mundo, se muere!... Venga, venga, ...vamos, que lo que necesita es meterse en la cama cuanto antes, relajarse y descansar.
Unos veinte minutos después de que se hubieran acostado sobrevino la tragedia, de la que dio aviso y alarma un sollozo seco y gutural de asfixia. Tomás y Raúl se precipitaron al instante sobre Matías, quien ofrecía un aspecto demudado de dolor extremo. Todo empapado en un sudor pastoso y frío, de mármol, no cejaba de aferrarse, crispado, con sus manos de agonía, a los brazos de sus amigos, en tanto le sobrevenían, uno tras otro, temblores convulsos de un epicentro profundo y vital. Tomás y Raúl percibieron al instante el dramático alcance de aquellos síntomas, y dieron en clamar al unísono en demanda de socorro...
-- ¡Guardia! ... ¡Guardia! ... ¡Socorro! ... ¡Por favor; dense prisa, que es muy urgente! ... ¡A don Matías le ha dado algo muy fuerte!... ¡Posiblemente el corazón!... ¡Rápido!... ¡Guardia! ... ¡Guardia!...
En un instante, rebrotó el alboroto en las celdas y empezaron a sonar cazos, vasos y cacharros, en una cadencia de urgencia para avivar la atención de los guardias. En su lecho, Matías, transido de dolor, desorbitaba los ojos y apuraba con plena conciencia el definitivo final del hilo de la vida. En un último esfuerzo, recostado sobre el hombro de Tomás, que había tratado de incorporarlo un poco, y agarrado fuertemente a las manos de Raúl, con voz entrecortada y balbuciente, agotando el último aliento de vida les hizo esta confesión:
--...No hay tiempo... Creo que no hay tiempo... Atended, por si me muero ...Sé que puedo...confiar en vosotros ... : Las joyas... El botín...está... dentro de... una chimenea....
-- ¡Déjelo ahora, don Matías, por Dios! No se fatigue más... -le interrumpió Tomás, con su más sincero deseo en aquel momento.
--...Sí. Deje eso ahora, por favor... Ya nos lo dirá ... Que no va a pasar nada; ya verá, don Matías...Ahora tranquilícese, y descanse... -completó Raúl.
-- ¡Callad...y escuchad!... -insistió el viejo, cada vez más fatigado. ... ¿Habéis entendido?: Dentro de... una chimenea.... Recordadlo bien... En una...casa verde...
-- ¿En una casa qué?... -preguntó Raúl, que apenas podía entender ya el hilo de voz de Matías.
-- ...Casa verde... Una casa verde, ¿oís? ... en Bulquera ... en Santander ...No en el pueblo. No... Oídme, que es importante: En el pueblo, no ... Al lado, en el...Poblado... Recordad esto: en el Poblado...de Bulque... “Tornasol” no llegó a completar el nombre. La muerte relajó en un instante sus facciones y precipitó su cabeza inerme contra el pecho de Tomás.
***
Arrebatado de indignación y maldiciendo aún su mala estrella, Benigno Sarasa abandonó la cárcel algo después de las doce de la noche. En la puerta, su coche se cruzó con el furgón de los servicios funerarios, ante cuya visión no pudo evitar por lo bajo un nuevo juramento. El mosqueado “Pulgas” era bastante supersticioso, y espeluznaba ante la muerte, en cualquiera de sus representaciones.
-- ...¡La madre que me parió! ...Y quería perderme yo esta noche. ¡Sólo me falta atropellar un gato negro!...
Al llegar a casa se sorprendió de hallar a Alicia aún despierta y levantada. En su cara interpretó de inmediato un gesto grave de abatimiento y preocupación.
-- ¿Qué pasa? ... ¿Dónde está la niña?...
-- Durmiendo. Tranquilo... Rita está durmiendo... ¿No sabes nada, no?...
-- ¿Nada de qué?...¡Coño, suelta!...
-- Ha llamado Fito hace un rato...Me dijo que te había tratado de localizar después de la guardia, pero que ya te habías ido...Se trata de Matías, que, al parecer, ha muerto, de repente, esta noche...
-- ¡Qué dices!¿Esta noche? ¿Allí...?. Joder!¡Joder!... ¿Pero, cómo ha sido?¿Te contó algo más?...
-- No, mucho más no. Tampoco él sabía... Un infarto, una angina... Fue del corazón... Según me contó Fito, estuvo viendo el partido de fútbol por televisión, y al poco de volver a la celda le dio el ataque... Cuando fueron a atenderle ya estaba muerto.
