lunes, 22 de octubre de 2012

Paradores...y ensaladilla rusa



         La red española de Paradores de Turismo, que va camino de integrar muy pronto un centenar de establecimientos, marcó su primer hito de andadura un día de octubre de 1928 (el día 9, concretamente), aquel en el que Alfonso XIII inauguraba el Parador de Turismo de Gredos, en Ávila. En los 84 años que desde entonces han transcurrido, los estatales Paradores han sabido consolidarse como una oferta de alojamiento y de restauración de gran prestigio, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.
      La singularidad y gran valor monumental, en muchos casos, de las ubicaciones elegidas para ellos es, sin duda, un factor determinante de ese atractivo y reconocimiento, como lo es también, no menor, el impagable servicio que prestaron al llevar un nivel de hotelería de calidad a zonas del interior, alejadas de los circuitos urbanos y playeros más punteros.
      Paradores, en fin, es hoy una espléndida realidad, a la que mira como ejemplo más de una Administración estatal de otros países, a una y otra orilla atlántica, y hasta en los confines de Asia. Y es que Paradores también ha sido –y con gran eficacia- una soberbia escuela de formación profesional práctica, en todos los niveles y facetas de la actividad de acogimiento.
Parador de Gredos
      En lo que a nosotros aquí nos atañe, que es la gastronomía, seguro que no recogeremos muchas dudas ni discrepancias si afirmamos con rotundidad lo que es opinión común: en los Paradores, se come muy bien.  En todos se da una atención preferente a los productos y recetarios de raigambre local y regional. Pero, a la par, no falta ese servicio genérico que muchos reconocen como “cocina internacional”. Dentro de ese apartado, un clásico de Paradores ha sido, desde siempre, su monumental “entrada” de entremeses. Hoy en día, cuando ya casi nada impresiona, ese alarde de un goloso despliegue de cazuelitas y pequeños platos con mil bocados, no digo yo que hasta no haya pasado de moda. Pero en los años sesenta y setenta del pasado siglo, que es cuando Paradores apuntala su fama y su estilo como propuesta singular cualificada, al rebufo del gran boom turístico de aquella época, para los burgueses españoles que accedían a un servicio así, tan pulcramente presentado, aquellos entremeses, así fuera aquí una mortadela, allí una ensaladilla, la panoplia se antojaba pantagruélica y en extremo sibarita.
      Ciertamente, -y es a donde queremos ir también hoy, para completar, en esta evocación-, nunca faltaba la ensaladilla rusa, que por entonces, recuérdenlo bien, “vestía” mucho... Y por cierto, que uno se pregunta cómo es posible que siendo la Rusia soviética de aquel tiempo la gran enemiga, pudo acreditarse como apellido de la más prestigiosa ensaladilla burguesa. Habría que decir, al respecto, que en los años cuarenta se intentó, sin éxito, mudar el nombre por el de “ensaladilla imperial”... pero el común siguió llamándola ensaladilla rusa. Y es que la fórmula no es de ese tiempo, sino, incluso, muy anterior a los soviets, llegando a apuntar algunos que ya existía una fórmula asimilable en el siglo XVIII. En todo caso, la ensaladilla rusa toma cuerpo culinario, más o menos tal y como la conocemos hoy, en los comedores franceses.
      Respecto de su origen, la cuestión es mucho más imprecisa, y hay muchas dudas. Probablemente fue en el Paris de la “belle epoque”, en los locos años veinte de entreguerras, en el tiempo en el que proliferaron en la capital francesa los restaurantes de lujo regentados por cocineros rusos exiliados a la par que la pléyade de la aristocracia zarista. En la palaciega cocina rusa, desde siempre habían tenido gran predicamento los platos fríos, así fuera en el más crudo invierno. Y no sabemos a quién, pero probablemente a alguno de aquellos chefs-Vladimir afincados en Paris (*), cabe atribuir la creación genial de esta ensalada –que quedó bautizada así, obviamente, como ensalada rusa, mezclando en frío todos los ingredientes pre-cocidos, y compactando el conjunto con la salsa fría por excelencia, que es la mahonesa.
      Aquella “ensalada rusa” pasó, muchas décadas después, a ser “ensaladilla”, así, en diminutivo cariñoso y familiar, cuando empezó a servirse de común, en bares y cafeterías, en pequeñas porciones, como tapa y aperitivo. Buen provecho.



(*) Yo tengo para mí que, efectivamente, la génesis de la que hoy conocemos como ensaladilla rusa tiene su origen, como venimos de exponer, en esa etapa gloriosa del París de entreguerras; no obstante lo cual es de constatar que en esto, como en tantas facetas e hitos de la historia culinaria, el empeño de fijación cronológica es un lío, casi un imposible, por la infinitas teorías que a lo largo de la Historia se han ido produciendo gratuitamente, sin el más mínimo asomo garante en su presunto rigor historiográfico o cronológico. Así, en algún lugar hemos leído que fue su creador, el de la ensaladilla, un cocinero piamontés de nombre ignoto, de la corte de los Saboya, que la habría inventado allá por 1800, con motivo del almuerzo de recepción servido a una embajada de la Corte del Zar. En otras fuentes, más nuestras éstas, leímos que mucho antes, nada menos que a finales del XVIII, en el libro “Arte de repostería”, del leonés Juan de la Mata, que ejerció como repostero mayor en las cocinas de Felipe V y de Fernando VI, figura una suerte de ensalada que bien podría -según tales afirman- resultar muy parecida, o precedente claro -aseguran-, de la que hoy conocemos como “ensaladilla rusa”…. En fin, que, a saber. Que la cosa, si se enreda en ella, resulta siempre al fin asaz complicada, así sea un caso de apariencia tan simple como éste de elucubrar sobre la raíz primigenia de un plato sabroso y agradecido, y al fin también tan sencillo y cotidiano hoy, como lo es la ensaladilla rusa.





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