jueves, 16 de junio de 2011

La Batalla de Waterloo


      Esta celebérrima batalla, librada, en su fase decisiva, en la jornada del día 18, aunque con un importante prólogo el 17, supuso la definitiva derrota de Napoleón. Su escenario no fue exactamente Waterloo, sino las proximidades, algo más al sur, de este pueblo belga, ubicado a poco más de 12 kilómetros de Bruselas. Realmente, en estricto sentido, debiera haberse llamado la “batalla de Mont Saint-Jean”, que fue el eje medular del choque, y así creyeron que iba a llamarse los generales aliados, hasta que el propio Wellington les desmintió anunciándoles que se llamaría “de Waterloo”, que le parecía mucho más eufónico. Y así lo hizo, en esa población fechó, en la madrugada ya del 19 de junio de 1815, el despacho en el que anunciaba la trascendental victoria conseguida contra el ejército francés.
Luis XVIII
      Napoleón había doblegado a Europa y encumbrado a Francia desde 1804 hasta 1813. Entonces, tras su fracaso en Rusia, se vio obligado a abdicar y a aceptar el exilio en la mediterránea isla de Elba. Luis XVIII, hermano del rey guillotinado, pasó a ser el nuevo gobernante de Francia, bajo el amparo y la tutela de las principales potencias coaligadas frente a Napoleón: Prusia, Rusia, Gran Bretaña, Austria y Holanda, que decidieron para Europa un nuevo orden en el Congreso de Viena. En ello estaban aún en la capital austriaca, cuando el recién entronado Luis XVIII ya había logrado concitar la antipatía de todo el país. Lejos de lo que los franceses esperaban: que optara por un régimen de monarquía constitucional, Luis XVIII se destapó con una clara voluntad de imponer un régimen de monarquía absoluta, borrando de raíz todo cuanto tuviera que ver con las conquistas logradas por la Revolución. La Marina fue descaradamente sacrificada a las conveniencias de Inglaterra. La beatería volvió a aflorar con una fuerza sorprendente. Los nobles que habían luchado contra Francia junto a los prusianos y austriacos eran recompensados ahora con condecoraciones y honores, en tanto que la legión de veteranos de los ejércitos napoleónicos se veían separados de sus puestos y reducidos a sueldos de hambre.
Napoleón regresa de Elba
      A finales de febrero corrió como un reguero de inquietud y alarma por todas las cortes europeas, y muy en particular en París, la huida de Napoleón de su confinamiento. El 1 de marzo de 1815 desembarcaba Bonaparte en la costa sur de Francia, e iniciaba una triunfal marcha hacia Paris, adonde llegó el día 20, al frente del poderosísimo ejército que, con voluntario entusiasmo, se había ido formando y sumando a lo largo de la ruta. Luis XVIII huyó, y con él los nobles cortesanos, y un buen número también de generales napoleónicos de antaño que habían hallado acomodo en la nueva Corte.
      Conociendo la precariedad del momento y de su propia situación, Bonaparte se empeñó inútilmente en proclamar su voluntad de paz y de no agresión, y su deseo de pactar con los aliados. Pero éstos no estaban, ni mucho menos, por esa labor. Se sabían fuertes frente a una Francia exhausta, y no iban a desaprovechar la ocasión de asentar un golpe definitivo, temerosos, además, de que la concesión de tiempo permitiese a Napoleón rehacerse y rearmarse para volver a imponer su dominio. Entre los aliados ya habían surgido numerosas rencillas –y en ello confiaba Bonaparte-, pero la percepción de la amenaza les hizo disiparlas al instante y cerrar filas de nuevo contra Napoleón.
      No obstante, estas dudas, y la superación de los recelos, hizo a los aliados vacilar en la decisión que debiera haber sido más urgente: invadir el territorio francés, y atacar al corso antes de que éste pudiera hacer ningún movimiento. La ganancia de esas jornadas fue decisiva para Napoleón, quien, con su habitual dinamismo, no descuidó los preparativos militares, al tiempo que repetía sus llamamientos y ofrecimientos de paz. Y así fue como, a principios de junio, había logrado ya concentrar un ejército de 125.000 hombres en la frontera belga, y disponerse con ellos a tomar la iniciativa y articular una ofensiva antes de que las fuerzas aliadas –muy superiores -por encima de 200.000- pudieran reagruparse y actuar conjuntamente.
