sábado, 25 de junio de 2011

Melón, fruta de verano


      Si hay una fruta especialmente asociada al verano, esa es el melón. Aunque de un tiempo acá y cada vez más disponemos de melones todo el año en los mercados, gracias a los cultivos de invernadero y a las importaciones, el genuino melón español es ciento por ciento estival, aunque, ciertamente sí, entendiendo la estación con amplitud de márgenes, pongamos que desde mayo y hasta finales de octubre. 
Multiplicidad de variedades
      Allá por el siglo I de nuestra Era, el romano Plinio escribió que había que probar no menos de cincuenta melones para hallar uno bueno. Hoy en día aún perdura esa incertidumbre a la hora de la elección, aunque ya no son necesarios ni mucho menos cincuenta para acertar, los infinitos cruces y selecciones de semillas y el trabajo durante siglos de los horticultores han mejorado notabilísimamente la calidad de los melones que hoy llegan a nuestros mercados; que no sólo son muchísimo más dulces que aquellos que proveían la mesa de Plinio, sino también muchísimo más grandes. Quienes estudiaron el tema de la evolución de esta fruta cucurbitácea (de la misma familia que la calabaza, el calabacín y el pepino) apuntan a dos vías originarias posibles para el melón: unos dicen que llegó de Asia Central, en tanto que otros apuntan como origen el corazón de África. En todo caso, unos y otros coinciden en afirmar que los melones que consumieron egipcios y griegos clásicos no llegaban a superar en tamaño al de una corriente manzana. De hecho, el nombre castellano de “melón” procede –previo paso por el latín, “melo”- del griego clásico “melopepón”, que venía a significar algo así como “fruto parecido a la manzana”.
      En todo caso, aunque el nombre que a nosotros llegó es grecolatino, la introducción del cultivo del melón en nuestra Península tiene a los árabes como protagonistas. Entonces, y durante toda la Edad Media y buena parte del recorrido de la Edad Moderna, el melón, en todas las mesas europeas, al igual que el resto de las frutas, qué curioso, no se consumía, como hoy, a los postres, sino al principio de la comida, siguiendo la recomendación de los médicos de la época.
      Probablemente, reminiscencia de aquellos tiempos y consejos es la fórmula magistral, de inequívoco sello italiano, que representa ese plato soberbio, perfecto entrante, que es el melón con jamón (“prociutto con melone”). Genial invento, porque una dulce raja de melón, fría y jugosa, quién lo duda, ya sea del de ellos, de Parma, o mejor aún, del nuestro, serrano o ibérico, casa perfectísimamente con una buena loncha, encima, de un buen jamón. Y digo bien: de un buen jamón, porque, aunque algunos puristas se escandalicen y mantengan que un jamón de calidad merece una degustación en sí mismo, a parte; sin quitarles razón también sostengo yo que, si se puede, al jamón bueno no es de recibo limitarle ni horas, ni momentos ni compañía. Y si el jamón es malo: ni solo ni con melón.
      Y ya en el remate de este comentario, se me ocurre que tal vez no sean pocos los que echen de menos ahora una coda con algunos buenos consejos para mejor elegir las piezas. Empeño inútil en el que yo no caeré: Para elegir un buen melón no hay ni se ha inventado aún fórmula infalible. Que si la piel más o menos arrugada, que si el color, las estrías, la forma más o menos apuntada… Tal vez lo que mejor funciona es el peso, si nos dejan sopesar dos o tres del mismo tamaño. Pero, no nos engañemos: acertar es cuestión, fundamentalmente, de suerte …y de práctica. Ya un refrán antiguo recuerda que “el melón y la mujer son malos de conocer”; y para ambos casos el viejo dicho recomienda –yo también- la cata previa como mejor modo de asegurarse. Que ustedes lo “caten” bien. Buen provecho.



No hay comentarios:

Publicar un comentario