jueves, 30 de junio de 2011

Habitas baby MATA

      Las habitas baby, chiquitillas y tiernas, fritas en honesto aceite de oliva, son un auténtico manjar. Hoy en día ya son varios los enlatados que ofrecen este sibarita producto en el mercado, pero es a las jiennenses MATA a quien corresponde el honor, y el riesgo, de haber iniciado la apuesta por esta línea de producto de alta calidad. Y yo tengo para mí que siguen siendo las mejores y las de más garantía. La uniformidad de su pequeñísimo calibre sorprende y carga la vista de gula; luego en la boca estallan deliciosamente y su finísimo hollejo resulta apenas apreciable. Además, muy de agradecer y “sello” de la marca, la lata en cuestión viene llena a rebosar, tanto que nos sorprenderá en la fuente todo lo que cunden. Complementadas al arrimo de unos huevos fritos, y mejor aún si éstos son genuinos de corral, resulta un plato de auténtica excelencia.

Precio medio: 8,40 €


lunes, 27 de junio de 2011

Judías verdes


      Una de las notas más destacadas de nuestro tiempo, en lo que hace a la cultura y los usos culinarios, es la superación de la estacionalidad en el mercado de las verduras y leguminosas. Las conservas enlatadas, primero, y la proliferación de los cultivos en invernadero y la generalización de los congelados, después, han obrado ese milagro de disponer de guisantes, de espinacas, de coles o de judías verdes en cualquier tiempo y estación, a lo largo de todo el año. Lo cual no obsta para que el buen gastrónomo, cuando la provisión es posible, y fiable, busque con afán los productos en su tiempo sazón. Y es el caso de que en el que ahora estamos, desde este mes de junio y a lo largo de todo el verano, resulta ser el perfecto e ideal para la buena provisión de las más jugosas judías verdes.
      La judía verde que hoy consumimos es el resultado de la enésima selección de semilla de un vegetal cuyo origen primigenio tiene por solar las tierras americanas. Desde hace ya bastante tiempo, pongamos que varios siglos, la metodología de esa selección cambió también el ciclo de su cultivo tradicional, que antaño era invernal, para pasar al actual de acomodo en la bonanza primaveral y veraniega. Y es que las nuevas variedades, buscando siempre su mejor jugosidad, se fueron haciendo cada vez más sensibles e intolerantes con los fríos y las heladas.
      Así pues, digamos con categórica razón que pocos productos de huerta habrá que hayan sufrido tantas mudanzas empíricas como la judía verde. Su sabor y, especialmente, su textura de hoy, poco, muy poco, tiene que ver con las notas que la caracterizaron siglos pasados. Como hitos de esa evolución perviven aún, en mercados minoritarios, infinidad de variedades, con semillas más gordas, o más pequeñas, de vainas amarillas, jaspeadas, más o menos anchas y planas, cilíndricas...; todo un amplísimo catálogo, aunque la más común que hoy se estila, y la más generalizada en nuestros mercados, se produce en un homogéneo verde intenso, de ancha carnosidad en la vaina, y con semillas en su interior tan mínimas, que apenas son apreciables.
      Como decimos, esta judía verde de consumo habitual en nuestros días tiene su origen en el continente americano. De allí fue traída por los españoles, de tierras de Perú, Ecuador y Méjico, donde hay constancia arqueológica de su existencia hace más de 5.000 años. Sin embargo, también hay buena constancia, y en este caso histórica y literaria abundante, del aprecio por las judías -que se consumían también así como nosotros hacemos ahora, con su vaina-, en tiempos de la primitiva historia europea. Griegos y romanos las tenían en buena estima. Estos últimos, como anota el recurrente Apicio en su célebre recetario, gustaban de cocerlas en vino, y de servirlas acompañando al consabido “garum” en la guarnición de los pescados salados. Pero, con todo, aquella judía-habichuela primitiva debió de decaer bastante a lo largo de la Edad Media; de hecho, su consumo habitual prácticamente desapareció, y no volvió a generalizarse hasta que, en el siglo XVI, llegan y se siembran las variedades “americanas”.
      A la hora de la compra, lo importante es que la vaina se nos ofrezca rígida, y que se rompa con facilidad al doblarla. Ya en la olla, la cocción debe hacerse introduciéndolas siempre en agua ya hirviendo, y procurar luego que esa ebullición se recupere lo antes posible y se mantenga viva a lo largo de todo el proceso, siempre con el recipiente destapado. En total, serán necesarios unos quince minutos, o incluso algo menos, hasta alcanzar un punto óptimo cuando las vainas queden todavía un poco enteras, casi crujientes al morderlas, aunque en esto de la textura, sin exageración. Y otra cosa importante: de la olla a la mesa lo antes posible, con tan sólo la etapa previa, si se prefieren así, de rehogarlas en buen aceite, en el que previamente se habrán dorado unas láminas de ajo y unos daditos de jamón. Buen provecho.

Y de postre, una receta...

Judías verdes con huevo
Ingredientes (para 6 personas):

1 kilo y medio de judías verdes; 2 huevos cocidos; media cebolla; 2 dientes de ajo; perejil; vinagre; aceite; sal

Preparación:    

 Una vez limpias, despuntadas y troceadas (si son bien frescas no será necesario recortar las hebras laterales), las cocemos en agua hirviendo con sal, añadiendo un diente de ajo, un trozo de cebolla y una rama de perejil. Una vez cocidas, se escurren bien y se retiran el ajo, el perejil y la cebolla.
      Aparte, se fríe en aceite el otro diente de ajo; cuando esté dorado, se saca y se vierte el aceite sobre las judías, agregando un chorrito breve de vinagre. Serviremos las judías en una fuente alargada, adornadas con el huevo picado.

