emisora móvil, y así fue cómo, en menos de diez minutos, comenzaba a orquestarse el despliegue policial definitivo para la caza y captura del imprudente “Bermeo”.
A la atolondrada huida de Abel vino a sumarse, encima, el drama escénico sobrevenido del diluvio universal trufado de apocalípticas centellas. Sin embargo, bien se dijera que aquel caudal estrepitoso, que a duras penas lograba desalojar del cristal el frenético ir y venir del limpiaparabrisas, dio un punto de refresco a la agobiada mollera del ladrón. Sin aliviar el acelerador, que pisaba temerariamente hasta el fondo de su recorrido, y vigilando casi más el retrovisor que la blanca torrentera que iluminaban los faros por delante, se concedió al fin Abel un tiempo para la necesaria atención a un tercer frente, éste de reflexión interna, acerca de las posibles consecuencias que cabía esperar, o al menos tener en cuenta, del desastroso papel que había desarrollado en el restaurante, y el casi seguro mosqueo de los guardias. Fue así como dejó un tanto de temer ya lo que pudiera llegarle por detrás en su persecución, dada la ventaja que llevaba, y a considerar más factible la posibilidad de toparse con una encerrona por delante, en forma de control. Mejor sería, se dijo, abandonar de nuevo la general, y hasta mejor aún buscar un escondite seguro para aquella bolsa preciosa en la que fiaba todo su futuro. Un escondite bueno, aunque provisional, por unas horas, que le diera tiempo para despejar la duda de si estaba siendo o no realmente perseguido.
Entre la cortina de agua, suspendido sobre la calzada, fue entonces cuando asomó a su frente el cartelón que le vino a propósito para revisar su estrategia. Incidido por la luz de los faros, el nombre del lugar, del que se advertía en un próximo giro a la izquierda, destacaba en sus grandes letras refractantes sobre fondo azul: San Bartolomé de Bulquera.
El pueblo, en la costa, a nueve kilómetros de la general por una carretera casi recta, salpicada aquí y allá de caseríos aislados, parecía totalmente dormido y amedrentado por la violencia del temporal. “Bermeo” cruzó la que parecía su calle principal de punta a punta, sin advertir ni la más mínima muestra de presencia humana. La hora, al filo de la medianoche, y la intensa descarga de lluvia, había refugiado sin duda a todo quisque de puertas adentro. En medio de tan intempestiva desolación, un neón desvaído y macilento vino a fijar al paso la atención de Abel. En alternancia de encendido y apagado proyectaba dos mensajes, a cual más sugerente: “Brisa Confort”... y debajo, en la siguiente secuencia, en letras más pequeñas: “Habitaciones con baño completo”. Fue esta segunda intermitencia la que acabó de rendir las pocas fuerzas que aún le quedaban a “Bermeo”, después de tanta agitación. Llevaba más de cuarenta y ocho horas sin disfrutar de una cama ni del relajante alivio del agua caliente. Y además, se dijo, sumando innecesariamente razones para una decisión ya tomada, el descanso obraría bien en su cabeza para calibrar del mejor modo los pasos a seguir. Cogería, sí, una habitación, y al día siguiente seguiría viaje, en autobús, en tren o en lo que fuera, abandonando el coche en un sitio discreto. Ahora, lo que más arriesgado le parecía era tener con él la preciosa bolsa, no fuera que la noche viniera a enfollonarse en razón de las circunstancias que temía e ignoraba. Siguió pues hasta la salida del pueblo, y continuó la carretera, ya fuera de él, buscando el lugar propicio para el escondite. La lluvia continuaba arreciando con violencia cantábrica. Varias veces se detuvo a considerar algunos lugares que podrían servir al propósito que buscaba, pero ninguno acabó de convencerle. Inconscientemente, aunque sin ninguna razón lógica dada la naturaleza del material a guardar, en su afán requería dos circunstancias difíciles de conjugar aquella noche, como que fuera un lugar discreto y seguro, y que estuviera seco. Lo segundo no es que lo razonase así, como exigencia explícita, pero en su desazón, y de hecho, no paró hasta hallar un lugar que reuniera ambas premisas. Llevaba recorridos cuatro o cinco kilómetros, cuando se sorprendió ante un paisaje punto menos que fantasmagórico: todo un pueblo enorme, como un enjambre de casas bajas, todas iguales y todas en distinta fase de construcción, se ofreció a su vista al final de la carretera. Bajo la lluvia, sin luces, el panorama enmarcaba en el cielo un recorrido informe de techumbres, unas cubiertas y otras no, encofrados, estructuras vacías de construcción, casas semiterminadas, y el repunte sobresaliente de, al menos, veinte grúas distribuidas en distintos planos, lo que permitía advertir, por la lejanía entre ellas, la imponente envergadura de aquel proyecto extraordinario: todo un pueblo, y no pequeño, estaba surgiendo allí, flamante todo él en su simultaneidad, al borde del mar, en el fondo de una pequeña bahía.
