La costumbre de comer ranas, y de las ranas, claro está, sólo sus ancas, es decir, sus musculosos (para la proporción de su cuerpo) cuartos traseros, sus patas, no tiene una antigüedad que pudiéramos tildar de extremadamente pretérita. Ni la cocina del Egipto faraónico, de la que es bastante lo que se sabe, ni el Antiguo Testamento, que es otra fuente de referencia importante, ni tampoco los griegos, ni los romanos, nos han dejado constancia expresa de esa afición. Es probable, no obstante y así hay que creerlo, que el hambriento hombre primitivo, en cualquier época del más antiguo pasado no haya desdeñado, de sentirse acuciado, echar a las brasas cualquier rana, o sapo, que fuera capaz de pillar. Pero como preparación culinaria de cierto crédito y aprecio, la primera mención que nos llega se retrasa hasta el siglo XIII, cuando en algunos textos ingleses se describe, en tono muy peyorativo, con horror y asco, a sus vecinos franceses como “comedores de ranas”.
Todavía no ha llegado la rana, por aquel tiempo medieval, a las mesas nobles y principales. Se trata de un condumio eminentemente rural, de las pobres gentes de aldea, que han de vérselas con el brete de ver qué echar a la lumbre cuando llegan los tiempos de la estricta Cuaresma, en la que todo está prohibido, incluso entonces, recuérdese bien, hasta los huevos. Con el caso de la rana, la Iglesia no acababa de decantarse en la cualificación de estos anfibios, y la cosa se quedaba ahí, en esa indefinición de si tal vez no era carne, ni tampoco pescado; o acaso una mezcla peculiar de las dos cosas. Constataban que ciertamente viven en el agua, pero también que su sabor más se parecía al del pollo que al de cualquier pez.
En fin, que el nuevo ingrediente culinario, amparado por esa duda metódica, se fue introduciendo así, poco a poco y circunscrito, en esos primeros tiempos de su aprecio, a las comarcas de interior en las que abundaban las zonas pantanosas y los ríos remansados. No fue hasta bien entrado el siglo XVI cuando las ranas comparecen, ya por derecho de cotización y buen crédito, en las mesas señoriales de Francia.
Pero es verdad que el impulso que logra esa revalorización de la rana cobra muy notable intensidad a partir de entonces; y ya desde el XVIII, y muy en particular en el XIX, las ancas del húmedo batracio son tenidas ya, al menos en Francia, por bocado de excelencia sibarita. Los ingleses, no obstante, siguen con su porfía de asco y desprecio, sin decaer un ápice en el insultante epíteto de “frog eates”, que dedican a sus vecinos galos del otro lado del Canal. A tal punto de pervivencia llegó el agravio, que es notorio y conocido el empeño que el propio Napoleón llegó a poner en aras de que no se incluyeran las ancas de rana entre los platos nacionales de su país. Pero es lo cierto que ahí Napoleón fracasó con estrépito, porque las ancas siguieron, a su pesar, gozando de muy buen aprecio entre los paladares franceses.
Escoffier, en 1930, escoltado por dos jóvenes colegas |
El gran desfacedor de este pertinaz agravio anglo-galo fue el genial cocinero Augusto Escoffier. Ocurrió ya muy a finales del siglo XIX, cuando el gran Escoffier ejercía como jefe de fogones en el londinense hotel Carlton-Ritz, que a la sazón tenía como uno de sus más habituales clientes al por entonces Príncipe de Gales Alberto Eduardo, quien, a partir de 1901, reinaría como Eduardo VII. Al egregio paladar le fue presentado aquel día un plato novedoso, que en la minuta figuraba como cuisses de nymphe à l'aurore (muslos de ninfa a la aurora). Escoffier había dispuesto aquellos ignotos bocados a modo de entrante frío, presentados en una gelée a la crema y al vino de Mosela, con perfume de paprika. Alberto Eduardo quedó encantadísimo con la prueba, y pidió repetir de inmediato de ella. Y también, claro está, que le fuera explicado el qué y el cómo de aquel novedoso plato. Según se cuenta, le tocó al propio César Ritz confesar al anhelante Príncipe que lo que se había comido eran en realidad unas ancas de rana. Tras la primera sorpresa, el de Gales, que ya tenía acreditada fama de noblote gourmet, no sólo perdonó el atrevimiento de Escoffier sino que hizo suya la defensa y promoción de los “muslos de ninfa” entre la clase alta londinense, que durante un tiempo los puso de moda, aunque siempre y en todo caso, dejándolos así, en su denominación poética de “ninfa”, eso sí, sin llegar a reconocerlos nunca como “de rana”.