Monumento actual, en el escenario de la batalla
      Británicos y holandeses estaban desplegados en el suroeste del territorio belga, con su cuartel general en Bruselas y al mando de Wellington. Al este, con su cuartel general en Lieja, estaba, desplegado en un amplio territorio, el ejército prusiano, comandado por el mariscal Blücher. Luego, se temía, llegarían los rusos, los austriacos y los suecos. Pero Napoleón confiaba en poder batirlos uno tras otro. De momento, la operación más urgente era evitar que Blücher y Wellington unieran sus fuerzas. Con tal ánimo, el 14 de junio ordenó cruzar la frontera.
Mariscal von Blücher
      La irrupción, con las primeras luces del día, del ejército imperial sorprendió a los aliados y a sus vanguardias, que se vieron desbordadas y obligadas a ceder terreno precipitadamente. A las diez de la mañana, el cuerpo expedicionario francés había ocupado ya el estratégico enclave de Charleroi. Napoleón había conseguido sacar provecho a su sorpresa estratégica, y se mostraba contento, aunque también contrariado al constatar que su mariscal Ney no había hecho efectiva su orden de ocupar la encrucijada de los Quatre-Bras, donde confluían las principales carreteras de la zona, la que llevaba a Bruselas, al norte, y a Fleurus y Namur, al este. Este error de Ney había de resultar muy caro, ya que Wellington, desde Bruselas, y al tener conocimiento de la ofensiva, dispuso como primera orden ocupar a cualquier precio los Quatre-Bras, y centrar allí el primer punto de contención contra el ejército invasor.
Mariscal Ney
      Estamos ya en el día 16. Napoleón, que ha avanzado ya otros 16 kilómetros, se ha situado ya en la ciudad de Fleuru, de donde ha desalojado a los prusianos, y anchea su demarcación hacia el noroeste atacando con gran dureza a los anglo-holandeses en la posición de Quatre-Bras. Las fuerzas napoleónicas han conseguido así situar a su ejército casi en medio de los dos enemigos, lo que llena a los aliados de incertidumbre, pues la posición lograda por los franceses les ubica de tal forma que pueden dirigirse hacia el noroeste, contra las fuerzas anglo-holandesas, es decir, contra Wellington, o hacia el este, para atacar a los prusianos, es decir, a Blücher.
      Napoleón opera entonces del siguiente modo: según su estilo, reserva para sí el mando directo de su Guardia Imperial, la élite de sus fuerzas, que deja a modo de ejército de maniobra, para operar con él según convenga y dicten las circunstancias. Y dispone una doble ofensiva: el ala izquierda, al mando de Ney, irá contra los anglo-holandeses que ocupan Quatre-Bras. Y el ala izquierda, al mando de Grouchy, dirigirá su ataque contra los prusianos de Blücher. Si todo se producía según el cálculo napoleónico, los prusianos serían derrotados y obligados a replegarse, y él, luego de apoyar este frente, una vez liberado de él, volvería como refuerzo sobre Ney para liquidar la resistencia de Quatre-Bras y dejar expedito el camino hacia Bruselas.
Mariscal Grouchy
      Pero los hechos no ocurrieron exactamente así. Blücher finalmente fue vencido, en la batalla de Ligny, pero logró replegarse con cierto orden, aunque a costa de graves pérdidas. Y Ney, por su parte, se gastó en sangrientos esfuerzos que a la postre resultaron inútiles en la pretensión de desalojar al enemigo de la posición de Quatre-Bras. Napoleón, vencedor en el campo de Ligny, se decidió a volcar todo su refuerzo en apoyo de Ney. No obstante, ordenó a Grouchy que partiera, con una fuerza de 30.000 hombres, en persecución de Blücher, al que suponía en retirada camino de Namur, tal vez con el ánimo de unirse al ejército austriaco que se sabía venía en camino. La orden a Grouchy era que, bajo ninguna circunstancia, le perdiera de vista, y seguir acosándole y empujándole en su retirada hacia el este. Con esa estrecha vigilancia podría Napoleón, además de mantener lejos a los prusianos, ser advertido con tiempo de la temida llegada del ejército austriaco.