Repuesto pronto de la impresión, tras unos minutos de cautela para comprobar la desierta desolación del lugar, “Bermeo” localizó el sitio que le pareció más adecuado. Una de las casas estaba ya prácticamente terminada, destacando por ello entre las demás. Hasta aparecía pintada ya de un verde vivo que la hacía inconfundible y perfectamente reconocible entre todas las de su entorno. Vista por fuera, diríase perfectamente acabada ya, salvo las puertas y la carpintería de las ventanas, único remate exterior que faltaba para su definitiva apariencia. “Bermeo” pasó adentro, y buscó el rincón que pudiera servir para custodiar la bolsa aquella noche.
Al día siguiente, domingo, sería fácil volver y recogerla, si todo discurría en el orden que él deseaba. Luego de descartar varios lugares, al fin acabó de decidirse por el hueco angosto de la chimenea, ya perfectamente acabada, del salón. Escudriñando en su interior, forzando un escorzo hacia arriba por el tubo del tiro, descubrió, casi inaccesible al brazo, una oquedad perfectamente ajustada al tamaño de la bolsa. Allí quedó depositado el tesoro, y “Bermeo” pletórico, y descargado por el orgullo de un hallazgo tan perfecto. Ahora ya podía volver tranquilo al pueblo, tomar aquella habitación, el baño que soñaba, y dormir a pierna suelta buena parte de las muchas horas que su fatiga demandaba.
El orden del deseo de Abel, menos mal, se vio truncado violentamente tras casi doce horas de sueño profundo y reparador. Tan reparador fue, y tan a gusto y plácido se hallaba en la otra orilla, que le costó un buen rato acomodarse a la imperiosa realidad del volver urgente, que exigían en su hombro los empellones de un cabo de la guardia civil, al requerirle del modo más desabrido: ¡Abel!...¡Abel Zabaleta! ... ¡Despierte ya, Abel! ... ¡Vamos, despierte de una vez y vístase, que no tenemos todo el día! ... En la habitación, junto al cabo, otros tres guardias apuntaban sus armas hacia el bulto inerme de la cama.
Los modos, aún de cierta amabilidad en el apremiante despertar, fueron pasando a mayores de violencia, y hasta de arrebato, en las siguientes horas, a medida que los guardias constataron la ausencia del botín entre las pertenencias de “Bermeo”, ni en la habitación ni en el coche, y su pertinaz negativa a soltar prenda respecto de su paradero y localización. Hasta la mitad de la tarde, Abel consiguió sortear el interrogatorio, en el cuartelillo local, encastrado en empecinados silencios, negativas y vaguedades, con el coste soportable de algún que otro bofetón irrefrenable, encajado sin cadencia y al azar. A las cinco llegó de Santander un supuesto comisario, de nombre ignoto, y el asunto derivó a partir de ahí y con claridad previsible hacia territorios de muy negra perspectiva para la integridad del detenido. Abel percibió al instante, a pesar de su mirada ya confusa y amoratada, que aquel hombre exigiría de él respuestas concretas y sin dilación, y que gozaría en la brutalidad de la demanda. Desde hacía un buen rato tenía pergeñado el argumento último a esgrimir, pero por propia experiencia sabía lo importante que era dilatar todo lo posible esa “confesión” final, aguantando previamente, hasta el límite que le fuera posible, la deposición definitiva. Cuanto más tardara en “cantar”, y cuanto más fuera capaz de aguantar la tortura sin soltar prenda, más creíble resultaría su historia, y al fin, soportando ahora el cupo completo, pensaba para sí, podría ahorrarse mucho luego de torturas en los aciagos días que, inevitablemente, habrían de venir hasta su definitivo pase a disposición judicial.
Hacia las cuatro de la madrugada, a la vuelta de un enésimo desvanecimiento, llegado al límite de lo soportable, confesó por fin “Bermeo” la localización del botín. Se hallaba, les dijo, escondido debajo de unas maderas apiladas, en la casa derruida y abandonada de la montaña, en la que había parado antes de bajar al valle. Allí lo había guardado, dentro de una maleta, y allí debía de seguir, para su perdición y desgracia.