...y un vino:

Yuntero Rosado Tempranillo - Bod. Yuntero (Coop. Jesús del Perdón) - D.O. La Mancha
  
    Aunque hoy se experimente, y con notable éxito en algunos casos, con crianzas largas y complejos coupages de varietales propios y foráneos, el carácter de los vinos manchegos mantiene su impronta secular de tierra propicia para los caldos ligeros y de buen y agradable beber. Tal es el caso de este fresco rosado que hoy traemos a nuestra sugerencia, que tiene como fundamento esencial el vidueño más clásico y de mejor garantía de la zona.
       El breve contacto del mosto con los hollejos le procura un intenso color cereza, brillante y transparente con ribetes salmón. Al aproximarlo a la nariz, nos deleitará con su fragancia de frutos rojos maduros. Ya en boca, resulta equilibrado, de entrada fácil y refrescante acidez, con un final un punto amargo, que acaba de darle esa alegría consoladora y estival que de él se espera. Por si todo esto no fuera suficiente, la relación calidad/precio resulta casi inmejorable: en torno a los 3,5 euros. ¡Quién da más!...
     

sábado, 25 de junio de 2011

Melón, fruta de verano


      Si hay una fruta especialmente asociada al verano, esa es el melón. Aunque de un tiempo acá y cada vez más disponemos de melones todo el año en los mercados, gracias a los cultivos de invernadero y a las importaciones, el genuino melón español es ciento por ciento estival, aunque, ciertamente sí, entendiendo la estación con amplitud de márgenes, pongamos que desde mayo y hasta finales de octubre. 
Multiplicidad de variedades
      Allá por el siglo I de nuestra Era, el romano Plinio escribió que había que probar no menos de cincuenta melones para hallar uno bueno. Hoy en día aún perdura esa incertidumbre a la hora de la elección, aunque ya no son necesarios ni mucho menos cincuenta para acertar, los infinitos cruces y selecciones de semillas y el trabajo durante siglos de los horticultores han mejorado notabilísimamente la calidad de los melones que hoy llegan a nuestros mercados; que no sólo son muchísimo más dulces que aquellos que proveían la mesa de Plinio, sino también muchísimo más grandes. Quienes estudiaron el tema de la evolución de esta fruta cucurbitácea (de la misma familia que la calabaza, el calabacín y el pepino) apuntan a dos vías originarias posibles para el melón: unos dicen que llegó de Asia Central, en tanto que otros apuntan como origen el corazón de África. En todo caso, unos y otros coinciden en afirmar que los melones que consumieron egipcios y griegos clásicos no llegaban a superar en tamaño al de una corriente manzana. De hecho, el nombre castellano de “melón” procede –previo paso por el latín, “melo”- del griego clásico “melopepón”, que venía a significar algo así como “fruto parecido a la manzana”.
      En todo caso, aunque el nombre que a nosotros llegó es grecolatino, la introducción del cultivo del melón en nuestra Península tiene a los árabes como protagonistas. Entonces, y durante toda la Edad Media y buena parte del recorrido de la Edad Moderna, el melón, en todas las mesas europeas, al igual que el resto de las frutas, qué curioso, no se consumía, como hoy, a los postres, sino al principio de la comida, siguiendo la recomendación de los médicos de la época.
      Probablemente, reminiscencia de aquellos tiempos y consejos es la fórmula magistral, de inequívoco sello italiano, que representa ese plato soberbio, perfecto entrante, que es el melón con jamón (“prociutto con melone”). Genial invento, porque una dulce raja de melón, fría y jugosa, quién lo duda, ya sea del de ellos, de Parma, o mejor aún, del nuestro, serrano o ibérico, casa perfectísimamente con una buena loncha, encima, de un buen jamón. Y digo bien: de un buen jamón, porque, aunque algunos puristas se escandalicen y mantengan que un jamón de calidad merece una degustación en sí mismo, a parte; sin quitarles razón también sostengo yo que, si se puede, al jamón bueno no es de recibo limitarle ni horas, ni momentos ni compañía. Y si el jamón es malo: ni solo ni con melón.
      Y ya en el remate de este comentario, se me ocurre que tal vez no sean pocos los que echen de menos ahora una coda con algunos buenos consejos para mejor elegir las piezas. Empeño inútil en el que yo no caeré: Para elegir un buen melón no hay ni se ha inventado aún fórmula infalible. Que si la piel más o menos arrugada, que si el color, las estrías, la forma más o menos apuntada… Tal vez lo que mejor funciona es el peso, si nos dejan sopesar dos o tres del mismo tamaño. Pero, no nos engañemos: acertar es cuestión, fundamentalmente, de suerte …y de práctica. Ya un refrán antiguo recuerda que “el melón y la mujer son malos de conocer”; y para ambos casos el viejo dicho recomienda –yo también- la cata previa como mejor modo de asegurarse. Que ustedes lo “caten” bien. Buen provecho.



