martes, 24 de enero de 2012

Galicia dulceira


      Gastronómicamente, Galicia es una dulce y cromática sinfonía. Hay una Galicia azul, silueteada en sus costas y salpicada de frescos sabores marinos. Una Galicia verde, enjugada en la húmeda fertilidad de sus huertas. Una Galicia "marela" también, representada en la excelsa prosapia de nuestra ternera autóctona... Y una Galicia blanca, «dulceira» como decía Cunqueiro, de níveo azúcar y almibarados sabores.
      No es cuestión, por supuesto, de renegar ni lamentarnos, a estas alturas, del extraordinario “currículum gastronómico” que Galicia exhibe como una de sus principales señas de identidad. Nos parece muy bien, faltaría más, que el marisco de calidad única se asocie automáticamente con nuestras Rías, y que los pescados más finos y frescos, y las hortalizas, y las patatas, y las delicadas carnes blancas, y el infinito mosaico, en fin, de nuestra variada despensa, suscite en el consumidor la idea inmediata de calidad natural, cual si de sinónimos se tratara. Lo que pretendemos ahora, y mostraremos en el espacio que sigue, es la justa reparación que los gallegos debemos a la repostería, como parcela entrañable, esencial y distintiva de nuestra cocina.
      El recetario tradicional de la repostería gallega es, a todas luces, extraordinariamente rico y prolijo en sus infinitas variantes locales, que en tantos casos han visto constreñida su presencia y difusión por el peso apabullante de las dos variedades de mayor proyección en nuestra tierra: a saber, la tarta de almendras, también conocida como “tarta de Santiago”, y las deliciosas y delicada filloas, preparaciones ambas que, por su generalizada presencia desde siempre en la oferta de hostelería, destacan de manera particular en cuanto a su conocimiento y apreciación dentro y fuera de Galicia.
      En general, cabría también decir que nuestra repostería ha visto constreñidas sus posibilidades de expansión foránea por la propia competencia y apabullante prestigio de las otras oferta emblemáticas de la cocina gallega, cual el pescado y el marisco. Con su fascinante pujanza, conchas y escamas han venido a monopolizar, prácticamente, el cartel de nuestro escaparate, ensombreciendo y arrinconando a otros muchos productos, también de alta calidad y sugerente atractivo, la repostería entre ellos, que en cualquier otro marco hubieran lucido justamente, con propia luz y especial protagonismo.
      Pero así son las cosas, y como antes decíamos ni mucho menos vamos a llorar porque así sean. Lo que tenemos que hacer, y a ello vamos, es tratar de equilibrar la cuestión en la medida de lo posible, no escatimándole al goloso “César” lo que legítimamente le corresponde en la pletórica tarta de excelencias culinarias que es Galicia.
      Del mismo modo que los infinitos matices de nuestro paisaje sugieren al viajero otras tantas rutas posibles, todas iguales y todas distintas en el intrincado mapa de nuestros caminos, lo mismo cabría establecer con dulces y repostería. Hay una Galicia de los bizcochos, de los almendrados, de las rosquillas festivas, de los roscones, de las tartas, los flanes, las filloas, colinetas... con días y fechas de especial protagonismo, casi siempre coincidentes con el día grande del Patrón, la feria tradicional, el ciclo navideño, o la disipación carnavalesca.