Con las primeras luces del alba, escoltado por un amplio dispositivo de guardias y policías, “Bermeo” fue conducido hasta las recónditas ruinas. La maleta apareció, efectivamente, aunque no en el lugar indicado sino abierta y abandonada al descuido en un lateral del galpón anejo.
Realmente, no hubo modo y manera, aunque los duros interrogatorios y las torturas trataron de forzarle durante los días siguientes, de sacar de “Bermeo” otro dato que no fuera el de reafirmarse una y otra vez en que dejó escondida allí la maleta con las joyas, y que nada sabía, ni podía saber ni adivinar, respecto de su paradero. Por su parte, la policía acabó también por rendirse a la posible veracidad de la historia. El hallazgo de la maleta, aunque vacía, parecía corroborarla. ¿Qué otra circunstancia, si no, podía justificar su presencia allí?. Y el hecho de localizarla así, de aquel modo, abierta y abandonada como de urgencia, parecía abonar la teoría de la azarosa fatalidad: que alguien, desconocido, posiblemente vecino de aquellos parajes, pastor tal vez, descubrió la maleta en su escondite, se espantó con el hallazgo, rapiñó con él, y dejó el abultado y engorroso cofre abandonado en su precipitada y gozosa huida. De hecho, fueron numerosos los interrogatorios y los registros que se hicieron en todo el contorno, aunque, empeño imposible; tanto como rastrillar la mar océana para tratar de recuperar el anillo que una dama displicente hubiera supuestamente dejado caer y perdido por la borda de un transatlántico en mitad de su singladura, y más y peor si, como en este caso, el anillo, sutilmente escamoteado, nunca hubiese llegado a embarcar, quedando en tierra, bien guardado, a la espera de poder disfrutar de él al regreso del largo viaje.
4. EL LEGADO DE “TORNASOL”, Y UN NAUFRAGIO
-- ¡Qué miseria de energúmenos!¡Chusma vociferante! ...Esto es lo peor de estar aquí -protestó “Tornasol”, zanjando, por ya imposible, la larga perorata que de su aventura venía relatando a sus dos amigos. ...Bueno, vamos a dejarlo ya. Otro día os contaré más detalles, pero así fue, más o menos, como ocurrieron las cosas. ¡Pobre “Bermeo”...!
El partido estaba a punto de comenzar, y la sala de descanso de la Quinta, mudada ahora al completo en auditorio televisivo, lucía ya un alborotado lleno de gala para presenciar el choque España-Malta. El permiso excepcional para verlo era licencia de especial regalía de la dirección de la cárcel, que atendía así al buen comportamiento del colectivo presidiario en aquel mes, y en consideración también a la circunstancia de la fecha, en vísperas navideñas. El trío buscó mejor acomodo en una mesa más próxima al televisor. Pero Tomás y Raúl se mantenían inquietos, imbuidos por la desazón de su curiosidad aún no satisfecha...
-- Don Matías -terció Tomás-. Disculpe que insista, pero no nos ha contado nada de cómo murió “Bermeo”...Ya sabe que sobre eso se han dicho muchas tonterías...
-- Sí que es verdad: muchísimas... La mala leche de la gente... -apostilló Raúl.
-- Lo sé. Lo sé... Se dijo de todo -respondió, cansado, el viejo- ...También, que fui yo. Para evitar que saliera, y que volara con las joyas. ¡Infames! Desgraciadamente, lo que pasó sólo lo sabe el cabrón que lo hizo, y también, seguro, quienes lo ordenaron desde fuera. Ya os he dicho que “Bermeo” era leal, como nadie que yo haya conocido nunca. Cuando tuvo ocasión, después del robo, pudo haber desaparecido para siempre, pero tenía un compromiso conmigo, y estaba dispuesto a cumplirlo. Por eso le detuvieron. Y luego, después de superar las torturas, podía perfectamente haberse guardado el secreto para él. De hecho, como os he contado, hasta la policía y los jueces llegaron a creer que, efectivamente, el botín se había perdido. Pero le faltó tiempo a Abel para buscar la ocasión de enviarme el mensaje de que estuviera tranquilo, que estaba a buen recaudo.
