jueves, 2 de junio de 2011

Destellos de Hollín (Pag 135 a 145)

     
      El alto de Lomasanta, 914 metros, abre un balcón natural sobre el Valle de Pisón. Al rebasarlo, la carretera inicia un zigzagueante descenso, flanqueada a ratos y hasta su borde mismo por una tapia arbórea que llega a tamizar la luz en algunos tramos; en otros, los más, la panorámica se ofrece amplia, jugosa y espectacular, en un concierto de verdes en los que domina la gama más brillante de los prados. Cadenciosamente, con la armonía de un ballet, las manos de Matías al volante de su Mercedes gozaban perfilando el trazado de cada curva; recreándose en la secuencia de giro que iba dibujando en el morro la emblemática estrella de tres puntas, en su barrido por las cunetas y los troncos de los pinos. El parabrisas iba a su vez recogiendo, con la apariencia de una cinta sinfín, el luminoso reflejo de las copas de los árboles y el destello frecuente a su través de un sol, aún franco y desarmado en el primer andar de la primavera.
      No obstante ese circular embebido de placidez, a un ritmo que más parecía un dejarse llevar, en el solitario conductor bullía una agitación próxima a la histeria. Todo él era un manojo de nervios, ahora refrenados con argumentos de convicción y conveniencia para sí mismo, ahora desatados en sobresaltos de aspavientos y diatribas gesticulantes a las que él mismo daba chance y respuesta.
      Había salido de Madrid con las primeras luces del lunes, tras un fin de semana ocupado al completo en repasar todos los pasos previstos y los detalles, grandes y nimios, del plan urdido para desvalijar el vecino taller de joyería. Cien veces, o mil tal vez, habían él y “Bermeo” revisado movimientos, operaciones, tiempos, planos, croquis, esquemas, plazos y todas las contingencias imaginables. Llevaban en la labor casi dos meses, desde la salida de la cárcel de “Bermeo”, y desde que éste se instaló, por cuenta y gasto de Matías, en un pequeño apartamento del barrio de Ventas.
      La verdad es que Matías tenía motivos sobrados para sentirse afortunado por la elección de “Bermeo” para llevar a cabo la empresa. Desde el primer momento fue de ver la entusiasmada implicación del vasco en el proyecto. Aportaba un caudal de sugerencias, útiles las más de las veces; ejercitaba una disciplina ejemplar; moderaba el gasto cual si saliera de su propio bolsillo; y hasta en muchas ocasiones parecía que aquel “trabajo” le hubiera hecho olvidar otras obsesiones, como la caza y captura de“Gardel”. Pero, quiá, ni un tanto así. Una vez, sólo una vez que Matías, tentado por esa posibilidad, tuvo la ocurrencia de insinuarlo, se vio en un instante impelido con explosiva violencia contra la pared y acogotado por la presión del filo nervioso de una navaja apoyada directamente en su cuello.
      Matías se vio obligado a jurarle solemnemente, una vez más, comprometiendo su vida en ello, que facilitaría a su cómplice, cuando pasara el tiempo prudencial tras el atraco, una vez hecho el reparto, la localización exacta de “Gardel” para su ansiada venganza.
      En todo caso, en la previsión del plan que manejaba, “Gardel” y “Richard” serían los cabezas de turco de la operación. De las pruebas que habrían de inculparles ya se había encargado Matías semanas atrás, cuando se hizo acompañar por ambos a una excursión a Aranjuez y, en un momento del viaje, a la salida de una curva que ya había estudiado previamente, provocó que el coche se saliera de la carretera hasta encastrarse en una zanja. Para desatorar el vehículo y volverlo a la carretera, “Gardel” y “Richard” hubieron de manejar con profusión el juego de mazas y palanquetas que, a propósito, llevaba Matías en el maletero, dejando así en ellas las huellas que habrían luego de acusarles, una vez fueran convenientemente dispuestas las herramientas en el lugar adecuado para su localización por la policía.
      Todo, en fin, estaba previsto en sus tiempos y plazos; estudiado con meticulosidad, al detalle, y repasado mil veces. Hasta la fortuna se les había ofrecido de cara al despejar la duda que “Bermeo” había planteado, con toda lógica, como requisito imprescindible para acometer el trabajo: el conocimiento previo de la marca y modelo de los cofres sobre los que habría que “operar”. Fue éste el primero y principal encargo que se trajo Matías de la cárcel, a su salida.
