Pues, sí, hoy vamos a contarles de los entresijos de una salsa, el famoso “ketchup”, tal vez hoy en día la más universalmente conocida y utilizada, que yo me he permitido tildar de “diabólica”, sabiendo bien que al hacerlo me sitúo en clara contracorriente con la legión de fans que la susodicha salsa tiene en todo el mundo, y también, por supuesto, aquí en España.
Pero, qué le voy a hacer. A pesar de mi clara minoría, no he logrado nunca hallar el más mínimo aprecio culinario en ese grosero chorretón rojo con el que, según mandan los cánones, debe embadurnarse bien la hamburguesa antes de prenderla y asirla entre las dos partes del pan que la sujeta. Bien es verdad que, en el caso de la hamburguesa comercial al uso, ni el pan es pan, ni la carne lo que quisiéramos, así que, a la postre y en justicia, las más de las veces el chorretón de ketchup no viene a enmascarar al fin nada substancialmente apreciable en sí mismo. O sea que, lo uno por lo otro, la “diabólica” mezcla está servida.
Pero no hagamos más crítica, y vayamos al apartado de la cuestión que hoy queremos contarles, y que no es otro que la “historia”, bien curiosa, por cierto, de éste, hoy universal, aderezo.
Para empezar, hemos de descartar y rechazar, por clara deficiencia de fundamento, la teoría, que en algún sitio hemos leído, que pretende situar el origen primigenio del ketchup nada menos que en la culinaria romana, y en el uso, entonces frecuente y documentado, de una suerte de aderezo consistente en una mezcla de vinagre, aceite, pimienta y una pasta de anchoas. Nada que ver. El rastreo de los orígenes del ketchup no nos lleva a Roma sino a China, y a los ingleses como principales culpables de su importación y difusión.
El infausto hallazgo nos sitúa en los tiempos de las grandes navegaciones, en aquellos de la famosa “carrera del té”, cuando los hijos de la Gran Bretaña enseñoreaban los siete mares con dominio de familiar parcela. Tiempos en los que la utilización de salsas o conservantes alimentarios capaces de mantener digeribles los alimentos durante meses alcanzaba un valor estratégico equiparable a la más codiciada aleación para la fundición de cañones.
Pues bien, la localización e importación del invento chino, que los orientales utilizaban a modo de puré para el condimento, entre otras cosas, del pollo, bajo el nombre de “ke-tsiap”, acaeció en algún año del arranque del siglo XVIII. Aquella salsa china, tremendamente especiada, hizo fortuna pronto entre la marinería, agradecida, de una parte, de que el rotundo dominio de los fortísimos aromas enmascarara tan bien los muy probablemente nauseabundos de la ingesta base diaria; y de otra, no menor, se agradecía y celebraba que el rasposo picante ayudara de tan buen grado al trasiego de ron.
Con todo, en su versión occidental, la salsa, que entonces se conocía más por “catsup” que por “kepchup”, no adquirió definitivo carácter hasta la incorporación a ella del tomate como ingrediente substancial. Y esto ocurrió mucho más adelante, a finales del XVIII. Téngase en cuenta que el tomate vino de América, descubierto por los españoles, y que por mucho tiempo la planta fue tenida por curiosidad botánica, propia de jardín, y que no fue hasta bien mediado el XVIII cuando, a raíz de una hambruna napolitana, empezaron a comerse sus colorados y jugosos frutos. Luego, el refrendo gastronómico le vino al tomate por la Corte francesa, adonde habría sido llevado “il pomodoro” por Catalina de Medicis.
Con la incorporación del tomate, la salsa ketchup dio un paso cualitativo importante. Como otro no menor y determinante fue, hito decisivo de ennoblecimiento, según se cuenta, el hecho de que el tercero de los presidentes estadounidenses, Thomas Jefferson, en su etapa anterior como embajador en Francia, diera en engancharse en un gusto febril por las patatas fritas “a la francesa”, es decir, en aceite y cortadas en finas láminas, aderezadas con salsa de tomate. A su vuelta a los Estados Unidos, y ejerciendo ya la más alta magistratura del país, en su residencia de Monticello (todavía no existía la Casa Blanca) empezaron a menudear las patatas y otros productos, ya no en compañía de la inocente salsa de tomate, sino de la mucho más contundente y exótica salsa ketchup, que vino así a desembarcar y a generalizarse como una de las señas más propias de la gastronomía estadounidense.
Thomas Jefferson |
En 1876 ya hay constancia documental de su comercialización en botellas. Y de ahí a la hamburguesa, y al perrito caliente, y a las patatas fritas en recipiente de cartón para usar y tirar, sólo hay un tránsito, sin duda de brillantísima ejecutoria, de esa nueva ciencia de la persuasión que es el marketing. Y, en fin, "buen provecho" suelo decirles siempre como remate, pero hoy, si les parece, lo dejaremos en un “que ustedes lo digieran bien”.
Hágalo usted mismo
Hágalo usted mismo
Rendidos, en fin, a la presencia y uso universal del ketchup, dada la ignota composición en la mayoría de los tarros que lo comercializan, y ya no digamos en los que se ofrecen al servicio en la mayoría de las hamburgueserías, tal vez sea consolador beneficio, al menos para su consumo en casa, conocer y practicar su fábrica. Esta que les ofrecemos, por si al ensayo se avienen, es su doméstica receta:
Ingredientes: 4 kilos de tomates maduros; 1 cebolla; 50 gr. de azúcar; 2 cucharaditas de clavos enteros; 2 cucharaditas de canela en rama; 1 cucharadita de semilla de apio; 1 taza de vinagre blanco; 20 gr. de sal
Preparación: En una sartén con una gota de aceite rehogue suavemente los clavos, la canela, la semilla de apio y el vinagre. Deje reducir un par de minutos, y reserve la mezcla. Aparte, en una olla, proceda a cocer durante unos quince minutos y a fuego medio los tomates y la cebolla, bien troceados, junto con la pimienta. Pase luego todo por la turmix y cuele en el chino. A la salsa resultante le añadiremos el azúcar y la sal, para volver a hervir a fuego lento durante unas dos horas. Finalmente, agregamos la salsa de la sartén, y dejamos hervir todo otros 30 minutos. De nuevo pasamos por el chino, y listo.
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