miércoles, 4 de mayo de 2011

La gesta de María Pita


      Estos hechos que hoy vamos a evocar tuvieron lugar en la primavera de 1589, es decir, un año después del desastre cosechado por aquella Armada Invencible que Felipe II enviara contra la herética Inglaterra de Isabel I, Isabel Tudor, la que fue conocida también como la “Reina Virgen”. Esta circunstancia resulta crucial en el análisis de las razones estratégicas que movieron a la reina a encargar al corsario a su servicio Francis Drake el “raid” del que hoy vamos a ocuparnos, y en el que confluían muchos posibles intereses: de una parte, estaba la revancha, el desquite, el aprovechar la debilidad defensiva en la que había quedado España, para completar la liquidación de los restos de su Armada. De otra y concurrente, como se ha de ver, hay serios indicios de que el fin último de la operación contemplaba desgajar a Portugal de la soberanía de Felipe II. El resultado, en todos éstos, y otros objetivos que han de señalarse, se saldó en un estrepitoso fracaso para los ingleses. Todo empezó a ir mal cuando, en la primera y principal acción, el ataque a La Coruña, tras 15 días de asedio se vieron obligados a reembarcar. En aquella defensa heroica sentó plaza en la historia una mujer, de nombre María Pita.
Francis Drake
      Corría, decíamos, el año 1589. El anterior, el fracasado episodio de la Armada Invencible había puesto de manifiesto la vulnerabilidad de la flota de Felipe II. En Londres, la reina y su gobierno pensaron que, en cuanto pasara el invierno, la ocasión era que ni pintada para aprovechar el rebufo y acabar de liquidar el poderío naval español, atacando en los puertos donde se hubieran refugiado los barcos que habían logrado regresar. Si lo lograban, la ruta de Indias quedaría al fin totalmente a su merced. De paso, y como puntilla, si todo salía según lo previsto, cabría pensar en la liberación de Portugal y en la ocupación de las estratégicas islas Azores. Tal es la razón de que en la flota que se armó para la empresa, embarcara el pretendiente al trono portugués, Don Antonio, y uno de sus hijos, junto con un séquito de 16 caballeros portugueses que con él vivían exiliados en Inglaterra.
      Para la empresa, en el puerto de Plymouth se concentró una vasta flota, integrada por 120 navíos de vela, 16 pinazas y 5 galeras. Como almirante de la armada, la reina le ofreció el mando al corsario Francis Drake, cuya propia flota había integrado en la empresa, previa negociación de la parte alícuota del botín que había de corresponderle. Las fuerzas de tierra embarcadas, más de 6.000 hombres, actuarían bajo el mando de sir John Norris, e incluían 600 de caballería con sus correspondientes monturas. Tras proveerse de vituallas para una campaña de 2 meses, el 26 de abril se hacían a la mar.
      Todos aquellos preparativos no podían pasar inadvertidos para el espionaje de la época, que ya funcionaba con una eficiencia y agilidad que para sí quisieran muchas renombradas Agencias de Inteligencia de hoy en día. Así que la noticia de la amenaza ya había llegado a Madrid bastantes meses antes. Lo que no se sabía era el itinerario concreto que iba a seguirse ni la prioridad en el esquema de los ataques. En lo que hace a Lisboa, se habían remitido de urgencia refuerzos de tropas de tierra, y dispuesto nuevos emplazamientos artilleros en el estuario del Tajo, en Cascaes y en Peniche. También se había enviado un importante contingente de refuerzo a las Azores. Al menos esta vez, pensaron en Madrid, Drake no iba a sorprender, como ocurriera en Cádiz dos años antes.
Ría y puerto de La Coruña, en un
grabado de la época