      La estrategia que aplicó para ello resultó fácil y rotundamente eficaz. Un grifo mal cerrado, una bañera que se desborda, un cuarto de baño que se anega, y una, dos, tres horas de filtración desde el piso superior a través del muro medianero. Todo tan fácil, tan natural, tan cotidiano. Matías se deshizo en disculpas, y se dio buena prisa en apurar los medios para reparar de inmediato los daños ocasionados a sus vecinos. Ni media queja, más allá de la natural por tan azaroso incidente, pudieron exhibir en “Joyre” de la diligente disposición del vecino corbatero. A primera hora de la mañana, nada más recibir el aviso, ya corrió éste a observar y a hacer una primera evaluación de los daños, realmente cuantiosos sobre todo un paño de pared, encima la más difícil de reparar, vaya desgracia, por la circunstancia de estar arrimadas a ella las dos pesadas cajas fuertes que sería imprescindible mover, con el coste añadido del empleo de gatos y más personal que el preciso para un simple recebo y pintura.
      Pero Matías no regateó esfuerzos ni presencia de medios para restituir el orden a la mayor prontitud, aprovechando bien la ocasión a sus fines, claro, y anotando con pulcritud detallista todo cuanto de interés necesitaba para reconocer a ciegas cada centímetro cuadrado del local, la disposición precisa del mobiliario, evaluación selectiva de los puntos de mayor interés y, por supuesto, la marca y el modelo requeridos y hasta el número de serie de las dos cajas fuertes, que resultaron ser, a la sazón, dos ‘Winston&Faber”, ambas modelo AZ98, fabricadas en Amorebieta bajo licencia, por “Faustino Iturbe, S.A.”.
      “Bermeo” sonrió y hasta juzgó broma en un principio los datos que escuchaba de Matías. Y es que el de la ‘Winston&Faber” era, a su ciencia natural, un mecanismo de aprendiz, una especie de caja de cerillas para él, a pesar del doble resorte de seguridad y el anclaje helicoidal de que estaban dotadas. La clave, los siete anillos concéntricos de combinación, resultaban, en su giro, angosta matraca para la muy entrenada hipersensibilidad de las yemas dactilares de “Bermeo”, quien juzgaba no llegar a tener que necesitar siquiera para la apertura de la ayuda del obligado fonendo.

      Tras media hora de suave descenso, la granja conocida como de “Los Doce Santos”, sobre el solar que en otro tiempo ocupara un viejo cenobio benedictino, devolvió a Matías a la inmediatez de su viaje. El paisaje empezaba a poblarse de lugares y detalles de reconocimiento muy familiar, que avivaban en él emociones de íntima percepción. Cruzó el puente que, con pretencioso error, los lugareños llaman “romano”, y enfiló la recta flanqueada de álamos a cuyo final se asienta el núcleo urbano de la villa de Pisón. Sin llegar a extrañar nada ni poder concretar en qué, todo parecía igual, y al tiempo todo radicalmente cambiado, a los ojos de Matías, tras siete años de ausencia. La propia carretera y las primeras casas del pueblo que empezaba a distinguir con nitidez se ofrecían estrictamente inalteradas, cada cosa en su lugar, el previsto, el de siempre, sin la más mínima diferencia, como si este regreso no fuera otra cosa que la vuelta rutinaria de un viaje emprendido apenas unas horas antes. Sin embargo, un ebullente recelo, mezcla de desconfianza y de temor casi insuperable le hicieron levantar el pie del acelerador y entrar en la calle principal al paso lento de una tartana. Como a cámara lenta, fue reconociendo las primeras caras, los portales, los comercios, las fachadas. Y notó en el estómago una punzada bílica, el amargor de la traición, al reconocerse violador de aquel espacio tan entrañable, el único que acaso le quedaba y al que ahora volvía con el mezquino propósito de servirse de él como coartada. Al entrar en la Plaza del Caudillo, la principal del pueblo, a la que asoma el frontis barroco del Ayuntamiento, halló lugar de aparcamiento frente a los amplios ventanales del “Casino Pisoniego”. Dentro, al trasluz del cristal se dejaba ver la silueta desdibujada de dos hombres, entrados en años y ajenos al mundo y a cualquier otra cosa que no fuera el tablero de ajedrez que les enfrentaba. Matías demoró un instante su salida, tratando inútilmente de reconocer a alguno de ellos, para derivar al fin su atención al propio tablero y a la imprecisa disposición de las piezas, desplegadas, aún sin mermas, en el tercer o cuarto movimiento después de la apertura. Aquella imagen brindó a Matías un rictus de lucidez y, en la analogía, la explicación que ansiaba respecto a la incómoda percepción que venía sintiendo de verlo todo, al tiempo, igual y tan enojosamente distinto: el tablero y las piezas, como el pueblo y las gentes, mantenían una distribución estática, objetiva e inalterable; la posición del observador y, más aún, su implicación en el juego, a un lado o al otro, por blancas o negras, sí marcaba una percepción sustancial y cualitativamente diferente. Algo así le ocurría a él ahora. Con todo, lejos de conformarse, fuese o no de recibo la comparación, Matías no sintió tras ella ningún alivio. Más se dijera que el bulle bulle del caso dio en provocarle aún mayor zozobra.