Tartas, almendrados, colinetas

      Si tuviéramos que destacar sólo uno entre los ingredientes definitorios de la repostería gallega, éste sería, sin duda, la almendra; una presencia fundamental, curiosa y sorprendente, considerando la práctica ausencia de almendros en la Galicia de hoy, ni tampoco, con una cantidad relevante en otros tiempos del pasado de los que se tenga memoria cierta y constancia documental. Con todo, indicios hay para pensar que sí debió de darse su cultivo en alguna época pretérita, considerando la larga y extensa tradición de su consumo; tal vez en los valles más templados del sur, Verín, Lemos, Valdeorras...
       Pasa con la almendra algo parecido a lo del pimentón, otro de los ingredientes básicos del recetario tradicional gallego e igualmente foráneo en cuanto a su comercio y cultivo. Falta, y sería muy curioso y de agradecer, un trabajo de investigación histórica que desvelase la raíz y el origen de éstos y otros varios casos más de presencias foráneas, que han llegado a imbricarse tan feliz y tan íntimamente en nuestros pucheros.
      Todas las grandes tartas gallegas, la de Santiago, la de Mondoñedo, la de Pontedeume, la de Ortigueira, llevan almendra. En la Galicia del sur, en Ribadavia, en Allariz, tienen igualmente una larga tradición de suculentos almendrados. También en Betanzos y en Tui, con sus famosos dulces de almendra, y los deliciosos bizcochos y roscones de almendra que ilustran y ennoblecen el San Ramón de Vilalba. En el común de los casos, con la reserva de peculiaridad que enriquece y distingue a unas de otras, son tartas de opulenta presencia, densamente compactas, crujientes en su corteza azucarada y con el cuerpo interior esponjoso. La almendra dispuesta en todos los casos con generosos derroche y casi siempre molida con prudencia, dejando un granulado suficiente para su amplia percepción y disfrute en la boca.
      No es fácil ni sencillo compromiso el elegir, de entre todo el amplio y suculento panorama que Galicia ofrece, en el capítulo de las tartas, unas concretas como más destacadas. Ciertamente, de las que ahora haremos mención no concluya el lector jerarquía. Digamos que sí son todas las que están, es muy cierto, pero no se piense, ni mucho menos, que están todas las que son. Tan sólo la obligada economía de espacio impone límites a nuestra referencia, invitando al lector, desde ahora mismo, a que por su cuenta complete, según el juicioso sentir de su paladar y experiencia, los nombres y filiaciones que considere justos de un merecimiento igualmente destacado en el variado olimpo de la repostería gallega. En todo caso, seguro que no herimos ninguna susceptibilidad si concedemos que la llamada «Tarta de Mondoñedo» es una de las más singulares. Tarta barroca por excelencia, tanto en su continente como en su contenido. Antigua, vigorosa y de inciertos orígenes. Cunqueiro apunta una posible raíz románica. Tutelada y adoptada, en todo caso, por los sibaritas recetarios episcopales, al amparo de la mindoniense canonjía catedralicia, ha llegado a nuestros días pletórica y arrogante, soberana indiscutible de las mesas mejor dispuestas. Sin apenas variantes, asienta hoy sus reales no sólo en la capital del obispado, sino también en varias feligresías dependientes como, por ejemplo, en Ortigueira, donde se ofrece, rebautizada, como tarta local. Su abigarrada estampa final deja traslucir el complejo proceso de elaboración que requiere, evidenciado definitivamente en el corte de sus tres pisos de diferentes sabores: sobre un fondo de pasta ligeramente hojaldrada, se dispone una capa de suave cabello de ángel, otra de bizcocho borracho y después otra encima de almendra, molida más bien gorda. El conjunto resulta denso y fuertemente almibarado, con el remate de los clásicos adornos de filigrana de cordón de hojaldre, frutas escarchadas e higos en almíbar.
colineta
      La misma referencia norteña, alineada al eje de la costa en su pervivencia actual, Ribadeo, Viveiro y Ortigueira, perfila la geografía de otra de las excelencias más sublimes y exclusivas de la alta repostería de Galicia: la “colineta”, tarta de muy laboriosa y delicada factura, elaborada, por lo que se sabe –hay un cierto celoso secretillo en la fórmula- en base a una abundante y cuidadísima selección de yemas de huevo de una muy determinada y especial clase, en concurrencia mística con una buena dosis de almendra rallada, azúcar, limón y frutas confitadas para el adorno.