-- Vaya por Dios. ¡Qué desgracia! ... ¿Y no dijo nada, claro?
-- Qué va a decir, Beni ¡Cómo eres! ... Pobrecillo, si a lo mejor, además, no sabía nada ... Bueno ¿Y ahora, qué?...¿Habrá que ir y hacernos cargo, no?.
Benigno y Alicia cumplieron el deber humanitario, que entendían compromiso familiar, de asumir las exequias de quien fuera hermano de leche de Ana Mantilla, y también, por ello, tío-abuelo honorario de la joven Rita Sarasa Heredia, a la sazón ya una prometedora adolescente de catorce años.
Fue el de Matías Cuernavaca y Muerdecojón, un entierro de desolado patetismo. Benigno, Alicia y la niña recibieron al día siguiente los restos en el pabellón mortuorio del Hospital Penitenciario. El solitario trío, manifiestamente desubicado y casi tan frío y ajeno de expresión como la propia mañana y el lugar mismo, escucharon, sin desenfundarse de abrigos y bufandas, la faena de alivio del sacerdote que por allí asomó en el último instante para musitar con desgana un breve responso. Inmediatamente, el ataúd pasó al coche fúnebre, que inició sin consideración ni aviso una auténtica carrera hacia el vecino cementerio de Carabanchel. Benigno y los suyos se las vieron y desearon para lograr seguir en la distancia a aquel furgón, que más se dijera, por las prisas, ambulancia de urgencias. Al fin, cuando llegaron a la sacramental y localizaron, en el laberinto, el lugar que habían dispuesto de urgencia para la inhumación, en un rincón nuevo del cementerio, ya sólo quedaban allí dos obreros, ultimando la operación de asentar con cemento la placa de cierre del nicho. Tras el primer instante de confusión, Alicia y la niña rompieron a llorar casi simultáneamente. Benigno las recogió en un abrazo, y así permanecieron los tres un rato, sumidos en una enrabietada tristeza, que más procedía de la patente frialdad mecánica de todo el proceso, que del propio dolor de ausencia por la muerte del amigo. El guardia, visto el cuadro y a los suyos en él tan hundidos, acabó por estallar y liberar su cólera impotente contra aquellos dos hombres perplejos, a los que Benigno dio en vociferar la miseria de ser pobre, y a traer a colación para el caso, a gritos, la comparación con el funcionario de cartería capaz de distribuir a toda velocidad, rutinariamente, las cartas -aquí cadáveres- en sus respectivos apartados. -- ¡El mundo es una mierda, sí! ... ¡Y nosotros somos la peor mierda! ... ¡Bahh!... Alejándose, Benigno seguía liberando aún imprecaciones, mientras Alicia trataba inútilmente de reconvenirle al respeto debido al lugar. Sobre el andamio, los dos albañiles reanudaron en silencio su faena.
De vuelta a su casa, ya más calmados, la conversación de los tres, en buena medida en respuesta a preguntas de Rita, desgranó, en retazos desordenados cronológicamente, la evocación de los sucesos que dieron con Matías en la cárcel y el largo vínculo de familiaridad que desde siempre habían mantenido con él; desde la historia de la infancia compartida con la abuela, hasta la sorpresa que para ellos supuso el conocimiento de su implicación en el robo, la detención luego, el juicio, los planes frustrados del soñado trabajo de Alicia en la fábrica de corbatas, y la triste coincidencia en la cárcel de Carabanchel de Benigno, como guardián, y de Matías, como preso.
-- La guerra tuvo la culpa -defendía Alicia. Matías, como tantos, se desquició en Rusia..., pero era buena persona.
-- Bueno, bueno. Menos ...Vosotros, que estabais ciegos por él... ¡No vayamos a santificarlo ahora!... Era como era: un señorito golfo e inútil. Por la guerra, o por su propia ley, la verdad es que también fue bastante egoísta. En diez años, que yo recuerde, faltó una sóla vez que diera las gracias por todos los paquetes, por todas las cartas y por toda tu preocupación constante, Alicia. Esa es la verdad... Y con la niña, pues mucho paripé, pero nada de nada. Ahí está la cosa, tampoco nos engañemos.
-- Hombre, Beni, a la niña la quería; no digas que no... Y más de una vez dejó ver que quería ayudarla cuando fuera mayor, y eso tú lo sabes. En las cartas lo decía muchas veces...
