos forestales, solitarios parajes sólo frecuentados por esporádicos rebaños, y aún así no logró zafarse ni por un instante de la agónica percepción de un inminente acoso aguardándole al acecho de cada curva. Se obsesionaba en la memoria, que no cejaba, de aquella incisiva mirada del sereno al iniciar su huida, e interpretándola con una lógica muy próxima a la realidad, daba por hecho que todo se había precipitado en catástrofe al paso de las horas.
Necesitaba el aplomo de Matías, aquella serena y envidiable templanza que reconocía en su cómplice en visos así, de urgencia; pero el camino de Pisón se le hacía cada vez más inescrutable en aquellas condiciones de desvío y turbación extrema. Metido ya en horas de tarde, sin saber cómo ni por dónde, aunque sí siempre obsesivamente enfilado al norte, dio en hallarse y descansar en un caserío abandonado en un paraje incierto, entre Puentenansa y Cabuérniga, a la sombra de la Peña Sagra, en la alta montaña de Cantabria.
Al amparo de un cobertizo destartalado, sin salir del coche, recapituló sobre los pasos que mejor le convenían. Acudir a la cita que habían acordado para antes del mediodía en la cabaña de Pisón parecía ya excesivamente peligroso e inadecuado. Realmente, sin saber lo que había ocurrido, si la policía seguía o no de cerca sus pasos, ni tampoco si Matías continuaba, no ya en el lugar de la cita, sino siquiera en el pueblo, aguardándole, o, como creía más probable a aquellas horas, posiblemente viajando ya en precipitado regreso a Madrid al llegarle la noticia, que daba por segura, de la comisión del atraco en la fábrica, lo más conveniente, pensó, incluso considerando la mejor hipótesis, sería dejar pasar unos días perdido e incomunicado a cal y canto en aquellos pueblos; o aún mejor, tratar de camuflarse en el callejeo anónimo de la capital, de Santander. Luego regresaría a Madrid, con todas las precauciones y dando un amplio rodeo, y ya acabaría encontrando el modo de establecer contacto discreto con Matías, a cuya lealtad no pensaba ni por un momento faltar, y ya no sólo por la promesa del trato respecto de “Gardel”, sino también porque íntimamente le reconocía imprescindible para procurar la mejor “salida” al botín, a más de que también, a qué negarlo, le había cogido al noble rufián una gran simpatía y confianza. ¡Qué sorpresa iba a llevarse al comprobar la cuantía real de lo apañado! ¡Y qué poco abultaba realmente aquella millonada!... Ahí sí había fallado en el cálculo Matías, al empeñarse de aquel modo tan intransigente en utilizar la maleta como cofre. Desplegada allí en el asiento de al lado, por primera vez pudo disfrutar Abel con sosiego de la deslumbrante visión del botín. Incluso en la penumbra gris de aquel refugio, oscurecido aún más por un cielo encapotado y amenazante, sorprendían y fascinaban los destellos de las piedras y el bruñido dorado de los lingotes.
Previsor y razonable, pensando en la posibilidad de que pudiera planteársele en las próximas horas una huida urgente que exigiera ligereza, “Bermeo” decidió cambiar por su cuenta el tesoro a una bolsa de mano más pequeña y manejable, que él fuera capaz de cuidar bien sujeta a su lado constantemente. De la voluminosa maleta se deshizo allí mismo, tirándola directamente por la ventanilla y sin cuidarse siquiera de cerrarla. Luego se rindió al descanso de una siesta, eso sí, tan trabado a la pequeña bolsa como lo haría un niño con su osito de peluche más querido. El hambre le despertó al cabo de poco más de dos horas. Despacio y con infinitas precauciones, dominado de nuevo por los nervios, cubrió los kilómetros de una carretera ya principal en el descenso al valle. Así se llegó hasta San Vicente de la Barquera, donde dio buena cuenta de unos deliciosos “manganos encebollados”, en la traducción al común excelentes calamares frescos, y un chuletón de buena res, para rellenar el galopante vacío de su maltratado estómago. Ocupaba una mesa al fondo del comedor de un restaurante sin nombre a la salida del pueblo. Desde el ventanal le era dado observar el coche, aparcado enfrente, y mantenía junto a él, en permanente contacto con su pierna, la bolsa preciosa con el tesoro.
Aquel sosiego nutriente pareció también atemperarle un tanto el ánimo, recuperando, a la vez que energía, un cierto grado necesario de valor y de confianza en las posibilidades de verse capaz de superar con éxito el tránsito de aquellas cruciales horas. Incluso, metido en imprudencias, pidió, y repitió más tarde, sendas copas de un coñac de marca, que fue libando sin prisas al compás del lento arder de un cigarro puro de vitola habanera. Quería hacer tiempo para que se entrara bien la noche, entendiendo más seguro el viaje hacia la capital al amparo de las sombras profundas de la madrugada.
Pero poco duró el sosiego, y menos aún el aplomo del que ya se creía dueño. Bastó que asomara en el aparcamiento un Land Rover de la Guardia Civil, posiblemente una patrulla rutinaria, para que “Bermeo” diera en desmadejarse en su silla de la manera más evidente. Arrebatado de precipitación, pidió la cuenta a voces, derramó la copa sobre el mantel, olvidó recoger el cambio, dejando en el platillo del perplejo camarero, todavía en la caja, una más que sospechosa propina, y abandonó el local al paso casi de carrera, atropellando por poco en el cruce de la puerta a los ajenos guardias que entraban en aquel instante.
Como no podía ser menos, tan atípico comportamiento alertó a los agentes, que fijaron su atención en la apurada salida del coche, su matrícula, y la dirección que tomaba. Al rato, advertidos de los otros detalles por el dueño del local, dieron rápida cuenta de todo ello por la
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