Qué dirían si les dijera que el llamado vino fino, el jerez, las manzanillas, los olorosos y amontillados, andaluces y españoles, y el luso oporto, pudieron muy bien haber sido gallegos. Pues, sí señor, a un tris estuvieron de serlo. Lo evitó, miren por dónde, el escrupuloso recelo religioso de Felipe II.
Ocurrió esto que os cuento hacia la mitad del siglo XVI, cuando los ingleses, tras haber perdido definitivamente sus amplísimas posesiones históricas en Francia –Burdeos incluido- (toda la franja occidental francesa, hasta los Pirineos, había sido dominio de la corona británica) se las vieron con la pena añadida de no disponer de vino, ni bueno ni malo, en su ahora forzado retiro isleño. La cosa era grave, porque la Corte y la nobleza inglesa se habían acostumbrado realmente mucho y bien al disfrute del vino; mucho más, incluso, entonces, que los propios franceses, cuyo territorio de dominio había estado secularmente separado de los grandes pagos de viñedos del tercio occidental, heredad secular de los reyes normandos, quienes, en el siglo XI, tras la decisiva batalla de Hastings, se hicieron con Inglaterra y su Corona.
En esa segunda mitad, como digo, del siglo XVI, Inglaterra vivió un larguísimo periodo encadenado de guerras con Francia, lo cual conllevó, entre otros males, una pertinaz falta de provisión de vino. Así pues, por remediarlo, los mercaderes ingleses su pusieron como lobos a la empresa de buscar en otros lugares caldos alternativos que llevar a las mesas de sus señores. Necesariamente había que navegar hacia el sur. Y en esa deriva, lo primero que encontraron, y con gran regocijo por cierto, fueron los vinos de nuestra Rivadavia, de los que ya habían oído hablar, y hasta es posible que hubieran catado, dado que ya por entonces gozaban de un enorme prestigio en las mejores mesas de la Corte hispana. Y así empezaron unos años a llevarse y a hacer los primeros pedidos de nuestro vino ...hasta que el asunto llegó a oídos del severo Felipe II, quien montó en cólera al conocer que se estaba comerciando con los herejes albiones, y prohibió taxativamente que continuara un día más aquella relación nefanda. Los británicos, decepcionados y llorosos, porque ya le habían tomado el gusto al Ribeiro, hubieron de desistir y proseguir su búsqueda más al sur, hallando acomodo así en nuestra vecina Portugal, donde probaron y gustaron de los vinos que se hacían en el interior, casi en la línea fronteriza con España, aguas arriba del Duero. Y allí se quedaron, y así nació el Oporto, hoy tan afamado y celebrado en todo el mundo.
En el Alto Douro, junto a la frontera española, se sitúan, en vertiginosas terrazas, las viñas del oporto |
Por cierto que, como sabrán muchos, y habrán podido constatar incluso personalmente, en O Porto no hay viñas; al menos no de las variedades que dan origen a su celebérrimo vino, la tinta rouriz (que viene siendo nuestro tempranillo), la touriga, de origen francés, y la autóctona tinta cao. Y es que las viñas del oporto requieren plantación en secano, en clima duro continental, de inviernos fríos y veranos abrasadores, de ahí que todas ellas se sitúen en esa región fronteriza que nuestros vecinos llaman Alto Douro, donde el río discurre encajonado entre imponentes laderas de escarpada verticalidad, que los portugueses modularon y adaptaron, ya en aquellos lejanos tiempos, en un sistema impresionante de complicadas y abruptas terrazas, lo que hace dificilísimo y agotador el laboreo de las viña y su vendimia. Razón que justifica y explica –en otro inciso más- el precio necesariamente caro del oporto, ya que, además de otros costes derivados de un proceso peculiar, largo y complicado de elaboración, la vendimia del Alto Douro tiene que seguir haciéndose hoy en día de manera manual, y con gran esfuerzo humano, ya que esas escarpadas terrazas impiden la introducción de recursos de mecanización.
Pero, a lo que íbamos. Los ingleses se quedaron allí, y aquel vino de alta sierra empezó, ya elaborado y en sus toneles, a circular río abajo a bordo de esas típicas barcas de alargada silueta que ellos llaman “rabelos”. Digamos también que aquel vino, primero histórico de oporto que se llevaron los comerciantes ingleses, era un vino de elaboración común, con sus 12/13 grados, imaginamos; resultado de un proceso de fabricación similar a los corrientes de su época –y a los comunes de hoy en día-, es decir, básicamente, fermentación completa, y envejecimiento posterior, más o menos intenso, en barricas de madera. En Oporto se levantaron pronto almacenes para guardar el vino ya elaborado en espera de su embarque, y el tiempo hizo que, continente por contenido, aquel vino en cuestión, cuando ocurrió el milagroso “problema” que les contaré en la próxima entrega, y cuando, a raíz de ello, empezó a cobrar fama la peculiarísima singularidad con que los ingleses lo atajaron, pasara a tomar el nombre del puerto de embarque y no el de la zona de producción original. Había nacido, por bautizo inglés, el oporto.
Muy bueno, lo acabo de meter en twitter #manolomendez http://twitter.com/cocinagallega
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