sábado, 11 de junio de 2011

Centolla, también de verano


      No son como las bicicletas, pero casi; al menos de un par de años para acá y en lo que hace referencia a Galicia. La centolla, efectivamente, ahora también se captura en los meses estivales; con lo que se viene a romper la vieja tradición, hecha frase ya clásica, de que los meses sin “r” estaban vedados para el marisqueo de crustáceos. La explicación que se da para esta novedosa excepción con la centolla se apoya, según los responsables de la Xunta, en dos frentes argumentales: de una parte, el control (más “encima” y más directo en cada zona) que los biólogos marinos llevan a cabo sobre las etapas del ciclo reproductor de animal en cuestión. En este apartado, resulta que la costa gallega, en lo que hace al marisqueo de esta especie, se divide, de hecho, en tres zonas, a cada una de las cuales corresponde un tipo diferente de ciclo: la costa del sur, de las Rías Bajas, anticipa en algunas semanas la muda del caparazón y la época de freza (en la que están prohibidas las capturas); la costa atlántica coruñesa, tiene su propia época, ligeramente distinta; y la franja norte cantábrica, la suya, también propia. Así pues, en atención a esto, las aperturas y cierres de veda serán ligeramente distintos en cada una de estas zonas, pero, en general, se facilitan las capturas en todo el verano, hasta finales de agosto. Lo cual viene a dar satisfacción a una vieja demanda de las Cofradías -y hete aquí el segundo frente argumental- que veían cómo todos los veranos, que es el tiempo, junto con la navidad, de mayor demanda comercial, la presencia de centolla, a pesar de estar vedada, se hacía evidente en los mercados y en la hostelería en general, por la actividad de los furtivos, que hacían su gran negocio, y por la masiva presencia de piezas importadas.
      Tendremos, pues, centolla de clara filiación galaica este verano. Lo que ya, ni los biólogos ni la oferta de mercado podrán garantizarnos es que esta estival sea, en lo que hace a su calidad sápida, de un nivel similar, siquiera equiparable, a la del primer trimestre del año. Ahí, la naturaleza impone su ley, y nada le importan las razones de estacionalidad y de demanda. Lo cual es fácilmente entendible en cualquier animal, pero acaso más en éste, que ya existía bastantes miles de años antes de que lo hicieran los propios dinosaurios.
      A propósito de esa cuestión, la de tratar de acotar el tiempo en el que los humanos empezamos a comer centollas, cuando tal se plantea suele venir siempre a la conversación la clásica reflexión sobre el hambre que debía acuciar a aquel primitivo pescador que primero se decidió a hincarle el diente a un bicho de aspecto tan disuasorio como esta “araña” de mar. Sin embargo, es bastante probable que gustara de ellas antes incluso que de los propios pescados, así sólo sea porque la captura de los crustáceos resultaba para el cavernícola bastante más fácil que la de los escurridizos peces. De hecho, entre los restos más primitivos hallados en excavaciones arqueológicas de asentamientos humanos próximos a la costa, no faltan nunca vestigios de cangrejos, centollas, langostas y demás excelencias marinas.
Nasas, en el puerto pontevedrés de Buéu
      La centolla (nosotros, en razón de clara preferencia sápida, preferimos siempre evocarla en femenino) es, en su catalogación biológica, un crustáceo decápodo marino braquiuro, es decir, de diez patas y cola corta. ¿Y cuál es esa cola?, se preguntarán muchos; porque en la langosta, en el bogavante, o en la gamba, por ejemplo, la cola está clarísima, se muestra evidente y, además, es su bocado principal. Pues, en la centolla, que es muy suya, no. No es así. Su cola está replegada totalmente, y encajada a la perfección sobre su parte ventral; ni siquiera tiene un gramo de carne aprovechable, y sin embargo nos resulta muy útil, ya que nos permite diferencia con rotunda claridad los machos, cuya cola es minúscula y triangular, perfectamente encajada en el caparazón, de las hembras, que muestran una cola mucho más grande, ancha, sobresaliente y velluda.
centolla hembra
      Realmente, sí que es feo este prudente y pacífico -además de exquisito, claro- animal. De prudente lo tildaron los antiguos griegos, que subrayaron de él esa característica, al adoptarlo como símbolo de eso, de la prudencia y del consejo, en razón de la costumbre que tiene de enterrarse en la arena, y de permanecer escondido todo el tiempo en el que se despoja del caparazón, sin que se le vuelva a ver ni a salir de su escondite hasta que no dispone de una coraza nueva.
centolla macho
