Del vino y sus colores, les contamos hoy… El color del vino, su limpidez, su intensidad y gradación es elemento substancial en la definición de calidad de la bebida. Así sólo sea porque el color es la primera impronta que nos llega, el primer referente que hemos de ponderar y valorar a la hora de realizar la cata.
Y dice mucho el color. Tanto, que sin necesidad de acercarlo siquiera a la nariz, ni de degustarlo en boca, ya podemos saber, por su color, ante qué nos encontramos. Y es que la tonalidad que muestra el vino en la copa es, casi, como una fe de vida a la hora de acreditar su edad.
En el caso de los blancos, el color base es el amarillo, pero en una amplísima gradación de tonalidades. Desde los que presentan un aspecto casi incoloro, que suelen corresponder a vinos muy jóvenes, al dorado, más o menos acusado y brillante, que nos sitúa ante vinos ya maduros, o que han pasado un tiempo en barrica, en madera; o los que presentan un tono ámbar intenso, que nos indicará hallarnos ante vinos muy hechos, de gran madurez o incluso envejecidos. Tal intensidad fuerte del amarillo es la que presentan, por ejemplo, los vinos dulces o abocados.
En los blancos jóvenes, muy jóvenes, no es infrecuente observar una clara tendencia, y hasta dominio, del verde. Ello proviene de la clorofila residual, y no es, ciertamente, el mejor síntoma, ya que casi siempre denuncia una juventud excesiva, casi infantil, cuando no una deficiente vinificación. El tono que corresponde a los buenos blancos de mesa es ese amarillo que, con buen acierto, han dado en asimilar y definir como “paja”, o “pajizo”, un amarillo brillante, luminoso y acerado, que es el mejor indicio para presumir que, efectivamente, si los otros parámetros de nariz y boca lo confirman, nos hallamos ante un excelente vino blanco.
En cuanto a los tintos, la gradación de tonalidades es igualmente compleja y sutil, aunque en lo básico también perfectamente distinguible. En general, convendrá recordar que el color de los vinos, bien sean blancos o tintos, lo da el hollejo de la uva. De ahí; de ese envoltorio fibroso del grano de uva, provienen las partículas colorantes que darán al vino su color básico, que luego ha de verse modificado tras su contacto con la madera, en el proceso de crianza y envejecimiento.
Con ese referente, es muy fácil identificar un tinto joven por su color, ya que éste se situará en una gama que, indefectiblemente, apuntará al púrpura, o al violáceo.
El proceso de maduración y de crianza se traduce en el color de vino por una evolución hacia los rojos brillantes, que podemos identificar con la grosella, el carmesí, el color de la cereza…el rojo rubí…
Todas estas tonalidades tienden a adquirir densidad, que, en cierto modo, podríamos traducir por opacidad cuanto más viejo es el vino. Así, en los reservas y grandes reservas, el color que los denuncia es más oscuro, pero también más complejo y rico en matices. La gama cromática deriva ahora hacia el ámbar, el recuerdo a la caoba y los tonos achocolatados.
Huelga decir que, para apreciar estos matices, muy particularmente en el caso de los reservas y grandes reservas, es imprescindible que nuestra copa sea de cristal fino, perfectamente incoloro y transparente. Una copa que nos permita observar su contenido al trasluz de una buena iluminación, mejor natural, o halógena, en su defecto. Y siempre sobre un fondo de un mantel inmaculadamente blanco. Háganlo así, y verán que espléndidos colores descubren. Que ustedes lo caten bien.
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