lunes, 23 de abril de 2012

Día del Libro


      Promover la lectura y el amor a los libros bien cierto es que debiera ser empeño de todos y cada uno de los días del año, pero bien está también, y en nada contradice lo anterior, que se busque y focalice en uno concreto el énfasis colectivo y “oficial” de tal homenaje. Y tal día es el de hoy, 23 de abril, aniversario de la muerte de Cervantes… aunque no siempre fue así. No señor. Las primeras tres ediciones del Día del Libro (1926-1929) tuvieron como fecha no la del 23 de abril sino la del 7 de octubre.
      La génesis de la cuestión, muy en sucinta cuenta, es -fue- como sigue:
      Allá por los años veinte del pasado siglo vivía, en Barcelona, un inquieto editor valenciano, de nombre Vicente Clavel y Andrés, dilecto amigo de su paisano Vicente Blasco Ibáñez, con quien, además de la referida amistad y homonimia, compartía también ideales y militancia republicana. El tal Vicente Clavel era un apasionado de la obra de Miguel de Cervantes, con cuyo apellido había bautizado la editorial que dirigía, Editorial Cervantes, a cuyo frente estuvo hasta el final de sus días, en 1967.
      Disfrutaba don Vicente, por sus afanes y dinamismo, de un papel destacado en el importante y nutrido gremio de los editores y libreros de Barcelona. Sólo le lastraba influencia, en la coyuntura política de aquellos días (los del Directorio de Primo de Rivera), su conocida militancia republicana. De ahí que, sabiéndola de inspiración suya, aunque auspiciada por la Cámara Oficial del Libro de Barcelona, tardara en prosperar su propuesta de celebración de una Fiesta, a señalar en un día concreto elegido, para la exaltación del libro y la lectura. Tardó varios años, pero al final, en 1926 (el 6 de febrero), Alfonso XIII firmó el Real Decreto que instituía oficialmente el evento demandado como la Fiesta del Libro Español.
      Pero ocurrieron varias cosas que hicieron que la novedad no llegara a cuajar, en su proyección y arraigo popular, tanto como se esperaba. Una, la fecha elegida: la del presunto nacimiento de Cervantes, el 7 de octubre de 1547. La tal fecha del nacimiento siempre ha sido una especulación, una convención porque no existe documento alguno que la acredite en ese día. Hay que tener en cuenta que en el siglo XVI las fechas de nacimiento, salvo el caso de personajes reales o altísimos nobles, no solía anotarse. Sí se hacía lo propio con la del bautismo, que quedaba reflejada en la correspondiente acta parroquial. En el caso de Cervantes, tal fecha de bautismo se corresponde con la del 9 de octubre.
Miguel de Cervantes
      Pero en el Decreto Real de 1926 se fijó la fecha, como queda dicho, para la Fiesta del Libro Español, en el 7 de octubre. En tan sólo tres años de experiencia, los libreros comprobaron que la elección no resultaba nada práctica ni, por ende, idónea. Y es que, entre otras cosas, advirtieron con desagrado que el arranque de octubre coincidía con el inicio del curso escolar, o, lo que es lo mismo, con el periodo de venta importante de los libros de texto (entonces, mayormente Enciclopedias), y no se quería ni deseaba, en ningún modo, que éstas ventas fijas, cuasi obligadas, pudieran acogerse al beneficio del descuento acordado, del famoso 10%, para el Día de la celebración. Por otra parte, también advirtieron en negativo que la fecha otoñal elegida tampoco coadyuvaba nada a la idea, que luego ha venido a acreditarse como tan eficaz y práctica, y que entonces ya se tenía, de aprovechar ese Día especial para sacar y promover los libros en la calle. Evidentemente, el 7 de octubre, su probable climatología adversa, suponía una grave dificultad para ese empeño.
      E igualmente, también muy determinantes, otros factores fundacionales lastraban el desarrollo de la Fiesta. Por ejemplo, eso de que se hubiese entitulado la celebración como Fiesta del Libro Español, lo que parecía excluir, con precursora suspicacia por parte de muchos libreros catalanes, la promoción y edición en otras lenguas que no fueran el castellano.
      Así las cosas, con esas “dificultades de procedimiento” anotadas como ciertas, más la suma, determinante, de esas otras de carácter y raíz política, todo ello dentro del agitado magma del trágico final de la Monarquía en el cambio de década, hicieron que la propuesta conjunta de rectificación de las Cámaras Oficiales del Libro de Madrid y Barcelona prosperara, y se oficializara, a partir de 1930, la mudanza del cambio de fecha, que pasó a la actual del 23 de abril, y a la nueva denominación escueta de Día del Libro, sin adjetivos.
      El 23 de abril, además, resultaba una fecha ideal, con casi mágicas concatenaciones de ideal y oportuna concurrencia: no era solamente la del aniversario de la muerte de Cervantes (el 23 de abril de 1916), sino que, ¡vaya casualidad!, en esa misma fecha, día, mes y año, también cabía anotar el fallecimiento del más grande creador de las letras inglesas, William Shakespeare. Y, ¡Oh concurrencia fantástica!, el 23 de abril resulta ser el día que el calendario católico reserva para la honra de San Jorge… Sí señor, Sant Jordi, el Patrón de Cataluña… Bueno, bueno, bueno, si se busca mejor no se encuentra. Huelga decir que, desde entonces, el Día del Libro, remodelado y reubicado, se hizo, de manera natural e inapelable, fiesta grande, popular y callejera…