      El contraste y la plena recuperación de las sensaciones añoradas vino a producirse en el cálido y efusivo recibimiento que le brindaron los Heredia, Donato y Ana, y la familia crecida en los años de su ausencia. El horno en la trastienda, el despacho de pan abierto a la calle, el dulce olor de la harina y las brasas, todo seguía y se percibía igual, desde cualquier punto de vista. Los detalles nuevos se antojaban sólo adornos armoniosos, evolución natural de un todo perfectamente reconocible, aunque más completo y acabado.
      Alicia desorbitó los ojos de alegría al reconocerle de inmediato en el umbral de la tienda. Con un chillido de urgencia demandó a sus padres en el interior, al tiempo que corría a abrazarse al cuello del recién llegado.
-- ¡Tío Matías!¡ Cuantísimo bueno por aquí! ...¡Vaya sorpresa!¡Qué alegría! Mamá... Papá... Mirad quién ha llegado...
      Ana y Donato asomaron por la puerta interior. Igual que Alicia, pulcramente uniformados de blanco, y al instante, como ella, radiantes en la sorpresa de la bienvenida. Tras los abrazos, Matías retrasó su posición un paso para mejor observarlos y percibir, en un escalofrío, el sorprendente parecido de madre e hija, tocadas ambas con similar pañuelo anudado en la cabeza y retiznadas ambas de harina casi en los mismos lugares de una cara iluminada por la misma sonrisa. Sólo un matiz de mayor serenidad y cansancio, y el apunte, satinado de harina, de las ligeras arrugas que poblaban ya el rostro de Ana, venían a establecer el orden generacional entre las dos. Un orden de dinámica vitalidad, del que dio buena prueba el llanto infantil que vino a oírse desde la trastienda, rompiendo el momento y reclamando la inmediata atención de todos.
-- ¿Es...? -la pregunta en el aire de Matías, cargada de afecto y sorpresa, le enfrentó a los rutilantes ojos de Alicia.
-- Pues, claro, bobo … Es mi hija. Anda, ven a verla ...Ya tiene casi dos años, y está hecha un pan.
      Matías no tuvo que forzar la sinceridad de sus halagos al reconocer la saludable belleza de la niña. Mintió al decir que era la viva imagen de su madre y de Ana, porque otros eran, sin duda, sus genes dominantes; pero no lo hizo al afirmar la evidencia de la hermosura peculiar de aquel cuerpecito cálido y nervioso que ahora, en el aire, sobre sus brazos, jugaba a seducir al recién llegado con el regalo de una sonrisa.
-- Vaya, vaya con Rita... Y qué decepción, Alicia, ¡no tiene bigote!... bromeó Matías.
-- ¡Bigote! ¡Bigote! ... ¡Va a tener bigote mi niña! ... ¡Bigote sí que tienes tú, que menuda facha te has puesto! ... Anda, anda, cállate. Ni tiene bigote, ni tampoco tricornio ni capote, ¡pobrecilla!
-- ¿Cómo te trata... ?
-- ¿Beni? ...Bueno, se llama Benigno, ¿sabes?... Sí; es maravilloso, ¿verdad, mamá.?..Ya lo conocerás. Hoy llegará tarde, porque tiene servicio de puertas, pero es muy guapo, y muy bueno. El sí tiene bigote, pero te va a gustar, seguro.
      A media tarde, en la sobremesa de una suculenta comida, plena de sabores de vieja y dulce memoria, Matías se sintió al fin completamente reintegrado. Todos los matices de amarga extrañación que había notado al llegar se habían disipado con la calidez familiar de la acogida. Donato y Ana insistieron en no consentir su alojamiento en ningún otro lugar que no fuera su casa, y le participaron una rápida puesta al día en los avatares locales de los siete años de su ausencia, con reproche incluido, por supuesto, por el despego que había demostrado al no hallar un hueco en todo ese tiempo para una escapada o una visita más frecuente.
-- Ni siquiera para la boda de Alicia ...ni para el bautizo. Eres un calavera, Matías. No me digas que no tuviste tiempo... -el reproche de Ana era sincero, aunque expresado en aquel tono suyo tan propio, de natural e inevitable cordialidad, que los años habían ancheado hasta límites casi beatíficos. Matías, desarmado e incapaz de mentir, asintió con pacífica mansedumbre, desistiendo de explicar, o insinuar siquiera que ella, sin duda sin saberlo, era en buena medida la culpable de su destierro.