Eduardo VII |
En cuanto a la presencia en los recetarios españoles, justo será decir que la cocina de las ancas de rana siempre ha tenido en ellos una recelosa acogida. Y no ciertamente porque su conocimiento nos llegara de manera tardía; ya Diego Granados, en su “Libro de arte de la cocina”, editado en 1599, incluye la receta de unas ancas, deshuesadas y guisadas con cebollas y almendras. Juan de Altamiras, en su “Nuevo Arte de Cocina” (1767) dedica un capítulo a “la lamprea, la saboga, los barbos, las ranas y los caracoles”. En él recoge tres preparaciones diferentes: ranas en pastelillos, almondiguillas de rana y ranas con huevos; sin especificar si usa sólo las ancas o alguna parte más del anfibio. Angel Muro, en su "Diccionario General de Cocina" (1892) se ocupa de ellas en profundidad y aporta recetas tan curiosas como la pepitoria o el potaje de ranas. Y por último, por abundar en la referencia, aunque sin ningún afán de completarla, lo cual sería empeño imposible, reseñar también lo que sobre ellas nos dejó escrito mi ilustrísimo paisano Manuel María Puga y Parga, el célebre “Picadillo”, quien en su “La cocina práctica” (1905), incluye esta sencilla receta para preparar las ancas fritas: “Se desuellan las ranas, no aprovechando de ellas más que los cuartos traseros, después de bien limpios. Poco antes de comer, se rebozan en huevo y pan rallado muy fino, después de haberlas salado convenientemente y se fríen en abundante manteca de cerdo, dejándolas dorar bien”.
Fritas, guisadas, en pepitoria, en potaje, bien se ve que la cocina de las ancas de rana tiene un amplio predicamento de potencialidades, pero habrá que reconocer que su formulación más usual y admitida las hace pasar casi siempre por la sartén, bien sea directamente, salteadas, o previamente enharinadas y rebozadas, para ser servidas así, solas, o en compañía de alguna salsa ligera. El problema con ellas no está en su sabor, que es fino y delicado, como decíamos con un cierto recuerdo a pollo, sino en superar la aprensión que provoca en muchos de sus potenciales degustadores. Les pasa, en esto, a las ancas de rana lo que a los caracoles: o eres partidario devotísimo de ellas, o enemigo irreconciliable; sin término medio, aunque tal vez sea justo decir que cuentan entre los primeros más de quienes las han probado, y entre los segundos los que nunca se han atrevido a superar su recelo y dar el paso.
Perfectamente envasadas y congeladas nos llegan desde las más lejanas y exóticas procedencias |
Para esos, sus devotos, la época otoñal es la más esperada, ya que es en esta estación cuando, según vieja tradición, están más sabrosas. Pero lo tienen crudo los pobres (en este caso léase crudo en su acepción de “difícil”), ya que la libre licencia de antaño para capturar a las saltarinas ranas ha mudado, en los tiempos presentes, a estricta y acotada restricción: la rana ha pasado a ser, en nuestro país, especie protegida, lo cual se traduce en que, para poder capturarlas, hay que proveerse de la preceptiva licencia que, no sólo establece un máximo de dos docenas de piezas por persona y día, sino que acota el período hábil a los tres meses que van desde el 1 de julio al 30 de septiembre. Es por ello que, con alta probabilidad, los platos de ancas que puedan ofrecerles fuera de ese periodo no respondan a piezas de nuestras charcas, sino de otras muchísimo más lejanas, como las de Indonesia (primer productor mundial), o Egipto, cuyo gigantesco delta cuenta con una inagotable población de batracios, de donde nos llegan cada vez más a Europa, a pesar de que el sacrificio y el comercio de estos animales esté expresamente proscrito por las normas coránicas. Como último apunte, decirles que entre las zonas de España donde se mantiene muy viva la afición por la cocina de las ancas, destaca sobremanera la comarca leonesa de La Bañeza. Y que si han de acometerlas al fin en este otoño, bien sea semiclandestinas o importadas, el mejor vino que les recomiendo para mejor acompañarlas es un blanco seco de buen perfume.
Y de postre, una receta...:
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