      La mayoría de los barcos de la Invencible que habían logrado regresar estaban refugiados y en reparación en los puertos del Cantábrico; los más, fondeados en Santander, Laredo, San Sebastián y Pasajes, es decir, en el seno del Golfo de Vizcaya. Y hacia allí, en buena lógica y de acuerdo a las instrucciones reales, debiera haberse dirigido la flota atacante. Pero, según la razón que luego dieron, “por impedimento de los vientos contrarios” les fue imposible seguir ese rumbo, y decidieron atacar La Coruña.
      En esta sorpresiva elección pesaron también, sin duda, algunas otras razones, como la simbólica, no menor, de que el puerto gallego había sido punto de partida de buena parte de los barcos de La Invencible. También pesaba el conocido apoyo que la ciudad había prestado a la rebelión irlandesa. Y, tal vez determinante y más crematístico, la noticia-rumor extendida de que un galeón de Indias había desembarcado allí, hacía muy poco tiempo, un importante cargamento de oro y plata. Así pues, por éstas y las otras razones, y por el conocimiento de las débiles defensas con que contaba la ciudad y el puerto, las velas de la flota inglesa asomaron en el horizonte coruñés en la mañana del 4 de mayo de 1589
      Al conocimiento de la alarmante noticia, el gobernador y capitán general de Galicia, el marqués de Cerralbo, destacó dos balandras con la misión de cerciorarse de las intenciones de la flota que se divisaba, al tiempo que la ciudadanía y la escasa guarnición militar se aprestaba de urgencia para la defensa. La peculiar estructura topográfica de La Coruña de entonces dividía a la ciudad en dos zonas muy diferenciadas y casi independientes –también sociológicamente-: la Ciudad Alta (lo que hoy se conoce como “ciudad vieja”), núcleo primitivo, donde tenían su asiento las principales familias y las entidades jurídico-religiosas. Esta especie de ciudadela contaba con una fortificación de mejor entidad. De otra parte, adyacente pero separada con una mucho más débil fortificación independiente, estaba la llamada zona de la Pescadería, donde vivía el resto de la población, dedicada a las actividades pesqueras y mercantiles. Refugiados todos intramuros, el desembarco de los infantes ingleses se produjo sin tropiezo. Una vez en tierra y organizados, comenzó el asedio.
      A lo largo de quince días, los ingleses trataron en vano de abrir brecha en el recinto. El ataque principal se llevaba a cabo contra la muralla de la Pescadería, que logró resistir pese a las tres minas que los invasores hicieron explotar en la muralla. En una de ellas, la que explosionó el 12 de mayo, se produjo la memorable gesta de María Pita. Las crónicas de la época lo cuenta así: “Adelantose entonces a la brecha un alférez enemigo, animando con la voz y el ejemplo a los suyos para que avanzasen, poniendo con ello en grave apuro a los sitiados, porque, cansados unos y muertos o heridos otros, se veían a punto de sucumbir... En tan apurado y triste momento, una mujer, llamada María Fernández de la Cámara y Pita, se presenta y adelanta a los defensores armada de una pica, y dirigiéndose al alférez inglés le descargó un golpe tan certero que le derribó muerto, apoderándose en el acto de su bandera. Recobrando los defensores, a la vista de esta heroicidad, los ánimos abatidos, se lanzaron enardecidos sobre los enemigos, que optaron por pronunciarse en precipitada fuga”...
      Tal fue la gesta heroica de María Pita. Tras este decisivo episodio, todavía permanecieron los ingleses cinco días más, asediando la ciudad y saqueando cuanto hallaron en los alrededores. Al cabo, llegadas noticias de la proximidad de un ejército de refuerzo español, optaron por reembarcar y marcharse.

