martes, 14 de junio de 2011

Pollo a la Marengo

      La que hoy venimos a contarles es una historia singularísima. Tanto, que se trata de, probablemente, el único plato de renombre internacional del que se tiene constancia exacta del día de su creación. Y ese día fue el 14 de junio del año 1800. ¿Y qué ocurrió aquella jornada? Pues una batalla, decisiva en la trayectoria fulgurante de Napoleón: la batalla de Marengo, de la que, además de la aplastante derrota austriaca y el definitivo impulso hacia la corona imperial que procuró al corso, derivó de ella y alumbró para el mundo una receta histórica: el celebérrimo “pollo a la Marengo”.

Batalla de Marengo

      El pollo a la Marengo, ya les anticipo, no es nada del otro mundo en cuanto a preparación culinaria. Una receta sencilla, y hasta se diría que ordinaria, porque combina, o mezcla –que también se puede decir así- pollo frito y luego guisado con tomate, con cangrejos de río, picatostes de pan a los lados, y hasta un huevo frito, también, coronando el invento. Una cochinada, cabría decir, muy propia de Napoleón, que más que un gourmet (es decir, un sibarita) era un gourmand (es decir, un tragaldabas).
      Pero, claro, hay que poner en la justificación de la historia, además de la indudable épica literaria de la evocación de aquellos hechos trascendentes, la grave precariedad del momento. El enorme y sangriento caos vivido aquel día. Y el hambre feroz que sintió el Primer Cónsul cuando, tras casi toda una jornada de incierta lucha, descansó, vencedor, y pidió la cena.
Esquema de la batalla
      La batalla de Marengo, que se saldó con 10.000 austrohúngaros muertos, -algo menos de la mitad por parte francesa-, y más de 20.000 heridos, acabó de dar el dominio de Italia a Francia, y supuso la definitiva retirada de Austria del Piamonte. Aquel día, 14 de junio, que era domingo, los dos ejércitos se dispusieron a la batalla desde primeras horas de la mañana. El de Napoleón estaba en inferioridad numérica, pero contaba, a cambio, con mejor movilidad de la caballería, y también con más artillería, además del genio singular y extraordinario como estratega del francés. Pero lo cierto es que se las vio muy apuradas en todas las acometidas de la mañana. Los austriacos parecían ir ganando, y hasta tal punto se confiaron en ello que, pasado el mediodía, cuando la presión había obligado a los franceses a ceder terreno hasta la aldea de Marengo, el general que mandaba a los austriacos, el Barón von Melas, dando el asunto casi por resuelto a su favor, se decidió a retirarse a descansar, confiando el mando a sus subordinados. Pero ni mucho menos la batalla estaba perdida en el magín de Napoleón. Esperaba refuerzos; y de los que él quería: de caballería. Y cuando éstos llegaron al fin, al mando del general Louis Desaix, organizó un contraataque feroz y fulminante, que rompió aquí y allá las filas enemigas, y acabó por poner en desbandada a los austriacos, a la caída de la tarde.
Barón von Melas
      Con todos estos avatares de avances y retiradas, los carros de intendencia y cocina de Napoleón se habían perdido, arrasados por el cañoneo. Y cuando el sire entró en su tienda y exigió la cena, su cocinero particular, el suizo Dunand, no tenía apenas nada de que echar mano. Urgentemente, comisionó a unos soldados para que buscaran en los calcinados alrededores algo. Y lo que trajeron fue, dos pollos, algo de harina, unos tomates, unos dientes de ajo, un poco de aceite, unos huevos, una botella de vino blanco, y también unos cuantos cangrejos de río. Y así fue como Dunand improvisó lo que pudo: enharinó y frió el pollo, luego de trocearlo, y a continuación se dispuso a guisarlo con los tomates y el vino. Antes, había rematado la fritura flambeándola con un chorro de coñac de su propia cantimplora. Al tiempo que cocía el guiso y reducía el vino, incorporó, machacados, los dientes de ajo. Y también se decidió a añadir al guiso los cangrejos. Al montar el plato, colocó a los lados sendos picatostes de pan frito. Y como, al fin, conocía la voracidad un tanto grosera de su señor, no desdeñó completar la presentación con un huevo frito encima, coronándolo todo.
      Así nació el “pollo a la Marengo”, que, a rebufo de la victoria memorable, alcanzó prontísima fama en todos los grandes restaurantes de aquel Paris asombrado y rendido al genio del corso genial. Genio militar indudable, que no, como se ve, gastronómico, dada la grosera mezcolanza que representaba aquel plato concebido de urgencia para un paladar que el bueno de Dunand sabía sólo demandaba cantidad en el plato y prontitud en el servicio. Con todo, como queda dicho, durante meses, y hasta años, en todas las cartas de mayor fuste y renombre de los restaurantes de toda Francia, y muy pronto de los del Imperio en expansión (recuérdese, al hilo, que el restaurante, con el concepto actual de servicio sofisticado “a la carta”, surge tras la Revolución Francesa, cuando los grandes cocineros de la nobleza guillotinada o exiliada del Antiguo Régimen se vieron en la calle, y hubieron de buscarse la vida inventando aquellos novedosos establecimientos orientados al público diverso, en concurrencia de comedor y vecindad de mesa, de la nueva y pujante burguesía post-revolucionaria), la ordinaria receta triunfó con un éxito memorable. Nada que ver, por ejemplo, con la sibarita excelencia de otra receta histórica, de solomillo ésta, que lleva el nombre del gran oponente de Napoleón: el “solomillo Wellington”. Si les parece, porque se vea el contraste y dado que la gran fecha de Wellington también tiene al mes de junio como especial referente (la batalla de Waterloo, el 18 de junio de 1815), en torno a esa fecha, prometido queda, nos ocuparemos de ello. Buen provecho.




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