esta forzada atención todo el tiempo que a su capricho se le antojaba, entre la mofa y la risa de los demás compañeros de la oficina municipal.
La insolente evolución de Matías en los últimos años de su estancia en el pueblo fue, para todos y para él mismo, un tortuoso camino jalonado por la más grosera destemplanza. Olvidado -más bien rehuido por el conjunto de la vecindad-, su vida y su trato derivaron en un temible compendio de chulería, prepotencia y resentimiento. Particularmente era en la noche de los viernes y los sábados cuando su encuentro resultaba más peligroso. El alcohol, aquel vodka que le transfiguraba, traído por él mismo de la capital y repartido como provisión propia en los cuatro bares de su circuito habitual, excitaba su belicosidad hasta un punto de mudanza psicológica auténticamente peligrosa y cruel. Al paso de su periplo, los bares se iban desalojando discretamente, pues era sabido que al que pillaba por banda, como fijase en él su atención, se veía obligado a acompañarle y a escuchar sus historias hasta que el capricho o el desmayo, con la aurora, venían a rendirle. Se le sospechaba, además, armado, aunque nunca llegó esto a saberse de cierto. No había a qué enseñar nada, la persuasión de su vitriólica mirada resultaba suficiente, con el mismo efecto que el frío extremo de un cañón apoyado en la nuca.
Al fin, al paso del tiempo, perdida la gracia y olvidada la condescendencia patriótica que tan benevolente le había sido en los primeros meses tras su regreso, relegado y arrinconado en una oscura e inútil dependencia municipal, separado ya de cualquier contacto con el público, sólo dos personas mantenían hacia él la caridad de un afecto inquebrantable, a pesar de la grosería de sus proverbiales desplantes: doña Lourdes, la estoica viuda de la pensión, que entendía la locura de Matías como desquiciamiento mínimo y comprensible por sus años de tortura bélica, similar, pensaba la buena mujer, al que debió de padecer su marido, fallecido en un campo de concentración oscense a principios del 39, y Ana Mantilla, inquebrantablemente dulce y comprensiva siempre con él; la que como nadie sabía acogerle al calor del horno panadero en aquellos tormentosos y alcohólicos amaneceres de tan profunda y balbuciente depresión.
-- Ana. Ana ... Mi buena Ana... Tú sabes que yo te... -el amago de confesión quebrábase siempre en el mismo punto, para zanjar al fin siempre con la misma salida: ...Que yo te...respeto mucho... Eso. Y que si alguien se atreve a cambiarte alguna vez el nombre, recuérdalo, yo lo mato ...Si te lo cambian, dímelo ¿eh? ...porque a quien lo haga lo mato.
La eterna letanía acababa siempre confundida entre imponentes ronquidos en el camastro de la trastienda, entre sacos de harina y al calor del horno. Y con el epílogo también recurrente de Donato y la hija Alicia, ya una adolescente preciosa, chuflando a la pobre de Ana por su platónico enamorado; y ella replicando enojada, sin el menor éxito, que no era tal el amor en aquel sentido que decían, sino el cariño propio de dos hermanos, aunque fueran “de leche”. Sin embargo, al explicarse, era tan bronco e intenso el rubor que adquiría la cara de Ana y sus orejas, y hasta el cuello, que ella misma daba pie a los suyos a continuar la chufla con su patética explicación de que su encendido aspecto no obedecía a otro motivo que al intenso calor del lugar.
***
1964 fue un año de importantes mudanzas para Matías, en lo físico, en lo económico, y en el rumbo de su vida muy particularmente. En enero, año nuevo, aspecto nuevo, decidió dejarse una coqueta perilla quevedesca, lo cual vino a hacer coincidir con el estreno al tiempo de las gafas correctoras de su naciente miopía. Lo uno y lo otro, premeditadamente, vinieron a armonizarse en él y en su novedosa imagen, pues la elección previa que hizo de la montura, cuando todavía se afeitaba, ya respondió a la idea preconcebida del aspecto renovado que para sí deseaba en el futuro. Desengañado de una juventud al fin tan dura y estéril, renegando de ella y finiquitándola así en un voluntario y radical desplante, pensó Matías que aquel lánguido remate negro en el mentón serviríale como ganancia de solvencia y respeto. Las gafas de concha, armadas en carey, aportábanle el aire adecuado de romántica intelectualidad, que también pensó le convenía. Como complemento final y como guinda del cambio, asumió un lustre engominado en un nuevo peinado, rotundo y decidido hacia atrás y salpicado al término con brillantes y breves caracolillos en la nuca. El toque definitivo, complemento de remate de la nueva apostura, según su rancio canon estético, vino a ponerlo un fino bastón de ébano, empuñado en plata repujada, que dio en gastar, aprendiendo con natural habilidad a balancearlo en enérgico compás adelante y atrás, al paso de un también novedoso caminar, de zancadas más amplias y decididas, todo perfectamente estudiado para subrayar su propósito de ofrecer y reivindicar para sí la imagen hidalga y señorial que entendía inherente a una persona de su noble condición. El cambio avejentó la imagen de Matías no menos de diez años, pero aún así, reconociéndolo sin pesar, se sentía muy íntimamente complacido por aquella huida hacia adelante, en la que veía él la perfecta tabla de salvación para su atribulado espíritu.