Roscones, rosquillas y bicas

      La afición de los gallegos por el dulce es, como vamos viendo, intensa y antigua; mucho más, en contra de lo que pudiera pensarse, que la pasión marisquera, de mucha más reciente apreciación. En tiempos de los que aún guardan memoria los más viejos, y de ahí para atrás cuántos siglos quieran apuntarse, el lustre y pujanza de una mesa “de Patrón” hidalga o villana, blasonada o rústica, cada uno al límite de sus posibilidades, se medía indefectiblemente por la exuberancia que cada quien pudiera disponer en dos capítulos del menú de fundamental presencia: el cocido y los dulces. Apurando, se podría decir incluso que éstos, los dulces, como apoteósico broche final de un almuerzo de varias horas, constituían el test definitivo, la ratificación concluyente de la pujanza de una casa. En todas, grandes y pequeñas, con ligeras variantes el plantel obligado no podía excluir la tarta, el brazo de gitano, el roscón, el flan y el fundamental requesón al cierre ...para refrescar, se decía, para ayudar “a bajar” el almuerzo y disponer de buen grado el buche para el servicio de la cena, que comenzaba casi inmediatamente, sin más solución de continuidad que unas digestivas “manos” de brisca, o algún que otro apasionado “arrastre” al tute.
      Así fue, y así sigue siendo afortunadamente, con especial pervivencia en las celebraciones festivas del ámbito rural. El banquete de ese día grande marca el hito barroco del exceso anual, pero conviene anotar que a lo largo de todo el año son múltiples las celebraciones menores en las que concurren otra muchas dulces ofertas, como las suaves y esponjosas «bicas» orensanas, de fama relevante en Povoa de Trives; las episcopales «lenguas de Obispo», de la zona de Verín; las “androllas” y “roscos”, de Viana do Bolo; las «costradas» y “manguitos”, de Pontedeume; los «melindres», de Ribadavia, Betanzos, Castro Caldelas, Sarria... ; o la muy apetitosa y crujiente diversidad de propuestas “rosquilleras”. Rosquillas fritas, anisadas, de yema, como las preparan también en Pontedeume, o apuradas de canela, al gusto de las que venden en Silleda. Casi siempre generosamente bañadas de blanco almíbar. Las rosquillas son ingrediente fundamental de fiestas y romerías, ofrecidas en pletóricas cestas, ensartadas, al modo tradicional, en rústicos “collares” de finas ramas de loureiro.


