Las tradiciones gastronómicas de la Semana Santa ofrecen casi tantas variantes y matices diferenciales en nuestro país como los muy diferentes y contrastados modos que en España tenemos de expresar esa religiosidad en las distintas regiones, al menos en lo que hace a la plasmación popular y callejera de estas celebraciones de evocación de la Pasión, que van, desde el barroquismo de las procesiones andaluzas, a la sobriedad de las castellanas; de las recreaciones escénicas de las “pasiones” catalanas, al abrumador retumbar de los tambores en Aragón, o la impresionante reminiscencia medieval de los penitentes que se autoflagelan sin piedad, como los famosos “picaos” de San Vicente de la Sonsierra, los “empalaos” extremeños, o los “crucificados” zamoranos.
En lo que hace a la gastronomía, que es lo que aquí nos ocupa hoy, la Semana Santa es el cenit del rigor cuaresmal, y en ello, en cuanto al condumio principal, no hay excepción, ni grandes ni graves variantes en nuestras mesas regionales (cuando es el caso de ajustarse al precepto religioso, que, todo hay que decirlo, cada vez es menor en la práctica, apenas testimonial). Ese menú cuaresmal básico, dado que se ha de prescindir de la carne, tiene como recetas tradicionales, y populares, los congrios, abadejos, el bacalao y su participado potaje de vigilia, con garbanzos y espinacas.
En todo caso, en estos platos fuertes, principales, no hay gran variedad. Sí la hay, y es a lo que vamos ahora, en el capítulo de los postres. Ahí, la dulcería y repostería sí se enriquece con notables y perdurables variaciones, desde las “cocas” de la vieja Castilla, a los huevos y “monas” de Pascua catalanas y levantinas. Entremezclados con todos ellos, con amplia difusión pero con raíz inequívocamente cortesana y madrileña, cuentan también los pestiños y los bartolillos, y, cómo no, las suculentas “torrijas”.
Y así hemos entrado al fin en el asunto de nuestro encabezado. Las torrijas son, por supuesto, ciento por ciento madrileñas ...pero también lo son –y ni un ápice menos- ciento por ciento andaluzas. Y cualquier Autonomía diría que, también, ciento por ciento propias de su tradición y su costumbre. De hecho, nadie puede esgrimir razón documental probatoria de su invención y origen; entre otras causas, porque las torrijas tienen una preparación tan sencilla y natural, tan obvia y evidente, que no cabe pensar en una sola y exclusiva localización primigenia.
El pan es el alimento más antiguo y extendido de la cultura occidental. Y el pan se endurece y se hace impracticable pocas horas después de su cocción, así que elucubrar un modo de aprovecharlo cuando ya se ha “pasado” debió de ser idea natural tan antigua como el tiempo. Como tan natural y consecuente es advertir que el mejor modo de recuperar, si se quiere, ese pan seco resulta, lógicamente, de hidratarlo de nuevo. Y ahí surgen, inevitables, las torrijas, con dos formulaciones más apropiadas y lógicas para esa hidratación: o bien empapando las rebanadas duras en leche, o bien en vino.
Anotadas ya esas dos grandes variantes de torrijas, queda ahora la segunda parte de la receta, que consistirá en rebozarlas en huevo, y pasarlas por la sartén, y presentarlas luego a la mesa convenientemente endulzadas con una buena dosis de azúcar, o de miel.
Por ese concurso de la miel, y por la indiscutible maestría primigenia que los árabes tuvieron, y tienen, en el dominio de la dulcería y la repostería, muchos andaluces, apelando a ello, sostienen que nuestras cristianas torrijas surgieron allí, en los fogones andalusíes. Y acaso no les falte razón y verdad, porque es muy cierto que una de las formulaciones documentalmente más antiguas de la cocina andalusí es un atisbo de torrija que los cocineros musulmanes llamaban “zalabiyya”, y que, básicamente, consistía en un brioche que, una vez asentado, se freía en aceite y se rociaba con miel. Variante de ello es, también, un postre típico mudéjar, los “buñuelos de agua de miel”, en cuya preparación intervienen, con ligerísimas variantes, los mismos ingredientes utilizados en las afamadas torrijas.
Extendidas y generalizadas por toda España, con perfecta constancia documental desde mediados del siglo XV, y tuteladas, en la ortodoxia de su formulación, por los numerosísimos fogones conventuales, las torrijas pasaron también muy pronto a América, donde hoy perduran infinitas variantes perfectamente reconocibles. Por ejemplo, por significar una de ellas, podemos recordar esa que recoge Laura Esquivel en su deliciosa novela, “Como agua para chocolate”. Recordarán, quienes la hayan leído, cómo la hermana rubia y revolucionaria de Tita, Gertrudis, regresa a casa de la protagonista empujada por el deseo irrefrenable que tenía de comer “torrejas de nata”. No cabe la menor duda de que ese nombre, de “torrejas”, es pariente próximo y hermano de nuestras “torrijas”. Consultado a propósito un recetario de cocina mejicana, comprobamos que, efectivamente, la receta es prácticamente la misma, sobre la base del pan. Y fue obligado recurrir a la consulta del mentado recetario, porque nos había llamado la atención que, a pesar de la concurrencia tan próxima del nombre, “torrejas” y “torrijas”, las que tanto gustaban a Gertrudis y elaboraba como nadie Tita (en la novela, como saben, se aporta con minuciosidad la receta), no intervenía para nada el pan. Aquella receta suya realmente tenía más que ver con otro de nuestros postres típicos, también muy vinculado a la Semana Santa, la “leche frita”, que, echa la salvedad del pan, ciertamente responde a la misma formulación de las torrijas, mudando lo que en éstas es el pan por una especie de croqueta elaborada con leche, harina y huevo; el resto de la preparación es prácticamente el mismo.
"Torrejas de nata" (del blog mejicano "Recetas de Laura Esquivel") |
Bien, pues ¿Y cómo es?; porque mucho hablar de torrijas, de su suculencia y excelencia, pero cabe pensar –aunque nos parece grave pecado- que alguno/a de nuestros lectores nunca las hayan probado. Y como eso no puede ni debe ser, vamos, para finalizar, con la receta, que, además (como ocurre siempre con las grandes y definitivas) es asaz sencilla. Anoten:
Lo primero, claro, para hacer unas buenas torrijas, es proveerse de un buen pan duro, previamente cortado en rebanadas. Entre nosotros, el conocido como “pan gallofa”, rústico y muy esponjoso, es ideal, como lo es también, particularmente adecuado, el llamado brioche. Con esta provisión base dispuesta, hagan hervir medio litro de leche, con media vaina de vainilla y unos 100 gramos de azúcar. Empapen los brioches, que habrán cortado no muy finos, y más o menos del mismo tamaño, en esa leche entera aromatizada y dulce, cuidando, eso sí, de que no se deshagan. Así las cosas, pasen esas rebanadas empapadas en la leche por huevo batido como para tortilla, y endulzado con un poco de azúcar glas. Finalmente, dórenlas en una sartén con aceite (o –aquí puede ser-, como hacen los franceses, con mantequilla). Una vez doradas por uno y otro lado, retírenlas, escúrranlas, pónganlas en una bandeja y espolvoréenlas con más azúcar, o con miel; o también, por qué no, como gustan los vascos, cúbranlas con una cremosa lámina de crema pastelera. Y así, a la mesa. Tan sencillo, y tan delicioso. Buen provecho.
yo te puedo aser un reto en la preparacion y presentacion de las torrijas
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