En el juicio, el abogado se lo pagué yo. Y, ojo, que lo hice antes de saber nada de lo que había pasado ... De hecho, pensaba yo, en un primer momento, que le habían trincado con todo el paquete...En fin, que por el abogado, antes, y en el juicio, después, supe que las joyas no habían aparecido. Y por la mirada de Abel, en un determinado momento en aquellos días del juicio, que estaban a buen recaudo. Lo que no supe, hasta casi dos años después, es dónde las había escondido ...Ya sabéis que a él le cayeron cuatro años, y que el primero lo pasó en El Puerto. Luego le trasladaron aquí, a la Cuarta. Pues bien, al poco tiempo conseguimos ponernos de acuerdo para coincidir dos semanas en la enfermería, y allí fue donde me lo contó todo, el lugar exacto donde están todas esas maravillosas piezas, esperando pacientes a que vayamos a recogerlas... Ah, y la mierda de su muerte... Bueno, de eso no tengo ni idea, podéis creerme.. ¡Ojalá lo supiera!. Ya sé que algunos babosos comentaron que la había ordenado yo, porque “Bermeo” estaba a punto de cumplir, y yo no quería que saliera y desapareciera mientras yo me quedaba aquí dentro. ¡Hijos de puta! ...Quienes dicen eso no hablan de otra cosa que de lo que ellos mismos habrían hecho en un caso semejante ¡Son bazofia, pura mierda! ...¡El botín entero daba yo ahora mismo, de muy buena gana, por cargarme al asesino de Abel! ¡Os lo juro por mi honor! ... Pero eso nunca se sabrá. Quien lo ordenó, porque estoy seguro de que aquello fue un “encargo”, lo habrá pagado bien, y se habrá asegurado de que nunca se sepa nada. El pobre “Bermeo”, como ya sabéis, apareció estrangulado en la lavandería en marzo del 74, pero nadie vio nada, ni oyó nada, ni supo nada, ni se enteró de nada; así son las cosas aquí. Quién sabe, tal vez alguien podía tenérsela jurada por alguna razón particular de aquí dentro, puede ser, o por algún trapicheo de él de antes; aunque yo creo que fue un “encargo” de fuera, bien de los dueños de “Joyre”, a saber, o hasta, por qué no, del propio seguro. Eso nunca se sabrá. Lo que sí puedo deciros es que durante mucho tiempo después de aquello yo pasé una temporada larga muy mosqueado, y pensé, casi seguro, que a mí me iba a tocar después, que iba a ser el siguiente... Luego resultó que no, pero con el “Chanfainas”, por esa razón, os lo aseguro, pasé muchas noches en vela.
Los primeros compases del partido marcaron, definitivamente, el fin de la charla. La mayoría de los presos aún tardaron un buen rato en prestar atención a las posibilidades de un marcador imposible. La ocasión parecía más propicia a la juerga bulliciosa y distraída que a la emoción de una gesta que podía lograrse. Matías, en su patriótica exaltación, vibró con pasión desde el primer momento. Su inquebrantable fe en las posibilidades de los colores patrios, diríase que se mostraba tanto más firme cuanto más adverso se presentaba el pronóstico.
Cuando llegó el delirio, y la esperanza de lo increíble empezó a tomar forma contagiosa y visceral en el grupo, ya Matías había rendido su voz, en afonía, en una suerte continua de gritos, imprecaciones y aleluyas en cada minuto de juego. Saltaba sobre su asiento, se elevaba impelido en abrazos al aire, o en ganchos de zurda demoledores, según cómo y a quién, en cada lance del juego. Todo esto lo hacía anegado en sudor y enrojecido de furia, pero, aunque pudiera preocupar un estado de excitación tan desmesurado, en el marco general de aquella histeria colectiva no pasaba de aparentar el suyo acaso un punto más de entrega y pasión que el resto. Por eso nadie advirtió en él los dos o tres ahogos punzantes que le sobrevinieron en la secuencia enloquecida de los goles finales. A la conclusión de la gesta, el retorno a la celda hubo de hacerlo “Tornasol” apoyado en el brazo de Raúl, quien, sin advertir la gravedad de los síntomas, no dejaba de recriminarle los excesos de su euforia...
-- Don Matías, si es que lo de usted es demasiado; no tiene medida; se pasa una barbaridad. Mire en qué condiciones va, sudando la gota gorda...
-- Tiene mucha razón Raúl, don Matías -abundó Tomás. ¡Vaya si se ha pasado! ¡No puede ponerse así por un simple partido, coño! ...¡Anda que si es la copa del
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