martes, 21 de junio de 2011

Del bikini al top less


      65 años han pasado, se cumplen en estos días, de un suceso realmente escandaloso que suscitó una enorme expectación. Ocurrió el 23 de junio de 1946 en la piscina Molitor, de Paris: la presentación a los medios de la prensa de moda de un novedoso y atrevidísimo traje de baño para la mujer, cuyo creador, el modisto Louis Réard, había patentado tan sólo unos días antes, bautizándolo con el nombre de “bikini”, en razón de la isla polinésica donde veinte días antes –el 2 de junio- los Estados Unidos habían llevado a cabo su primer ensayo nuclear de la posguerra.
Louis Réard
      El nombre del pequeño atolón perdido en el Pacífico había ocupado espacio de atención destacada en todos los periódicos del mundo, y Réard no dudó en aprovecharlo para bautizar su invento. Sólo un problema tuvo que solventar: ninguna modelo quería exhibirse con el novedoso “bikini” para oficiar la presentación ante la prensa, hasta que al fin encontró quien quiso hacerlo: Micheline Bernardi, a quien no le importó demasiado, ya que bailaba desnuda cada noche en el Casino de Paris.
      Louis Rèard había dado en la diana definitiva de una moda, el minúsculo bañador de dos piezas, que iba a imponerse de manera inexorable e irreversible en los años siguientes. Desde luego, sí pudo reírse años más tarde cuando, retirado y millonario en Suiza, repasó algunos periódicos y algunas críticas de los santones de moda de aquel verano de 1946, cuando auguraban a la novedad un fracaso estrepitoso y una pervivencia tan efímera como el propio tamaño de la prenda, que Louis presentaba como “el bañador más pequeño del mundo”. Sin embargo, el bikini, en contra de estos augures pacatos, nacía sin duda para el éxito –aunque habría de pasar una dura transición hasta su lograr su generalización ordinaria-. La mujer y la sociedad, que aún mantenía la memoria fresca de las miserias de la guerra, ansiaba ganar decididamente cotas de libertad, también en las modas y en los usos del vestir. Y aquel invento del francés suponía un avance extraordinario: el cuerpo de la mujer no sólo ganaba espacio para el sol y el bronceado sino que -la enorme osadía-, sacaba a la luz la desnudez de uno de los más grandes tabúes mantenidos durante siglos: el ombligo.
Micheline Bernardi
      Louis Réard podía, en efecto, alardear de poner en el mercado de su tiempo, como novedad -y de muchos siglos atrás-, “el bañador más pequeño del mundo”. Sin embargo, hubiera mentido si lo proclamado en su eslogan hubiera sido “el bañador más pequeño de la historia”, porque hete ahí que la historia es muy larga y, por serlo, está llena de sorpresas y de acusadas paradojas. Este bikini escandaloso que Réard presentaba en 1946, no era ni un punto diferente ni más atrevido que los “dos piezas” que utilizaban ya las romanas del viejo imperio para sus baños en el mar toscano. Mujeres “en bikini”, perfectamente homologable en su forma y tamaño con el de uso actual, aparecen retratadas de esa guisa en frescos de Pompeya.
Bikinis pompeyanos
      Curiosa y tristemente, con la caída del Imperio Romano y la extensión del Cristianismo, la Alta Edad Media proscribió toda exhibición, por mínima que fuera, del cuerpo de la mujer. Los baños, y hasta el propio aseo, quedaron arrumbados, y el mar volvió a ser lugar tenebroso y hostil para un largo periodo de siglos.
     Por el mar llegaban las invasiones y las razzias normandas y sarracenas. Los pueblos huyeron de su orilla, que se suponía insalubre, e instalaron las villas y ciudades a una distancia prudencial. Las gentes olvidaron hasta la habilidad de nadar. La inmensa mayoría de las marinerías de los siglos XVII y XVIII, y hasta aún de épocas bastante más recientes, no sabían nadar. Todo se había olvidado: los beneficios reconocidos de la clásica Talasoterapia –Thalasa, mar en griego, y terapia, tratamiento-, es decir, las curas a base del agua de mar.
      De Aristóteles se recogió y recuperó casi todo, menos su encendida defensa de la bondad de los baños de agua fría de mar seguidos de un baño de sol. Hipócrates y Galeno también dejaron buenas muestras de la salutífera recomendación de las inmersiones marinas. Pero los tiempos derivaron hacia lo cutre y oscuro. Y el Cristianismo anatemizó los baños de mar, y aún hizo más: desaconsejó, por tentadores y pecaminosos, toda clase de baños.
      Durante siglos y hasta época muy reciente el mar sólo se vio y sirvió para navegar y para pescar. El regreso de las gentes a su orilla, movidos por un único y simple afán lúdico, tuvo un progreso muy lento, especialmente lastrado por la beligerante resistencia de la moral al uso, la religión y las costumbres. No obstante, aunque muy lentamente, algo se fue avanzando a partir del primer tercio del siglo XIX.
      Tanto era el olvido, que había que inventarlo todo de nuevo, empezando por el indumento propio para el baño, que había desaparecido desde la caída del Imperio Romano. El gran hito que hizo volver la mirada y la atención de la sociedad hacia la orilla del mar fue decisión de Napoleón III y de la emperatriz Eugenia de Montijo de pasar una temporada del verano de 1854 en la playa de Biarritz. Su ejemplo resultó determinante, y con ellos puede decirse en propiedad que nació el “veraneo”.
traje "Bloomer"
      Aquellos primeros baños en el mar se hacían con un complejo protocolo de infinita prudencia, y revestidos hombres y mujeres con una suerte de amplios camisones largos hasta los pies. Hacia 1880 en Francia empezó a generalizarse el que podemos considerar como primer modelo ad oc de traje de baño femenino. Consistía el tal en unos amplios pantalones bombachos al estilo turco, abrochados a la altura de los tobillos, y sobre los que se llevaba una falda corta hasta las rodillas. Realmente, este modelo, llamado a perdurar durante décadas, no era otra cosa que una adaptación de una prenda que había sido lanzada en Norteamérica, en 1851, por Amelia Bloomer, propietaria y directora de un periódico que se batía en el campo de la lucha por la emancipación de la mujer. El modelo acuñado en Francia, según esa inspiración, no dejó de reconocer tal origen, pues popularmente fue conocido y bautizado como “traje Bloomer”. Este conjunto, tan típico en los viejos grabados y en las fotografías sepia de los primeros años del siglo XX, con las oportunas “reducciones” que en él se fueron produciendo, fue el traje de baño típico de la “belle epoque”.
      Aquí en España, el ejemplo de la osadía de la Montijo no tardó en ser copiado por Isabel II, que eligió para su baño la playa de San Sebastián. El baño de mar acabaría por generalizarse en los tiempos de su nieto Alfonso XIII y la reina Victoria, quienes acabaron por dar la pauta definitiva al veraneo asociado a la náutica y al disfrute del ancho mar en las playas cantábricas. El nuevo gran hito, el paso de avance, viene a producirse como resaca de la Gran Guerra, cuando, en los años veinte, hace su aparición, tímidamente, como siempre, el “maillot”, el bañador de una sola pieza, funcional y ajustado al cuerpo, que deja al aire buena parte de las piernas femeninas, a la vez que perfila, aunque sin subrayar, el contorno del cuerpo.
      Como era previsible, este “maillot” provocó tremendos escándalos, y los puritanos de la época atacaron ferozmente la impúdica desnudez que descubría; casi tanto como el uso que en algunas playas empezó a hacerse, tímidamente también, de permitir la promiscuidad de hombres y mujeres bañándose juntos y a un tiempo, cuando lo que la moral, y la decencia, aconsejaban era, por supuesto, acotar zonas diferenciadas para uno y otro sexo, y hasta horarios distintos, nunca concurrentes.
Coco Chanel
      Una gran revolución estética tuvo lugar a partir de los años 30, cuando Cocó Chanel apostó abiertamente por el cutis atezado y moreno. A partir de entonces, la tez pálida, las carnes nacaradas y la láctea blancura como canon de belleza pasaron a la historia. Para tomar color era precisa la insolación, y que ésta alcanzara a la mayor parte del cuerpo: los hombres adoptan el “slip”, y las mujeres recortan los bañadores tanto por arriba como por abajo, escotes e ingles salen a la luz. Este bañador, cada vez más atrevido, desde los años cincuenta y sesenta –aquí en España algo más tarde por la enconada represión del franquismo- empezó a generalizarse en todas las playas.
      El fenómeno del turismo masivo, a partir de los años setenta, fue su gran impulso y determinante revulsivo. Los bikinis en las playas, y las faldas en las calles, menguaron progresivamente su tamaño. La reducción de la escala era ya imparable, y llegó el “monokini”, es decir, sólo el slip, y aún éste cada vez más escueto, cuando los brasileños ofrecieron el “tanga”, y los hawaianos, apurando apurando al límite, el “string”, dos únicas cintas que reducían todo el invento a una breve y justa hoja de parra en la parte delantera, y apenas un hilo entre los glúteos, por detrás.
Agnes Sorel
      Y en éstas estamos; y así de fresco y sugerente se nos ofrece el presente verano. Si atendemos a lo que las últimas pasarelas vienen anticipando, el siguiente paso que se anuncia perfila una mujer con los senos en libérrima exposición, o ligerísimamente velados en el ordinario atuendo veraniego de calle (para la noche y en clave de fiesta ya no es novedad que extrañe demasiado). Si así llega a ser –y ojalá pronto-, como le ocurrió a Réard, quien tal patente podrá decir que ha promovido la moda “más desnuda del mundo”. Pero advertimos ya que mentirá si proclama como invención suya la moda “más desnuda de la historia”, porque ya se sabe que ésta, la historia, como antes decíamos, es larga y cargada de sorpresas, si se sabe buscar en ella. Y lo de exhibir sin rubor ni vergüenza el pecho de la mujer también es cosa antigua. Sin remontarnos demasiado, recordaremos aquí que, allá por el siglo XV, una dama, de nombre Agnes Sorel, a la sazón favorita de Carlos VII de Francia, puso de moda el llevar un seno descubierto, incluso en la Corte. Cierto es, según cuentan, que lo tenía perfecto, claro está, y así lo pintaron artistas de la época. Agnes era al parecer una mujer de un gusto exquisito en el vestir, y pasa por ser –además de pionera en esto del seno al aire- la primera mujer de Europa que lució diamantes tallados. Aquello del seno desnudo, ciertamente armó la marimorena, pero logró imponerse como moda común y frecuente durante años, como lo atestiguan los poetas Marot, padre e hijo, y Pierre Ronsard, quienes, muchos años más tarde, todavía elogiaban los senos desnudos como una cosa habitual en pleno siglo XVI.