-- Sí. Lo decía; lo decía; lo dejaba caer...y se dejaba querer por ello. Pero la historia está en cómo estamos, esa es la cuestión, Alicia, que si hubo o no hubo, ya da lo mismo, porque el secreto se lo llevó a la tumba... O, peor aún: estoy seguro que esos mierdas de Tomás y Raúl a lo mejor lograron sacárselo, vaya que sí. Estoy convencido... Mira, me da un no sé qué de que hemos hecho el canelo, y sólo el pensarlo me saca de quicio: ¡Tú pagas el entierro, y esos dos se llevan la famosa “herencia” de Rita!... ¡ Joder!¡ Joder! Lo cuentas, y no se cree.
El mosqueo de “Pulgas” vino a reafirmarse en él, derivando sus sospechas a certidumbre casi total, cuando supo de las circunstancias de la muerte de Matías y los largos minutos que transcurrieron en la celda desde la alarma hasta la llegada de la primera ayuda. Por unos y por otros, entre los funcionarios, indagó y supo también que Matías, agonizante, no dejó de musitar al oído de sus compañeros hasta el último aliento. Como puntilla a sus sospechas, acabando de despejarlas, constató además el cambio notable de talante, indisimuladamente optimista, que operaron en su actitud Tomás y Raúl en las semanas que siguieron. Como pudo, arriesgando incluso más allá de lo prudente en sus indagaciones, “Pulgas” recabó todos los datos referentes al cumplimiento próximo del uno y del otro. Su obsesión por ellos derivó al fin en enfermiza, al apuntalarse en él, cada vez más firme, el convencimiento íntimo de que aquellos piratas no eran otra cosa que los ladrones del patrimonio legítimo de su querida hijita.
***
El régimen judicial-penitenciario tiene, entre otros muchos paradójicos, algunos aspectos de sorprendente peculiaridad, como, por ejemplo, la incertidumbre y precipitación con la que se produce el cumplimiento de la condena, o, por más precisión, el día y la hora exacta de la salida de la cárcel. Uno sabe, intuye, baraja, que la orden de excarcelación debe producirse en torno a una determinada fecha, pero desconoce cuál exactamente, ni siquiera si ese mismo día que uno ya ha recorrido incluso en su mitad de jornada puede completarse, al final de sus horas, con el disfrute pleno de libertad. Así las cosas, por conocidas, Tomás y Raúl concluyeron el perfil de sus planes y compromisos mutuos de cara al futuro mucho antes de que se acercara la fecha previsible del cumplimiento de Raúl, que sería quien primero saldría a la calle; según sus cálculos, hacia finales de marzo. Tomás, por su parte, debería permanecer aún entre rejas en torno a un mes y medio, o dos, más. Esa diferencia, dado el crucial secreto que compartían, podría suponer en cualquier otro caso un grave inconveniente y una fuente de acusada desconfianza y recelo por parte de Tomás hacia su compañero; sin embargo, el más joven de los afortunados camaradas tenía holgadas razones para mostrarse tranquilo y confiado respecto de la lealtad de Raúl. Y es que el gallego, del que todavía nada hemos contado, ni tan siquiera esta importante referencia de su filiación, era un hombre de nítidas transparencias, incapaz de todo punto para la traición. Tan sencillo y reservado en el trato social, como noble, en el sentido más primitivo, y serio a carta cabal, según el sagrado compromiso que mantenía consigo mismo. Todo esto era bien conocido y apreciado por Tomás, quien, aunque mucho más joven, asumía desde el principio de su relación un destacado papel de liderazgo e influencia sobre él. Raúl le admiraba y le aceptaba con una sinceridad y sumisión tan falta de reservas que llegaba a antojarse impudorosa. De hecho, antes de conseguir del viejo la confidencia que ahora comparten, ambos habían hecho planes para encauzar juntos la vida de futuro: que si trabajar un taxi a medias en Madrid; o tal vez instalarse en Baleares, o en Canarias, en algún asunto de hostelería... Tomás proponía, planeaba, disponía plazos y requisitos, y Raúl aceptaba al punto con entusiasmo y daba por hecho desde el mismo instante de la elucubración que todo había de producirse de ese modo, perfecto y rápido, como lo contaba Tomás.
