Pocas personas habrá habido en la historia tan obsesivamente empeñadas en lograr un objetivo como el joven Jean Francoise Champollion ante el reto de descifrar las claves interpretativas de los jeroglíficos egipcios. Esa meta constituyó una verdadera “carrera contra el tiempo” disputada por los más granados científicos lingüistas, franceses, ingleses, alemanes e italianos en los primeros veinte años del siglo XIX.
Jean Francoise Champollion |
Que se estaba en puertas de ese trascendental descubrimiento era una intuición generalizada, a partir del descubrimiento, en 1799 de la famosa Piedra Rosetta. Champollion fue el ganador, el primero en dar con la clave definitiva que abría el mundo de la egiptología. Proclamó su ¡Eureka! en 1822, el 14 de septiembre. Tenía entonces 32 años. Diez después –muy joven todavía, con apenas 42 cumplidos fallecía, en Paris, un día como hoy hace 179 años, el 4 de marzo de 1832.
La historia de la famosa Piedra es apasionante, tanto en su plano científico como en el histórico de su descubrimiento. Que en ella estaba la clave y la puerta definitiva para desvelar el significado de los jeroglíficos se intuía con nítida claridad desde el primer momento de su afloración –que inmediatamente contaremos-, al constatar que los tres textos diferentes que aparecían grabados en ella eran, realmente, el mismo en tres diferentes grafías: la superior, jeroglífica, la del medio siríaca (se pensó en un primer momento), y la clave esencial, la tercera, la de abajo, en griego antiguo. Así pues, si esta última podía perfectamente traducirse sin dificultad, y los dos textos de arriba repetían el mismo contenido, la posibilidad de descifrar aquellas extrañas escrituras estaba al alcance de la mano. Sólo era cuestión de tiempo, de paciencia, y de mucha sabiduría.
Como una cuestión de Estado, franceses e ingleses, principalmente, asumieron el reto “deportivo” de ser los primeros en lograrlo. Y ganó Champollion, que era un personaje de una “pasta” auténticamente excepcional; un verdadero superdotado en grado sumo, y además con una capacidad de trabajo tan obsesiva que le llevaba hasta los límites mismos de la extenuación.
Su interés por las lenguas orientales y exóticas le venía de familia, con un hermano mayor considerado ya un experto consagrado en ese campo. Pero Jean Francoise era un caso aparte de capacidad. A los 16 años ya dominaba seis lenguas orientales, el copto, el hebreo, el sirio, el caldeo, el árabe y el etíope. Eso, a los 16 años, porque a los 22 ya había añadido el chino, el sánscrito y el persa.
Batalla de las Pirámides (óleo de Louis-Francois Lejeune) |
Cuando se produjo el descubrimiento de la Piedra Rosetta, Champollion era un niño de 8 años. Ocurrió al poco de desembarcar Napoleón en su campaña de Egipto. Para aquella empresa, además del afán militar del expansionismo napoleónico, el corso había dispuesto desde el mismo proyecto de la expedición, que en ella habían de integrarse un número importante de estudiosos y de científicos franceses, que habrían de acompañar a las tropas y llevar a cabo una campaña paralela y simultánea de carácter científico y académico, estudios y catalogaciones de flora y fauna, y muy en particular catálogos detallados de los vestigios arqueológicos del país y de sus principales monumentos.
Uno de los primeros bastiones tras el desembarco fue el sitio y la ocupación de la ciudad de El-Rashid (rebautizada por los franceses como Rosetta), ubicada en el extremo del delta del Nilo, en la línea de costa. Tras la ocupación, los franceses dispusieron su fortificación inmediata; y en ello estaban, en julio de 1799, cuando el oficial Pierre Bouchard, que mandaba el pelotón de operarios, hizo el crucial descubrimiento, aflorando una piedra basáltica negra, de poco más de un metro de altura y 75 centímetros de ancho, casi una tonelada de peso, cuyo frente pulido aparecía totalmente cubierto por una apretadísima grafía, repartida en tres franjas diferentes y superpuestas.
