miércoles, 18 de mayo de 2011

La Conjuración de Venecia


      ¿A que suena inquietante y sugerente?: ¡La Conjuración de Venecia!... Sí, es un titular magnífico; con resabios de alto espionaje y maquinación. Seguro que todos hemos oído apelar a ella en alguna ocasión, o escuchado su referencia en algún relato o en alguna película. Y de ella vamos a contarles hoy en esta página especial de Historia. Empezando por señalar que no hubo una, sino dos “Conjuraciones” venecianas; así que no convendrá confundirse.
Martínez de la Rosa
      La primera, acaecida en 1310, en la que Martínez de la Rosa se inspiró para su famoso drama teatral, que pasa por ser el primer hito del Romanticismo literario en nuestro país, tiene como marco la rebelión que maquinó un sector de las familias nobiliarias venecianas que, por aquellos tiempos del arranque del siglo XIV, se vieron relegadas por el Dux en el reparto de poder. Es decir, aquella que llamaremos “primera” Conjuración de Venecia, fue una maquinación política estrictamente “doméstica”. La que hoy nos ocupa –de la que les vamos a contar de inmediato- ocurrió, efectivamente, trescientos años después, apuntó e implicó directamente a España, y su secuencia y trasfondo es todo un anticipo precursor de las más lucubrantes tramas literarias y cinematográficas del espionaje moderno.
Felipe III (por Velázquez)