En lo material, también fue el 64 un año de profundas novedades para Matías. La vieja casona familiar y la enorme finca aneja, una vez restituido en su propiedad legítima, resultaba para él una pesada carga económica, difícil de sostener con su bajo salario. Había ido tirando de la venta de otras pequeñas propiedades heredadas; pero aquel inmenso solar tenía muy difícil salida. La casa principal, arruinada, exigía para su aprovechamiento una costosísima rehabilitación, imposible de acometer, y la finca no daba siquiera para sostener sus propias cargas con la exigua renta que esporádicamente lograba sacar del alquiler como explotación agraria. Situada estratégicamente en los linderos de una zona de favorecida por una creciente urbanización, la intervención de Donato fue decisiva para culminar el único proyecto viable para hacer posible su venta: la adquisición por parte del Ayuntamiento. Y así ocurrió, en aquel 64, cuando la Corporación Municipal resolvió su compra en bloque, para destinar el edificio principal a nueva sede del cuartel de la Guardia Civil del que el pueblo iba a dotarse, y la reconversión del resto de la finca en parque municipal, recinto ferial y dotación de instalaciones deportivas. El conjunto de la transacción fue un pico para aquellos tiempos, nada menos que 34 millones de pesetas, el complemento pragmático que a Matías le faltaba para completar y exhibir con coherencia su impostura hidalga y señorial.
Poderoso don dinero, volvieron al punto los saludos, la gracia de escuchar sus relatos, y aquel aciago sino del desalojo de los bares a su paso trocose, de la noche al día, en contrario. Tal fue la mudanza feliz, aunque por poco tiempo, porque el asco de Matías por aquellas gentes, una vez pasada la primera venganza, se le hizo pronto insoportable. Con el verano, visitó Madrid, y a la vuelta sorprendió a todos anunciando su traslado definitivo a la capital en calidad de propietario de la recién adquirida fábrica de corbatas “Ricco Hermanos”, rebautizada tras la compra en “MCM Cravats International. S. L”.
-- Pero, vamos a ver.. A ver. Explícamelo mejor para que lo entienda: ¿Te has vuelto loco, o qué?... -la pobre Ana no cabía en sí de asombro, al conocer la noticia- ¿Pero qué leche sabes tú, Matías, de corbatas? ... ¡Es que es increíble!¡La cosa más descabellada que he oído nunca! ...Ni de corbatas, ni de negocios. ¿Qué sabes tú de negocios? ...Pero, ¡bueno, por Dios! ¿Cuánto has pagado, dime, cuánto has pagado?.
-- Muy poco, créeme. Ha sido un chollo; una ganga ...Y será un magnífico negocio, ya lo verás. No te preocupes ni sufras, que no estoy loco.-- Pero, ¿cuánto?. Dime cuánto...
-- Doce millones y medio, vaya ... Pero el edificio ya casi los vale.
-- Doce millones y medio, vaya ... Pero el edificio ya casi los vale.
Ana había sido la primera en conocer la buena nueva de Matías. Y aquel disgusto, tan hondo y tan sincero de la mujer, el mejor premio, la más grata confirmación de haber acertado en la decisión de la compra. Fuera buena o mala la inversión, aquel interés tan preocupado -pensaba Matías- ya la compensaba sobradamente. Tuvo que hacerse fuerte y morderse los labios para no desbocar su ternura al escucharla, contenerse para no abrazarla allí mismo, para no gritarle su razón última, el porqué de la urgencia, la insoportable tensión de unos sueños inconfesables que ahora más que nunca -le parecía- podía intuir compartidos. Iba a hacerlo. Lo hubiera hecho, de no entrar en ese momento en la escena, convocados por el alboroto, Donato y Alicia.
-- ¿Qué pasa?¿Qué follón os traéis, que se os oye desde la plaza?...