domingo, 19 de junio de 2011

María es una galleta

      En algún lugar hemos leído que el mercado de la galleta cobra brío en los tiempos de crisis. Si así fuera, quién duda de que en estos días en España los consejos de administración galleteros deben de andar exultantes. Pena que en la mayoría de esos Consejos ya no figure en cabeza capital español. El mercado nacional galletero, como tantos otros del ámbito de la alimentación y la distribución, ha pasado en las últimas décadas, casi sin excepción, al dominio de los grandes grupos multinacionales en liza. Y viene esto a cuenta de memoria de la entrañable celebración que se cumple, y se promueve por estos días, del 130 aniversario de la fundación de “Galletas Fontaneda”.
Monumento al fundador
de Fontaneda en Aguilar
de Campóo
      La localidad palentina de Aguilar de Campóo focalizó durante décadas el universo galletero. Allí, en 1881, Eugenio Fontaneda, vástago de un pastelero local, fundó una pequeña empresa galletera llamada a situarse con los años a la cabeza destacada del mercado nacional. El gran impulso diferencial se produjo en las primeras décadas del nuevo siglo, cuando este emprendedor, tomando como modelo la nueva galleta que empezaba a circular por Centroeuropa, popular, ligera y, sobre todo, barata, bajo el nombre de “María”, la incorporó a su catálogo. Por aquel entonces -años 20/30-, las galletas de Fontaneda ya habían logrado emparejar su presencia en el mercado con la bilbaína “Artiach”, y fue la irrupción de la “María” (quien da primero, da dos veces), la que vino a darle el definitivo liderazgo. En los años 60 ya eran cinco las fábricas, todas importantes, que, radicadas en la villa palentina, hacían de Aguilar la capital indiscutible de la galleta española. Luego llegó la crisis, agudísima en este sector, que en el tramo final del siglo pasado vino a liquidar prácticamente esa tradición, forzando cierres, despidos masivos de personal y, finalmente, el traspaso de titularidad y de capital a multinacionales extranjeras. En Aguilar de Campóo tendrán que pasar muchas generaciones para que el lastre emocional de tan drástica liquidación -130 años de memoria y orgullo local- pase definitivamente al olvido.
      La historia de las galletas, ampliamente entendida, es casi tan larga como la del hombre en su proceso de civilización, cuando empezó a incorporar a su dieta los primitivos panes ácimos, resultado del primer aprovechamiento de la pasta cereal. En sentido histórico, la fecha de las primitivas galletas, entendidas como hoy las conocemos, podría situarse en algún momento del tramo final del Imperio Romano, cuando empezaron a ser de uso común, en funciones teatrales y fiestas religiosas, como tentempié, una especie de tortas recocidas de avena (plakon) que se consumían acompañadas de queso blanco y miel.
      No obstante, el hito más trascendente en el consumo de galletas se produjo en los siglos XVI y XVII, cuando devino el tiempo de las grandes navegaciones ultramarinas. Una de las cualidades más distintivas de la galleta es su sequedad, su bajísimo contenido en agua, resultado de la doble cocción al que se ven sometidas en su proceso de elaboración. Tal cualidad, que dificulta grandemente el desarrollo en ellas de los gérmenes, junto con su alto contenido calórico, las hacía alimento ideal, como sustitutivo del pan, en los grandes viajes oceánicos. La expedición de Magallanes, por ejemplo, llevaba a bordo más de dos mil quintales de galletas.
      Y ya en lo que hace a la fabricación industrial, la gran fecha es la de 1810, cuando inició su producción, ya casi totalmente mecanizada, la fábrica inglesa “Carr&Company”, que muy pronto fue imitada por otras fábricas inglesas, francesas y alemanas. En el último tercio del siglo ya conocemos fábricas de galletas radicadas en Italia y en España. Y es concretamente en 1875 cuando tiene lugar un hito memorable: en aquel año, la Gran Duquesa María, hija del zar Alejandro II, se casó con el Duque de Edimburgo, de la real familia inglesa. Para celebrar aquel acontecimiento, la empresa galletera inglesa "Peekfreem" creó la gallega “María”, dedicada expresamente a la Gran Duquesa, que con el tiempo llegaría a ser la galleta popular por antonomasia. La fórmula original fue imitada muy pronto por distintos fabricantes, y de la mano de “Artiach” y de “Fontaneda”, esa galleta redonda, popular y barata, llegó a España y se hizo familiar en todos nuestros hogares.








