Fijamos hoy atención en la curiosa historia de la salsa picante más universalmente conocida: el famoso Tabasco, que se presenta, desde hace más de cien años, en esa singular y original botellita miniatura –apenas 60 ml. de contenido, ¡y a qué más, con lo incendiario que es!-, etiquetada en rombo blanco y letras verdes como su ancho gollete, y su característico tapón de rosca rojo. Se llama “Tabasco”, y no son pocos los que la tienen por mejicana, aunque, como bien reza en su etiqueta, se trata de una salsa genuinamente estadounidense…
Estadounidense, sí, y, por más precisar de la Luisiana, en la pantanosa orilla norte del Golfo de Méjico, que tiene en Nueva Orleans su capital. La historia de esta salsa es asaz curiosa, así sólo sea porque su fórmula y composición no ha cambiado en nada desde que se inventara, en 1868, hace nada menos que casi 144 años.
Su mentor fue un banquero de Nueva Orleans que, nueve años antes, se había casado con la hija del juez Avery, un poderoso terrateniente local cuya familia había dado nombre a una amplia zona pantanosa conocida como Avery Island. En aquellas ciénagas atestadas de caimanes poco se podía cultivar, si bien la principal riqueza del lugar no crecía de la tierra sino de su propia entraña: una mina de sal de excepcional calidad.
Caimanes, en la ciénagas de Avery Island |
Cuando la Guerra de Secesión llegó allí, en busca precisamente del dominio de esas codiciadas minas de sal, toda la familia, confederal hasta el tuétano, tuvo que huir y refugiarse, primero en Texas, y después en Méjico. Y fue en el centro de Méjico, concretamente en la pequeña población de Tabasco, en el Estado de Zapatecas –no confundir con el Estado ribereño de Tabasco, fronterizo con Guatemala- donde el banquero Edmund McIlhenny conoció y apreció la calidad rabiosamente picante de los temibles “chiles”, esos famosos y típicos pimientos ardientes que miran a los nuestros “de Padrón” como un adulto a un bebé.
Edmund McIlhenny |
Superado el conflicto, y de vuelta a su Avery Island, McIlhenny se trajo entre su equipaje una bolsa bien llena de semillas de aquellos rojos y menudos pimientos picantes, y los plantó en el lugar, e ideó con la primera cosecha la salsa que habría de darle definitiva fortuna y celebridad, y a la que tuvo el detalle de bautizar con el nombre del pueblo donde había hecho el hallazgo: Tabasco.
La salsa en cuestión, según la fórmula de McIlhenny, que, como decimos, apenas ha variado con el tiempo, empieza por majar muy bien, con sal de la isla, la pulpa de los pimientos. A continuación, se deja fermentar y envejecer durante tres años en barricas de roble. Finalmente, se le añade vinagre y se pasa a grandes cubas, donde permanecerá algo más de veinte días, con frecuentes removidos diarios. Y he ahí, hecho al fin, el “Tabasco”, la salsa norteamericana por antonomasia de la que cada año se fabrican 160 millones de botellitas, la mitad de las cuales se destinan al consumo nacional, y el resto a la exportación, con japoneses e ingleses como principales clientes foráneos.
pimentera, en Avery Island |
Entre nosotros los españoles, el consumo de “Tabasco” es casi testimonial. En la cesta de la compra doméstica apenas entra, y no es fácil encontrar un producto al ciento por ciento de su genuina potencialidad, ya que, aun cuando la botella es tan pequeña, al dosificarse en chorretones mínimos, que ya cumplen su efecto “a rabiar”, en las más de las ocasiones el producto permanece abierto varios meses, y la oxidación consecuente rebaja un tanto su calidad y sus principios.
Donde “más aire” le dan es en los restaurantes especializados en carnes a la brasa, churrascos y demás. Y aún más todavía en los bares, cada vez menos, que aún sirven la coctelería clásica …porque ha de saberse que no hay ni puede haber un “Bloody Mary” que sea tal, sin su ajustada gota de tabasco. Buen provecho.
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