      Los hechos tuvieron lugar en el año 1618, es decir, en tiempos del reinado de nuestro Felipe III. Llevaba éste en el trono veinte años, y aún le quedaban tres para su paso definitivo a la Historia. Felipe III reinaba, pero quien realmente gobernaba era su valido, el duque de Lerma. Como bien se sabe, el monarca –a diferencia de su padre, Felipe II- padecía una extrema indolencia en lo que hace a los farragosos asuntos del gobierno de sus vastos dominios heredados. El de Lerma, en su nombre, seguía una política activa de apaciguamiento a cualquier precio, fundamentada en la circunstancia cierta que imponía la extrema penuria por la que atravesaba la Hacienda Real hispana. En estas condiciones, el objetivo prioritario –que, ciertamente, logró cumplir el duque- se ciñó a mantener los dominios de su rey, lo cual conllevaba una política de pacifismo a ultranza y de rendido apaciguamiento frente a las demás potencias europeas. Esta línea definitoria de la política exterior de Felipe III chocaba frontalmente con la tradición anterior. Y quienes tenían mejor y más directa percepción de la potencial gravedad a medio plazo de esa diferencia eran, justamente, los embajadores y los virreyes, que, en contacto con la realidad exterior, se las veían a diario con las permanente maniobras de las otras cortes por minar la teórica preeminencia de España.
Lerma (por Rubens)
      Escenario principal de esa pugna era la península italiana, y, dentro de ella, la siempre activa y maquiavélica república veneciana, que defendía su independencia frente al cúmulo de todos los intereses cruzados imaginables en aquellos días: Francia, Austria, el Papado, los reformistas protestantes, el turco... Se entiende bien que la Venecia de aquellos días del arranque del siglo XVII era un auténtico nido de espías.
      El gobierno de la Serenísima, en su difícil superviviencia, trataba de sacar provecho de aquel complejo cruce de intereses, negociando alianzas y confrontaciones con unos o con otros, dependiendo de la coyuntura de cada momento. De entre todos, el gran enemigo natural de Venecia era España, y con España los Habsburgo, que entre unos y otros, españoles y austríacos, la tenían prácticamente rodeada.
      Por aquellos días, uno de los sacrosantos pilares de la política veneciana era su pretensión de exclusividad de dominio sobre el mar Adriático, que consideraba mar propio y de jurisdicción indiscutible. Y hete ahí que quienes más cuestionaban esta pretendida soberanía véneta sobre el Adriático eran los monarcas hispanos, dueños de numerosos e importantes puertos en el centro y sur de la “bota” itálica.
Venecia, en el S. XVI
      En estas cuitas, por aquellos años afloraron en Venecia dos corrientes de poder en pugna: de una parte, los llamados “Vecchi”, partidarios de una entente cordial con España y Austria; y de otra, los “Giovanni”, más agresivos y deseosos de mantener el prestigio de la Serenísima como gran potencia mediterránea. En la confrontación inevitable, acabaron por vencer estos últimos, que no tardaron en aproximar su acercamiento a Inglaterra y Holanda, y agraviaron al Papa Paulo V –y por ende a Felipe III, que en cuestiones de ortodoxia religiosa no era nada indiferente ni indolente- consintiendo subrepticiamente la divulgación de las ideas reformistas.
marqués de Bedmar
      Todos estos movimientos eran observados con alarma por el embajador español en Venecia, el marqués de Bedmar, al que secundaba en su alarma el virrey de Nápoles, el todopoderoso duque de Osuna (a quien entonces se tenía –y probablemente con razón- como el hombre más rico de todo el imperio español, muy por encima del propio rey y de cualquier otro noble o virrey). Junto a estos dos, también participaba de la grave preocupación por la deriva veneciana el gobernador de Milán, el marqués de Villafranca. Nunca se sabrá si estos tres poderosos urdieron de verdad la “conjura” concreta de la que se les acusó en el mes de mayo de 1618. De lo que no cabe duda es de que conspiraron cuanto pudieron, aunque, tal vez, el hecho puntual de aquel 19 de mayo no fue otra cosa que una maniobra de anticipación del gobierno de Venecia para desacreditarlos y forzar, como así ocurrió, su destitución y caída en desgracia en la corte de Madrid. Es decir, que no está nada claro que esta célebre “Conjura de Venecia” fuera realmente tal, conspiración de los españoles, o todo lo contrario: maniobra de los propios venecianos para desenmascararlos a tiempo y forzar su sustitución antes de que pudieran, efectivamente, llevarla a cabo.
duque de Osuna
      Lo cierto es que, con el apoyo del duque de Osuna, Bedmar montó en la corte veneciana una tupida red de confidentes y espías, entre los que contó, por cierto, a las órdenes directas del de Osuna, como espía encargado de diferentes misiones, un joven Francisco de Quevedo, que tenía en el de Osuna a su personal protector.
    El duque, virrey de Nápoles, además de estas maniobras subrepticias, no se recataba en disimular su personal confrontación con la autoridad veneciana. Su nombramiento y llegada se había producido dos años antes, y desde el primer momento mostró a las claras sus cartas de hostilidad hacia Venecia, empezando por cuestionar aquel dominio sacrosanto del que al principio les hablábamos: la exclusividad veneciana del Adriático. Ya en diciembre de 1616, el de Osuna ordenó irrumpir en aquel mar privado con una flota de más de treinta galeras, al mando de Francisco de Ribera y de Pedro de Leiva.
Francisco de Quevedo
      En la capital véneta, la presencia de aquella escuadra sembró una indisimulada inquietud, y hasta temor de que pudiera llegar a atacar a la propia ciudad de Venecia. La situación no llegó a provocar una ruptura de hostilidades, pero sí enorme tensión y algunos graves incidentes, derivados del abordaje a varios barcos venecianos, y el control “aduanero” que las naves hispanas ejercieron sobre otros muchos. La queja de la Serenísima llegó, expeditiva, a la corte madrileña, que resolvió ceder, y ordenar al de Osuna la inmediata retirada de la flota del Adriático.
      En este estado de permanente tensión y recelo, el gobierno veneciano consiguió otro importante éxito al lograr destapar buena parte de la red de espionaje que Bedmar había montado. Muchos fueron encarcelados, y otros tuvieron que huir y refugiarse en dominios hispanos, pero el gobierno veneciano tomó buena nota de la decidida maquinación articulada por Osuna, Bedmar y Villafranca; e ignorando su alcance real, y tal vez imaginando y temiendo mucho más por esa ignorancia, se dispusieron al contraataque.
Palacio Ducal
      El epicentro de esa reacción tuvo lugar en la fecha del 19 de mayo de 1618. Aquella noche se celebraba en el Palacio Ducal un baile de gran gala, al que concurrieron todos los nobles y notables de la ciudad. Y ocurrió que, en un momento determinado del sarao, irrumpió en él la guardia y procedió a una serie de detenciones de personajes presuntamente implicados en una conjura supuestamente maquinada para destituir al gobierno y hacerse con el poder. Nunca se sabrá si tal conjura concreta existió o no. Varios de los acusados fueron ajusticiados, otros desterrados, y otros más –todos amigos y de la camarilla del embajador español- se vieron obligados a poner tierra por medio a uña de caballo, entre ellos, a galope tendido, nuestro ilustre Quevedo.
puente Rialto
      Lo cierto es que Venecia aprovechó aquel escándalo, real o inventado, para lograr sus fines: Bedmar y Villafranca fueron sustituidos, y poco tiempo después corrió la misma suerte el duque de Osuna, quien, de regreso en Madrid, y ya en los primeros pasos del reinado de Felipe IV, cayó aún más en desgracia y dio con sus huesos en la cárcel, donde había de llegarle la muerte.
    Cierta o no, en fin, la famosa “Conjura”, lo históricamente constatable es que los venecianos volvieron a respirar en paz y a dominar el Adriático. Cuando, quince años después, María, la hija de Felipe III hubo de trasladarse a Trieste para casarse con Fernando de Austria, tuvo que hacerlo en naves venecianas ante la arrogante negativa de la Serenísima a permitir el tránsito por sus aguas de una flota hispana.















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