viernes, 17 de junio de 2011

Solomillo Wellington

      Les contábamos hace un par de entregas, recordarán, del napoleónico “pollo a la Marengo”, y hoy, como prometíamos, les hablaremos de otro gran plato histórico, el que tiene como referente al que fuera gran oponente del corso, el general británico Arthur Colley Wellesley, ennoblecido como Duque de Wellington por la decisiva brillantez de su campaña victoriosa contra los ejércitos gabachos aquí en España, durante la Guerra de la Independencia. No obstante, la pugna del inglés con Napoleón, como se sabe y les contábamos ayer mismo, tuvo su cenit de apoteosis definitivo en tierras belgas, en la memorable fecha del 18 de junio de 1815, en la decisiva y final Batalla de Waterloo.
Wellington (por Goya)
      Tras de aquello, colofón soberbio al brillantísimo prólogo de la campaña que dirigiera en España, el reconocimiento de los británicos al Duque alcanzó cotas similares, si no mayores aún, a las que una década antes habían distinguido al mítico Nelson, por sus gestas en la mar. Y así fue como, en esa concurrencia de apoteósico fervor, se hizo célebre y tomó carta de naturaleza la receta conocida como “solomillo Wellington”. De su génesis, nada podemos contarles, porque nada sabemos. Evidentemente, sir Arthur no era cocinero, y hasta es más que probable que desdeñara asomarse siquiera por las soterradas dependencias del obrador culinario de su mansión. Pero es que tampoco ha trascendido el nombre de su cocinero, quien presuntamente habría oficiado de “inventor”. Sólo se sabe que, tanto en sus campañas como en las recepciones que daba en su residencia londinense, Wellington gustaba con frecuencia de regalarse u ofrecer a sus invitados esta peculiar formulación sofisticada y excelsa del solomillo. No obstante, no son pocos los investigadores que apuntan a que los fundamentos, sibaritas donde los haya, de este plato, inducen muy mucho a pensar en un origen primigenio francés, tanto por la participación en él del foie-gras, como por el concurso del hojaldre, que tuvo su desarrollo moderno precisamente en Francia, tras ser recuperado y redescubierto, a mediados del XVIII, proveniente, cuentan, de los más viejos recetarios bizantinos.
      Sea como fuere, el “solomillo Wellington” tomó carta de naturaleza definitiva y perdurable a partir de esa adjudicación de vínculo con el vencedor de Waterloo. Así se le reconoce en todo el mundo, menos, claro está, en Francia, donde, empecinados y escocidos aún, siguen negándole el apellido y le conocen como filet de boeuf en croûte, es decir, “solomillo de buey en costra”.

El actual Museo Wellington, ocupa el edificio de la
que fue residencia londinense de Sir Arthur

      Y pues veamos, para terminar, cómo es y cómo se formula este plato extraordinario y genial, infinitamente superior, por supuesto, en delicadeza y excelencia, a aquel grosero napoleónico “pollo a la Marengo”, que referíamos en nuestra cita anterior. Convendrá también acotar y dejar dicho que, dado que no serán pocos entre nuestros lectores los que, por haber probado alguna vez el "solomillo Wellington", acaso en ocasión de bodas y banquetes, donde es escandalosamente frecuente, refuten la receta en cuestión así sin más, tal vez con un, ¡menuda parvada... pues no es para tanto!, sin advertir que ese plato de su experiencia banquetil probablemente nada tuvo que ver con la receta genuina, ni en el contenido, que ha de ser un buen filete de solomillo de buey, ni en el continente, un hojaldre como debe bien ser, recién horneado; a más del concurso esencial de un foie-gras de honesta factura. Su fórmula genuina, como suele ocurrir con las grandes creaciones, es por demás sencillísima: la pieza de carne, una vez salpimentada, se pasa por la plancha bien caliente, para que el calor la selle y no pierda sus preciosos jugos; luego, habrán de cubrirla con sendas láminas de foie-gras, para finalmente envolverlo todo en fino hojaldre, que habrán de pintar con huevo batido para que adquiera un apetecible color dorado al asarse en el horno bien caliente durante los pocos minutos necesarios para lograr ese color... Y a la mesa de inmediato, porque el “Wellington” no puede esperar, hay que esperarlo a él. Buen provecho.