      Pero un nuevo ingrediente, siempre crucial en las batallas, entró entonces en juego. El día 17 el tiempo cambió bruscamente, con intensísimas lluvias, que enfangaron los campos y los caminos. Wellington, al saber de la derrota de Blücher en Ligny, ordenó a éste que maniobrara como fuera para tratar de unirse a él. Su concurso –le hizo saber- resultaba crucial para las esperanzas de contención del ejército anglo-holandés. Blücher le contestó que haría esa maniobra a cualquier precio, y que podía contar con su apoyo para el día 18. Así pues, Wellington se dispuso a resistir y ganar tiempo hasta esa llegada. Aprovechando el fuerte temporal y con la mayor discreción que pudo, retiró a sus fuerzas de la posición de Quatre-Bras, replegándose hasta la nueva posición defensiva del Mont Saint-Jean, en las proximidades del pueblo de Waterloo. Por su parte, Grouchy, a duras penas podía mantener el contacto de control encomendado con el ejército de Blücher, que maniobraba erráticamente y con toda rapidez. Llegó la noche, y con ella una densísima niebla, y al amanecer del 18 a Grouchy se le habían perdido los prusianos. Así pasaron varias horas de enorme nerviosismo y desazón, que los prusianos aprovecharon para forzar su marcha hacia al oeste, al encuentro y apoyo de Wellington.
Duque de Wellington
      La mañana del 18 de junio amaneció con un cielo progresivamente más despejado. La batalla decisiva se hizo entonces inminente e inaplazable. Frente a frente, los dos ejércitos, ya notablemente desgastados por las cruentas acciones de los días precedentes. Wellington sumaba 67.000 efectivos, con los que se dispuso a resistir el embate de los 74.000 hombres de Napoleón, en la esperanza imperiosa de que, a lo largo del día, pudieran llegar los prometidos refuerzos de los 70.000 hombres de Blücher.
      Napoleón había enviado un mensaje urgente a Grouchy para que, perdida la persecución, regresara a toda prisa con sus 30.000 hombres, para la batalla inminente, que se inició a las 11 y media de la mañana con el tronar de la artillería; la mucho más poderosa artillería francesa, de mayor alcance, además, en la que Napoleón basaba siempre la clave de sus enfrentamientos (Napoleón, en todas sus batallas, jugó siempre con el mejor orden y movilidad de su caballería, pero una condición imprescindible y sagrada para él fue, siempre, contar con más y mejor artillería que sus oponentes).
Determinante encuentro entre Wellington y Blücher
      Tras el imponente prólogo del duelo artillero, 250 piezas francesas frente a 150 británicas, se iniciaron las maniobras, todas ellas complejas y extremadamente sangrientas. Napoleón inició su ataque contra el flanco derecho de Wellington, pero la maniobra no dio el resultado esperado. No obstante, el mariscal inglés se encontraba al límite de su resistencia. Los ataques seguían sucediéndose, por el flanco izquierdo, por el centro, oleadas de coraceros a la carga, de infantes granaderos, la Guardia Imperial apoyando los esfuerzos y las urgencias. Todo apuntaba, en las primeras horas de la tarde, que la victoria francesa estaba al alcance de la mano. Entonces ocurrió un despropósito, y un infortunio para el afán napoleónico. El despropósito fue el grave error de apreciación de Ney, que malentendiendo que Wellington se retiraba, ordenó una carga general. Napoleón, desde su puesto de observación, se echó las manos a la cabeza, porque veía claramente que aquella maniobra resultaba suicida, por precipitada. “Es la segunda vez desde anteayer –comentó Napoleón quejumbroso- que este desdichado de Ney compromete la suerte de Francia”…[]… “Nos hemos adelantado en una hora... –siguió- pero es preciso apoyar lo que ya no tiene remedio”... Y así fue como se vio obligado a enviar en apoyo de Ney al grueso de su tropa de maniobra, la Guardia Imperial.
Napoléon, abatido tras la derrota
      En este trance desesperado estaban, cuando devino el infortunio: por el flanco este del campo de batalla hizo acto de presencia el ejército prusiano de Blücher. Todo estaba irremediablemente perdido. La tarde declinaba ya en sus sombras, cuando aquel empuje imparable vino a sembrar el pánico y puso en desbandada a las tropas de Bonaparte. Éste, escapó por los pelos de no ser herido o tomado prisionero. Con gran desorden, los maltrechos restos del ejército imperial lograron retorcer durante la noche y volver a la orilla francesa del Sambre. El sueño de los Cien Días de Napoleón había concluido así dramática e irremisiblemente. El día 22 de junio el Emperador firmaba su segunda abdicación, y afrontaba con ella el penoso destino fatal de su confinamiento en la lejano y perdido islote atlántico de Santa Elena.







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