      En los días siguientes, avanzando la semana, un angustioso sufrimiento, a duras penas reprimido, se fue adueñando del alma de Matías, literalmente en un puñopor la impotente angustia de saberse tan lejos de lo que fuera a ocurrir, al fin, en la hora H del día D convenido con “Bermeo” para perpetrar el atraco: las cinco de la mañana del diez de abril de 1971, Sábado Santo, por más señas. En su desazón, pasaba Matías, de un instante al siguiente, de considerar acertada la conveniencia ideada de aquel alejamiento suyo como mejor coartada para excluirle a él de la sospecha, a entender esa falta de implicación directa, su deserción en el momento crucial, como el fallo más garrafal, capaz de desbaratar todo el plan.
      En la tarde del jueves, según lo convenido, él y “Bermeo” mantendrían un último contacto telefónico, y a partir de ese momento la “operación” entraría en la fase de no retorno. Matías debería confirmar a su cómplice que el campo estaba plenamente despejado, es decir, que “Richard” y el resto del personal no tenían ningún asunto pendiente que pudiera llevarles a irrumpir en la fábrica en los días de fiesta. Por la noche, en la de autos, “Bermeo” entraría con su llave en el taller y empezaría a trabajar, despacio y sin prisa, en la meticulosa secuencia de sembrar las pistas acusatorias y acometer el butrón de acceso al local vecino. Picaría la pared con infinito cuidado durante el día del Viernes Santo, tratando de hacer el menor ruido y suspendiendo la operación por la noche, para evitar que el eco de los golpes, en el silencio de la madrugada, pudieran alertar a otros vecinos o paseantes. Una vez hecho el hueco y reventadas las cajas, previsiblemente ya en la mañana del sábado, dispondría con cuidado y en los lugares idóneos, sin despojarse nunca de los guantes de trabajo que habría utilizado todo el tiempo, las pruebas inculpatorias de “Richard” y “Gardel”, los picos y palanquetas con sus huellas, que Matías había dejado a propósito dentro de un armario. Procedería finalmente a romper un cristal de la oficina, para aparentar que los ladrones había accedido de ese modo al local, y huiría al fin con el botín en el coche preparado al efecto para encontrarse con Matías en el lugar convenido para el reparto.
      No se le escapaba a Matías que las pruebas inculpatorias podían resultar insuficientes, y hasta burdas, para acusar de plano y por sí mismas a “Richard” y “Gardel” en la autoría. Además, muy chapucero habría de parecer el montaje, si las herramientas tenían las huellas de los supuestos autores, y éstas no aparecían ni en las cajas fuertes ni en ningún otro lugar de los dos locales. Matías y ‘’Bermeo’’ habían conformado esa aparente contradicción suponiendo la tesis de que los autores, como es lógico, habrían actuado con pulcritud, enguantados, procurando no dejar ninguna huella. Las que se ofrecían no eran, pues, otra cosa que “fallos”, que siempre los hay. Las palanquetas acusatorias quedarían dispuestas mezcladas entre las otras herramientas utilizadas, que aparecerían “limpias”. Asimismo, la rotura del cristal de la oficina debería hacerlo “Bermeo” golpeando desde dentro, para que la caída de los cristales rotos en la parte de afuera ayudara a situar a la policía en la tesis de que el golpe se había dado en connivencia con alguien que había entrado por la puerta tranquilamente y tratado luego de aparentar de ese modo un acceso a través del ventanal.
      A las cinco de la tarde del jueves, desde la discreta cabina de un hostal de carretera en la cumbre de Lomasanta, a unos doce kilómetros del pueblo, la mano nerviosa de Matías descolgó el teléfono para la llamada de contacto acordada con “Bermeo” para esa hora. Actuaba con una cautela casi cómica, patéticamente nervioso, en lo que bien pudiera asimilarse como una caricatura exagerada de un supuesto agente secreto chusco y patoso por demás. Por fortuna para él, nadie había advertido su presencia ni nadie prestaba la menor atención a tal cúmulo de sospechosos tics y aspavientos.
-- ¡Aló, Madrid...! -espetó con voz hueca al oír descolgar el teléfono del otro lado.
-- ¿Eres tú, Matí ... as? -respondió “Bermeo”, sorprendido por la mudanza del tono que le llegaba.
-- ¡Coño!... -interrumpió bruscamente un Matías indignado por el error de la respuesta. ...¡Sin nombres!...¡Sin nooombres! ...¡No te he dicho que sin nombres!¡Hay que joderse! ¡Empezamos bien! Sí, soy yo, por supuesto. ¿Todo bien?



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