Piedra Rosetta |
Puesto el descubrimiento en conocimiento de los científicos que acompañaban la expedición, de inmediato éstos se percataron de la trascendental importancia que aquello podía suponer. La Piedra fue depositada, primero, en Alejandría, y allí, tras una primera limpieza, dos expertos litógrafos llevaron a cabo sendas copias de las inscripciones contenidas, por el expeditivo método de entintar la superficie escrita y disponer sobre ella una gran hoja de papel. Estas copias fueron remitidas a Francia, por encargo expreso de Napoleón, en 1800, poco antes de que él mismo tuviera que salir de urgencia de Egipto para no verse aislado y atrapado, como le ocurrió a su ejército expedicionario.
Y es que, al poco de desembarcar, el almirante Nelson había logrado desbaratar la escuadra francesa en Abukir, muy cerca de Rosetta, y esa aciaga circunstancia determinaba el futuro imposible de la expedición francesa. Napoleón se hizo retratar frente a las pirámides, y discurseó sobre ellas, ¡veinte siglos nos contemplan! pero de inmediato dispuso el regreso a Francia de su persona, antes de verse allí atrapado y probablemente prisionero de los ingleses, como le ocurrió a su ejército. Cuando éste hubo de rendirse finalmente, el 30 de agosto de 1801, en la cláusula 16 del Tratado de Capitulación, los ingleses pusieron buen cuidado en exigir que todas las antigüedades que los franceses habían recogido y catalogado debían pasar a manos británicas. Pero, hete aquí que cuando se hizo ese recuento –los ingleses ya sabían de la importancia de la Piedra Rosetta- ésta no estaba entre las piezas a embarcar. Demandaron entonces a los generales franceses, y les conminaron a que “soltaran” el paradero de la codiciada pieza. Y no quedó más remedio que hacerlo, ya que el derrotado ejército francés iba a ser repatriado por barcos ingleses, y el empeño de ocultarla se vio imposible. Al fin, el general Menou tuvo que desvelar su paradero: la tenía en su casa, perfectamente embalada y disimulada entre el equipaje que con él habría de evacuarse. Así fue como, como botín de guerra, la Piedra Rosetta pasó a ocupar el lugar de privilegio como una de las joyas más preciadas de las que hoy se exhiben en el Museo Británico.
Escritura jeroglífica |
¿Y qué eran aquellas inscripciones? ¿Y por qué estaban distribuidas así, de ese modo, en tres grafías superpuestas distintas? La Piedra Rosetta –luego se han descubierto otras similares- era una estela, una especie de lápida conmemorativa... correspondiente al periodo del reinado del faraón Ptolomeo V, apenas dos siglos antes de la Era Cristiana. En aquel tiempo tan tardío, la cultura egipcia ya, podríamos decir, había “degenerado” notablemente. La influencia helenística había acabado casi por arrumbar los viejos rasgos de la cultura del Egipto milenario; y ello se hacía notar en la razón de este tipo de textos en las inscripciones públicas: como ya escaseaban los conocedores de la vieja lengua jeroglífica, los textos se presentaban, en este tipo de lápidas conmemorativas, con una parte escrita en jeroglífico, y el mismo texto repetido igual más abajo con su traducción a un lenguaje jeroglífico más moderno, el demónico (aquello que, en principio pensaron que era siríaco) que es una especie de versión cursiva del clásico jeroglífico (algo así, para entendernos, como la diferencia que hoy puede haber entre los caracteres de imprenta y la misma grafía escrita a mano), y una tercera franja inferior en la que el texto se repetía, una vez más, en griego, que era ya, por entonces, la lengua de mayor comprensión por el pueblo.
Esa fue, al fin, la concurrencia que facilitó el desentrañamiento del lenguaje jeroglífico. Por lo demás, en lo que hace al contenido del texto en sí de la famosa Piedra, realmente no tiene mayor importancia ni aporta gran novedad, pues lo que recoge no es otra cosa que un Decreto emitido por la clase sacerdotal egipcia, reunida para la ocasión en el templo de Phat, en Menfis, en la que hacen expreso reconocimiento de las gracias y los favores que les fueron otorgados por el faraón Ptolomeo V, donativos monetarios, provisión de grano, exención de determinados impuestos…; por todo ello, encomian la personalidad de ese faraón, y para que así se sepa en todo el reino, ordenan efectuar copias de tal Decreto en varias losas de basalto, que deberían ser expuestas en los templos más importantes, junto a la estatua del faraón. Esto es lo que dice la Piedra, y lo que justifica que luego, años más tarde, se hayan hallado restos de otras lápidas similares.
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