      Y a propósito de lo de feo, que objetivamente no cabrá discutirlo, por más que a los españoles, y muy particularmente a los gallegos, nos cueste reconocerlo por la rendida querencia que por él sentimos, llama la atención la elección del nombre científico que en su día se buscó para catalogarlo. Lo hizo, en el siglo XVIII, el naturalista francés Lamarck. Sin duda alguna, aquel día el naturalista estaba de muy buen humor, ya que optó por la clara paradoja al elegir el nombre de “Maia squinado”. Lo de squinado no sorprende, ya que su significado, en provenzal, es “espinoso”; pero lo de Maia, oiga, tiene su coña, pues Maia era la más bella de las siete Pléyades, las hijas de Atlas y Peyonea, que fue amada por Júpiter y de cuya unión concibió a Mercurio. Precisamente, por su hermosura sin par le fue dedicado el mes de mayo, el más bello del año.
Jean-Baptiste de Lamarck
      Y vayamos ya con la centolla a la cocina, que tiempo va siendo ya. Aunque, realmente, en ese apartado muy pocas anotaciones pueden hacerse, ya que la centolla, si es fresca, que es esencial -viva incluso, si puede ser- y de buena filiación, que para tal no hay referencia mejor en todo el orbe que la de las rías gallegas, sólo cabe, como fórmula culinaria, la cocción directa en agua (a poder ser marina) y sin ningún otro aditamento; acaso lo del laurel, un par de hojitas, concedamos, aunque mi tendencia apunta a limitar el concurso de tal aditamento cuanto más, mejor.
      A propósito del laurel, y su clásica presencia en las cocciones marisqueras, dispuesto estoy a abrir con ello una polémica, porque mi clara opinión es que no sólo no suma nada bueno y de agradecer, sino que resta y desmerece. Pero somos siervos de esa costumbre (yo también, aunque tiendo a lo mínimo) y nuestro paladar se ha hecho a que centollas, percebes, o nécoras nos lleguen a la mesa con ese laureado recuerdo. En realidad, de lo que somos siervos, en este caso, es de una herencia, la que nos dejaron nuestros abuelos de aquellos tiempos pretéritos en los que no había neveras, ni en tierra, ni en los barcos, ni en las lonjas y pescaderías, y no era nada infrecuente que los pobres crustáceos llegaran a tierra ya un poco “pasados”. En tales casos, el laurel venía de perlas porque su acusado perfume servía de perfecto atemperante contra la denuncia. El caso más significativo es el del famoso “txangurro” vasco, que nació del ingenio para hacer viables centollas que habían sido capturadas no ya en nasas de costa, sino en redes de arrastre de fondo, es decir, que llegaban al puerto tras varios días de su óbito en las cubiertas de esos barcos. Mezclar aquel “caldo”, ciertamente pasado, con cebolla, vino, huevo y demás, probablemente era la única manera de hacer viables culinariamente aquellas piezas. Pero hoy en día, cuando, además, vivimos tiempos de apuesta clara por los sabores naturales de los productos de nuestra despensa, añadir laurel a la cocción de un crustáceo vivo es claro despropósito. Porque, quién lo duda, la centolla tiene en sí misma un acusadísimo sabor, y en extremo agradable y diverso, como bien decía nuestro admirado Cunqueiro: "…y da varios sabores diferentes, que uno es el de las patas mayores, la carne en capitas sobre el cartílago interior, y otro el de las patas cortas, y otro el del cuerpo, y otro el del caparazón, sí tiene corales mejor, y si está espeso, color tierra de Siena…"
      Así pues, agua abundante y un buen puñado de sal. Si la pieza a cocer está viva, directamente con ella a la olla, y veinte minutos de ebullición por kilo, o su proporción adecuada. Si la pieza estuviera muerta, esperaremos a que rompa la ebullición del agua para introducirla.
     En cuanto al modo de diferenciar una pieza genuinamente gallega de otra foránea, el problema es ciertamente peliagudo, y en él pesa más la honradez y la confianza de nuestro proveedor que otra cosa. No obstante, algún indicio hay en cuanto a la determinación de esa filiación: la centolla gallega, por habitar unos fondos de singularísima riqueza plactónica y orgánica, tienen casi siempre el caparazón muy cubierto de minúsculas algas; asimismo, la centolla gallega presenta las púas de ese caparazón más finas, resaltadas y puntiagudas que las centollas, por ejemplo, francesas, que ofrece un caparazón mucho más despejado, y las agujas de esas púas son también algo más romas. A la hora de la compra, sopesarla en la mano es la mejor opción, y descartar siempre, en todo caso, aquellas piezas que, al agitarlas, dejen percibir ruido de líquido en su interior, o presenten la amputación reciente de alguna de sus patas. Y, en fin: suerte y, como siempre les digo, buen provecho.










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