domingo, 6 de mayo de 2012

Muerte de Napoleón


      191 años se vienen de cumplir de su muerte, acaecida en la inhóspita isla atlántica de Santa Elena, donde llevaba recluido seis durísimos años. Ninguneado y hasta maltratado de palabra y obra por el gobernador británico, asistido por un reducido séquito, que no hizo más que menguar al correr del tiempo, y minada su salud desde el punto mismo de su llegada. Contaba tan sólo 51 años cuando le sobrevino la muerte, aquel 5 de mayo de 1821, oficialmente, por causa de un cáncer de estómago, pero hay serias dudas, y muy abiertas controversias aún a día de hoy sobre la causa real que provocó el fatal desenlace.
Máscara mortuoria del Emperador
      Estudios patológicos recientes, llevados a cabo a partir de muestras de cabello tomadas entonces al cadáver, confirman un sospechoso nivel elevado de arsénico, lo que ha dado pábulo a una cuestión fascinante: ¿Fue víctima Napoleón de un metódico plan criminal para asesinarle?... Y si así fue, ¿Quién de sus próximos y allegados en aquel encierro lo llevó a cabo? De todo ello contaremos en esta página de hoy, entreverando este grave interrogante con el marco referente sustancial y contrastado de las penosísimas condiciones que el corso hubo de soportar en esos seis últimos y desesperados años. Razón tenía el Emperador cuando, en confesión a su fiel marqués Las Cases, reconocía el grave fallo de no haber muerto en Waterloo.
Napoleón en Waterloo
      Tras la derrota en Waterloo, el 15 de junio de 1815, Napoleón regresó a Paris. Allí valoró la situación. De una parte, el pueblo le imploraba que continuara la lucha, pero de otra, al fin determinante, los políticos le hicieron ver con nitidez la quiebra de su confianza y la retirada de su apoyo. Napoleón optó entonces por abdicar en favor de su hijo, el “Aguilucho”, un niño que desde el año anterior estaba en Austria junto con su madre, la emperatriz María Luisa, que había optado por regresar a la corte de su padre, el emperador Francisco II, cuando Napoleón había sido desterrado a la isla de Elba. Pero el plan de Bonaparte no funcionó.
       Las cortes europea vencedoras no consintieron en la sucesión de un Napoleón II, optando por la reposición en el trono del Borbón Luis XVIII. Napoleón conoció de estos sucesos, junto al grupo de sus más incondicionales, en su retiro de La Malmaison. Pensó entonces en la posibilidad de retirarse a los Estados Unidos, y es muy cierto que, desde Paris, le hicieron creer que ese plan era posible, y que con tal pretensión, a finales de junio se trasladó con aquel grupo de los más allegados al puerto de Rochefort. Fue allí donde embarcó ingenuamente en el barco de pabellón británico que le aguardaba. Al acceder a él, la banda del buque les rindió engañosos honores, y se hizo de inmediato a la mar. Pero el barco tomó rumbo directo a Inglaterra, luego de informar al sorprendido Napoleón de que su condición a bordo no era otra que la de prisionero de guerra.
En el barco inglés que le llevó al definitivo destierro
      Finalmente, los ingleses decidieron que en ningún caso iban a repetirse las circunstancias de Elba. Buscaron entre sus dominios el más inhóspito, el más inabordable y más difícil de atacar, y lo hallaron en un islote perdido en el Atlántico sur, a 3.500 kilómetros de la costa brasileña y a 1.900 de la africana, descubierto el 28 de agosto de 1502 y bautizado con el nombre de la santa del día, Santa Elena. Una isla diminuta, permanentemente ahogada en la neblina, azotada por frecuentes tempestades y de manera constante por rachas de viento huracanado de infernal bramido. Tal fue la prisión elegida para el Emperador, quien nada más desembarcar percibió la abierta e indisimulada hostilidad con que había de tratarle el gobernador del islote, Hudson Lowe, quien empezó por marcar su posición negándole el trato de Emperador, o de “sire”, para referirse a él siempre como “prisionero de Estado”.
En Santa Elena, junto a sus fieles: de izda a dcha, de pie:
Montholon y Gourgaud; sentados, Bertrand, Les Cases, y el
hijo de éste.
       El pequeño grupo de sus acompañantes, todos ellos voluntarios que habían pedido expresamente compartir su exilio, estaba integrado, entre los más destacables, por el citado marqués de Las Cases, y su hijo, conde del mismo título; el general Montholon; el general Bertrand; el doctor O`Meara, como médico personal; y algunos fieles más como personal de servicio, todos ellos junto con sus esposas. Les destinaron como alojamiento una amplia finca, con varias edificaciones, una principal y varias anejas, ubicada en el centro de la isla. Dentro de este recinto, gozaban de cierta independencia, no obstante lo cual, el gobernador, por un sistema de señales, estaba permanentemente informado, en su residencia del puerto de Jamestown, de todos los movimientos del grupo. En semejante ambiente aislado, sometido a permanente vigilancia y cicateramente provisionado, no resultan difíciles de explicar los cada vez más frecuentes accesos de cólera y subsiguiente ataques de depresión que progresivamente fueron haciendo presa en él.
El deterioro de su aspecto físico
se hace evidente en este grabado
      Los escasos días que el infernal tiempo lo permitía, Napoleón recorría la finca a caballo; también empezó a interesarse por la jardinería, y ocupaba buena parte de la mañana en la lectura de la nutrida biblioteca –unos mil volúmenes- que se había llevado con él. También se ocupaba de dictar sus “Memorias”, que recogía por escrito el marqués de Las Cases, y cuya publicación, años más tarde, supuso uno de los éxitos editoriales más resonantes del siglo.