jueves, 16 de junio de 2011

La Batalla de Waterloo


      Esta celebérrima batalla, librada, en su fase decisiva, en la jornada del día 18, aunque con un importante prólogo el 17, supuso la definitiva derrota de Napoleón. Su escenario no fue exactamente Waterloo, sino las proximidades, algo más al sur, de este pueblo belga, ubicado a poco más de 12 kilómetros de Bruselas. Realmente, en estricto sentido, debiera haberse llamado la “batalla de Mont Saint-Jean”, que fue el eje medular del choque, y así creyeron que iba a llamarse los generales aliados, hasta que el propio Wellington les desmintió anunciándoles que se llamaría “de Waterloo”, que le parecía mucho más eufónico. Y así lo hizo, en esa población fechó, en la madrugada ya del 19 de junio de 1815, el despacho en el que anunciaba la trascendental victoria conseguida contra el ejército francés.
Luis XVIII
      Napoleón había doblegado a Europa y encumbrado a Francia desde 1804 hasta 1813. Entonces, tras su fracaso en Rusia, se vio obligado a abdicar y a aceptar el exilio en la mediterránea isla de Elba. Luis XVIII, hermano del rey guillotinado, pasó a ser el nuevo gobernante de Francia, bajo el amparo y la tutela de las principales potencias coaligadas frente a Napoleón: Prusia, Rusia, Gran Bretaña, Austria y Holanda, que decidieron para Europa un nuevo orden en el Congreso de Viena. En ello estaban aún en la capital austriaca, cuando el recién entronado Luis XVIII ya había logrado concitar la antipatía de todo el país. Lejos de lo que los franceses esperaban: que optara por un régimen de monarquía constitucional, Luis XVIII se destapó con una clara voluntad de imponer un régimen de monarquía absoluta, borrando de raíz todo cuanto tuviera que ver con las conquistas logradas por la Revolución. La Marina fue descaradamente sacrificada a las conveniencias de Inglaterra. La beatería volvió a aflorar con una fuerza sorprendente. Los nobles que habían luchado contra Francia junto a los prusianos y austriacos eran recompensados ahora con condecoraciones y honores, en tanto que la legión de veteranos de los ejércitos napoleónicos se veían separados de sus puestos y reducidos a sueldos de hambre.
Napoleón regresa de Elba
      A finales de febrero corrió como un reguero de inquietud y alarma por todas las cortes europeas, y muy en particular en París, la huida de Napoleón de su confinamiento. El 1 de marzo de 1815 desembarcaba Bonaparte en la costa sur de Francia, e iniciaba una triunfal marcha hacia Paris, adonde llegó el día 20, al frente del poderosísimo ejército que, con voluntario entusiasmo, se había ido formando y sumando a lo largo de la ruta. Luis XVIII huyó, y con él los nobles cortesanos, y un buen número también de generales napoleónicos de antaño que habían hallado acomodo en la nueva Corte.
      Conociendo la precariedad del momento y de su propia situación, Bonaparte se empeñó inútilmente en proclamar su voluntad de paz y de no agresión, y su deseo de pactar con los aliados. Pero éstos no estaban, ni mucho menos, por esa labor. Se sabían fuertes frente a una Francia exhausta, y no iban a desaprovechar la ocasión de asentar un golpe definitivo, temerosos, además, de que la concesión de tiempo permitiese a Napoleón rehacerse y rearmarse para volver a imponer su dominio. Entre los aliados ya habían surgido numerosas rencillas –y en ello confiaba Bonaparte-, pero la percepción de la amenaza les hizo disiparlas al instante y cerrar filas de nuevo contra Napoleón.
      No obstante, estas dudas, y la superación de los recelos, hizo a los aliados vacilar en la decisión que debiera haber sido más urgente: invadir el territorio francés, y atacar al corso antes de que éste pudiera hacer ningún movimiento. La ganancia de esas jornadas fue decisiva para Napoleón, quien, con su habitual dinamismo, no descuidó los preparativos militares, al tiempo que repetía sus llamamientos y ofrecimientos de paz. Y así fue como, a principios de junio, había logrado ya concentrar un ejército de 125.000 hombres en la frontera belga, y disponerse con ellos a tomar la iniciativa y articular una ofensiva antes de que las fuerzas aliadas –muy superiores -por encima de 200.000- pudieran reagruparse y actuar conjuntamente.
Monumento actual, en el escenario de la batalla
      Británicos y holandeses estaban desplegados en el suroeste del territorio belga, con su cuartel general en Bruselas y al mando de Wellington. Al este, con su cuartel general en Lieja, estaba, desplegado en un amplio territorio, el ejército prusiano, comandado por el mariscal Blücher. Luego, se temía, llegarían los rusos, los austriacos y los suecos. Pero Napoleón confiaba en poder batirlos uno tras otro. De momento, la operación más urgente era evitar que Blücher y Wellington unieran sus fuerzas. Con tal ánimo, el 14 de junio ordenó cruzar la frontera.
Mariscal von Blücher
      La irrupción, con las primeras luces del día, del ejército imperial sorprendió a los aliados y a sus vanguardias, que se vieron desbordadas y obligadas a ceder terreno precipitadamente. A las diez de la mañana, el cuerpo expedicionario francés había ocupado ya el estratégico enclave de Charleroi. Napoleón había conseguido sacar provecho a su sorpresa estratégica, y se mostraba contento, aunque también contrariado al constatar que su mariscal Ney no había hecho efectiva su orden de ocupar la encrucijada de los Quatre-Bras, donde confluían las principales carreteras de la zona, la que llevaba a Bruselas, al norte, y a Fleurus y Namur, al este. Este error de Ney había de resultar muy caro, ya que Wellington, desde Bruselas, y al tener conocimiento de la ofensiva, dispuso como primera orden ocupar a cualquier precio los Quatre-Bras, y centrar allí el primer punto de contención contra el ejército invasor.
Mariscal Ney
      Estamos ya en el día 16. Napoleón, que ha avanzado ya otros 16 kilómetros, se ha situado ya en la ciudad de Fleuru, de donde ha desalojado a los prusianos, y anchea su demarcación hacia el noroeste atacando con gran dureza a los anglo-holandeses en la posición de Quatre-Bras. Las fuerzas napoleónicas han conseguido así situar a su ejército casi en medio de los dos enemigos, lo que llena a los aliados de incertidumbre, pues la posición lograda por los franceses les ubica de tal forma que pueden dirigirse hacia el noroeste, contra las fuerzas anglo-holandesas, es decir, contra Wellington, o hacia el este, para atacar a los prusianos, es decir, a Blücher.