En los cinco minutos de la explicación a Donato, el territorio del orden y la prudencia volvieron a erigirse en muro infranqueable y las distancias a ocupar su lugar de separación convencional. El amigo recibió además la noticia con alborozo, recriminando a su mujer su estrechez de miras y su ignorancia en asuntos de inversiones. Por atemperarla, Donato estrechó a Ana fuertemente por los hombros, acariciándole la cara con infinita delicadeza para limpiar de sus mejillas y frente los restos de harina que la adornaban. Sin ninguna premeditación, por acallar los bufidos, Alicia dio también en trabarse a la cintura de su madre; y aquella sólida composición de los tres, frente a Matías, resultole a éste letal, despejando de su cabeza cualquier posible duda respecto de la urgencia de acometer sin dilación el nuevo rumbo.
Sin embargo, contra lo que pudiera parecer y pensarse, salvo la evidente sobretasa en la adquisición, Matías no había hecho demasiado mal negocio. La empresa de la que era nuevo dueño resultaba consolidada y solvente, con una muy buena cartera comercial y una red de distribución y ventas eficaz y bien diseñada. El edificio de la propiedad, de dos plantas, junto al Manzanares, a dos pasos de la muy castiza ermita de San Antonio de La Florida, frente por frente a la gran muralla de cierre de la Estación del Norte, disponía de un amplio taller de trabajo en la planta baja, un mínimo huerto detrás, y una vivienda suficiente en el primer piso.
Don Bonifacio Rico, el antiguo propietario, una buena persona, serio y cabal, aunque sacó el mejor precio que habría podido soñar por la transacción, sí se mostró, a cambio, luego bien dispuesto a cumplir sin reticencias su parte en las condiciones acordadas en el contrato de compraventa. La principal, mantenerse al frente del negocio hasta el final del año, para introducir en ese tiempo a Matías en las claves de la gestión y gerencia.
A finales de octubre llegó Matías a Madrid para iniciar su nueva vida y asumir su nueva responsabilidad. De principio tuvo que instalarse en un hotel próximo, en tanto culminaban las obras de reforma y acondicionamiento que había encargado en la vivienda. Y es de justicia decir que sus comienzos no pudieron ser más esperanzadores. Salvo su apariencia, un tanto extravagante y estirada, marcada al paso metronómico de aquel bastón y el plumón de la perilla, diríase que era un hombre nuevo, voluntariamente decidido a la autodisciplina necesaria para entender y aprender el oficio lo antes posible y llevar por su mano el negocio.
Puntualmente llegaba a primera hora de cada mañana y despachaba, junto a Bonifacio y Perico, don Perico Larrea, el encargado del taller, los asuntos de mayor interés y el programa de trabajo de la jornada, antes de la entrada, a las ocho, de las veintitrés mujeres que integraban el grueso de la plantilla.
Resultará increíble decirlo, y hasta el propio Matías sentía un vergonzante estremecimiento al reconocerse a sí mismo la frivolidad, pero es muy cierto que aquel detalle, el de la tan elevada cuota de mujeres en la plantilla, había pesado mucho, muchísimo, en la decisión de compra de Matías.
Cuando, cuatro meses atrás, llegara a Madrid, el ánimo del cántabro traía dos intenciones: la una y principal, darse un merecido homenaje por su millonaria riqueza recién adquirida; la otra, aprovechando, decidir el mejor modo de administrar y colocar aquel patrimonio para el futuro, con la idea preconcebida de que lo mejor para él era, según la tradición familiar, ejercer como rentista, sin más complicaciones. Había calculado, para sí y por encima, el monto anual de los réditos que podía percibir, y se mostraba convencido de que podían darle para vivir con cierta holgura muchos años, y más y mejor aún teniendo en cuenta su firme propósito de mantenerse en celibato a perpetuidad. Con esta idea, en procura del mejor asesoramiento, cuatro días después de su llegada reservó cita en el despacho profesional de don Rufino Compairé, agente de cambio y bolsa, según opinión extendida uno de los más afamados asesores de inversiones de la capital. La primera sorpresa de Matías al hallarse ante él fue descubrir en el tal Rufino una juventud con la que no contaba. Prácticamente eran de la misma edad, poco más de cuarenta, pero, por aquello del nombre, que inducía a severidad, y el don, Matías había dibujado en su cabeza al tal Rufino como un sesentón de aspecto grave y circunspecto, seguramente entrado en carnes, trajeado de gris y enmarcado, muy posiblemente, en un recio despacho de sobrias penumbras. Por contra, viose descolocado frente a él, en un incómodo diván de líneas modernas, casi tan agresivas como la verde tapicería, supuestamente a juego, en diversos tonos, con la amplia y mullida alfombra y las recogidas cortinas de un enorme ventanal, casi ocupando al completo el paño de la pared, que asomaba el despacho al eje urbano del Paseo de la Castellana desde la vertiginosa perspectiva de un decimonoveno piso.