Del requesón a las filloas

      La abundancia y calidad de la producción láctea gallega no podía por menos que manifestarse, y así ocurre, en un amplio abanico de formulaciones específicas en las que la leche juega el papel de ingrediente esencial. Entre todas, la más noble y extraordinaria es, sin duda, el requesón, excelso manjar de paciente y sibarita elaboración, del que en Galicia se dan múltiples variantes, especialmente en cuanto a la densidad de su resultado final. En todos los casos, el punto de partida se inicia con la provisión y reserva de una cantidad suficiente de leche de extremada calidad, normalmente en una proporción de ocho a uno, ocho litros de leche fresca y entera para cada kilo de requesón Una vez cuajada, se deja escurrir a través de un paño blanco el tiempo suficiente para que suelte todo el suero, procediendo luego a batir rítmica y pacientemente la cremosa masa resultante hasta completar el proceso. No hay un requesón igual a otro, ni siquiera dentro de un mismo pueblo o aldea; la textura, el «acabado» final, varía en cada ocasión que se nos ofrezca de degustarlo. En líneas generales, convendrá anotar la tendencia a espesarlo más cuanto más al sur sea su localización. Personalmente, mi opinión se inclina reverencialmente ante los requesones “de cuchara” mejor que los compactados; por esos que hay que servir “a cazo”, cremosos, ligeramente granulados, de fina textura y consistencia semilíquida.
      La gran cantidad de leche necesaria para la preparación del requesón y la trabajosa manipulación que conlleva, justifican el que éste sea un plato normalmente reservado para las grandes celebraciones. En lo cotidiano, con la leche como base, las preparaciones más frecuentes suelen ser, por ejemplo, las exquisitas y delicadas tortas de manteca fresca rizada, el familiar arroz con leche, y la suculentísima leche frita, con azúcar o con miel, siempre y en todos los casos con recetas adaptadas al gusto particular de cada casa.
      La variedad y peculiaridades locales que venimos advirtiendo hasta ahora en las formulaciones que aquí y allá se nos ofrecen, iguales y diversas a cada paso, con sutiles diferencias entre unas y otras, perfilan un mapa de atractivos matices y sorpresas que, a buen seguro, se ofrecen como el más dulce reto para la más golosa investigación. Con la imprescindible y obligada inclusión de las filloas, esta diversidad adquiere ya, rotundamente, categoría de universo complejo. 
      Las filloas son una de las preparaciones más tradicionales de la cocina de Galicia; tanto, que nadie ha podido documentar su origen. Como en lo del huevo y la gallina, la controversia del si fue a Francia, o si de allí vino, admite valedores en uno y otro sentido. En todo caso, el mimético parentesco con los "crêpes" de Bretaña está, por evidente, fuera de toda duda; lo mismo que el más que probable vínculo de unión a través del lácteo camino estelar de la ruta jacobea. A diferencia de los bretones "crêpes" de amplia presencia en aquellos recetarios, tanto "dulces" como "salados”, las filloas gallegas, salvo honrosísimos casos y localizaciones, se decantan mayoritariamente por la vía de lo dulce, más o menos acusado, y por el orden de los postres, casi sin excepción. 
      Las filloas, tanto solas como rellenas de nata, chocolate o delicada crema pastelera, son un bocado de refinada exquisitez. La clave no está tanto en los ingredientes que se requieren -leche, harina y huevo, muy sencillos, como en la habilidad de las manos del cocinero, especialmente con la muñeca, para distribuir homogéneamente la líquida pasta en la sartén, previamente untada con manteca de vaca, y tratar de conseguir la película más fina posible, una delgadez, como decía Cunqueiro, “de encaje de Camariñas”. Habilidad que se hace ciencia en el momento justo de darle la vuelta, con los dedos, cogiendo la filloa por el borde, que se tuesta y se levanta del hierro de la sartén.
      Sola o rellena, como decíamos, las variedades en las formulación de la pasta base son notables y diversas, atendiendo a las peculiaridades de cada lugar y a los ritos que impone el calendario festivo de cada zona. Así, en algunas gustan, por lo dulce, de añadir a la mezcla una chispa de anís, en otras, por lo salado, la costumbre aconseja sumar como ingrediente añadido un cazo de caldo de lacón o, si es tiempo de matanza, un cazo de sangre del cerdo recién sacrificado, con el resultado suculento de unas filloas de tonalidad oscura y singularísimo sabor.
      En la actualidad, con especial presencia dentro del campo de la restauración, las filloas son uno de los postres más extendidos y frecuentes a lo largo de todo el año. Se ha desdibujado en parte aquella estacionalidad cíclica y festiva que tuvo en tiempos, hasta el punto de llegar a constituirse en uno de los ingredientes distintivos de todas las celebraciones invernales, particularmente del Carnaval. 
"orejas" de Carnaval
      Es norma general, sin excepción en Galicia, que todas las manifestaciones lúdico festivas incluyan, en algún apartado relevante del rito tradicional, su correspondiente propuesta gastronómica. Así, por el carnavalesco Antroido, el rito secular impone todo un menú completo: el lacón y la cabeza salada de cerdo (cacholas, cacheira, o cachucha, según la denominación de cada zona) con grelos, y el dulce remate de las filloas, y las “orejas”, exquisitas, crujientes y retorcidas tortas azucaradas, elaboradas sobre la misma base, leche, huevos y harina, pero partiendo de una masa más densa y cocinándose no en la plancha, sino fritas en abundante aceite. Variante singular, también carnavalesca, típica de las villas del sur de Pontevedra, son las llamadas «hojas de limón», elaboradas a partir de hojas naturales de limonero, bañadas en esta misma masa que venimos comentando y fritas en la sartén en manteca de vaca. Lo comestible es, evidentemente, el peculiar rebozo resultante, separando las hojas, bien previamente o, como algunos prefieren, en la misma boca, en el momento justo de su degustación.

El marrón glacé, la quinta esencia

      Tanto como el marisco, o los grelos, la castaña es un fruto genuinamente gallego, incorporado a los recetarios desde la más remota antigüedad. La castaña, aliviadora de tantas hambres medievales, fue base fundamental de la dieta campesina, hasta que la llegada del maíz y la patata, tras el Descubrimiento, vinieron a rebajar paulatinamente su vital protagonismo. La versatilidad gastronómica de la castaña posibilita su presencia en un amplio abanico de formulaciones saladas y dulces; desde el caldo de castaña, hasta las sabrosísimas castañas cocidas, en cunca de leche, o los múltiples purés, guarniciones y tartas que la incorporan como ingredientes esencial. La propuesta más novedosa para nosotros, que cada vez adquiere mayor arraigo, a partir de las espléndidas iniciativas industriales orensanas surgidas en los años cuarenta, es el “marrón glacé”, excelso y sibarita bocado, “inventado”, al parecer, en las nobles cocinas de los Médicis y proyectado al mundo a partir de la glorificación que le rinden los palaciegos recetarios de la dieciochesca Corte francesa. El marrón glacé es un dulce de la más refinada repostería, de meticulosa y paciente elaboración; un auténtico milagro gastronómico, equiparable a la alquimia filosofal, que consigue la sorprendente transmutación de una humilde castaña en bocado sibarita de delicadísimos matices gustativos.






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