Manuel Méndez Sanjurjo
DESTELLOS DE HOLLÍN
Madrid, 2009
Primera edición: mayo, 2009
© Manuel Méndez Sanjurjo
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Impreso en España - Printed in Spain
Ilustración portada: “gouache” de Rafael Fernández de la Cruz
ISBN: 978-84-936595-1-6
Depósito Legal:
Manuel Méndez Sanjurjo (Manolo Méndez, como él gusta mejor llamarse) vino al mundo en la galaica y coruñesa villa de Santa Marta de Ortigueira, en el mes de mayo de 1952. Tras una infancia feliz y entrañable, en la que le cupo engarzar amistades que hoy le son tan queridas como fraternales, viajó a Madrid con el sueño de hacerse periodista. Se licenció en ello con la segunda promoción de la nueva Facultad de CC.II., compatibilizando estudios (pocos) y trabajo (mucho) desde aquellos primeros tiempos.
En la radio (RNE), que fue su mundo durante 32 años, hizo de todo, reporterismo, redacción y presentación de programas, edición de informativos, hasta que un sorprendente y extraordinario ERE, vino a devolverle a casa, razonablemente pertrechado de seguridad, con tan sólo 55 años. Hoy se confiesa feliz y esperanzado en esta vía novedosa, que aquí viene a hacerse pública y arranca, de la creación literaria. “Destellos de Hollín” es su primera novela, con la que concurrió, en el año 2000, al Premio Azorín, alcanzando entonces el cuarto puesto entre las más de doscientas presentadas.
Tras casi diez años esperando la oportunidad de una editorial al uso, ahora que, como queda dicho, es feliz, libre y casi solvente, se ha decidido a editarla él mismo, a su costa (por lo que te ruego, amable lector, que no desdeñes el mecenazgo que se te ofrece con la compra y la posterior divulgación de esta novela); piensa en la grave responsabilidad que contraes, ya que un descalabro mayor en este osado empeño podría muy bien arruinar la deseable edición de la segunda novela, que ya tiene en marcha. Anota, si acaso, su e-mail, para que te tenga al día, y para comentar con él avatares y matices de las situaciones y personajes que aquí nos trae (quién pudiera, por cierto, en su tiempo, hacer lo mismo -cartearse, digo- con Cervantes, o con Lope, salvadas sean, claro, las infinitas distancias): ma.mendez@telefonica.net.
Y a la hora de la dedicatoria, ¿a quién?: Pues, a todo mi muy
querido palomar, por supuesto, incluidos los dos pichones. Y a la cigüeña
desmemoriada, siempre presente, que es mi vida. Y a todos los
mirlos, garcetas y grullas, amigos, parientes y convecinos, cada cual en su
especie,que tanto me han dado de sí, sin saberlo, a la hora de componer
los tipos humanos que aquí se han de ver, y acaso reconocer, al desentrañar
este picaresco relato. Y a ti, claro está, mi muy querido buho-lector, a
quien al fin confío la obra, con la esperanza de que, si en verdad te entretiene
y disfrutas de ella, te avengas de buen grado a servir para mí de
golondrina primaveral, anunciadora de la avenida de este novel escritor,
quien, aun cuando lo ignore todo sobre el mundo de las aves, como es bien
cierto, sueña, así sea tardíamente, con volar entre ellas.
1. DOCE GOLES A LA SOMBRA..., Y TRES CON EL MUERTO.
Ningún frío más agreste y helador que el intramuros de Carabanchel en vísperas navideñas. Desde lo alto del murallón, cuando se mete la noche, el panorama sobrecoge hasta a los guardias en turno de vigilancia, que cuentan los minutos por los milímetros de avance de los carámbanos que penden de la alambrada perimetral. El discurrir de los años ha hecho del gigantesco recinto penitenciario una suerte, es un decir, de burbuja urbana, como un quiste coriáceo en el interior de un músculo que, al punto y hora elegido para el arranque de este relato, se ofrece en su apariencia más equívocamente relajada.