El tal Rufino, vestido con una informalidad que resultaba insólita e insultante a los ojos de Matías, descorbatado y recostado, más que sentado, en el ancho sillón tras de la mesa, escuchó con atención el proyecto-base de su cliente, advirtiendo en él, al punto, la indisimulada desgana que la decepción imponía a su tono expositivo.
Formado en Holanda y Dinamarca, Rufino tenía una visión desacralizada del dinero. Le repugnaba la idea de mantenerlo aislado en una urna, cofre, banco o similar. Abominaba del crecimiento vegetativo del capital y profesaba una fe ciega en el dinamismo inversor. Su lema, “dinero llama a dinero”, como en él era costumbre, sirvió también esta vez para romper el fuego de su respuesta a Matías:
-- Mire usted, señor Cuernavaca...
--...Cuernavaca y Muerdecojón -apostilló, Matías, con premeditada arrogancia-: ... Es apellido compuesto.
-- Sí señor. Así es; ya lo veo -aceptó Rufino, confirmando en la ficha que su secretaria le había pasado ...Bonito apellido, por cierto, y si me lo permite. Y muy sonoro y sugerente, además... Rufino dibujó en el gesto un guiño de zafia picardía, pero de inmediato alcanzó a ver que su cliente no apuntaba indicio alguno de querer prosperar por esa vía.
--Pues mire usted, don Matías... Sí señor; hasta su propio apellido me sugiere que yerra usted al dibujar para sí la triste conformidad de un futuro de rentista. No digo que no pudiera tener un pasar durante muchos años viviendo de los réditos de su capital, como usted pretende. Dispone usted de una bonita cantidad y, ciertamente, llevando cuidado, tal vez pueda proporcionarle un soporte financiero suficiente para el resto de sus días...Y más aún siendo soltero, claro. Tal vez sí. Pero es usted demasiado joven, a mi juicio, para despreciar de ese modo las verdaderas utilidades que el dinero puede ofrecerle. Yo soy de la opinión, ...¡cómo le diría!..., de que, ¡dinero llama a dinero! ¿Me comprende usted?... Y créame que los bancos, a los que usted parece tan dispuesto a entregarse, tienen esa misma filosofía. Ellos lo llaman. ¡Vaya que sí! Lo engordan. Lo multiplican, ...Y satisfacen a sus clientes dormidos con apenas un eco de todo ese fascinante ruido. ¿Me comprende? ... Con su edad, este es mi consejo, no debiera usted resignarse a un goteo de migajas. Podría permitirse, si quiere, y yo incluso le aconsejo que lo haga así, en un primer paso, con esa prudencia que usted estima, ser conservador con la mitad, o algo más, colocada a renta fija, como reserva; e invertir el resto, una cantidad suficiente, en un proyecto propio adecuado, que pueda dirigir usted personalmente: Un negocio ¿Me comprende usted?. Por ejemplo, una pequeña empresa. Yo puedo, si usted me lo pide, ayudarle a encontrar lo que mejor le vaya. Y estoy seguro de que disfrutará doblemente: de una parte, vigilando y peleando por sus intereses; haciendo honor, si usted me permite la broma, a la enérgica significación de ése, su sonoro apellido; y de otra, hallando un motivo de ocupación que le ayude a llenar su tiempo, porque de rentista desde tan joven, y en los tiempos que corren, puede hacérsele, seguro, piénselo bien, abrumadoramente tedioso.
Matías salió de aquel encuentro sin una convicción firme respecto del mejor orden para su futuro. Alguna duda, sin embargo, asimilable tal vez con inquietud, sí debieron dejarle las palabras del experto, ya que aceptó con interés, a los pocos días, la propuesta de acompañarle a visitar una empresa en venta, que el agente entendía ideal para las disponibilidad económica de Matías y que, en opinión de Rufino, tenía además la ventaja de ser un negocio saneado y fácil de asimilar gerencialmente en poco tiempo.
-- Estoy seguro de que le va a encantar, don Matías... Es ideal para usted, créame: sano, próspero, consolidado, y muy fácil de llevar... Se trata, como le adelanté por teléfono, de una fábrica de corbatas. Bueno, y de más cosas, porque trabajan una gama bastante amplia: pañuelos de bolsillo, de señora, chales, ... y hasta velos. Pero todo
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