      Napoleón opera entonces del siguiente modo: según su estilo, reserva para sí el mando directo de su Guardia Imperial, la élite de sus fuerzas, que deja a modo de ejército de maniobra, para operar con él según convenga y dicten las circunstancias. Y dispone una doble ofensiva: el ala izquierda, al mando de Ney, irá contra los anglo-holandeses que ocupan Quatre-Bras. Y el ala izquierda, al mando de Grouchy, dirigirá su ataque contra los prusianos de Blücher. Si todo se producía según el cálculo napoleónico, los prusianos serían derrotados y obligados a replegarse, y él, luego de apoyar este frente, una vez liberado de él, volvería como refuerzo sobre Ney para liquidar la resistencia de Quatre-Bras y dejar expedito el camino hacia Bruselas.
Mariscal Grouchy
      Pero los hechos no ocurrieron exactamente así. Blücher finalmente fue vencido, en la batalla de Ligny, pero logró replegarse con cierto orden, aunque a costa de graves pérdidas. Y Ney, por su parte, se gastó en sangrientos esfuerzos que a la postre resultaron inútiles en la pretensión de desalojar al enemigo de la posición de Quatre-Bras. Napoleón, vencedor en el campo de Ligny, se decidió a volcar todo su refuerzo en apoyo de Ney. No obstante, ordenó a Grouchy que partiera, con una fuerza de 30.000 hombres, en persecución de Blücher, al que suponía en retirada camino de Namur, tal vez con el ánimo de unirse al ejército austriaco que se sabía venía en camino. La orden a Grouchy era que, bajo ninguna circunstancia, le perdiera de vista, y seguir acosándole y empujándole en su retirada hacia el este. Con esa estrecha vigilancia podría Napoleón, además de mantener lejos a los prusianos, ser advertido con tiempo de la temida llegada del ejército austriaco.
      Pero un nuevo ingrediente, siempre crucial en las batallas, entró entonces en juego. El día 17 el tiempo cambió bruscamente, con intensísimas lluvias, que enfangaron los campos y los caminos. Wellington, al saber de la derrota de Blücher en Ligny, ordenó a éste que maniobrara como fuera para tratar de unirse a él. Su concurso –le hizo saber- resultaba crucial para las esperanzas de contención del ejército anglo-holandés. Blücher le contestó que haría esa maniobra a cualquier precio, y que podía contar con su apoyo para el día 18. Así pues, Wellington se dispuso a resistir y ganar tiempo hasta esa llegada. Aprovechando el fuerte temporal y con la mayor discreción que pudo, retiró a sus fuerzas de la posición de Quatre-Bras, replegándose hasta la nueva posición defensiva del Mont Saint-Jean, en las proximidades del pueblo de Waterloo. Por su parte, Grouchy, a duras penas podía mantener el contacto de control encomendado con el ejército de Blücher, que maniobraba erráticamente y con toda rapidez. Llegó la noche, y con ella una densísima niebla, y al amanecer del 18 a Grouchy se le habían perdido los prusianos. Así pasaron varias horas de enorme nerviosismo y desazón, que los prusianos aprovecharon para forzar su marcha hacia al oeste, al encuentro y apoyo de Wellington.
Duque de Wellington
      La mañana del 18 de junio amaneció con un cielo progresivamente más despejado. La batalla decisiva se hizo entonces inminente e inaplazable. Frente a frente, los dos ejércitos, ya notablemente desgastados por las cruentas acciones de los días precedentes. Wellington sumaba 67.000 efectivos, con los que se dispuso a resistir el embate de los 74.000 hombres de Napoleón, en la esperanza imperiosa de que, a lo largo del día, pudieran llegar los prometidos refuerzos de los 70.000 hombres de Blücher.
      Napoleón había enviado un mensaje urgente a Grouchy para que, perdida la persecución, regresara a toda prisa con sus 30.000 hombres, para la batalla inminente, que se inició a las 11 y media de la mañana con el tronar de la artillería; la mucho más poderosa artillería francesa, de mayor alcance, además, en la que Napoleón basaba siempre la clave de sus enfrentamientos (Napoleón, en todas sus batallas, jugó siempre con el mejor orden y movilidad de su caballería, pero una condición imprescindible y sagrada para él fue, siempre, contar con más y mejor artillería que sus oponentes).
Determinante encuentro entre Wellington y Blücher
      Tras el imponente prólogo del duelo artillero, 250 piezas francesas frente a 150 británicas, se iniciaron las maniobras, todas ellas complejas y extremadamente sangrientas. Napoleón inició su ataque contra el flanco derecho de Wellington, pero la maniobra no dio el resultado esperado. No obstante, el mariscal inglés se encontraba al límite de su resistencia. Los ataques seguían sucediéndose, por el flanco izquierdo, por el centro, oleadas de coraceros a la carga, de infantes granaderos, la Guardia Imperial apoyando los esfuerzos y las urgencias. Todo apuntaba, en las primeras horas de la tarde, que la victoria francesa estaba al alcance de la mano. Entonces ocurrió un despropósito, y un infortunio para el afán napoleónico. El despropósito fue el grave error de apreciación de Ney, que malentendiendo que Wellington se retiraba, ordenó una carga general. Napoleón, desde su puesto de observación, se echó las manos a la cabeza, porque veía claramente que aquella maniobra resultaba suicida, por precipitada. “Es la segunda vez desde anteayer –comentó Napoleón quejumbroso- que este desdichado de Ney compromete la suerte de Francia”…[]… “Nos hemos adelantado en una hora... –siguió- pero es preciso apoyar lo que ya no tiene remedio”... Y así fue como se vio obligado a enviar en apoyo de Ney al grueso de su tropa de maniobra, la Guardia Imperial.
Napoléon, abatido tras la derrota
      En este trance desesperado estaban, cuando devino el infortunio: por el flanco este del campo de batalla hizo acto de presencia el ejército prusiano de Blücher. Todo estaba irremediablemente perdido. La tarde declinaba ya en sus sombras, cuando aquel empuje imparable vino a sembrar el pánico y puso en desbandada a las tropas de Bonaparte. Éste, escapó por los pelos de no ser herido o tomado prisionero. Con gran desorden, los maltrechos restos del ejército imperial lograron retorcer durante la noche y volver a la orilla francesa del Sambre. El sueño de los Cien Días de Napoleón había concluido así dramática e irremisiblemente. El día 22 de junio el Emperador firmaba su segunda abdicación, y afrontaba con ella el penoso destino fatal de su confinamiento en la lejano y perdido islote atlántico de Santa Elena.