La ciudad duerme; en esa desolación se proyecta, aunque, en realidad, de puertas adentro, también aquí, a esta hora aún son muchos más lo que velan y, como veremos, participan en comunión de emociones insólitas. Una débil luz roja intermitente, apenas perceptible ya en la negrura del horizonte, fijaba ahora toda la atención reconcentrada de “Pulgas”. Era la suya, esta voluntaria y cerril dejación de servicio, una actitud absurda, lo sabía, absurda, infantil y, desde luego, impropia de él. Pero lo que aún le resultaba más enojoso, lo que acababa de colmarle de indignación y rabia era tener que reconocer la absoluta ineficacia, la estúpida fatuidad de todos aquellos vanos intentos de estanqueidad total en los que el guardia venía empeñándose desde hacía casi dos horas, emperrado inútilmente en aislarse del mundo y sus gentes, tratando de alejar de sí, de borrar y olvidar, cuanto fuera de la garita estaba ocurriendo y que con tanto dolor Benigno intuía.
Porque aquel jolgorio infamante y explosivo, que le taladraba los tímpanos tan a su pesar, había ido produciéndose violentamente en nada menos que once sucesivas e inauditas oleadas, rotundamente nítidas todas a su pesar, imparables y burlonas. En once ocasiones, ¡once!, el atronador eco de mil voces, proyectadas en un único y fraternal estallido, habían ido echando por tierra, ridiculizándolo, todo aquel patético afán de aislamiento imposible.
Esfuerzo inútil. Ya antes de seguir con obsesiva fijación el vuelo nocturno de este avión que ahora se perdió en la noche, había pasado otro buen rato pendiente, con el mismo empeño, sin pestañear, de una lejana ventana, apenas un punto luminoso en el telón de sombra que el guardia, a su propósito, había elegido al azar entre los cientos de apagadas luminarias que dibujan el contorno y confín del extrarradio de la ciudad. Y antes aún, al principio de su tormento, otro buen rato se le había ido enfrascado en contar los coches en su ir y venir en cada uno de los sentidos de la autopista que discurre a un par de kilómetros de los muros de la cárcel.
Si le vieran ahora sus compañeros, los que mejor le conocen, se habrían llevado, sin duda, una sorpresa mayúscula, porque ni mucho menos era éste el talante cabal del comportamiento, siempre escrupuloso, de Benigno Sarasa Marín, “Pulgas” para los amigos, que presumía legítimamente de cada uno de los veintidós inmaculados años que acumulaba su hoja de servicio... ¡El “Pulgas”, siempre atento al cumplimiento de su deber, siempre con el reglamento en la mano!...
Sabía él perfectamente, y asumía también, con voluntad desesperada, que aquella obstinada dejadez en el servicio (a partir del cuarto “sobresalto coral” que le llegó no volvió
ni una sola vez a mirar hacia abajo, ni a los patios ni a los muros) era una falta grave que podía costarle un serio disgusto. Lo sabía y lo sentía, pero ya le daba igual. ¡Qué otra cosa le cabía! ¡Cómo se podía digerir, si no, tanta contrariedad sumada en tan poco tiempo!... Toda la injusta amargura de aquel nefasto día. -- Y ya no digamos nada de las dos últimas horas!.... ¡Que hay que ver!...¡Esa es otra! ... “.
Sí. Como él lo sentía, aquella “rebelión” particular y a su aire en la que venía empeñándose, ya fuera patética, infantil o absurda, por inútil, para él ahora era más que nada una actitud inevitable y necesaria, casi, casi, terapéutica, cabría decir, para poder mantener la cabeza en su sitio y no verse impelido a cometer una barbaridad de consecuencias tal vez irreparables, y más aún en un hombre armado, como él lo estaba, hasta los dientes, allí, en su olvidada atalaya. Porque, se preguntaba insistentemente, sobrecargando de ácido su estómago, ¿quién era el preso aquella noche. A ver: él o los otros?... ¿No estaba siendo peor encierro aquella garita para él que la más sórdida celda de castigo? ... ¿Acaso no era su situación una tremenda injusticia?... ¡Baje Dios y lo vea! ... ¿Quién podría entender, en fin, sin perder la cabeza ni los estribos, tan monumental contrasentido?.