Las Quijotescas Bodas de Camacho

      Y como para este Blog, que lo mismo es decir para quien suscribe, de los tres ejes de engarce enunciados, con sobresaliente interés pesa el de la honra a don Miguel de Cervantes y Saavedra (nótese, por cierto, y no digo más, que los dos apellidos son genuina e inequívocamente del origen gallego), como particular homenaje en este día se me ha ocurrido extraer, y hurgar, para ustedes, en el texto quijotesco y en las muchas referencias gastronómicas que contiene, en particular, ese memorable exceso, realmente pantagruelesco, del pasaje de las celebérrimas Bodas de Camacho.
      Empecemos por decir y advertir que la comida, que no tanto la cocina, es faceta substancial en el discurrir argumental de El Quijote, cuyos personajes, o pasan hambres caninas, o comen, cenan, almuerzan o meriendan, constantemente, a lo largo de toda la obra. Prácticamente no hay capítulo en el que no se hable del tema y siempre de una manera muy significativa y sociológicamente universal, detallándonos y participándonos, desde el contenido de las alforjas del escudero hasta las exquisiteces que engalanan la mesa de los duques.
      Prueba de que la comida era asunto de importancia para Cervantes es, nada menos, que en el capítulo primero, cuando presenta al protagonista a los lectores, considera necesario informarnos, incluso antes de describirnos su aspecto, de darnos su nombre, o de decirnos su edad, de lo que el hidalgo comía a lo largo de la semana: "Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas (sic) los viernes, algún palomino de añadidura los domingos".
      Mas si ésta era la dieta del protagonista cuando era todavía Alonso Quijano, el honrado hidalgo manchego, la cosa cambia radicalmente, y muy a peor, cuando se convierte en el "caballero andante". Así lo vemos en el capítulo X de la parte 1ª, cuando, al llegar la hora de comer, Sancho echa mano de sus provisiones y dice: "Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos de pan, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced.
      ¡Qué mal lo entiendes! -respondió Don Quijote-. Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y eso se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo, que, aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores ... Hase de entender también que andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida será de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces".
      Salvo muy episódicas excepciones, las cuitas y privanzas en lo que hace al condumio de la pareja son eje común en su discurrir aventurero y caballeresco. Su sueño más recurrente es poder dar cuenta de lo que por entonces (siglo XVI) era el plato más común de la mesa hidalga, tanto más contundente, claro está, cuanto más pudiente fuera el personaje o la familia: la famosa olla podrida, es decir, más o menos lo que a nuestros días ha llegado como cocido. Un plato de agradecida contundencia, tan codiciado hoy como entonces, y del que tan cruelmente -recuérdese- le es proscrito al bueno de Sancho por el pícaro médico de los duques, cuando éste, por abundar en la burla, se lo veta a Sancho, que tan felices se las hacía, en el efímero trance de ejercer como gobernador de la ínsula Barataria… "Allá las ollas podridas para los canónigos o para los retores de colegios o para las bodas de labradores" (2ª parte, capitulo XLVII).
      Y, efectivamente, de una de estas bodas da cuenta Cervantes con gran extensión y lujo de detalles hiperbólicos: las famosas Bodas de Camacho el rico, a las que dedica nada menos que cuatro capítulos de la 2ª parte (XIX a XXII).
      “Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas; porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase. Contó Sancho más de setenta zaques de más de dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo, como los suele haber de montones de trigo, en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejalados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zambullían en otra caldera de preparada miel, que allí junto estaba…”
      “…en el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca…”
      “… Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se aficionaba”… y así, sin poderlo sufrir ni ser de su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dejase majar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondió:
      - Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre, merced al rico Camacho.
      Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan.
      - No veo ninguno -respondió Sancho
    - Esperad -dijo el cocinero- ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser!
     Y diciendo esto, asió de un caldero, y encajándole en medio de una de las medias tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho:
     - Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora de yantar.”




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