miércoles, 15 de junio de 2011

Salmón (II). Rey destronado


    Cuánto se escandalizarían nuestros abuelos, y de ahí para atrás póngale usted los siglos que quiera, al ver la extrema asequibilidad a la que el salmón ha derivado entre las pesquerías de hoy en día. Sencillamente, no se lo podría creer. El milagro de la acuicultura, de las piscifactorías modernas, se inició precisamente con truchas y salmones hace ya más de medio siglo. En el caso del salmón, noruegos y canadienses, junto con los japoneses, fueron los pioneros, y acaso por tal precocidad siguen siendo hoy los amos de este mercado, ya gigantesco, a nivel internacional.
      Lamentablemente, y por contra, la pesca deportiva de salmón salvaje vive hoy horas tan bajas, que probablemente suscitaría igual escándalo e incredulidad entre los venerables ancianos. No hace ni quince años, las capturas que se anotaban en España en cada temporada (que por entonces se iniciaba el tercer domingo de marzo) se situaban, con normalidad, por encima de las 8.000 piezas. En la actualidad, con un canto en los dientes nos daremos este año si al final (el 31 de julio) se logra sumar un tercio de esa cifra. ¿Qué ha ocurrido? Pues, principalmente, que muchos de aquellos ríos, otrora salmoneros de fuste, se han emponzoñado de contaminación; que muchas de las presas no han acertado al diseñar las preceptivas “escalas salmoneras” que faciliten la remontada de los peces; y que el furtivismo inconsciente y criminal sigue siendo una práctica difícil de erradicar.
      En todo caso, y por todo ello, probablemente somos mayoría abrumadora los que, como yo mismo, nunca nos la hemos visto, con garantía de acierto, con un salmón salvaje en la mesa. Hoy en día, además, como no seas pescador, o íntimo de alguien que lo sea, la esperanza de poder catarlo es francamente corta, ya que en la mayoría de nuestras regiones su comercialización está, desde hace tiempo ya, estrictamente prohibida. Digamos, al respecto y como apunte de consuelo, que en los salmones de río capturados artesanalmente en el proceso de remonte, según recogemos de un reputado crítico, “se detectan, como rasgos diferenciales, una carne menos grasienta y unos tenues destellos a cieno o limo, en ocasiones imperceptibles, pero a veces muy acusados…[…]… En una cata ciega, muchos diletantes de la mesa, que suelen ensalzar con fervor los ejemplares de río, se asombrarían del resultado. Cuando las piezas se ahúman las diferencias son inexcrutables”.
      Dígase, y sépase, al hilo, que para acometer con éxito la cocina del salmón salvaje es requisito imprescindible el saber sangrarlo previamente; y esa operación, no sólo no es sencilla sino que, por lo que arriba venimos de mentar, su modo y su técnica se ha perdido en la memoria de la Historia en muy buena medida. Y es que el salmón, como todos los grandes nadadores, tiene una sangre roja y espesa que es mejor eliminar cuanto antes. En Inglaterra y Escocia se emplea para ello un procedimiento antiguo y un tanto bárbaro. Recién sacado del agua y todavía vivo se hacen al salmón unos cortes profundos en los costados, cada tres centímetros. Luego se cuelga de la cola y se deja que sangre durante algunos minutos. Después se sumerge durante una hora en agua muy fría. Según los expertos, no hay nada que se pueda comparar a las carnes de un crimped salmón, que es como se denomina a este tipo de tratamiento en lengua inglesa.
      De todos estos trucos y tratamientos para la mejor cocina del salmón, el catálogo es amplísimo; consecuencia lógica de la muy dilatada tradición que la culinaria salmonera exhibe. Téngase en cuenta que el salmón ya era tenido por bocado de lujo en los tiempos de la Grecia clásica, en los que, por cierto, los peces de río, en general, disfrutaban de mucho más aprecio que los de procedencia marina. Tal querencia pasó inalterada a Roma, como bien nos demuestra el recurrente Apicio, en cuyo famoso recetario se incluyen varias interesantes recetas de salmón que, con muy ligeros retoques, podrían muy bien elaborarse hoy en día. Y así también, en nuestro primer recetario patrio, el Libro de cozina, que Ruperto de Nola sacó a la luz en 1525, también figuran sabrosas recetas salmoneras, como esta misma que ahora les transcribimos -Cazuela de salmón- en su lenguaje de entonces:
      As de tomar el salmón limpio y bien lavado y ponerlo en una cazuela con sus especias que son galangal y un poco de pimienta, y gingibre y azafrán, y todo esto bien molido, y echado sobre el pescado con sal y un poco de agraz o de zumo de naranjas, y vaya a fuego de brasas, y después de tomar almendras blancas y passas y piñones y de todas yerbas. Es a saber moradux que se dize mayorana, y perexil y yerba buena, y desque la cazuela sea cerca de medio cozida echarle todo esto dentro.
      Desde entonces, el salmón no hizo más que ganar protagonismo. En el XVII y en el XVIII al rey del río siempre se le reservó el lugar más destacado en las mejores mesas. Y la apoteosis llegó en el XIX, cuando los más grandes restaurantes y los cocineros de los más exclusivos hoteles rivalizaban por ofrecer las recetas más sofisticadas, casi siempre, como debe ser porque el animal se presta, presentándolo entero, en su exultante e imponente presencia.
marinado
      El salmón, tanto aquel, memorable, salvaje, como el enjaulado de hoy, que no está nada mal si es de buena filiación, admite numerosísimas técnicas coquinarias. Si se opta por la cocción, deberán aquilatarse mucho los tiempos, que han de ser muy cortos, para que el interior no pierda su atractivo color rosado. Pero también, con fenomenal resultado, podremos brasearlo; o simplemente marinarlo, para degustar de él en ese semi-crudo resultante. Y otra fórmula excelente, que, ésta sí, en casa resulta bastante complicada, es la del ahumado, que proporciona al pez una mutación sublime. Buen provecho.



Y de postre, una receta:

Salmón braseado, brotes e infusión de grelos y allada (Rte. TOÑI VICENTE - Santiago de Compostela

Ingredientes (para 4 personas):
1 kg. de salmón desespinado; 1 patata grande; 1 manojo de grelos recién brotados; 4 dientes de ajo; 30 gr. de unto; 1 cucharada de pimentón dulce; 1/2 cucharada de vinagre; aceite de oliva
Preparación:
      Se corta el salmón en cuatro trozos, que se brasean ligeramente, y se reservan.
La allada: En una sartén con aceite y el unto se doran los ajos. Una vez fritos, se retiran. Se aparta el aceite del fuego y se espera a que atempere antes de incorporar el pimentón y el vinagre. Luego, se deja todo reposar, y se filtra.
Los brotes: En una cacerola con agua hirviendo se introducen los brotes de grelos y se cuecen durante sólo un minuto, ya que son muy tiernos y tienen cierto dulzor. Se reservan.
La infusión de grelos: Se licuan los grelos restantes, se filtran y, en una cazuela a parte, se hierven hasta que reduzcan. Por último, se  añaden unas gotas de aceite, y se  reservan.

      Pondremos luego en  una olla la patata limpia con su piel, la cubrimos de aceite y la dejamos confitar a fuego lento durante unos 40 minutos. La pelamos luego, y la cortamos en rodajas. Luego, terminaremos de cocer el salmón, al vapor, durante 2 minutos. Y ya podemos disponernos a componer la presentación del plato: un trozo de salmón, con su rodaja de patata, acompañado con los brotes de grelo, la infusión y la allada.

...y un vino:


Terra do Gargalo - Bod. Gargalo (D.O. Monterrei)


Roberto Verino, el mundialmente conocido y admirado diseñador, es el "padre" de esta bodega ourensana que nació, en la tierra de sus mayores, a finales de los ochenta, al tiempo mismo del logro de la D.O. para la especificidad de los vinos del muy antiguo Valle de Monterrei, en el extremo sureste de Galicia, en la linde con Castilla, por el este, y Portugal, por el sur. Todo aquí, en este espacio privilegiado que la naturaleza ha dotado con un microclima propio y diferencial, a medias mediterráneo, a medias atlántico, gira en torno a la influyente presencia del río Támega, último afluente del Duero por tierras hispanas. En este marco y condiciones de soberbio privilegio nace este delicado blanco, hijo del ponderado concurso de las tres variedades propias de la zona, a saber: la mayoritaria godello, la provincial treixadura, y la zonal Dona Blanca. El resultado, tras una muy cuidada elaboración, es un vino de exultante juventud, pletórico de fructosidad y ciento por ciento suave, con un paladar goloso, refrescado por la acidez, y con un paso de boca ligero y festivo.


Precio medio: 7,50 €