Cierto es, los dioses son testigos, que lo había intentado todo antes de “rebelarse”. Incluso, en otra clara violación del reglamento ¡una más, a qué contarlas!, antes de llegar a mayores había ensayado la opción última de encerrarse a cal y canto en su zulo de guardia,
pasando de la reglamentaria y obligada ronda que, como está prescrito, debe hacerse cada cierto tiempo por el estrecho corredor que circunvala, en lo alto, el remate del muro. Pero ni con eso. La puerta del lóbrego cuartucho encajaba mal; o no era tal, sino la maldita acústica de aquel frío cajón de cemento que parecía amplificarlo todo. Y más y peor aún, porque bien se dijera que lo hacía con perversa selección, recogiendo con particular nitidez el expectante ronroneo que surgía insufrible, ahora más, ahora mejor, taladrante y machacón, de la sala de televisión de la vecina Quinta Galería.
Mordiéndose los labios y agarrotando la mandíbula, el pobre “Pulgas” apuraba su esfuerzo inútil de trascender la cuestión, de bloquear mente y sentidos y abrir para él un mundo propio de enclaustramiento absoluto. No pensar. No oír. No sentir ni padecer. La cuestión, se decía, estaba en el dominio de la voluntad, ahí estaba el secreto, en alcanzar el autocontrol del pensamiento por la vía resolutiva de concentrar todo el esfuerzo energético de observación en algún punto arbitrario, elegido al azar, y fijar luego toda la atención en él, obsesivamente. En ocasiones anteriores el guardia daba fe de que este método, bautizado por él mismo como “de fijación concentrada”, le había funcionado. Lo había leído tiempo atrás, con suma atención, en la prestigiosa revista del Cuerpo, “Cuadernos de Ahumada”: un interesantísimo artículo de un tal Daniel Herdoz, catedrático emérito de psicología de la Universidad de Jerusalén, escrito en tono divulgativo a propósito de la actitud que convenía adoptar, según recomendaba el experto, para lograr resistir sin quebranto el más duro interrogatorio al que a uno pudieran someterle.
Pero hoy todo era inútil. Ni el avión sirvió, ni la luz de la lejana ventana resultó eficaz, ni siquiera, en una variante propia, produjo efecto alguno el recuento meticuloso y pertinaz de los coches que subían y bajaban por la vecina autovía. En el frenesí de su vano tormento, los alucinados ojos del guardia llegaron a ver, entre el ir y venir de luces, en un vertiginoso ensueño, la secuencia más deseada de su venganza; aquella tantas veces imaginada en otras ocasiones, aunque nunca percibida como ahora con igual nitidez: la impetuosa irrupción en los patios de todos los presos, locos y a la carrera, desbordados, fuera de sí, corriendo en tromba, a borbotones, y saltando atropelladamente cual gacelas histéricas por encima de los muros, en festiva y exultante cascada en pos de la libertad.
--Hala, venga; a tomar por saco... Todos fuera... A vivir! -mascullaba para sí entre dientes el guardia, regodeándose y jaleando su delirante visión. Y así estaba, en ésas, cuando otra vez una nueva explosión de euforia, ésta más intensa y rotunda aún si cabe que todas las anteriores, volvió a romper en triunfo el silencio de la noche, arremetiendo de nuevo, en trepidante e imparable oleada, contra su desolado refugio.
-- Una de dos -caviló “Pulgas”, recuperando un punto de cordura y de frío análisis de aquella realidad fantástica que percibía en su ensoñación-, o esto es un jodido montaje que han organizado entre todos para putearme...; una coña del ‘Fito”, por ejemplo, ¡pedazo de cabrón!... Pero, no puede ser -rectificó sobre la marcha-, ¡qué carajo... si se han oído mil voces! ...O, ¡hay que joderse!, ¡mi puta estrella!: el partido ha tenido que ser la leche: ¡doce goles, que yo haya contado!... ¡Han entrado doce goles!
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