Decisivo papel del vino foráneo
     
      Y aquí, si se nos permite, al hilo de ese “saqueo” que los invasores llevaron a cabo en todo cuanto hallaron, merece mención especial un episodio singular: el caso del vino... que fue la rapiña que, a la postre, más sintieron los coruñeses.
Plaza de María Pita, con su monumento en el centro,
frente al Ayuntamiento coruñes
      De este episodio también cuentan con prodigalidad las crónicas inglesas de aquella expedición, y es que, para desesperación de sir John Norris, es lo cierto que buena parte de los infantes ingleses pasaron aquellos quince días “de borrachera en resaca”, y vuelta a empezar. La razón tiene su curiosidad, y es la siguiente: desde los tiempos medievales, el Concejo de La Coruña tenía la potestad de impedir la entrada en la ciudad de cualquier partida de vino de otra procedencia, en tanto no se agotasen las existencias del vino local, el que se elaboraba en la zona de su demarcación, en un perímetro de dos leguas en torno a la ciudad. Ocurría que aquel vino local era, francamente, muy malo, elaborado a partir de una uva antigua, llamada “romana”, que aún pervivía allí y que era la propia del lugar. Para proteger y garantizar su consumo, el Concejo había adoptado aquella medida, que obligaba a los coruñeses a agotar el suyo antes de poder consumir los vinos de fuera, de Rivadavia, del Bajo Miño, y también de Jerez y de Castilla.
      ¿Y qué ocurrió? Pues, desgracia sobre desgracia: a la llegada de los ingleses todavía quedaba en la ciudad vino local, y aquel codiciado foráneo aguardaba en los almacenes situados extramuros; y, claro, cayó en manos de los ingleses, que no dudaron en arremeter con él con desaforada ansiedad de “hooligans”.
      Desde lo alto de las murallas, los coruñeses sufrían horrores viendo aquella innoble rapiña, aunque tal vez sin ser conscientes entonces de la importancia que aquel hecho pudo tener en su propia supervivencia, ya que tal vez gracias al vino se salvaron, o cuando menos lograron atemperar la belicosidad de los resacosos atacantes.
      Y, en fin, el epílogo. Los fracasados ingleses reembarcaron en La Coruña, y pusieron rumbo hacia el sur, pero, tal vez porque la alerta ya había puesto sobre aviso a las guarniciones portuguesas, marearon la perdiz en una errática navegación indecisa por el Atlántico durante días. Al fin, el 26 de mayo desembarcaron el ejército en Peniche, bastante al norte de Lisboa, hacia cuya capital dispusieron la marcha, y a cuyas inmediaciones llegaron el día 2 de junio. Y allí se atrincheraron, al parecer frustrados por la sorpresa de ver que la ciudad no les abría las puertas, y que la rebelión interna con la que contaban tampoco acababa de producirse. Drake y sus barcos saquearon en cuanto pudieron el estuario del Tajo. Finalmente, al igual que en La Coruña, la tropa reembarcó en Cascáes, según se cuenta, en un ambiente de clara confrontación entre Drake y Morris.
      Durante las semanas posteriores se tuvo noticia periódica del deambular de la flota inglesa aguas adentro, no se sabe si, tal vez, aguardando la ocasión de hacer alguna presa en navío que vinieran de Indias, o esperando las condiciones meteorológicas que les favorecieran la navegación de regreso al norte. Al final acabó por perderse la pista. Y a últimos de septiembre corrió el rumor que la reina inglesa preparaba una nueva Armada de trescientas velas, en las que de nuevo se hallaba encuadrado Drake.
 
María Pita

      Nuestra osada heroína rondaba los 25 años de edad cuando protagonizó su gesta. La historia nos la ha dejado con ese nombre apelativo de María Pita, no obstante, parece que su nombre real era el de María Mayor Fernández de la Cámara y Pita.
Retrato idealizado de María Pita, en sus años
de acomodo y madurez
      De origen humilde y oscuro, en el tiempo de los hechos su situación era ya de viuda de un carnicero, de nombre Gregorio Rocamunde. Tras la acción de defensa desesperada, en la que también se distinguieron otras varias mujeres de gran coraje, como Inés de Ben, que recibió un balazo en la cabeza y otro en el muslo, María Pita se sumó a la tarea de recoger los cadáveres y de atender a los heridos, sin cuidarse de su acto heroico, que pronto cayó en el olvido, y por bastantes años.
      María, que debía ser una mujer de gran carácter y notable atractivo, pocos meses después del cerco se casó por segunda vez, ahora con un capitán de la guarnición, de nombre Sancho Arratia, con el que tuvo una segunda hija, bautizada Francisca.
      Cinco años más tarde se encontraba de nuevo viuda, y en 1599 celebró su tercera y última boda, esta vez con un acaudalado alguacil, don Gil Figueroa, propietario de numerosas fincas en Ledoño y en San Pedro de Nos, con el que tuvo dos hijos varones, Juan y Francisco.
      Fue al enviudar de nuevo, con los dos chicos aún niños y las dos hijas casaderas, cuando se decidió a remitir al rey Felipe II una carta en demanda de reconocimiento y de ayuda. No es que su situación económica fuera entonces singularmente apremiante, pero resulta cierto que andaba bastante liada en pleitos con la familia de su fallecido marido, por cuestión de la propiedad de las tierras del difunto. Y el rey atendió su petición, concediéndole el título de alférez, con la paga que correspondía a ese grado, de diez escudos mensuales, más la concesión de ciertos permisos para la exportación de mulas a Portugal.
      Y así, mudada en propietaria rural de buen pasar, discurrieron los últimos años de María Pita, sin que se sepa con exactitud la fecha de su muerte, que debió acaecer hacia 1643. Felipe III tuvo a bien perpetuar en sus descendientes el grado y la paga de alférez en activo que habían recompensado la, ya a partir de ahora sí, reconocida proeza heroica protagonizada por aquella joven veinteañera, en el mes de mayo de 1589, defendiendo heroicamente la peligrosa brecha que la explosión de una mina había abierto en la muralla coruñesa.


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