      Las cosas, como decimos, empezaron a ir mal desde el principio. El gobernador, Hudson Lowe, carecía de todo tacto, y parecía complacerse en su permanente despotismo, creando conflicto a diario. El marqués de Las Cases escribió dando detalle y denuncia de esta situación a Luis Bonaparte, pero la carta fue interferida, y el marqués y su hijo tuvieron que abandonar la isla, desterrados a Suráfrica. En el mismo lote, el gobernador también incluyó el destierro del médico personal de Napoleón, el doctor O’Meara.
      La marcha de estos tres confidentes hizo grave mella en Napoleón, y muy en particular, en lo que hace a las consecuencias prácticas, la marcha del médico, que no fue sustituido. Como Napoleón se negara a aceptar las visitas del médico de la guarnición inglesa, pasaron seis meses sin ninguna asistencia. La salud de Napoleón no hizo más que agravarse preocupantemente durante ese tiempo, y a partir de entonces en una dramática escalada.
      Ya desde mucho antes, padecía el corso de trastornos estomacales, que le producían vómitos frecuentes, fiebres y postraciones dolorosas; y este cuadro no hizo más que agravarse ahora, en la situación devenida en tan precaria. En una de las crisis, el cuadro de urgencia le obligó a aceptar la visita del médico británico de una goleta que había hecho escala allí. El doctor lo auscultó y diagnosticó hepatitis, pero tal no hiciera, porque provocó la cólera del gobernador que no dudó en someterle a un consejo de guerra, alegando que aquella enfermedad no existía en la isla.
      Finalmente, atendiendo la mediación del Vaticano, donde había hallado refugio la madre de Napoleón, las autoridades inglesas aceptaron el envío de un médico italiano, el doctor Antommarchi, un forense florentino que no logró sintonizar para nada con su paciente, y que desde su llegada a Santa Elena iba a mostrar mucho más talento para la intriga que conocimientos médicos.
El dictado de sus Memorias al marqués
de Les Cases, era una de las recurrentes
actividades del día a día en Santa Elena.
      Lo cierto es que, con éstos y otros avatares, la salud de Napoleón cayó en picado en su último año de vida. Para atajar sus padecimientos se le administraba regularmente calomel, un preparado a base de cloruro mercurioso que la medicina de entonces utilizaba como purgante y vermífugo. La conjunción de este calomel con tisanas de agua de cebada condimentada con almendras amargas para combatir el estreñimiento, derivaban en el estómago en una mezcla similar al cianuro de mercurio, no letal por la baja dosis, pero sí de crónica toxicidad. De ahí podría venir la explicación de la presencia detectada, que antes comentábamos, de arsénico. Pero, igualmente, no cabe descartar esa otra especulación de una trama programada de envenenamiento. El propio Napoleón sospechaba de ello, y aunque no se llevara bien con su nuevo médico italiano, un día –como éste recordó años más tarde- le hizo la siguiente petición expresa: “luego de mi muerte, que presiento no muy lejana, quiero que abra mi cuerpo y lo estudie bien... Le recomiendo que lo observe todo cuidadosamente durante su examen”... Bien parece que, fundadas o no, Napoleón sospechaba que estaba siendo envenenado.
En el lecho de muerte
      Desde luego, no faltaban razones justificativas con las que abonar la hipótesis de un asesinato planificado. De hecho, cabe imaginar conspiraciones para todos los gustos: desde los monárquicos franceses, temerosos de su indeleble aureola y de la coyuntura de un posible retorno; hasta los ingleses, por iguales razones y el alto coste de aquella reclusión, presupuestada en unos ocho millones de libras anuales. Eso, sin desdeñar a los cortesanos que habían en su día aceptado el exilio voluntario con él, y que veían pasar el tiempo, y agriarse el carácter de su mito, tan desnudo y desposeído ahora, y hasta tan penosamente patético, y anidara en ellos un deseo soterrado de desembarazarse de aquella estéril obligación y poder retornar a casa.
El lugar del enterramiento en la isla
      Fuera como fuere –la cuestión sigue hoy sin resolverse- Napoleón vio agudizada su dolencia, con apariencia de fatal e irreversible, desde primeros de marzo. Postrado desde entonces y sometido a durísimos padecimientos y dolores, el sábado 5 de mayo de 1821, a las cinco y cuarenta y nueve minutos de la tarde dejaba de existir. Antes de embalsamar su cuerpo, se le practicó la autopsia, dirigida por el médico italiano y los demás facultativos ingleses que se hallaban entonces en la isla. De ella se extrajo la conclusión, y así se detalló por escrito, que la causa del fallecimiento había sido debida a la existencia de un cáncer en el estómago. Una vez hecho esto, vestido con su uniforme y envuelto en la capa galoneada que había llevado en la batalla de Marengo, se le dio tierra en la propia isla.
El mausoleo actual, en Los Inválidos
      Y hasta en ello hubo agria disputa, pues los generales franceses requirieron que se grabara en la tumba una sola palabra: “Napoleón”, pero el intransigente gobernador Hudson Lowe exigió que se pusiera “Napoleón Bonaparte”. No llegaron a un acuerdo, y la lápida quedó finalmente sin grabar. Y así estuvo hasta que, diez años después, el monarca Luis Felipe de Orleans hiciera petición a los ingleses para trasladar los restos a Francia, donde fueron depositados, en 1840, ahora sí, en solemne ceremonia, bajo la cúpula del templo parisino de San Luis de los Inválidos.




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