En su apariencia externa, desde luego sin conocerle a fondo, podría tal vez apuntarse en los modos de Raúl un cierto grado de candidez. Sin embargo, es de notar que sólo se mostraba así, de manera más acusada y de buen grado, con su amigo Tomás, al que reconocía cualidades y bonhomía suficientes como para apreciar esa entrega, llámese sumisión si se quiere, sin provocar por ello el más mínimo signo de altivez o soberbia, ni menos aún asomo alguno de desconsideración o desprecio.
El cupo de asimilación de desprecio lo había agotado Raúl hacía años, en la tortuosa convivencia con la que había sido su mujer, y aún lo era legalmente, aunque nada supiera de ella ni de su suerte y paradero desde su ingreso en prisión: la infausta Virtudes, pena de nombre, tan paradójico en ella como denominar paloma a un águila culebrera.
La tal Virtudes, ¡qué trabajo de nombrarla!, a la que resumiremos en adelante en Vir, tal y como solía hacer el propio Raúl, más por escrúpulo de conciencia que por confianza marital, fue la principal causante e inductora de todas las desgracias que le sobrevinieron, en hecatombe, desde el mismo momento de su matrimonio.
Raúl era pescador, como lo fuera su padre, y antes su abuelo en la memoria de breve constancia de una estirpe de humildes modos y orígenes. Los Filgueira disponían como principal patrimonio de un pequeño barco, bautizado en el lejano día de su botadura como “Fachendoso”, en razón de su elegancia de líneas, realzadas con el acierto de una distribución muy armoniosa de los colores blanco y rojo elegidos para su decoración. En sus catorce metros de eslora no le faltaba de nada. Bueno, algo sí, pero no de lo principal. Contaba con un gracioso puente, y hasta con una pequeña cocina y un water; vaya, más bien un angosto rincón con agujero, pero un lujo en todo caso, y más porque nunca llegó a utilizarse, ya que en la mar, para esos menesteres, la borda resulta más cómoda e infinitamente más holgada y fresquita.
“Fachendoso” había sido el empeño de toda la vida de Jesús, Suso Filgueira, el padre de Raúl. Un “empeño” en el más estricto sentido del término, pues justo acabó de pagar la última letra apenas dos años antes de jubilarse. Claro que la jubilación de Suso fue, por inducida, un tanto forzada y prematura respecto de los usos habituales en el lugar y la época. Vir tuvo la culpa, y Suso también, la suya, por entender erróneamente que, apartándose, podía ayudar a salvar el matrimonio de su único hijo. Aquella generosidad estéril, sin embargo, no hizo más, a la postre, que precipitar los acontecimientos.
Raúl había sido una gloria de hijo en su infancia y adolescencia. Desde muy joven, acompañando a su padre y al viejo Damián, el mejor maquinista y engrasador de la zona, a pesar de su minusvalía -manco de medio brazo izquierdo, a resultas de la guerra-, había aprendido el oficio. No sólo el del arte de la navegación costera sino también el más arcano de la localización intuitiva de los bancos de sardina y chicharro, fiando su guía a indicios tan sutiles como el olor del viento, el vuelo de las aves, o la refracción de la luna en el brillo plateado del horizonte.
En la mar, Raúl se hacía un hombre, más grande y más viejo, por sabio, de lo que realmente era. En tierra, en cambio, naufragaba, respiraba más corto y se empequeñecía. Como mareado por la quietud, adoptaba un aire de fragilidad e indolencia que le hacía absolutamente tentador, como carnada, para las especies predadoras. Vir se fijó en él y lo eligió para sí recién cumplidos los dieciséis. Raúl iba para dieciocho. Lo habría engullido al completo aquel mismo Martes de Carnaval, cuando por primera vez bailaron juntos toda la noche. Entre boleros, tangos y pasodobles, enfrentados sin reservas por el cadencioso girar de la música, Vir descubrió que la pusilanimidad gestual del mozo no era nada al lado de la patética desconexión que era capaz de lograr en la nula adecuación de sus pasos al ritmo. Sin embargo, se sintió infinitamente complacida al comprobar la docilidad con la que se dejaba llevar, buen síntoma, y más aún, mejor, al descubrir, con el roce, la dura persistencia de una poderosa fuerza oculta bajo el pantalón, salvaje, latente y contradictoria, que en nada parecía ni podía juzgarse de apocada.
Los planes de Vir se cumplieron con precisión metronómica. Dieciocho meses se dio de plazo para verse
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