viernes, 8 de abril de 2011

Vino blanco (II). Con más razones



       A vueltas con el vino blanco seguimos hoy. Les contábamos, en la “entrada” del pasado día 8 de febrero, de la riqueza de matices, palatiales y aromáticos, que distinguen a los muchos buenos blancos que se elaboran hoy en día. De la tecnología punta que es hoy común y determinante en esa elaboración, en la que los blancos fueron pioneros, por cierto, hace ya más de treinta años. Y apuntábamos también algunos de los muchos mitos erróneos y peyorativos que aún perviven en el espíritu de algunos consumidores, y que se expresa, del modo más tristemente gráfico y desacertado, en esa frase falaz que, de vez en cuando, aún oímos –pura ignorancia- de que “el mejor blanco es …un tinto”. Menuda estupidez, decíamos.
      Y quedó el asunto –ahí lo dejábamos entonces- en la valoración, acierto o falsedad, de ese criterio tan extendido, que muchos tienen por axioma, de que los vinos blancos deben, siempre y en todo caso, ser consumidos en el plazo inapelable del año siguiente a su cosecha. Ciertamente, en muchos casos no es mala la recomendación, pero en otros no, ni mucho menos. Depende de la calidad del vino, del grado de madurez de las uvas en el momento de su vendimia, y, mucho, muchísimo, del método de elaboración y de la tecnología aplicada.
      Es el caso, por ejemplo, de bastantes de los albariños gallegos, entre los que no son pocos los que dan lo mejor de sí mismo al segundo, y hasta al tercer año. Y no digamos ya el caso de la cada vez más amplia gama de vinos blancos que han sido sometidos a procesos previos de maceración del mosto con los hollejos de la uva, por un periodo breve, de apenas unas horas antes del inicio de su fermentación, o de los que han pasado unos meses de ligero reposo y breve crianza en barrica. Ésos, al igual que los grandes rieslings alemanes o alsacianos, o los míticos borgoñas, pueden dar su mejor expresión tras cuatro o cinco años en botella.
"Ciruelas y vino", bodegón de J. Quintanilla
      Otro mito equívoco respecto de los vinos blancos es el referido a su temperatura idónea de servicio. Ahí hallarán mil opiniones, incluso algunas bastante contradictorias. En mi opinión, en general los blancos deben de tomarse siempre y en todo caso suficientemente fríos, pongamos que en torno a ocho o nueve grados, como mucho. Fríos son más agradables, con un pasar más ligero, y desde luego hacen mejor compaña a los frutos del mar, que son su arrimo ideal. De algunos “gurús” oirán y leerán que tan fríos enmascaran defectos… Y es verdad que, para una “cata” profesional, la temperatura que procede no debe bajar de los doce grados…Pero, eso en una cata… Ustedes no son catadores, sino disfrutadores de ese vino que llega a su mesa. Y su afán, creo yo, no está en descubrir “defectos” sino en apreciar “virtudes”. Y las de un buen blanco, ligero, afrutado y aromático, de una bodega de garantía, elaborado con buenas uvas de noble cepa, ya sea albariño, treixadura, godello, airén, verdejo, palomino, macabeo, perellada, y tantas más genuinamente españolas, que hoy están lanzadas a la conquista del mundo, constituye un placer refrescante de armonía casi perfecta.
      Eso sí, si apuestan, como yo, sin complejos por el frío, no olviden que, para que esos ocho o nueve grados sean ciertos en la degustación culinaria, el vino en cuestión deberá llegar a la mesa –es decir, salir de su nevera- con algún grado menos, ya se encargará la copa, y nuestra mano en ella, y el propio ambiente del salón-comedor, de corregir al alza la temperatura. En todo caso, más o menos frío, no les quepa duda que el blanco es un vino excelente, completo y pletórico de virtudes y de matices a disfrutar. ¡Que el mejor blanco es …un tinto!... ¡Anda ya!... Buen provecho.




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